La voz del Gran Libro
El último domingo de septiembre, un gorrión se estrelló en la ventana de Alain Poel, arrancándole de un sueño en el cual arrojaba libros a las fauces de un fuego enorme, mientras unos bramidos y aullidos rabiosos provenientes de los gruesos volúmenes hacían sangrar sus oídos.
Se despertó aturdido, hasta que la sensación se fue desvaneciendo. Esta vez no leyó como era su costumbre. Se sentó al borde de su cama, permitiendo que la sangre fluyera más deprisa por sus venas. Enseguida, se encaminó descalzo por la alfombra hasta el alfeizar de su ventana, donde observó al ave muerta sin saber qué hacer, si echarla al recipiente de basura o dejarla allí para no entrometerse en los oscuros caprichos de la naturaleza. Después de unos segundos de indecisión, fue directo a la regadera. Bajo el humeante chorro de agua, trató de deshacerse de las partes del sueño que todavía aleteaban (como pájaros moribundos) en su cabeza.
La cocina aún conservaba el aroma de los waffles de la cena. Alain cortó unas naranjas en rodajas y las exprimió dentro de una jarra a la que agregó avena con miel. Mientras desayunaba, volvió a acordarse de Anna Sofía. Más que un recuerdo causado por una posible atracción física o emocional, se trataba de un pensamiento disperso; por un lado, no se sentía atraído hacia ella, pero presentía que si las condiciones se dieran alguna vez, le gustaría su forma de ser.
Esta vez contaba con mucho tiempo para llegar a la biblioteca, así que tomó el camino largo que descendía por la parte trasera del parque. La calle de aceras adoquinadas estaba llena de árboles que mostraban flores de un naranja intenso. El cielo lucía como una tela desteñida por el uso, y montículos de hojas amarillentas se apretaban contra la reja negra del cementerio.
Desde que construyeran el parque junto con la avenida principal allá arriba, poca gente transitaba por ahí. A través de los barrotes se podía ver el conjunto de lápidas asomándose entre la maleza con indiferencia, y la mayoría de capillas acusaban un estado de deterioro, con los vitrales rotos por los temporales pasados o el vandalismo.
A lo lejos, cercana a la pequeña iglesia de torretas oscuras, se divisaba el crematorio, parecido a una casa de paredes grises con techo verde de dos aguas y una chimenea pringada de hollín. El muchacho percibió, inquieto, que el silencio era como un ser vivo que alargaba sus tentáculos desde el fondo de las fosas, abriéndose camino por entre los huesos crujientes y las ropas raídas de los muertos, buscando nuevos inquilinos para su reino.
Una ventisca glacial sopló despellejando las copas de los árboles, haciendo que la puerta de una de las capillas se azotara repetidas veces contra el marco podrido. Alain apresuró el paso, buscando dejar atrás la cuadra lo antes posible. Detestaba ese lugar desde que su padre lo trajera una Noche de Brujas con el resto de los niños del vecindario.
Aquel sábado, diez años antes, el cielo estaba encapotado y por las aceras se arrastraban las hojas secas, produciendo un sonido cortante como de navajas de afeitar. A ambos lados de la calle, la gente había colocado veladoras prendidas en vasitos de papel de china de color morado. De las ramas más bajas de los abetos colgaban ahorcados hechos con ropa vieja, o fantasmas de papel maché que giraban agonizantes por culpa del viento.
En cada pórtico solitario podían admirarse canastas con dulces confitados, resguardadas por calabazas que reían de forma estremecedora, despidiendo un fulgor rojizo desde sus vientres atiborrados de velas. En la entrada principal del cementerio, algún vecino, con un retorcido sentido del humor, había atado con sogas desde lo alto de la reja una docena de miembros de plástico: brazos cortados a la altura del codo, manos con dedos crispados por una agonía interminable, racimos de piernas, e incluso una cabeza deforme y grotesca a la que le faltaba un ojo. Además, esa misma persona se había tomado la molestia de cubrirlos con una sustancia espesa, pegajosa, que parecía sangre. Debajo de estas piezas macabras se había formado un charco del color del jugo de grosella que olía a huevos echados a perder; de modo que si alguien lo pisaba por descuido, se llevaría la peste hasta su casa. Alain fue uno de los muchos niños que cayeron víctimas de la broma. El olor era insoportable, así que él y su padre tuvieron que interrumpir el ritual de pedir dulces y marcharse a casa, ofuscados. A nadie le pareció graciosa la situación, pero no pudieron descubrir al culpable.
