UNA MISIÓN EN LA VIDA
Como hemos visto en el capítulo anterior, a pesar de que somos clones unos de otros, depende de cada uno de nosotros quedarnos como zombis o subirnos a la cometa. Es una decisión totalmente personal en la que estriba una diferencia radical. Vayamos, entonces, poco a poco, pilotando esta cometa que es la capacidad absoluta que tenemos cada uno de nosotros, y tú el primero, de ser felices.
Decía Ralph Waldo Emerson que «el éxito es saber que una vida ha transcurrido más fácilmente porque tú has vivido». Esta misma frase se la dije a Marina un día que salimos a navegar con Oscar.
Oscar había asistido hacía tres años a uno de mis seminarios en la empresa de telecomunicaciones para la que trabajaba en El Puerto de Santa María. Desde entonces habíamos mantenido el contacto y su velero, amarrado en el Puerto de Cádiz, era, siempre que podía escaparme en alguno de mis frecuentes viajes al sur, un lugar en el que descargar adrenalina y renovarme de energía positiva surcando las aguas del Estrecho. Aquel sábado de mediados de junio, además, iba a servir para disfrutar con Marina y con Rocío de un estupendo día de mar para devolver a la vida a un zombi: a Rocío. Ella era amiga mía desde el colegio. Los dos estudiamos Derecho y además coincidimos en algunos trabajos de verano. Al terminar la carrera ella aprobó rápidamente unas oposiciones para el cuerpo de Abogados del Estado, en el que había desarrollado una fulgurante carrera profesional, aunque hacía un par de años que se había embarcado en otra no menos fulgurante carrera política.
Sus compromisos profesionales la habían llevado, como a mí, aquella semana a Sevilla y por eso habíamos quedado en pasar juntos el sábado haciéndonos a la mar. Nuestro plan era desayunar temprano Marina, Rocío y yo, juntos, en el bar Gonzalo de Sevilla, y conducir hacia Cádiz para embarcar sobre las nueve de la mañana.
El amanecer hispalense era espléndido, luminoso, brillante y caluroso. De esos que vaticinan una jornada de bochorno insufrible. La ciudad todavía dormía y la calle Alemanes era un concierto de pajaritos cantando sobre los naranjos. Mientras dábamos cuenta de la media de jamón y del café con leche discutimos sobre la ruta de navegación. A mí me apetecía más navegar hacia Sanlúcar de Barrameda y surcar el Guadalquivir río arriba. Marina prefería poner rumbo al este y rememorar las travesías de los comerciantes que navegaban hasta Baelo Claudia, la actual Bolonia, Tarifa, en busca del preciado garum que allí se fabricaba. Mientras tanto, Rocío atendía una y otra vez a su Blackberry, pese a lo temprano de la hora, ajena al jamón, ajena al café, ajena a Sevilla y ajena a nuestra charla.
Y así, con Rocío alejada del mundo, los tres viajamos hasta Cádiz, donde Oscar ya nos estaba esperando para partir. Finalmente habíamos decidido entre Marina y yo la ruta de navegación para aquel día y estábamos dispuestos a disfrutar del levante frente a Tarifa. Por su parte, Rocío seguía imbuida en sus urgentes correos electrónicos y sólo levantaba la cabeza para mirarnos de vez en cuando, y lanzarnos una mirada de culpabilidad.
Tras una hora larga de conducción, cuando llegamos al puerto, Marina le preguntó a Oscar: «¿Qué viento hace?», y él respondió: «Depende de adonde quieras ir».
Y así es. Séneca decía: «Si no sabes hacia qué puerto vas, cualquier viento es un buen viento». Todos necesitamos tener claro adonde queremos ir. Es necesario conocer cuál es nuestro puerto, nuestra hoja de ruta. La vida, como el mar, aguarda ahí delante con miles de sorpresas, mares en calma, vientos favorables e incluso tormentas y tempestades. Si tenemos claro hasta dónde queremos llegar, iremos sorteando con mayor o menor dificultad todos estos avatares, porque nuestra proa estará bien enfilada hacia nuestro objetivo. La vida, como el mar, es demasiado complicada para dejarla al azar.
