CAPÍTULO VEINTICINCO
La niñita

Érase una vez una niñita que vivía en una modesta casa. Era la hija menor, y tenía una hermana mayor inteligente y un hermano mayor guapo, tanto que la gente volvía la cabeza en la calle para mirarlo y los desconocidos querían hablar con él. La niñita era lo que algunos llamaban un imprevisto. Para sus padres, que no querían tener más hijos, la niñita no sólo no entraba dentro de sus planes, sino que además no era deseada, algo que ella sabía muy bien. A sus cuarenta y siete años, y con veintidós entre ella y el último hijo, la madre no estaba preparada para la llegada de otro miembro. Sus hijos eran mayores y se habían ido: la hija, Helen, a Cork, de profesora de primaria; el hijo, Brian, a Boston, donde era analista informático. Rara vez iban a casa. A Brian le resultaba demasiado caro, y la madre prefería ir a Cork a pasar las vacaciones. La niñita no conocía a esos dos extraños a los que rara vez veía y que se hacían llamar su hermano y su hermana. Éstos tenían hijos que eran mayores que ella y apenas sabían quién era ella ni qué quería. Había llegado demasiado tarde, se habían perdido los lazos que unían al resto.

El padre era el montero del castillo de Kilsaney, que se hallaba al otro lado de la carretera, frente a su casa, y la madre era la cocinera. A la niñita le encantaba la posición de que disfrutaba su familia, tan próxima a tanta grandeza que los niños del colegio creían que la niña también formaba parte de ella. Le encantaba que sus padres estuviesen al tanto de chismes que nadie más conocía. Siempre recibían importantes gratificaciones por Navidad, comida sobrante, telas o papeles pintados procedentes de reformas o limpiezas recientes. La finca era propiedad privada, pero la niñita podía jugar en el recinto. Para ella eso era todo un honor, y no había nada que no hiciera para agradar a la familia, como desempeñar algún que otro cometido en la casa, llevar recados de su madre a su padre, Joe, o al guarda, Paddy, relativos a qué pescar ese día o qué hortalizas escoger para la cena.

Le encantaban los días en que le permitían entrar en el castillo. Si no había ido al colegio porque estaba enferma, cómo iba a dejarla su madre en casa. Así de buenos eran el señor y la señora Kilsaney. Permitían que la madre llevara a su hija al trabajo, a sabiendas de que no tenía ningún otro sitio donde dejarla ni había nadie más que pudiera ocuparse tan bien de darles sus tres comidas al día, alimentándolos tan bien con un dinero que disminuía con cada año que pasaba. La niñita se quedaba quieta en un rincón de la grandiosa cocina y veía a su madre sudar el día entero inclinada sobre cacerolas que humeaban y un fuego crepitante. No decía ni pío, nunca daba problemas, pero se daba cuenta de todo. Se daba cuenta de cómo cocinaba su madre, pero también de los tejemanejes de la casa.

No se le escapaba que cada vez que el señor Kilsaney tenía que tomar una decisión desaparecía en la sala de roble y se plantaba en el centro con las manos a la espalda mientras contemplaba los retratos de sus antepasados, que velaban por él solemnemente desde sus grandiosos óleos con intrincados marcos dorados. Luego salía de la sala de roble con la cabeza alta dispuesto a pasar a la acción, como si fuese un soldado al que acabara de leerle la cartilla el brigada.

También sabía que la señora Kilsaney, que estaba loca por sus nueve perros y correteaba por la casa enloquecida intentando cogerlos, no se daba cuenta de la mayoría de las cosas que ocurrían a su alrededor. Prestaba más atención a sus perros, en particular al travieso King Charles spaniel llamado Messy, que era el único perro que seguía siendo indomable y acaparaba casi todos sus pensamientos y casi todas sus conversaciones. No reparaba en que sus dos hijos daban la nota por los salones para llamar su atención ni en el cariño que su esposo profesaba a la nada atractiva camarera Magdelene, que dejaba a la vista un diente negro al sonreír y pasaba mucho tiempo limpiando el polvo del dormitorio principal de los Kilsaney cuando la señora estaba fuera con los perros.

