CAPITULO 34
—Toma.
Maca abrió su bolso y sacó un llavero con dos llaves, una de seguridad. Lo deslizó sobre la mesa y lo puso delante de mí. Acabábamos de cenar en un restaurante y estábamos tomando café.
—¿Y esto? —pregunté.
—Las llaves del ático. Quiero que las tengas.
—¿Por qué?
—Solo quiero que las tengas, nada más.
—Bueno. —Miré el llavero, después a ella—. ¿Es que vas a irte?
Sentí un vuelco en el estómago. Tratábamos de reconstruir poco a poco lo que habíamos tenido. La posibilidad de que Maca se fuese me provocaba, literalmente, dolor de estómago. ¿Y si la habían reclamado de la sede central, en Canadá? Peor aún: ¿y si ella había solicitado volver? Pero pronto disipó mis temores.
—No. Se acabaron los viajes. Me quedo. —Me miró con algo de reserva—. No intento presionarte. Solo son unas llaves.
Pero, observándola a mi vez, supe que eran algo más que eso. Como si hubiera colocado un paquete sorpresa en el camino y esperara mi reacción. Su tono, sin embargo, había sido deliberadamente ligero, quitando importancia a su gesto, pero sus ojos me decían otra cosa. Quizás para ella era una prueba de mi nivel de aceptación, de compromiso. No nos habíamos vuelto a acostar y creo que para ella el darme la copia de las llaves de su casa simbolizaba su disposición a ir más allá, a ofrecer el acceso al lugar donde se escenificó nuestra intimidad. La miré detenidamente, pues, más que sus palabras, era la expresión de su rostro la que me decía lo que pasaba por su cabeza. Volvía a mostrarse insegura. Desde que nos habíamos dado esta segunda oportunidad, sabía que ella había perdido parte de su seguridad en lo referente a nosotras. Todo lo que decía, todo lo que proponía, parecía haberlo meditado mucho antes. Y yo ya no sabía qué hacer para alejarla de esa incertidumbre. Volví a mirar las llaves.
—Pero ya tengo unas —dije.
—He cambiado la puerta.
Sabía que había estado haciendo reformas en el ático y casi le había arrancado una confesión acerca de la razón. Me dijo que le salía más barato que cambiarse de casa, pero al final reconoció que no quería malos recuerdos. Una renovación estética que buscaba una especie de borrón y cuenta nueva escénicos. Pero cambiar la puerta me parecía excesivo.
—¿La puerta antigua no iba con la nueva decoración? bromeé. Pero ella me miró con seriedad y un ligero destello de derrota en su mirada me puso en alerta—. ¿Qué ocurre, Maca?
Bajó la mirada y miró hacia el exterior. Después volvió a mirarme.
—¿Damos un paseo? Hace una noche estupenda.
—Claro.
Una vez fuera, paseamos sin una dirección concreta. Aunque apacible, la noche era fresca y me arropé con la chaqueta. Miré de reojo a Maca, pero su expresión no me dijo nada, y los primeros metros los hicimos en silencio.
—O me lo cuentas ya, o no podré soportarlo —sonreí, intranquila.
—Lo siento, es solo que… —Se detuvo y me miró a los ojos—. Sara, acepto que lo que ocurrió, tal y como ocurrió, parecía ser lo que creíste —dijo con cautela, como si se moviera sobre arenas movedizas—. Y que tenías razón al pensar lo que pensaste.
—¿Estamos hablando de Franca? —No me gustaba tocar tema, pero supuse que siempre estaría ahí, entre nosotras. Era algo que no había querido volver a afrontar con ella, pero tarde o temprano debíamos hacerlo y esa noche podía ser tan buena como cualquier otra.
— Sí. —No apartó la mirada—. Y acepto la parte que tú has aceptado.
— No te entiendo, Maca.
—Te mentí acerca de ella, pero no con ella. —Noté que el tono de su voz se volvía opaco—. Es la única verdad que puedo ofrecerte. Esa mujer entró en el ático de algún modo y montó la escena. —De repente, la noche parecía haber refrescado demasiado y sentí un escalofrío—. Lo he aceptado, Sara, que no me creyeras. Y te comprendo. Lo veo desde tu punto de vista y sé que hay muchas cosas que no puedo explicar, y no sabes cuántas noches he pasado en vela tratando de encontrar una explicación, sin éxito.
Su tono desveló su frustración y también su vulnerabilidad. Me miró, tal vez esperando algo por mi parte, que no llegó. Me reproché en silencio mi propia cobardía. Pero ¿qué podía decirle? ¿Que podría haberla perdonado, pero no olvidaba? ¿Reconocer que estábamos reconstruyendo nuestra relación con una mentira como base? ¿Y de cuál de las dos partía la mentira? ¿De ella, que nunca admitiría que me había engañado con esa mujer? ¿O de mí, que no la creía y había decidido seguir adelante pese a ello? Ya no existía rencor por mi parte, pero la evidencia del engaño continuaba allí. El tema se había cerrado en falso. Cuando decidí que podíamos darnos otra oportunidad pensé que la solución consistía en perdonar y seguir adelante. No éramos las únicas ni las últimas en pasar por algo así. Pero, al parecer, para Maca ese camino tenía otra lectura. Sumida en mis pensamientos, tardé un poco en darme cuenta de que me estaba hablando.