El segundo domingo de su actividad extraescolar, Alain Poel arribó a la biblioteca Annia Voug diez minutos antes de su hora de entrada. Cruzó los interminables pasillos, forrados de mármol veteado, y se detuvo frente a la puerta roja. Tocó tres veces antes de entrar. Lumbre, el gato del bibliotecario, se paseaba a sus anchas por encima de los papeles del escritorio. Alain se acercó a ahuyentarlo con la mano, sin embargo, Lumbre lo miró con indiferencia. Dio un largo bostezo, saltó al suelo y desapareció, meneando la cola por el hueco que formaban las dos enormes estanterías negras.
Hasta que bajó la vista, el joven se percató de que, abierta sobre el escritorio, estaba la bitácora roja en la que Borgus se entretenía el día que lo conoció. En un principio, le pareció que las hojas estaban en blanco, mas luego de observar con atención se dio cuenta de que mostraban columnas con puntos en relieve. Alain pasó la yema del dedo sobre las figuras del papel sin reconocer su significado.
—Es braille —explicó Alfonso Borgus, parado desde la puerta de la entrada. Alain brincó del susto y se alejó de inmediato del escritorio, abochornado, como si le hubiesen descubierto en medio de una fechoría. El bibliotecario se le acercó despacio; sostenía en sus manos dos bebidas de las que brotaba un humo espeso. Borgus le adelantó un vaso. El joven dijo en un murmullo:
—Ya sé qué es: un idioma que utilizan las personas que no ven.
—Te equivocas, es chocolate caliente. Toma —fue a sentarse detrás de su escritorio. Dio un sorbo a la bebida, mientras palpaba con cariño los cantos del cuaderno rojo. Prosiguió—: El braille no es un idioma, es un sistema de lectura y escritura táctil, pensado para personas ciegas.
Alain no pudo reprimir la pregunta, aunque le parecía obvia:
—¿Usted se está quedando ciego?
—Hacia allá me dirijo, muchacho. Sufro de ceguera gradual. Mi médico me ha aconsejado que deje de leer o perderé la vista más pronto. Por supuesto, he desestimado su diagnóstico; prefiero quedarme ciego leyendo todos los libros que pueda, que conservar la vista por unos pocos meses más. A nadie le gustan los cobardes, ¿verdad?
”En este momento sólo distingo el color amarillo y algunos objetos ya han comenzado a volverse sombras y luces —Alain apartó el chocolate de su boca, en su cara apareció un gesto de pesadumbre involuntario que el bibliotecario captó al vuelo—. No te preocupes, Poel, la ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. Te lo asegura un experto —le guiñó el ojo, mostrando a su vez una sonrisa resignada que le quitaba cien años de encima a su rostro—. Ahora, muchacho... vamos a trabajar. Te he preparado una tarea que de seguro te va a gustar. Acompáñame.”
Atravesaron varias puertas hasta encontrar una con forma de arco que los condujo a una sala, enorme como un cetáceo prehistórico, repleta de estantes muy altos acomodados uno detrás de otro como fichas de dominó.
El grato olor del papel se mezclaba con el de las finas maderas de roble del piso y las mesas de lectura. Borgus tomó un ejemplar al azar y se lo lanzó a su ayudante con buena puntería. Se trataba de La Casa Infernal, de Richard Matheson, una rara edición con prólogo de Robert Bloch, el autor de Psicosis. Alain se emocionó al verlo. Aunque ya no leía libros de horror, había leído éste en particular varios veranos atrás, y la experiencia todavía lo estremecía.
—Todas estas librerías contienen los mejores cuentos, las más grandes novelas de terror, suspenso, ciencia ficción y fantasía de todo el mundo. Primeras ediciones, libros inéditos, raros hallazgos —Alfonso rió, orgulloso—, y hasta creo que podrás encontrar uno encuadernado con piel humana que transpira en los días calurosos —bromeó mientras se le acercaba despacio—. Tienes que hacer una breve sinopsis de cada uno y meterla en los archivos de la computadora. Otra cosa... El libro, o los libros que te gusten, puedes tomarlos prestados. Ésta será tu única labor durante todo el tiempo que vengas aquí. Disfrútala, muchacho.