La niñita se percataba de que a la señora Kilsaney le ponían furiosa las flores marchitas. Inspeccionaba cada jarrón al pasar, casi como si fuera una obsesión. Sonreía con regocijo cuando llegaba la monja cada tres mañanas con ramos frescos de su jardín tapiado. Después, nada más cerrarse la puerta, ella se ponía a sacarles faltas mientras refunfuñaba y quitaba todo aquello que no fuera perfecto. La niñita adoraba a la señora Kilsaney, adoraba sus trajes de tweed y sus botas de montar marrones, que lucía incluso cuando no montaba. Sin embargo, la niñita decidió que en su casa no permitiría que pasaran tantas cosas sin su conocimiento. Idolatraba a la señora, pero creía que era tonta.

No tenía en mucha estima al marido, que retozaba a la vista de todos con la camarera fea, le hacía cosquillas en las posaderas con un plumero y se comportaba como si tuviera menos años que la niñita. Él creía que ella era demasiado pequeña para fijarse en él, demasiado pequeña para entender nada. A ella él no le caía del todo bien, pero él pensaba que ella era tonta.

Ella lo veía todo. Había hecho un pacto consigo misma: siempre sabría lo que pasara en su casa.

Le encantaba observar a los dos muchachos. Siempre andaban tramando algo, siempre corriendo por los salones tirando cosas al suelo, rompiendo cosas, haciendo gritar a la camarera, armando jaleo. Al que no perdía de vista era al mayor. Siempre era él quien ideaba el plan; el menor, más sensato, accedía sólo porque quería cuidar de su hermano mayor. El mayor era Laurence, o Laurie, como solían llamarlo. Jamás se fijó en la niñita, pero ella siempre estaba cerca, sintiendo que participaba sin que nadie la invitase, jugando con ellos gracias a su imaginación.

El menor, Arthur, o Artie, como solían llamarlo, se fijó en ella. No la invitaba a jugar, no hacía nada motu proprio, tan sólo acataba las ocurrencias de su hermano, pero si Laurie cometía alguna estupidez, él miraba a la niñita y revolvía los ojos o bromeaba en su honor. Ella habría preferido que no lo hiciese. Quería que fuera Laurie el que se fijase en ella, y cuanto menos la veía él, más lo deseaba ella. A veces, cuando él iba corriendo solo, ella se interponía en su camino adrede. Le habría gustado que al menos la mirara o se detuviera o le gritara, pero nunca lo hacía. La esquivaba. Si buscaba a Artie cuando jugaban al escondite, ella lo ayudaba señalando el lugar en que se ocultaba el hermano, pero él no le hacía caso y se iba a buscar a otra parte y después le decía a Artie que se rendía. No quería nada de ella.

La niñita solía quedarse en casa cuando volvía del colegio sólo para poder pasar tiempo en el castillo. Las vacaciones de verano le encantaban, ya que podía estar todos los días en la propiedad sin tener que toser o fingir que le dolía la barriga. Durante uno de esos veranos —ella tenía siete años; Artie, ocho, y Laurie, nueve—, la niñita se hallaba en la finca, jugando sola como siempre, cuando su madre la llamó para que fuera al castillo. Los Kilsaney habían ido a pasar el día a Balbriggan con sus primos, a practicar la caza del zorro. La señora Kilsaney le había pedido que subiera a su habitación para ayudarle a elegir la ropa: un vestido de seda color verde oliva que le llegaba hasta los pies y luciría con perlas y un abrigo de pieles. Ese día la madre de la niñita estaba al mando, y cuando ella llegó al castillo supo que los chicos estaban molestos nada más verles la cara.

—Hace un día muy bueno, así que jugad fuera para que os dé el aire y no me estorbéis —dijo su madre—. Rosaleen jugará con vosotros.

—No quiero jugar con ella —refunfuñó Laurie sin siquiera mirarla, pero al menos ella supo que no era invisible, que después de todo él la veía.

—Sed buenos con ella, muchachos. Di hola, Rosaleen.

Ellos no dijeron ni pío, pero entonces la madre de la niñita les echó una regañina.