Por supuesto que no todo hay que tenerlo claro, y que incluso la improvisación y la sorpresa deben formar parte de nuestras vidas. Pero debemos tener definido que lo que queremos es doblar la punta de Tarifa. Si por el camino fondeamos frente a Zahara de los Atunes o delante del faro de Trafalgar es secundario, porque tenemos clara nuestra meta: doblar Tarifa.
¿Qué necesitamos para ello? Saber nuestro puerto: Tarifa; y trazar una ruta con las cartas náuticas. Antes habremos tenido que formarnos con un buen capitán con experiencia, que nos enseñe las reglas básicas de la navegación: Oscar; y haber pasado muchas horas delante del timón, ajustando cabos y arbolando y desarbolando las velas.
En la vida ocurre lo mismo. Es necesario saber qué queremos de nuestra vida. Pero qué queremos de verdad, en profundidad, como fin último. Porque aquí estamos para hacer cosas importantes. Y mejorar el ratio de solvencia de la Caja de Ahorros en la que trabajamos es bueno, pero no es importante.
Pensemos en las empresas. Desde hace un tiempo cualquier empresa medianamente seria tiene enmarcado en el despacho del director un pequeño cuadro con la Misión, la Visión y los Valores de la compañía. Si en la empresa en la que estamos lo tenemos, ¿por qué no lo tenemos también en nuestra vida? Si las empresas consideran que esto es algo importante, también nosotros deberíamos pararnos a pensar en ello.
El periodista Antonio Herrero alguna vez dijo: «Las empresas tienen cuentas de resultados, las personas corazón. Me quedo con el corazón». Y estaba en lo cierto. Tú eres lo más importante. El día que la empresa deje de dar resultados y sea prescindible tu puesto e imprescindible el dinero de tu salario, saldrás por la puerta igual que como entraste. La empresa es sólo un medio para que tú puedas cumplir con tu misión en la vida.
Por otro lado, dice Pablo Cardona, refiriéndose a la misión de las empresas, que esta es la contribución que caracteriza la identidad de un grupo u organización. Pues algo así debe ser nuestra misión como personas. Qué contribución queremos dejar en este mundo. Los clásicos: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo, están ya demasiado manidos. Tenemos que definir qué es lo que queremos que los que vengan detrás de nosotros recuerden. Qué es lo que queremos dejar como legado. Este debe ir ligado básicamente a nuestra razón de ser. A nuestro compromiso más firme, a aquello por lo que luchar.
Tener un trabajo muy atractivo o muy bien remunerado puede ser interesante si esto lo hacemos para mantener un nivel de vida elevado para la familia. Pero no debemos engañarnos ni olvidar que muchas veces, si no prestamos atención, en lugar de utilizar el dinero como medio para alcanzar nuestro fin, que es el bienestar familiar, termina convirtiéndose en un fin único en sí mismo... Un fin que ocultará el resto de cosas que rodean nuestra vida. Como los mensajes de correo de la Blackberry ocultaban a Rocío la cantidad de cosas bonitas que estaban pasando a su alrededor: cosas tan poéticas como el trinar de los pájaros o el aroma de los naranjos de la calle Alemanes; cosas tan prosaicas como el formidable jamón ibérico de los bocadillos o el dulzor del café con leche; o cosas tan amables como la compañía de Marina en una mañana del final de la primavera sevillana.
Pero para darnos cuenta de todo esto, hay que hacer un alto. Uno de los ejercicios que plantea Stephen Covey en los seminarios de Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, es que te retires durante dos horas a tu habitación o a un sitio tranquilo para escribir la carta que se leería en tu funeral si te murieras en ese momento. Covey trata de hacerte reflexionar sobre qué te gustaría que se dijera acerca de ti después de muerto. Normalmente el ejercicio es demoledor. ¿Por qué quiero pasar yo a la historia? Ya decíamos que no a la historia de los libros o de las enciclopedias, si no a mi historia. A la historia de mis amigos, de mis colegas, de mi familia, de mi gente...
