CAPÍTULO CATORCE
La una

El diario me había dicho que tenía hasta la una de ese día.

Ciertamente era muy extraño, la mañana se desarrollaba justo como había leído la noche anterior. Rosaleen me despertaba y me decía que me quedara en casa, y en esa ocasión —la segunda vez— resultaba más que obvio que sencillamente no quería que el resto de su pequeño mundo me viese. Imaginad el espanto y la vergüenza de tener que decirle a la gente que mi madre y yo existíamos; que un hombre se había quitado la vida, el peor pecado de todos. Me dio mucha rabia, y hube de reprimir las ganas de exigir que yo también quería ir a misa, pero me quedé en la cama, y mientras oía que el coche se alejaba en el día teñido de sepia, mi día empezó a diferir del descrito en el diario. Era raro que ocurrieran cosas que me daban la sensación de que técnicamente ya habían sucedido, pero de alguna manera me estaba acostumbrando a ello.

En lugar de volver a dormirme después de que Rosaleen y Arthur se fueran, me vestí y bajé corriendo. Estaba sentada en la tapia del jardín cuando el Cinquecento amarillo llegó volando por la carretera, con la ventanilla bajada.

—¡Vaya! —exclamó la hermana Ignatius con los ojos iluminándosele—. Precisamente la chica a la que quería ver. ¿Vienes a misa?

Miré a las cuatro monjas apretujadas en el coche.

—Ah, puedes sentarte encima de la hermana Peter Regina —bromeó ella, y de dentro salió un «bah»—. Cantamos en todas las misas que se celebran por la mañana. Formas parte de un coro, deberías unirte a nosotras si te has curado la laringitis.

—No puedo —dije por señas, llevándome las manos a la garganta y abriendo y cerrando la boca.

—Haz gárgaras con un poco de sal y estarás sana como una manzana. —Me miró enfadada, pero luego sus ojos brillaron—. Gracias por el libro, por cierto.

—De nada —rompí el silencio—. Lo escogí expresamente para usted.

—Eso pensé —soltó una risita—. ¿Sabes? Al principio no me caía bien la chica, Marilyn Mountrothman. Me parecía que era una engreída y tenía demasiadas expectativas, pero al final acabé queriéndola. Igual que a Tariq. No parecía una pareja evidente, pero la forma de él de saber lo que estaba pensando ella en todo momento, sobre todo cuando lloraba por el mensaje de su padre pero no quería contárselo a él… Ay, la verdad es que debo admitir que eso me llegó al alma. Sin embargo, él lo averiguó. Sabía que ella lo amaba. ¡Un hombre listo! Supongo que así fue como hizo sus millones y se convirtió en el magnate del petróleo. Me gusta cuando ponen las fotos en la portada. Me ayuda a imaginármelos desde el principio. A él, con el pelo peinado hacia atrás y todos esos músculos…

—¿Se lo ha leído?

—Sí, claro. Ahora lo ha empezado la hermana Conceptua.

La mujer que ocupaba el asiento del acompañante se volvió.

—No me diga lo que pasa. Acaba de fletar el avión privado a Estambul.

—Uy, aún no ha llegado a lo mejor. —La hermana Ignatius dio unas palmadas—. Dos palabras: delicias turcas.

—Le he dicho que no me contara nada —la reprendió la hermana Conceptua—. Al final descubrirá el pastel.

—Tenemos que irnos —protestó la hermana Mary, al volante—. Llegaremos tarde.

—A ver si vienes la próxima semana, ¿vale? —me dijo a continuación la hermana Ignatius, en serio.

—Vale —asentí—. Estoy pensando en volver a meterme en la cama. Si ve a Rosaleen, ¿le importaría decírselo?

Los ojos de la monja se entornaron.

—¿De veras?

—Sí, la verdad es que me lo estoy planteando.

—Ya. ¿Qué te traes entre manos?

—Ahora sí que tenemos que irnos. —La hermana Mary arrancó.

—Espere. —Me entró un ligero pánico—. Necesito una cosa. Un nombre.

Poco después las veía doblar la esquina a toda velocidad, sin que se vieran el intermitente o las luces de freno, tan sólo el brazo de la hermana Ignatius en el aire a modo de saludo.