—Hola, Rosaleen —farfullaron ambos, Laurie mirando al suelo, Artie sonriéndole con timidez.

Antes de ese episodio la niñita no tenía nombre. Cuando oyó que los labios de Laurie lo pronunciaban, fue como si acabaran de bautizarla.

—Y ahora, largo —añadió la madre, y los chicos salieron corriendo. Rosaleen los siguió.

Una vez en el corazón del bosque, pararon cuando Laurie se puso a estudiar un hormiguero.

—Me llamo Artie —dijo el menor.

—No le hables —espetó un enfadado Laurie al tiempo que cogía un palo del suelo y lo blandía como si librara un combate.

Laurie, sin hacerles caso, se concentró en introducir el palo en el agujero del tronco de un árbol. De pronto oyeron voces y Laurie, con los oídos aguzados, se guió por ellas. Al poco levantó una mano y los tres se quedaron parados y se pusieron a espiar entre los árboles. Descubrieron al guarda, Paddy, de rodillas, revisando unas zarzas mientras a su lado, en la carretilla, descansaba una niña de unos dos años con el pelo muy rubio.

—¿Quién es? —preguntó Laurie, y su voz lanzó señales de alarma directamente al corazón de Rosaleen, que, sin embargo, entusiasmada al ser la primera vez que hablaban, contestó con el corazón latiéndole furiosamente en el pecho, consciente de su voz, deseosa de que todo fuese perfecto para él.

—Jennifer Byrne —respondió, tan remilgada como la señora Kilsaney—. Paddy es su padre.

—Vamos a pedirle que juegue con nosotros —propuso Laurie.

—Sólo es una niña —objetó Rosaleen.

—Es graciosa —repuso él mientras la veía gandulear en la carretilla.

A partir de ese día los cuatro no se separaron. Laurie, Artie, Rosaleen y Jennifer jugaban siempre juntos. A Jennifer la habían invitado; a Rosaleen se habían visto obligados a aceptarla. Rosaleen siempre lo tuvo presente. Incluso cuando Laurie la besaba entre los arbustos o cuando fueron novios unas semanas, ella siempre supo que la pequeña Jennifer era la favorita de Laurie. Siempre lo había sido. Estaba cautivado por ella. Ya fuera lo que Jennifer decía o su forma de moverse, Laurie estaba embelesado, siempre quería estar a su alrededor.

La belleza de Jennifer no hacía sino aumentar de año en año, aunque no era consciente de ello. Sus pechos grandes, su cintura estrecha, las caderas, que aparecieron de pronto durante un verano. Al haberse quedado sin madre a los tres años, la niña era poco femenina, siempre andaba colgada de los árboles, echando carreras con Artie y Laurie, quitándose la ropa para lanzarse a los lagos con la mayor despreocupación. Siempre intentaba convencer a Rosaleen de que se uniera a ellos, pero nunca entendió por qué no lo hacía. Rosaleen, por su parte, esperaba el momento oportuno. Sabía que los chicos acabarían aburriéndose de aquel marimacho, perderían el interés. Algún día querrían encontrar a una mujer de verdad, y esa mujer sería ella. Ella podría ser como la señora Kilsaney, podría llevar el castillo, preparar la comida, adiestrar a los perros, asegurarse de que la monja sólo le llevara flores perfectas. Soñaba con que algún día Laurie sería suyo, con que vivirían juntos en el castillo, ella se ocuparía de los perros y las flores mientras Laurie recibía la inspiración de sus antepasados desde las paredes de la sala de roble.

Cuando los chicos ingresaron en el internado, Laurie sólo escribía a Jennifer, mientras que Artie les escribía a las dos. Rosaleen nunca permitió que Jennifer lo supiera. Fingía que ella también había recibido una carta, pero era demasiado personal para leerla en voz alta. A Jennifer no parecía importarle, tan segura estaba de sus amistades que Rosaleen se ponía más celosa incluso. Después, cuando los chicos se fueron a la universidad, la esclerosis de la madre de Rosaleen empeoró, su anciano padre cayó enfermo, necesitaban dinero, y los hermanos de Rosaleen estaban demasiado lejos para poder echarles una mano, de modo que los padres pasaron a depender de la hija que nunca quisieron. Rosaleen se vio obligada a dejar los estudios y sustituir a su madre en el castillo mientras Jennifer seguía medrando, yendo a Dublín a ver a los muchachos.