Alain miró al viejo con aprecio, mientras éste desaparecía en las tinieblas del corredor. Sin pensarlo mucho, su primer impulso fue correr entre los muebles, leyendo todos los títulos y eligiendo los que siempre había querido leer, pero que ya no se podían encontrar en las librerías o no se habían vuelto a editar.
Regresó a su lugar llevando una montaña de libros entre sus brazos. De inmediato, se sumergió en la lectura del primero de ellos. Sólo despegó la vista de las páginas cuando Borgus se asomó para invitarlo a comer a la cafetería del lugar. Estaba tan concentrado en la lectura, que no se había percatado de que tenía hambre y sentía entumecidas las piernas. Se estiró un poco y salió tras el anciano, reconociendo lo oportuno de su llegada.
Almorzaron un par de sándwiches de queso amarillo, puré de papa y té blanco con acai. El muchacho se sentía tan agradecido con el bibliotecario, que apenas si se dio cuenta de que le permitió atisbar por encima de los muros donde se resguardaba celosamente. Alain se fue abriendo, disfrutando de la plática amena de Alfonso Borgus, quien era un gran contador de historias; sobre todo, de anécdotas; algunas sonaban tan exageradas, que era fácil entender por qué le habían colgado el mote de Dr. Mentiras, aunque el hombre aseguraba que todas eran ciertas, o al menos mantenían un elevado porcentaje de verdad.
En determinado momento de la charla, entre el café y el postre, Alain le preguntó si toda la vida se había dedicado a los libros. El anciano mostró un gesto que endureció sus facciones, como si sus recuerdos provinieran de un mundo lejano y le costara recobrarlos. Por fin dijo:
—He leído desde que tengo memoria... Pero fue durante un largo viaje que tomé la decisión de dedicarme a esto. Yo era muy joven, estaba lleno de curiosidad. Desde entonces no lo he abandonado, y ya no creo que lo haga, a pesar de mi ceguera.
—¿Tanto así le gusta su trabajo?
Borgus lo miró con un brillo resuelto en su mirada, en aquellos ojos que de alguna manera lo traicionaban luego de toda una vida de compartir una misma pasión. Antes del final de su vida, sus ojos lo abandonarían para siempre, lo dejarían sumido en una neblina azulada, vagamente luminosa, que lo acompañaría aún durante la hora de dormir.
—Los libros —comenzó—, cualquier libro es una experiencia de la mente. Imagina su contenido como una bóveda de la memoria donde se guardan las voces de los que se han ido, donde se acumulan los detalles de quiénes fuimos, qué somos y quiénes podríamos llegar a ser en un futuro no muy lejano. Desde muy joven podía imaginarme al libro como un telescopio que me permitía atisbar en los objetos, en las ciudades, incluso en los rincones donde la vida se acumula en formas inimaginables. Por esta razón, no temo perder la vista, la lectura me ha dotado con un miembro extra que me impide ahogarme en las aguas revueltas que rodean la vida. Ahora estoy seguro de alcanzar la orilla, muchacho.
”Muchos predicen la muerte del libro como objeto, pero yo no lo creo. Está demasiado arraigado en nuestra memoria, en nuestros sentidos. De igual manera, nunca cambiaría una flor de verdad, a la que puedes ver y tocar de un millón de maneras diferentes u oler su perfume, por una imagen que aparece en la computadora o en Internet. He pasado toda mi vida siendo bibliotecario, resguardado por antiguos y nuevos volúmenes a los que he visto envejecer junto conmigo. ¿Sabes qué es en realidad una biblioteca? Un invernadero donde se alimentan las ideas. Este edificio que nos rodea es una mezcla de laberinto y universo, donde caben todas las dudas, todos los misterios, todas las sospechas, y al explorarlo no deja de crecer como un venero invisible, un río que explica la vida con palabras incontenibles, caudalosas. Un universo sin final ni explicación. Por lo tanto, cuando escucho a alguien decir que el libro morirá algún día, le digo que no, porque el libro es una maquinaria extraordinaria que une la memoria individual con la memoria colectiva; a ese alguien le explico que no, porque colocados unos sobre otros, los libros sirven para construir edificaciones o puentes que nos hacen llegar más alto o más lejos; a ese alguien le aseguro que no, porque hay gente que se arroja a las librerías de viejo a acariciar el papel crujiente de las ediciones usadas, mientras observan con placer cómo sus dedos se cubren con el polvo brillante de las estanterías; a ese alguien le reitero que no, porque coleccionar libros y guardarlos en nuestro hogar nos da una sensación de cercanía con el mundo, nos confiere un orden, un consuelo que la vida nos niega la mayor parte del tiempo; a ese alguien, finalmente, le susurro que no, porque algunas veces los libros también nos salvan la vida.”