Eran las diez.

Tenía claras mis prioridades, y la lista la encabezaba mi madre. Hojeé el listín y busqué el nombre que me había facilitado la hermana Ignatius. El teléfono sonó una, dos, tres veces, y justo cuando saltó el contestador lo cogió un hombre.

—¿Dígame? —graznó, y después se aclaró la garganta—. Un momento. —Oí que estaba sin aliento y que intentaba desesperadamente apagar el contestador.

Carraspeé. Tamara La Adulta tenía algo que hacer.

—Hola, me gustaría concertar cita con el doctor Gedad.

—Es que… no está. —El hombre sonaba medio dormido—. ¿Quiere que le dé algún recado?

—Esto…, no… ¿Habrá vuelto antes de la una?

—Los domingos no tiene consulta.

Hice una pausa. La voz me resultaba familiar.

—Se trata de una visita a domicilio.

—¿Es una emergencia?

Contuve el aliento y solté:

—Weseley, ¿eres tú?

—Sí, ¿quién es?

«Miente, Tamara, da un nombre falso.»

—Soy Tamara. Siento haberte despertado.

—Tamara. —Ahora sonaba algo más despierto—. ¿Te encuentras bien? ¿Necesitas un médico? Es mi padre.

—Bueno…, yo no, mi madre. Pero no es una emergencia ni nada. ¿Crees que habrá vuelto antes de la una?

—No lo sé. Van a misa y luego al mercado. Suelen estar de vuelta a eso de la una.

—¿Qué coño pasa aquí con la misa y el mercado?

—Lo sé, les encanta a todos. —Bostezó—. Creo que mi padre sólo va para darle una tarjeta de visita a todo el que tose.

Me eché a reír.

—¿Os quedasteis hasta mucho más tarde la otra noche?

—Alrededor de una hora. ¿No nos oíste?

—Tardé una media hora en subir a mi habitación. Cerré la ventana sin darme cuenta y me rompí las uñas al abrirla.

Él se rió.

—Deberías haber vuelto, te habría ayudado a entrar. Sé dónde esconde Arthur las herramientas. ¿Quieres que se pase por ahí mi padre a eso de la una?

—No, está bien. Me vendría mejor antes de la una.

—¿Y mañana?

Tendría que esperar otra semana para que Rosaleen y Arthur salieran, a menos que… Se me presentaba una pequeña oportunidad cuando Rosaleen iba a ver a su madre.

—¿Mañana entre las diez y las once?

—Le daré el recado. Le diré que te llame.

—No —me apresuré a responder—. Que no me llame aquí.

—¿Es que tienes móvil? —bromeó él.

—No.

—Vale. No puedo pensar a estas horas. Dame un segundo, —suspiró Weseley. Me mantuve a la espera—. Vale. Supongo que no quieres que Rosaleen y Arthur se enteren, así que cuando vuelva mi padre averiguaré si está disponible y después te veré en el castillo a las dos y te lo diré.

Sonreí. Weseley podría haber llamado: quería volver a verme.

Colgué entusiasmada. Una cosa prácticamente tachada de mi lista.

Mi segunda misión consistía en fisgar en la casita de enfrente. O al menos en echar un vistazo al jardín trasero: no quería darle un susto de muerte a la anciana. Preparé mi coartada: eché unas bayas en un tazón, herví agua, tosté unas rebanadas de pan, hice unos huevos revueltos… muy mal y acabé quemando la sartén, que puse a remojo en el fregadero, temiendo la cara que pondría Rosaleen cuando la viera. Acto seguido lo dispuse todo en una bandeja y lo tapé con un paño de cocina, como Rosaleen hacía cada mañana. Sintiéndome orgullosa de mi primer intento de preparar el desayuno, probablemente de toda mi vida, salí de la casa y me puse en marcha muy despacio para no derramar el té que había hecho. Sujetando la bandeja con las dos manos, saltar la cancela sin apoyarme fue complicado. El paño se puso perdido de té, pero yo continué adelante. Pasé ante el salón, con sus visillos, y enfilé el pasillo lateral; nuevamente sin ver nada, ya que una luz intensa me daba de lleno en la cara. Cerré los ojos con fuerza y después procuré mantener la bandeja en equilibrio apoyándola en la pared por un lado para poder frotármelos. La bandeja estuvo a punto de caérseme, y causé un verdadero estrépito cuando tazas y platos chocaron. Cuando la luz dejó de deslumbrarme y recuperé la vista, seguí caminando, decidí mirar al suelo mientras lo hacía. En cuanto llegué al final del pasillo, me metí en el jardín trasero, preparada para que me liquidaran, preparada para ver a una ancianita cuidando del jardín, champiñones gigantes y hadas y unicornios y todo un mundo mágico que Rosaleen ocultaba. Pero no vi nada. Nada salvo un terreno herboso alargado con árboles a los dos lados. Estaba claro que a la madre de Rosaleen no se le daban bien las plantas.