Pero volvamos a Marina. Después de haber querido ser maestra, astronauta, monja, policía y enfermera, cuando ella y sus amigas queman las últimas etapas del Bachillerato, empiezan a perfilar cuál quieren que sea su futuro profesional. Y su futuro personal. Y se ven casadas —o no—; con niños —o no— y trabajando como abogadas en un bufete, recepcionistas en un hotel, secretarias de dirección, ingenieras en una consultora, o como amas de casa con múltiples y muy loables ocupaciones. Pero todo ello son meras etapas de este camino que estamos recorriendo. De esta travesía que estamos empezando. Una travesía que nos llevará al éxito.
Tu misión en la vida es algo más profundo que tener a alguien a tu lado, diseñar planos en un estudio de arquitectura o gestionar patrimonios en bolsa. Por muy interesantes, fructíferas, remuneradas y reconfortantes que sean todas esas actividades, hemos venido a este mundo para algo más. «Muéstrame un corazón que esté libre de necios sueños y te enseñaré un hombre feliz».
Es urgente, pues, que nos inculquemos e inculquemos a los demás altura de miras. Profundidad de vida. Ambición por los Universales, como decían los clásicos: lo bello, lo verdadero y lo bueno. Tenemos que hacer que Marina y sus amigas sean la generación transformadora. La generación que se plantee de verdad que su misión en la vida no es ser el empleado del mes. Es decir, si eres empleado del mes de McDonald’s, que lo seas no porque trabajas como un autómata todos los días y porque no fallas nunca, sino porque quieres servir la mejor hamburguesa del mundo, porque vas a dar el servicio más rápido y amable que cualquier cliente se pueda encontrar y, por tanto, la gente que vaya a tu restaurante va a estar más a gusto, va a ser más feliz, lo va a pasar mejor con sus acompañantes, va a disfrutar de su hamburguesa, del momento, del espacio, se va a sentir mejor, va a olvidar sus problemas... Le vas a ayudar a recorrer un poco mejor, de una manera más amable, si quieres, una parte de su camino.
A alguien así es a quien yo llamo un líder. Fíjate. Un líder no es aquel que gana millones de euros en su trabajo y tiene un cochazo, sino aquel que trabaja con la pasión y la entrega necesarias para hacer feliz al otro. Y que descubre, precisamente, que haciendo feliz al otro, él es feliz. Y esa es la verdadera misión de un líder.
Hacerle la vida más bella, más buena, más verdadera a todo aquel que está a su lado. Por eso digo que todos podemos ser felices y que hay un complot universal para que tú lo seas. No importa si eres un reconocido director general, un taxista, una enfermera o una maestra. No importa a lo que te dediques. Lo único que necesitas, en realidad, es saber qué quieres ser en la vida. Para qué estás en esta vida. Cuál es tu misión.
Imagínate: estamos aquí representando una película. Una película peculiar, porque nosotros somos el protagonista, el director y el productor. De nosotros depende todo. Pero tenemos que decidir si queremos ser el pianista que matan al principio de la película con una bala, de rebote, o Indiana Jones. Ser el protagonista principal hay que buscarlo. Hay que ganárselo. No nos lo vamos a encontrar.
Cuentan que John Fitzgerald Kennedy fue un día de visita a las instalaciones de la NASA en Cabo Cañaveral. Mientras su coche se acercaba a la puerta principal del edificio y los empleados se arremolinaban para ver lo más cerca posible a] mítico presidente, alguien volcó accidentalmente de un empujón una papelera que había en la entrada. Rápidamente una señora de la limpieza apareció con un recogedor y una escoba para limpiar aquello antes de que llegara el presidente. Terminó de recogerlo justo en el mismo momento en que él bajaba de su coche, y la vio. Ella se escabulló entre la gente, pero Kennedy la hizo llamar. Quería saludarla. Tras las presentaciones y el beso de rigor, el presidente le preguntó: «¿Y usted qué hace aquí?». Ella respondió con seguridad: «Ayudo a mandar satélites a la Luna».