—Siento haber sacado el tema. Olvídalo —dijo.
—No sé qué decir, Maca. —De repente, ante mí se había materializado la fragilidad del suelo que sostenía nuestro intento y sentí vértigo.
—No importa, Sara, de verdad. No tendría que haber dicho nada.
Hicimos el resto del trayecto hasta el coche en silencio y nos despedimos algo incómodas. Notaba la tensión en Maca, pero fui incapaz de ofrecerle nada que no fuera más incomodidad por mi parte. Una vez en casa, no pude dormir. Recreé sus palabras y, por primera vez desde lo que había pasado, me di cuenta de lo que realmente podría significar para Maca el que yo hubiera aceptado a medias su versión. Miré las llaves que me había dado. La puerta anterior no era vieja, ni estaba estropeada, y también era de seguridad. ¿Qué necesidad tenía de cambiarla, entonces? Solo lo explicaba el que su historia acerca de esa mujer fuera cierta. Que la obsesión de Franca llegara hasta el extremo de urdir un engaño de tal magnitud. Y entonces pensé que, si así había sido, el dolor de Maca sería insoportable. Yo me había limitado a perdonarla desde la arrogante superioridad moral que se le otorga al engañado. Pero tal vez ella aceptó ese perdón por algo que no había hecho, al menos en su parte más punible.
Esa noche, desvelada, me puse por primera vez en el lugar de Maca. Había estado cegada por mi dolor ante su gaño, ante lo que yo creía una mentira que había llegado hasta sus últimas consecuencias. Pero ella en ningún momento había admitido que había sido así. Me había mentido, sí, pero en su versión jamás se había acostado con esa mujer. Tardé mucho en poder conciliar el sueño y el alba me sorprendió sin haber encontrado una respuesta satisfactoria.
Tres días después de esa cena, cuando las sensaciones que surgieron durante la conversación se habían diluido, estábamos en su casa. Yo miraba el mar y ella me miraba a mí.
—Ojalá esto se convirtiera en una rutina —dijo.
Me volví hacia ella.
—¿El qué?
—Tú. Aquí. —Sonreí, pero no dije nada—. ¿No te gusta la idea? —preguntó.
—¿Qué idea?
—¿Sería terrible desear que volvieras a vivir aquí de nuevo? —preguntó, con una sonrisa que llenaba de pequeños pliegues la comisura de su boca. En su voz sonaron levísimos ecos de incertidumbre. Sus palabras me dejaron a mí sin ellas. Como no contesté, lo hizo ella por mí—. Ya veo —dijo, sonriendo para ocultar su desazón.
Apartó la mirada y la perdió en el mar. Supe que tendría que haberle costado mucho hacer esa proposición, por todo lo que implicaba. De nuevo, ella lo intentaba y yo le fallaba. Eso tenía que acabar de una vez. Me acerqué a ella.
—¿Estás segura? —pregunté.
Me miró.
—Eres tú la que debe estarlo. Yo lo he estado siempre. Pero tal vez me he precipitado.
—No.
—¿A qué? —Me miró con expectación—. Nunca estoy muy segura de tus sí y tus no. Son bastante confusos.
—No a terrible. Sí a vivir aquí —aclaré. La miré y supe que ella necesitaba algo más—. Te quiero.
Noté su sobresalto al tiempo que una cauta sonrisa fue expandiéndose por su cara.
—No lo habías vuelto a decir —musitó—. En todo este tiempo…
La callé con un beso.
—Se me olvidaría hacerlo. Soy muy despistada. —Volví a besarla—. Muy, muy despistada.
—Me gusta el modo en que resuelves tus despistes —sonrió, y acarició mi cabello—. No estaba segura —murmuró.
Quiso quitarle importancia, pero sus palabras deberían haber tenido el poder, merecidísimo, de abofetearme. ¿Cómo lo había consentido? No debería haber permitido que viviera con semejante zozobra. Había sido una estúpida, cegada por mi dolor. Cogí su mano entre las mías. Me miró, expectante.
—Lo siento, siento que hayas dudado por mi culpa. —Me llevé su mano a los labios y besé sus nudillos—. Te quiero, Maca —repetí.
Ella sonrió, se inclinó hacia mí y me besó con ternura. Cuando nos separamos, la noche brillaba limpiamente en sus ojos y supe que jamás querría ver ningún otro reflejo en ellos.