La parte trasera de la casa parecía tan desierta como la delantera. Las ventanas también estaban protegidas por visillos de encaje. Había dos ventanas y una puerta. Yo sabía que una de ellas era de la cocina, ya que distinguí el grifo de la pila. La puerta parecía la adición más reciente de la casa: marrón y con el cristal tintado de amarillo. La segunda ventana no revelaba nada.

Centré mi atención en el cobertizo, donde el objeto de la ventana seguía resplandeciendo e invitándome a acercarme.

Pasé por alto la casa y eché a andar hacia él. A medio camino me di cuenta de que debería haber dejado la bandeja, pero seguí. Visto de cerca, lo que tanto brillaba parecía ser un cristal retorcido que colgaba de un cordel. Dibujaba una espiral elegante y delicada que terminaba en punta, con la forma de un racimo de uvas, y medía alrededor de un metro y medio. Cuando le daba el aire que se colaba por la ventana, giraba en círculos, dando vueltas y causando la impresión de que bajaba en espiral, atrapando la luz una y otra vez en distintos puntos. Era hipnótico.

Mientras miraba el cristal, otra cosa llamó mi atención. Un movimiento. Creyendo que era un reflejo en la hierba, me volví para ver quién estaba detrás, pero allí no había nada salvo los árboles moviéndose con la brisa. Pensaba que habían sido imaginaciones mías, pero al mirar de nuevo ahí estaba: en el cobertizo había alguien. Me acerqué despacio, procurando no hacer mucho ruido con la bandeja y deseando vivamente no haberme molestado en prepararla, ya que los huevos y el té ya se habrían enfriado y el pan con mantequilla estaría reblandecido. La repisa de la ventana me llegaba por los hombros, de manera que me planté de puntillas en la esquina para echar un vistazo. No me atreví a examinar el resto de la habitación, sino que clavé la vista en la madre de Rosaleen por si me veía y me atacaba con un cristal puntiagudo.

Sólo le veía la espalda: la mujer, que vestía una rebeca larga de color marrón, estaba inclinada sobre un banco de trabajo. Tenía el cabello largo y ralo, más castaño que canoso, y daba la impresión de no habérselo cepillado en un mes. La estuve observando un rato, intentando decidir si llamar o no. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Ni siquiera sabía cuál era el apellido de soltera de Rosaleen para poder dirigirme a ella. Al final me armé de valor y llamé con suavidad.

La mujer pegó un respingo, y yo esperé no haberle provocado un ataque al corazón. Se volvió a medias, lentamente y con rigidez. El lado del rostro que estaba vuelto hacia mí quedaba tapado en su mayor parte por el largo y descuidado pelo. Se protegía los ojos con unas gafas enormes que le ocultaban la mitad de la frente y le oprimían las mejillas. Era todo pelo y gafas, como un profesor chiflado.

Sostuve la bandeja en equilibrio sobre una rodilla y, mientras las tazas y los platos tintineaban y se escurrían, temblaban y se derramaban, me apresuré a saludar con la mano al tiempo que esbozaba la mayor sonrisa que jamás le haya dedicado a nadie para que supiera que no había ido a matarla. Ella se limitó a clavar la vista en mí, inexpresiva, sin mostrar reacción alguna. Yo levanté la bandeja cuanto pude y a continuación volví a apoyarla en la rodilla para hacer por gestos como que comía. Nada. Entonces supe que me iba a meter en un buen lío; las cosas no habían ido según lo previsto. Rosaleen tenía razón: su madre no estaba para recibir a extraños y, aunque no fuera así, yo debería haber esperado a que ella nos presentara. Retrocedí unos pasos.