Y no le faltaba razón. Seguramente sin sus esfuerzos para que todo aquello estuviera limpio, pulcro y correcto, los ingenieros serían incapaces de desarrollar adecuadamente sus proyectos. Sólo hay que cambiar el prisma con el que vemos las cosas. Desde el que miramos nuestro trabajo. Hay que tener grandes miras, hay que pensar a lo grande. Vuela con las águilas y serás un águila, picotea con los pavos y serás un pavo.
Por eso, ese sustantivo al que llamamos «éxito» no puede residir en lo vertical, porque siempre hay algo más allá adonde llegar. Siempre se puede ser más President of algo; siempre hay más escalafones que subir hacia algo más grande... Pero no te confundas. En la vida estamos para mucho más, porque por muy alta que sea la jerarquía de la presidencia o la responsabilidad profesional que ejerzamos, es solamente un medio para alcanzar la verdadera misión de vida. Por el contrario, el éxito está en lo horizontal, junto a tu compañero de mesa, al lado de tu familia, con los colegas. En palabras del clásico Sócrates: «En hacerle la vida más feliz a los demás». Y es que es cierto que la primera condición para encontrar la felicidad no es buscarla, sino andar por la vida repartiéndola.
Y eso que dice Sócrates no sale de la nada, gratuitamente. O lo buscas, o lo trabajas, o no llegarás. Cuando el Estrecho se pica y el levante azota con fuerza, o sabemos bien cómo embridar las velas y manejar el cabeceo del barco o corremos el riesgo de hundirnos, de olvidarnos de para qué estamos aquí. Y si entra la galerna —que entrará— tendremos que tener muy clara nuestra ruta y la línea de la costa para dejarnos guiar por los faros. Sin ese conocimiento de la costa, de las señales y de las reglas de navegación, estaremos perdidos.
Pero ya verás que para que Marina y sus amigas sean así de transformadoras, tenemos que empezar por nosotros. La más potente herramienta de educación es el ejemplo. Así que el cambio está en ti y en mí. Nada cambia por generación espontánea. Me dices: «Me gustaría encontrar gente maravillosa». No. Hasta que tú no seas maravilloso, no encontrarás gente maravillosa. Dios los cría y ellos se juntan. Así que ponte a trabajar, y trata de ser maravilloso.
Ya sabes tu meta. Tu puerto de destino: «Hacer que la vida de los demás transcurra más fácilmente». Sin grandes heroicidades, porque no todos hemos nacido para ser misioneros o cooperantes en la selva amazónica. Hacer la vida más feliz a la gente de tu alrededor, a tu secretaria, a tu equipo de trabajo, a tus clientes, a tus proveedores, a tus amigos, a tu pareja...
Para aprender a navegar tenemos que salir muchas mañanas con Oscar y vivir buenas y malas travesías, mares en calma y mares gruesas. Es necesario tener un buen maestro. Copiar del experto, copiar al que sabe. Conocer sus tácticas, sus trucos infalibles, su savoir faire.
Si quieres triunfar en tu empresa, ¿qué tienes que hacer? Imita al que triunfa en tu empresa. Si quieres que tu matrimonio funcione: fíjate en el matrimonio que lleva cincuenta años casado. Si quieres que en tu vida te vaya bien, sigue las pautas del que le va bien en su vida. Absorbe todas esas cualidades que tiene tu maestro, tu guía, y combínalas con tus capacidades para poder alcanzar esa meta. Copia del bueno, copia del experto.
Actualmente vivimos en un mundo carente de referentes. Los ídolos de nuestra época tienen los pies de barro. Quizá porque hemos puesto nuestros ojos en los tronos equivocados. Hemos buscado ídolos en personas «importantes» más que «ejemplares». Nos dejamos arrastrar por la magnética figura de un banquero lanzado al estrellato o la arrolladora personalidad de un deportista o la impactante presencia de un actor de cine. Pero todos caen. Como se le caía el pelo a un amigo mío. El estaba preocupado porque su mujer le insistía en ir al médico. A él le daba igual perder el pelo, pero su mujer insistía e insistía y al final pidió consulta con un especialista capilar; al abrir la puerta se dio cuenta que era calvo. «¡¡No!! ¡¡A ese no!!»; «Pero si él es calvo por genética.»; «¡¡Me da igual. No me inspira confianza!!» ¿Qué te puede enseñar un calvo para que no se te caiga el pelo? ¿Cómo te puede enseñar a gestionar una empresa alguien que no sabe gestionar su vida o que no sabe tratar a su secretaria?