Alain Poel permaneció en silencio, impresionado por las palabras del anciano. Nunca había escuchado a alguien defender con tal pasión la fe en un objeto o creencia. Sin saber muy bien por qué lo hacía, le confesó a Borgus que los libros eran lo único que lo sostenía en ese momento. Después se sintió algo apenado; lo último que deseaba era que el bibliotecario se formara la imagen de que estaba ante alguien sin carácter. El anciano se inclinó hacia él y palmeó su mano con estima. Sus palabras le regresaron la tranquilidad.
—Lo sé, muchacho, créeme que lo sé. Sin embargo, escúchame bien: la lectura no puede suplir la experiencia de vivir la vida, sólo la complementa.
Unos días después, el martes por la tarde, Alain recibió una llamada de la chica de la librería: su encargo había llegado esa misma mañana. El joven prometió pasar a recogerlo en una hora; se despidió de Marisela y colgó. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, y un segundo después, le atrapó una sensación de arrepentimiento: ¿Cómo lograría dar el siguiente paso? Prefirió no pensar en ello. En su lugar, terminó sus deberes de biología de manera errática y salió rumbo al centro.
Al dejar la librería atrás, desenvolvió el libro que había pedido. El título palideció ante la luz anémica del atardecer. La Casa de las Bellas Durmientes, y abajo, con letras modestas pero elegantes, se leía el nombre de su autor: Yasunari Kawabata. Alain todavía recordaba la forma en que el libro le había arrebatado la respiración durante su lectura.
Por la noche, sentado a la mesa de trabajo de su habitación, Alain escribió un mensaje en un post-it y enseguida lo pegó sobre la portadilla del libro; lo estudió durante unos minutos hasta que tuvo la sensatez de cerrar la cubierta. Apagó la luz y se metió entre las sábanas. Trataba de anticiparse a los eventos del día siguiente, sin conseguirlo. Su mente le jugaba bromas crueles, en las que Anna terminaría riéndose de él y de sus intenciones. Para desprenderse de esos pensamientos, comenzó a contar del número cien para atrás, como hacía cuando le fastidiaba el insomnio. Al acercarse al 36, se quedó dormido.
Anna Sofía llegó temprano al Instituto de Ciencias y Artes, como de costumbre. Se recargó en uno de los leones alados que custodiaban la puerta de entrada, y sacó de su sobretodo un pequeño libro de tapas azules con letras negras, más parecido a una guía de viajes que a cualquier otra cosa.
Cuando sonó el timbre anunciando las nueve de la mañana, Anna se dirigió al salón de Apreciación Cinematográfica. Al entrar, descubrió que sobre su pupitre había un paquete con su nombre, envuelto en papel lustre rojo. La joven lo miró, desconcertada. En ese momento la maestra comenzaba la clase. Anna tuvo que sentarse, no sin antes detectar si a su alrededor alguien vigilaba su reacción. Al parecer, todo mundo estaba ensimismado en cosas más importantes.
Anna rasgó el papel y descubrió un libro que nunca había oído mencionar: La Casa de las Bellas Durmientes. El título le pareció intrigante. Pasó las primeras hojas, y en la portadilla descubrió pegada una nota que decía: “Me he enterado de que te gusta leer. Éste es uno de mis libros favoritos. Espero lo disfrutes. Bienvenida al Instituto”. Anna se permitió una media sonrisa que realzó la piel blanca, tersa, de su pómulo derecho.
Desde su lugar, Alain se protegía en un anonimato tranquilizador. Sabía que la chica no tendría la mínima idea de quién era él, y de algún modo lo consideraba una situación reconfortante, libre de agradecimientos forzados o de una retribución que no deseaba. Era su modo de limpiar su conciencia sin tanto alboroto.