—Le dejo esto aquí —anuncié en voz alta con la esperanza de que me oyera.

Deposité la bandeja en la hierba y me fui. Mientras reculaba eché un vistazo al resto del jardín, más allá del cobertizo. Me quedé boquiabierta y me hice a un lado para ver mejor: hileras de cuerdas para tender la ropa llenaban el jardín. Debía de haber entre diez y veinte y, en cada una de ellas, docenas de móviles de cristal, todos distintos, cristal retorcido y moldeado para conseguir formas únicas, unas dentadas, otras lisas, que se mecían con la brisa, atrapaban la luz, brillaban y se movían en silencio. Un campo de cristal.

Dejé atrás el cobertizo y pasé al jardín trasero para seguir investigando. Todos se hallaban lo bastante separados entre sí para no chocar. Si hubiesen estado un centímetro más juntos, estoy segura de que se habrían roto. Las cuerdas, tirantes, se hallaban afianzadas a una pared del fondo del jardín y a un poste que se erguía en el otro extremo. Quedaban por encima de mí, de manera que me veía obligada a levantar la cabeza y ver la luz del cielo a través del cristal. Eran la cosa más hermosa que había visto en mi vida. Algunos parecían gotear, rebosantes y líquidos, del cordel como lágrimas gigantescas, pero en lugar de caer, se congelaban a mitad de camino. Otros tenían menos vueltas y curvas y eran pinchos rígidos, más furiosos y puntiagudos, colgando cual carámbanos, cual armas. Cada vez que soplaba el viento iban de lado a lado. Caminé hacia la mitad de una de las hileras, deteniéndome de vez en cuando a mirarlos. Nunca había visto nada igual, tan cristalino y puro. Algunos tenían burbujas atrapadas en su interior; otros eran completamente transparentes. Extendí la mano y la miré a través del cristal: la vi oscurecida con algunos, perfecta como era con otros. Fascinantes y bellos, unos distorsionados e inquietantes; otros hermosos y tan frágiles que daba la impresión de que al tocarlos se desintegrarían.

Iba a adentrarme más para examinar las otras cuerdas cuando, al volver la cabeza para asegurarme de que seguía sola, vi que la madre de Rosaleen de pronto se había desplazado hasta una ventana que daba a esa segunda mitad del jardín. Me estaba mirando y tenía la mano apoyada en el cristal. Me detuve y me quedé en una fila, sintiéndome como una torpe muñeca en un campo de cristal; le sonreí, preguntándome cuánto tiempo llevaría observándome. Traté de distinguir su rostro, verle los rasgos, pero fue imposible. Sólo se veía su silueta, el largo cabello que le caía por los hombros, no gris, como había pensado antes, sino de un castaño ratonil con vetas blancas. Parecía no tener edad ni rostro, más misteriosa incluso ahora de lo que me resultaba antes de haberla visto.

Dejé el campo de móviles de cristal procurando grabarlos todos en la memoria por si no volvía a verlos como castigo por haber entrado allí sin permiso. Cuando regresé al otro jardín, vi que ella aún me observaba, no desde la ventana, sino de lejos, desde dentro de la habitación.

Saludé de nuevo, señalé la bandeja en la hierba y le indiqué por gestos que comiera, como si fuese la hora de comer en el zoo. La mujer, con la vista clavada en mí, no mostró reacción alguna. Absolutamente incómoda —sol caliente, buen triunfo, bien muerto—, di media vuelta y salí del jardín a buen paso sin mirar atrás una sola vez, sintiéndome como solía sentirme de pequeña, cuando iba corriendo de casa de mi amiga a la mía en la oscuridad pensando que me perseguía una bruja.

Eran las doce.