Edmundo de Amicis decía que «maestro es el nombre más noble después del de padre». Por eso es fundamental encontrar buenos maestros. Buenos capitanes que nos lleven durante un tiempo en su barco. Que nos enseñen sus artes y sus trucos. Pero no debemos subirnos sobre sus hombros para siempre. No. Sólo vivir pegados a ellos un tiempo. Copiarles todo, imitarlos en todo. Ser como ellos. Para aprender todo lo que necesitamos para vivir cumpliendo nuestro objetivo, nuestra misión.
Para Sócrates, los maestros son como las parteras: ayudan a dar a luz. Por eso debemos elegir bien nuestros modelos, nuestros maestros. Gente que nos enseñe lo básico de la vida. Verdaderos modelos en los cuáles mirarnos para querer ser como ellos. Gente dispuesta a ser capaz de darlo todo por los demás.
Y una vez que hemos aprendido del mejor marinero del mundo, del mejor padre del mundo, de la mejor esposa... entonces practicar y practicar. Trazar un plan de acción e insistir, insistir e insistir. Navegar treinta horas semanales, pasar tiempo con los hijos, dialogar con el marido, estudiar con intensidad todas las noches... caer y levantarse para volver a caer y volverse a levantar.
La vida estará llena de envites, llena de peligros. Y habrá que estar preparado para sortear esa pereza a la hora de estudiar aquello que nos llevará a uno de los primeros puertos de nuestra ruta, o para evitar esa infidelidad que puede acabar tirando por la borda nuestro matrimonio, otro de los puertos de cobijo, o esa falsa vanidad que llena de orgullo nuestras velas profesionales... Y para saber bregar con todo ello, o hemos tenido buenos especialistas a nuestro lado, o seremos incapaces de dominar el barco... Como le ocurre a Rocío, que dejó su velero a merced del levante sin tener claro su rumbo. Dejó que la vida la llevara a donde ella quisiera, y la vida la llevó por una ruta equivocada. Por un camino centrado únicamente en ella y en su desarrollo profesional, un camino alejado de los demás; en definitiva, una ruta que no es la que la llevará a la felicidad.
Y llegará un día en el que tengamos que salir solos a la mar. Un día en el que Marina tendrá que soltar el cabo de la cornamusa y dejar que el velero se haga a la mar. Ella sola como capitán. Todo bajo su responsabilidad, bajo su dominio. Y tendrá miedo. Lógico, como todos.
El miedo es algo natural. Consustancial al ser humano. Se trata de una emoción natural y positiva que nos advierte de un peligro y nos prepara para afrontarlo eligiendo la mejor estrategia posible; protegernos, o huir en último extremo. Pero no resulta fácil. Imagina que vas a dar una conferencia ante trescientas personas. Imagina que eso ya lo has hecho muchas veces y crees sentirte seguro. Sin embargo, los minutos anteriores es imposible que no te sientas nervioso, que no tengas algo de miedo. Incluso, sientes ganas de ir al lavabo. Es lo que coloquialmente se llama «el pis del torero». Es una reacción casi fisiológica del organismo que trata de salir de allí huyendo, porque el miedo es grande.
Si el miedo fuera excesivamente elevado, o incluso irracional, y no fuéramos capaces de dominarlo, nos paralizaría. Es lo que le ocurre a la gente que huye despavorida o se bloquea cuando tiene que hablar en público. Lo interesante es saber aprovecharlo en positivo. Transformar ese miedo en una fortaleza que acabe involucrando a cada uno de tus oyentes. Que los conquiste.