Ésa fue la peor época para Rosaleen. Las semanas eran largas y aburridas sin ellos. Vivía pensando en el regreso de Laurie; vivía de ilusiones, soñando con el pasado e imaginando un posible futuro mientras ellos estaban en la ciudad haciendo cosas emocionantes —Laurie en la Facultad de Bellas Artes, enviando a casa sus obras de cristal; Artie estudiando horticultura— y a Jennifer le ofrecían trabajos de modelo cada vez que ponía el pie fuera de casa. Cuando ellos volvían por vacaciones, Rosaleen no podía ser más feliz, salvo porque ansiaba que Laurie la mirara como miraba a Jennifer.

Ella no sabía cuánto tiempo llevaban juntos. Sólo cabía suponer que el romance había empezado en Dublín, mientras ella estaba en casa desplumando faisanes y destripando pescado. Se preguntaba si ellos se lo habrían contado de no haber llevado ella a Laurie aquel día embarazoso hasta el manzano para decirle por fin lo que sentía y enseñarle lo que había grabado en el árbol: «Laurie y Rose.» Estaba completamente segura de que él enloquecería, de que la vería como realmente era, se daría cuenta de que había estado llevando el castillo sin él, sabría lo competente que era. Llevaba meses, años pensando en ese día.

Pero las cosas no fueron así. No salieron como ella había imaginado todos esos años y todos esos meses a solas en la cocina del castillo. Y la vida se volvió fría y oscura. Su padre murió, los chicos volvieron de la universidad para asistir al funeral y su hermana mayor intentó llevarse a su madre a Cork, pero sin su madre Rosaleen no tenía nada. Así que prometió cuidar de ella. Jennifer le ofreció una amistad sincera y Rosaleen la aceptó, a pesar de que la odiaba. Odiaba todo cuanto decía, todo cuanto hacía, odiaba que Laurie se hubiera enamorado de ella.

En otoño de 1990, Jennifer se quedó embarazada, y la vida de Rosaleen se hizo pedazos. Jennifer fue recibida con los brazos abiertos en el hogar de los Kilsaney. Una encantada señora Kilsaney le enseñó su guardarropa, su vestido de novia, todo lo que tendría que haber sido de Rosaleen. A Jennifer y su padre los invitaban a cenar todas las semanas, y Rosaleen cocinaba para ellos. La humillación era irreparable. El niño nació, se adelantó dos semanas y no hubo tiempo de llegar al hospital. Rosaleen echó a correr en mitad de la oscura noche para ir en busca de la vieja monja. Fue una niña, a la que llamaron Tamara, como la madre de Jennifer, que había muerto cuando ésta era pequeña. La pareja aún no estaba casada, pero vivía en el castillo. Rosaleen y Arthur fueron los padrinos, y el bautizo se celebró en la capilla del castillo.

Sin embargo, la vida allí no era fácil. A los Kilsaney les estaba costando mantener en pie el castillo, el dinero no entraba, ellos empezaban a desesperarse. Todas esas habitaciones que cuidar, calentar, mantener…, era demasiado. Hablaban de ello en las cenas. Rosaleen, como si se ocultara en los muros, lo oía todo.

Puede que abrieran el castillo al público. Dejar que los sábados la gente recorriera su hogar, sacara fotos de los escritorios del siglo XVIII y de la sala de roble repleta de retratos, de la capilla, de las cartas antiquísimas, de hacía generaciones, entre lores y ladies, políticos y rebeldes, escritas en épocas de profundo descontento.

«No —se lamentaba la señora Kilsaney—, no puedo permitir que vengan de visita como si esto fuera un zoo. Y de todas formas no podremos permitirnos seguir aquí. Las pocas libras que pague de entrada un adulto no repararán el tejado, no cubrirán el salario de Paddy, no liquidarán los recibos de la calefacción.»