Me puse a dar vueltas por el salón, arriba y abajo, a un lado y a otro, a izquierda y a derecha. Me senté, me levanté. Fui al cuarto de mi madre, me detuve y volví al salón. Me retorcí las manos y miré por la ventana de vez en cuando, esperando ver a la madre de Rosaleen cruzando la carretera en su silla de ruedas, haciendo el caballito y chasqueando un látigo. También esperaba que Rosaleen y Arthur doblaran la esquina a toda velocidad. Rosaleen había tendido trampas alrededor de la casita: yo había tropezado con un cable, una brizna de hierba no estaba en su sitio, había atravesado un haz de luz que disparaba una alarma que ella llevaba en el bolso. Rosaleen me ataría a la cama, me partiría las piernas con un mazo y me obligaría a escribirle una novela. Yo no sería capaz de hacerlo. Apenas podía llevar un diario. No sé, me daba que podía pasar algo, cualquier cosa. En mi casa siempre estaba incumpliendo las normas, pero allí era distinto. Allí todo era tan estricto y antiguo como vivir en un yacimiento arqueológico alrededor del cual todo el mundo fuese de puntillas, sin caminar aquí, sino tan sólo allá, y hablase en voz baja para que los cimientos no se vinieran abajo y utilizara pequeños pinceles y herramientas para raspar la superficie y soplar el polvo, pero sin profundizar más, y yo hubiese pisoteado el lugar armada con un pico y una pala y me lo hubiera cargado todo.

Y ahora tendría que volver por la bandeja, pues de lo contrario Rosaleen sabría lo que había hecho. Esperé no haber envenenado a su madre; Dios mío, ¿y si lo había hecho? Los huevos podían ser peligrosos y se me había olvidado lavar las bayas. ¿Era letal la salmonela? Estuve a punto de coger el teléfono y llamar de nuevo a Weseley, pero resistí la tentación. Tras pasar demasiado tiempo muerta de preocupación, comprendí que no iba a suceder nada —al menos no inmediatamente— y que tampoco es que hubiera hecho nada malo. Había intentado ser amable con una anciana. No era para tanto. Esperaba que le gustaran los huevos.

Entonces me calmé. Lo siguiente en mi lista era el garaje, al fondo del jardín. Abrí la puerta de atrás, por la que se salía de la cocina al jardín, y eché a andar por éste y a continuación enfilé el huerto de Rosaleen, que discurría paralelo al fondo. Levanté la cabeza para ver la ventana de la habitación de mi madre, junto a la que no había nadie, pues ella seguía durmiendo.

Para como son los garajes, ése era bastante bueno. Lo revestía la misma piedra caliza que la casa, o muy similar, y parecía mejor construido que cualquiera de las edificaciones de mi padre. Lo digo con el mayor respeto a mi padre, que estaba orgulloso de lo que levantaba, es sólo que no creo que le importara mucho la arquitectura, sino más bien el espacio y cómo darle a todo el mundo la menor cantidad posible. El garaje casi ocupaba la anchura entera del jardín, veinticinco metros de longitud. A la derecha de la casa, al otro lado del cuidado seto, había una senda practicada por el tractor, un camino más que serpenteaba por la finca. Sin embargo, antes de alejarse de la casa había un desvío que conducía a la puerta de dos hojas del garaje. Nunca había visto a Arthur meter el tractor dentro. Tal vez Rosaleen tuviera razón, tal vez allí no hubiera sitio para nuestros enseres. Escogí esa entrada al garaje, ya que así no se me vería desde la casa, pero la puerta era más grande, la cerradura que forzar de mayor tamaño. Miré por todas las ventanas pero no vi nada: todas estaban cegadas por dentro con sacos negros. Probé la puerta sencilla, que estaba cerrada, y a continuación di la vuelta para enfrentarme a la de dos hojas de nuevo. Tiré y empujé, di patadas y golpes. Utilicé una piedra para golpear la cerradura, pero no conseguí nada salvo abollar el metal.