Pilar Jericó explica que todos nacemos con algunos miedos heredados por genética: el miedo a la oscuridad, el miedo a los extraños, a los ruidos fuertes, a las arañas y otros bichos que andan por el suelo. Pero desde pequeños vamos adquiriendo muchos más miedos. ¿Has pensado en la cantidad de palabras negativas o limitadoras que recibe un niño pequeño? No, cuidado, peligro, no te subas, atención, no toques... Vivimos en una época de sobreprotección infantil, y esto provocará que los actuales e inevitables miedos que sufrimos a lo largo del transcurso de nuestra vida (problemas, retos, dificultades, cambios...) las nuevas generaciones los afronten más acobardados e inseguros, si cabe.
Por ello, la educación de nuestros hijos no es tarea baladí. Los niños nacen sin miedos. Nuestro objetivo como padres de niños pequeños es evitar «su suicidio». Son auténticos kamikazes, que no tienen miedo a nada. Por ejemplo, cuando un niño se cae, lo primero que hace, antes que llorar, es mirar a sus padres. No sabe lo que tiene que hacer. Si Mariola, con casi dos años cumplidos se cae de la silla, antes de llorar mirará la reacción de sus padres. Si papá y mamá la miran asustados, ella llorará, quizá tratando de decirnos que somos culpables de que se haya caído, porque no le hemos prestado la suficiente atención. Si cuando nos mira, papá y mamá están riendo, ella piensa «cuando me haga mayor no me dolerá», y se vuelve a lanzar desde la silla. «Ya me va doliendo menos», piensa.
Pero es en esta etapa infantil donde empiezan a inculcarnos los dos grandes miedos que nos destrozan la vida: el miedo al rechazo y al fracaso o al éxito.
El primero es el miedo que nos obliga a conseguir la aceptación: de una pareja, una familia, un grupo... Es un miedo que nos convierte en personas dependientes, sometidas y adictas. Es el miedo a no obtener el reconocimiento necesario, a no ser como otros quieren que seamos. A que te digan: «Con lo que la empresa ha hecho por ti y ahora te vas», «Con lo que me duele la espalda y no vienes a verme», «Con lo que nos ha costado tu educación y ahora dices que quieres ser flautista»...
Este miedo nos lleva a distorsionar la realidad hasta el punto de que interpretamos nuestros actos bajo el prisma «ya no me aprecia» o «ya no me quiere». Cuando este miedo es excesivamente exacerbado se desarrolla un tipo de personalidad, que descubrió José Antonio Vallejo Nájera, y que llama Tipo A. Es el tipo de gente que compite por todo: elevas tu adrenalina continuamente hasta convertirte en un adicto a ella. Tienes que hacer dos informes y los dejas para el final porque te has dado cuenta que en el último minuto rindes más. Compites por mejorar el tiempo que te cuesta hacer Madrid-Zaragoza en coche cada vez que recorres esa ruta... Comienzas a generar una competitividad contra ti mismo para conseguir que te vuelvan a querer y para poder demostrarle al otro lo que vales.
Estos perfiles de personalidad A tienden a generar cuadros de enfermedades que pueden acabar siendo mortales debido a la obsesión que te produce esa necesidad de adrenalina, de triunfo, de reconocimiento. Algunas investigaciones apuntan que este tipo de gente no llegará a los sesenta años sin un problema cardiaco.
Hasta hace unas décadas, y debido a la cultura en la que el hombre dominaba y la mujer estaba sometida a él, el miedo al rechazo era un miedo más presente en la mujer. Sin embargo, hoy afecta por igual a hombres y mujeres. Este miedo también está muy vinculado a los «excluidos sociales» (gente marginal, toxicómanos...). Sin embargo, cada vez hay más excluidos sociales por motivos más banales, como no responder a los estereotipos creados por la cultura, la política o el marketing. Debemos aprender a reconocer este miedo y a gestionarlo, porque no sólo somos vulnerables a la ofensa, sino también al temor de que la ofensa se produzca.