Sin embargo, dieron con una solución. Los promotores Timothy y George Goodwin llegaron a Kilsaney en su Bentley el día más hermoso del año, y no pudieron creer lo que veían sus ojos al contemplar la propiedad, las vistas, los lagos, los ciervos, los faisanes. Era como un parque temático. Veían dinero allá donde miraban. Timothy Goodwin, un anciano pulcro pero maleducado ataviado con un terno y con un talonario de cheques en el bolsillo, se enamoró del lugar; George Goodwin, de Jennifer Byrne. Ése fue el día más feliz en la vida de Rosaleen. Mientras les servía durante el banquete que dieron en el soberbio comedor no pudo por menos que observar que George Goodwin sólo tenía ojos para Jennifer, que tenía poco que decirle a Laurie y mucho tiempo para jugar con la niña. Todo el mundo en la mesa lo vio, sin duda Laurie también. Jennifer se mostró amable con él, pero adoraba a Laurie.

Los Goodwin volvieron una y otra vez: a medir, a traer contratistas, arquitectos, ingenieros, peritos. George fue mucho más a menudo que su padre, ya que se encargó del proyecto, y Rosaleen vio en ello la oportunidad de recuperar a Laurie. Una noche oyó que George le ofrecía a Jennifer el sol, la luna y las estrellas. Todo el mundo se enamoraba de Jennifer. Era culpa suya: emitía vibraciones, atrapaba a la gente en su telaraña, no sabía cuántas vidas había destrozado entretanto. Pero, si bien consideraba a George Goodwin un hombre agradable y bueno, rechazaba sus insinuaciones.

No así en opinión de Rosaleen.

Laurie la pilló en la cocina llorando a lágrima viva. En un principio no quiso decírselo, no quería hacerle daño. No era asunto suyo, Jennifer era su amiga. Pero él la convenció delicadamente para que le contara lo que había visto. Ella se sintió mal por causar el dolor que vio reflejado en los ojos de Laurie. Tanto que a punto estuvo de retirar lo que había dicho allí mismo, pero entonces él le cogió la mano y se la apretó, le dio un abrazo y le dijo que siempre había sido una gran amiga, cómo no se habría dado cuenta él antes. Claro, ¿así cómo iba ella a desdecirse?

Fue una noche larga, una pelea inacabable. Rosaleen se mantuvo al margen, las palabras de ambos infligiendo más daño de lo que las suyas podrían haber ocasionado. Laurie no le dijo a Jennifer que había sido Rosaleen la que se lo había contado, y ésta se alegró. Prefirió dejar que Jennifer llorase en su hombro mientras ella le daba consejos de mala gana. Esa noche Jennifer durmió en la casa del guarda, Laurie no la quería cerca. Jennifer acudió a Rosaleen cuando ésta recogía alegremente la cocina, satisfecha con la última pelea que ella misma había instigado. Fue a verla con una carta; una carta que Rosaleen leyó y, aunque rara vez lloraba, le hizo llorar. Jennifer quería que se la entregara a Laurie, pero ella le prendió fuego. Sin embargo, la niña entró en ese momento, una pequeña que se parecía tanto a su padre que ella se llevó un buen susto. Rosaleen sacudió la carta para apagarla y la tiró a la basura. Luego cogió a la niña y la llevó de vuelta a la cama. Acto seguido Rosaleen se fue a casa.

Ésa fue la noche que se declaró el incendio. No sabe a ciencia cierta si lo provocó la carta que ella quiso quemar, aunque dicen que se originó en la cocina, pero nunca nadie le echó la culpa. A la niña la salvó Laurie, que a continuación volvió a entrar para coger algunos objetos de valor. Que Jennifer supiera, murió en ese incendio. Laurie no quería que ella lo aceptara sólo porque creía que debía hacerlo. En lo que a él respectaba, George Goodwin era el dueño de su corazón y podía ofrecerle más. Aunque fue determinación del propio Laurie, Rosaleen lo ayudó a decidir que eso era lo mejor. Él no podía ofrecerles nada: ni castillo ni unas tierras que se habían vendido, y además él había quedado impedido de un brazo y una pierna. Había sufrido graves quemaduras, estaba irreconocible. Feo, como si se hubiera descompuesto. Artie no compartía esa opinión, pero fue incapaz de convencerlo de que no engañara a Jennifer. Los hermanos no volvieron a dirigirse la palabra, a pesar de que vivían uno enfrente del otro.