Cuando volví a la casa eran las doce y media y aún no había averiguado nada del garaje. Me lavé las manos y me cambié de ropa, que estaba sucia por la intentona de allanamiento. Fui a ver a mi madre, que por fin había despertado y se estaba duchando. Me vestí con parsimonia, sabiendo exactamente de cuánto tiempo disponía hasta que regresaran Rosaleen y Arthur. Me senté en la cama y eché un vistazo a la casita de enfrente. Algo llamó mi atención.

Junto a la cancela de la parte delantera estaba la bandeja. Me levanté y examiné el jardín y la casa: en el primero no había nadie, nadie observaba desde una ventana. Miré a ver si había vuelto Rosaleen, pero el coche no estaba.

Eran las 12.50.

Bajé, salí corriendo y crucé la carretera. La bandeja estaba tapada con el paño, tal y como yo la había dejado, pero la comida había desaparecido, la taza de té estaba vacía. Todo relucía, como si acabasen de limpiarlo. En el plato había una versión diminuta de uno de los móviles de cristal que yo había estado mirando. Como una pequeña lágrima, era lisa y suave y me cabía perfectamente en la palma de la mano. No había nada más. Ni tarjeta ni nadie que me dijera que era para mí. Esperé, pero no acudió nadie. Faltaba muy poco para la una y no podía entretenerme más. No podía arriesgarme a que Rosaleen llegara y me pillara en la tapia con una bandeja y una lágrima de cristal. Me metí la lágrima en el bolsillo y crucé la carretera lo más a prisa posible sin romper lo que había en la bandeja. Justo cuando cerraba la puerta oí el coche de Rosaleen y Arthur. Temblando, dejé las tazas y los platos limpios en los armarios de la cocina y devolví la bandeja a su sitio. Luego cogí el libro del salón, subí a la carrera a la habitación de mi madre y me metí en la cama. Mi madre, que salía en ese momento del cuarto de baño, me miró asustada. Segundos después la puerta se abrió y apareció Rosaleen.

—Oh, lo siento —se disculpó mientras mi madre se ceñía la toalla.

Reculó de modo que sólo me viera a mí.

—Tamara, ¿va todo bien?

—Sí, gracias.

—¿Qué has hecho toda la mañana?

No lo preguntaba con interés, sino con preocupación, y no precisamente por mi aburrimiento.

—He estado aquí con mamá, leyendo el libro.

—Ah, muy bien. —Se detuvo un instante, siempre temerosa de marcharse de un cuarto—. Estaré abajo si me necesitas.

Cerró la puerta, y cuando miré a mi madre, reparé en que ella me miraba y sonreía. Luego rió y sacudió la cabeza, y casi me entraron ganas de anular la cita con el doctor Gedad.

La puerta se abrió de nuevo, y Rosaleen miró la bandeja del desayuno de mi madre.

—Jennifer, no has probado bocado otra vez.

—Uy —respondió mi madre al tiempo que alzaba la cabeza y se ponía otra de sus batas largas de cachemir—. Tamara se lo comerá. —Y le dedicó una dulce sonrisa a Rosaleen.

—No, no —se apresuró a negar ella mientras entraba y cogía la bandeja—. Me la llevaré.

Mi madre seguía observándola con sus brillantes ojos azules.

—Tamara, la comida estará lista dentro de un momento —anunció Rosaleen con nerviosismo, y salió de la habitación.

Yo miré a mi madre perpleja, pidiéndole una explicación, pero ella había vuelto a desaparecer, se había vuelto a replegar en su caparazón. Las tortugas se meten en la concha porque están asustadas o porque acecha algún peligro y quieren protegerse. Sea como fuere, en cuanto esos caparazones crecen, las tortugas ya nunca los pierden, puesto que forman parte de ellas físicamente.

Durante ese verano, si la gente intentaba convencerme de que mi madre nunca volvería a ser como yo la recordaba antes de que muriera mi padre —y hay quien lo insinuó—, yo no paraba de pensar en esas tortugas. Mi madre conservaría ese caparazón nuevo que había echado a lo largo de los últimos meses y lo llevaría a cuestas durante el resto de su vida, pero eso no significaba que fuera a desaparecer en él. Ese día vi la prueba de que mi madre no se había desvanecido para siempre, lo vi en sus ojos. Recuerdo el momento exacto en que volví a verla: la una.