El segundo es el miedo al fracaso, a que nos digan que no, a hacer mal las cosas. Es el miedo, por ejemplo, que tienen algunas personas que se dedican a las ventas. Prefieres que no te digan nada a que te digan que no. Prefieres que te digan que no por correo electrónico a que te lo digan a la cara. O como en tu adolescencia: preferías no decirle nada a aquella chica que te gustaba por miedo a que te rechazara y, si te acercabas, sólo conseguías tartamudear. Así que al final dabas media vuelta y te ibas.
Tratas de evitar la sensación de desprecio que sientes ante un no, ante un rechazo. Para al final decirle a aquella chica que te gustaba, tenías que recurrir a una copa de más que desatara tu desparpajo y que te desinhibiera para tener valor. Fíjate que terminabas buscando la infame ayuda externa del alcohol para hacer algo que en el fondo ¿qué podía tener de malo? ¿que te dijera que no?... ¡Gomo si no hubiera chicas guapas en el mundo! ¡como si no fueras a pasar por situaciones más ridículas a lo largo de tu vida! Esta reacción que teníamos en nuestra adolescencia se mantiene y se agrava en la madurez. ¡Cuánta gente ahoga sus miedos en un vaso de licor! No olvides que muchas veces vale más pedir perdón que pedir permiso.
Pero lo más grave de cualquiera de los miedos es que constituyen uno de los mayores obstáculos para conseguir nuestros objetivos, para navegar hacia nuestra misión. Invertimos los valores y creemos que llegar a ser el presidente de la compañía es la misión final, cuando, en el fondo, es sólo un camino para alcanzar esa otra plenitud que es mucho más profunda, más duradera y que, en realidad, es la que te hará feliz.
Sin embargo, no te preocupes. Gomo te dije, el miedo es normal, es humano y por eso te recomiendo algunas acciones que te pueden ayudar a superarlo. La primera, es cambiar nuestras creencias autolimitadoras: no puedo equivocarme, no soy lo suficientemente bueno, etc., por creencias que nos permitan iniciar el desarrollo de nuestro potencial. También debemos enfrentarnos una y otra vez a lo que tememos. De esta forma, llegará un momento en que dejará de preocuparnos y no nos acordaremos que «no podíamos hacerlo». A este método se le llama, en el ámbito de la psicología, inundación. Si tienes miedo a hablar en público, proponte como voluntario para presentar la fiesta de padres del colegio, para exponer unos datos en la reunión trimestral...
Otra opción es que si aprendemos a visualizar nuestro temor agigantándolo desmesuradamente, llegará a convertirse en algo tan absurdo que no podrá ser aceptado por la mente. Por otra parte, también es importante establecer objetivos y planes concretos para alcanzarlos, de forma que nos permitan tener el control de nuestra vida y, como consecuencia, una sensación de satisfacción personal. Y, finalmente, hacernos con los hechos y actuar en consecuencia para solucionar el problema, en vez de caer en el círculo de la preocupación, que lo único que genera es estrés y ansiedad, paralizando cualquier tipo de actuación.
Estas, básicamente, son las técnicas que se utilizan, por ejemplo, en los cursos para combatir el miedo a volar. Son acciones extrañas, lo sé, y más en el mundo en el que vivimos. Pero fíjate que más extraño es tener miedo a volar. Cualquier ingeniero puede explicarte la regla por la que un avión puede mantenerse suspendido en el aire. Y ya no te digo nada de lo absurdo que puede ser despertarte de madrugada en una habitación de hotel pensando que hay un vampiro porque has visto una película de vampiros antes de dormirte. Por no hablar del miedo a los perros, que olfatean tu miedo desde el otro lado de la calle y van a por ti porque lo saben...
Además, es importante que reconozcas esos miedos. Deberás ponerlos en la columna del «debe». En el «haber», pondremos tus talentos, tus cualidades, tus capacidades, tus virtudes, los maestros que has tenido... Y con ese balance debes decidir a dónde quieres ir, con cuántas etapas, con qué timing. Por supuesto que luego llega la vida y complica las cosas, y te desvía del camino, y te pone trampas, y te hace perder el norte. Pero estamos aquí por algo. Y ese algo es la vida. Y venimos a vivir.