Jennifer estuvo meses de luto, negándose a abandonar su casa, negándose a vivir. Pero todo tiene un límite, en particular cuando había un triunfador atractivo llamando a su puerta y deseando rescatarla y llevársela lejos de allí. Nuevamente fue Rosaleen quien capitaneó esa situación; lo maquinó todo a las mil maravillas. No era su intención provocar el incendio, no era su intención herir así al pobre Laurie, pero aquello había sucedido, y redundó en su beneficio. Artie se instaló con Paddy, y ambos se volcaron en la propiedad. Laurie se fue a vivir a la casa de enfrente, donde Rosaleen podía ocuparse de él y de su madre. Él le daba las gracias cada día, pero no podía darle lo que ella deseaba: no la amaba. Dependía de ella para seguir con vida. Entonces ella comprendió que nunca lo tendría como ella quería. Nunca sería una Kilsaney.

Cuando Paddy murió y Artie continuó viviendo en la casa del guarda solo, ella centró su atención en él o devolvió la atención que él le había estado dispensando desde que era pequeña. Rosaleen terminó siendo una Kilsaney, aunque nunca usaron el título, y Laurie seguía formando parte de su vida, la necesitaba. Además, a Rosaleen nunca le había gustado ir al pueblo, odiaba oír chismorrear a los lugareños de cosas que desconocían. Sólo salía para ir a misa y a vender sus hortalizas. Las compras las realizaba en el pueblo de al lado, donde nadie podía cuestionarla.

De eso hacía diecisiete años, y todo iba bien, no perfectamente, pero bien, hasta que George Goodwin, valeroso hasta el final, protegió Kilsaney y se negó a que se lo arrebataran y, con ello, desbarató los planes de Rosaleen y esa niña repelente que tanto se parecía a su padre, y que debería haber sido suya, volvió a sus vidas para sumirlas de nuevo en el caos. No habría pasado nada si Jennifer hubiera dejado de hacer preguntas, si se hubiera limitado a recuperarse de forma que ella y Tamara pudieran seguir con sus vidas en Dublín. Pero ella se retrotrajo a la época en que lloraba la muerte de Laurie, siguió el mismo comportamiento. Estaba confusa, lloraba la muerte de la persona equivocada. Rosaleen sólo quería que arreglaran sus asuntos económicos y se fueran cuanto antes, pero la cosa no fue así.

Rosaleen no podía soportar perder nada más. Amaba a Laurie más que a nadie en el mundo, pero la mentira que él le había obligado a mantener había sido fuente de desdicha para mucha gente. Ahora lo veía. Y estaba harta. Harta de luchar por su matrimonio con el maravilloso y encantador Arthur, que nunca había estado de acuerdo con la decisión de Laurie ni con la aquiescencia de Rosaleen en apoyarla. Su querido esposo, bueno y dulce, al que se le partía el corazón a diario por tener que mentir a Jennifer y a Tamara, que no se lo merecían. Estaba harta de guardar el secreto, harta de ir arriba y abajo, harta de no poder mirar a nadie a la cara en el pueblo por miedo a que supieran lo que había hecho, a que adivinaran lo que estaba pasando en la casa de enfrente y en el cobertizo, del que salía humo noche y día. Quería que el viento se lo llevara todo. Quería que esa casa, que a ella siempre se le había antojado una prisión, que había acabado siéndolo para Laurie y su madre, quedara borrada del mapa. Ella los liberaría a todos. Se aseguró de que su madre estaba a salvo antes de prender la cerilla.

¿Por qué, Rosaleen, por qué?, le preguntaron una y otra vez a la puerta de la casa en llamas. ¿Por qué? ¿Es que no lo sabían?, ¿es que tenían que preguntárselo a ella? Todo aquello por lo que había pasado, su muda tortura. Por eso era. Por eso había sido siempre. De la niñita a la mujer adulta, siempre había querido demasiado a Laurie.