Por eso es importante que esa misión la desgranes en varios cómos. La navegación hasta Tarifa es sencilla, pero debemos estudiar bien las cartas náuticas para ver dónde podemos parar, fondear, en qué refugios naturales podemos encontrar abrigo si el mar se pica demasiado... Esos cómos son las cosas más importantes de tu vida: la familia, el trabajo, los amigos... Tienes que saber qué quieres hacer con tu familia; si quieres tenerla o no, qué tipo de familia, con cuántos miembros, qué relación quieres tener o no con ella. Si es algo importante en tu vida o no.
Lo mismo ocurre con el trabajo: qué tipo de trabajo quieres, a dónde te gustaría llegar con él, qué te gustaría «ser de mayor», hasta qué punto tu trabajo te va a absorber, qué quieres para tus colaboradores, para tus superiores, para tus colegas... O qué pretendes hacer con tus amigos: en quienes confías y quienes confían en ti... ¿Eres capaz de disfrutar con ellos como disfruta Marina de nuestra compañía incluso antes de iniciar el viaje, o te interesan más los correos de fin de semana en tu Blackberry como le sucede a Rocío?
Y que todo ello sea coherente, consistente. Cada cosa tiene su tiempo y hay un tiempo para cada cosa. Sin duda cuando uno es joven es el momento de entregarse por completo al trabajo. En esa época, el trabajo es lo importante en tu vida. Eres capaz de hacer cualquier cosa por él. Luego empezarán a importarte otras cosas: tu pareja, tus hijos, tu salud.
Tratar de vivir ese equilibrio es un auténtico arte y por eso nos detendremos en profundidad en el próximo capítulo. Aunque son cosas que ayudan, el equilibrio no está en no tener reuniones a partir de las cinco de la tarde, o en tener guarderías en las empresas o en los polígonos. Aunque está muy bien, insisto. En el fondo, el equilibrio es una cuestión de implicación. Si te implicas cien por cien en tu trabajo, con ganas, con esfuerzo, sin perder el tiempo en tonterías, podrás tener un horario aceptable. Pero ojo, cuando llegas a casa, también tienes que estar al cien por cien. No acepto que me digas que como has trabajado mucho, estás en casa, pero como si no estuvieras. Eso no vale. Tu familia te necesita. Tu pareja te quiere... o te querrá. A ti, no a tu tarjeta Visa.
No olvides que somos animales de costumbres. Si desarrollas el hábito de llegar a casa a las diez de la noche, no llegarás jamás antes. Ya lo verás. Por tanto si adoptas el hábito de llegar todos los lunes pronto a casa, o los miércoles de ir a buscar a los niños al colegio por la tarde... no podrás dejar de hacerlo. El tiempo es la materia prima de la que está hecha la vida. Si malgastas tu tiempo, malgastas tu vida. Y hay que atreverse a aprovecharla. Asumir la vida y viajar hacia la cometa. Posiblemente, muchos te verán como un loco. Pero en la «locura» está la vida.
Cuentan que después de una fuerte tempestad, sobre la playa, quedaron miles de estrellas de mar. Estaban a punto de morir bajo los rayos del sol cuando dos hombres que paseaban por la orilla, las encontraron. Uno de ellos cada dos pasos se agachaba, recogía unas pocas y las lanzaba al mar. El otro le conminaba para que no se entretuviera. «¿Pero qué haces? ¿Crees que puedes lanzarlas todas de vuelta al mar? ¡Estás loco! ¡Eso es imposible!» El otro le contestó: «¿Tú crees que las estrellas que yo devuelvo al mar te dirían que yo estoy loco?»
Atrévete entonces. Escápate de los zombis, deshazte de tus miedos, imita a tus maestros. Si ayudados por Marina no somos capaces de cambiar a Rocío, Rocío nos cambiará a nosotros. Y eso no estamos dispuestos a que suceda. Si te llaman loco, que no te importe. Ahora ya sabes cual es tu misión en la vida. Estás preparado para convertir el ataúd en cometa.