El resto de las clases se desarrolló de forma monótona hasta el final, cuando sonó la campana y todo el mundo se dirigió a sus casas bajo una llovizna puntiaguda como agujas de plata. Alain permaneció de pie bajo la fronda de un árbol para ver salir a su compañera de salón.
Anna Sofía surgió del umbral de la salida con el libro de Kawabata entre las manos. Miró de forma molesta los charcos que se formaban en los declives de la acera, apretó fuerte el volumen contra su pecho y salió corriendo bajo el tapiz de agua. Alain sintió cierto placer efímero al darse cuenta de cómo la joven cuidaba su obsequio. Suspiró. Ahora ya podía poner un punto y aparte a esta historia y seguir escribiendo la suya, la única que no podía resolver de forma satisfactoria debido a que se le escapaba de las manos, y mientras más la pensaba más se le enranciaban las situaciones, dejándolo en un atasco mental del que no hallaba la salida.
Alain Poel caminó rumbo a su casa, seguido por la mirada de docenas de cuervos ensopados en los hilos del teléfono. Uno de éstos graznó justo cuando un rayo dibujaba una estría luminosa en el horizonte, y entre los muros de agua que se rompían en las alturas y el suelo que se cimbraba, Alain creyó escuchar en el graznido del ave un Nunca más que le estremeció los linderos del alma.
El primer acercamiento de Alain con los libros no fue tan afortunado. Su padre, que era un lector empedernido, le había llamado un domingo para que se sentara a su lado en el salón de música. Le habló de los libros, de los mundos que podría encontrar allí, de cómo podrían estimular su imaginación de maneras que ni sospechaba; dicho esto, le puso entre las manos Genoveva de Brabante. Salió del salón, no sin antes indicarle que no se levantara hasta que lo hubiese leído todo. Alain, que acababa de cumplir seis años unos días antes, miró el libro de pasta dura verde con cantos de color oro. No era muy grueso. Al abrirlo, descubrió que estaba ilustrado.
La primera viñeta mostraba a una mujer en una cueva con un recién nacido entre sus brazos. De inmediato supo que no le interesaba para nada. Aún así, trató de leerlo, pero a las tres páginas las letras se tornaron borrosas y se arrastraron pesadamente sobre las hojas, hasta que se quedó dormido. Cuando su padre regresó, horas más tarde, encontró a su hijo despatarrado sobre el sofá; el libro yacía tirado en el suelo. Alzó el volumen y lo colocó de nuevo en el estante, despertó a su hijo para anunciarle que la merienda estaba servida.
Su padre no le hizo ningún reclamo, pero Alain percibió un poco de frustración en sus palabras. Tendrían que pasar algunos años para que él sintiera el llamado, como le nombran los iniciados, o bibliófilos, a una atracción sincera por la lectura, algo que no se puede imponer, ya que posee la misma relampagueante fuerza del amor o de la venganza.
Alain leyó su primer libro completo, en tres tardes, cuando tenía apenas ocho años. Tal vez fue una mera casualidad. Tal vez fuese el llamado:
Había terminado con sus deberes y saltó al salón de música para buscar con qué divertirse. En la repisa superior de una estantería junto a la chimenea, su padre guardaba sus autos de colección armados y pintados a mano. Alain escaló el mueble con la agilidad inusitada que nos da la juventud.
Estaba por alcanzar un jaguar convertible plateado, cuando lo descubrió con el rabillo del ojo: sus pastas eran de un rojo escandaloso, sus letras azules herían la retina debido al contraste con el bermellón. El libro estaba colocado de cabeza y con el lomo apuntando hacia el interior del estante, por lo tanto no podía enterarse del título. Con una mano, se sujetó de la cenefa de madera, y con la otra arrancó el libro de su lugar.
Las palabras del título se revelaron con toda su fuerza y misterio, Drácula, príncipe de las tinieblas. Las letras azules estaban reservadas para Bram Stoker, el nombre del autor. Alain no tenía la más mínima idea de qué era un Drácula y quién era ese escritor, cuyo nombre le sacudía las entrañas de forma poderosa. Olvidándose por completo de la colección de autos, Alain Poel se tumbó sobre un sillón muy amplio, abrió el libro, que despidió un aroma agridulce a madera húmeda, y comenzó a leer. Ya nunca se detuvo.
Terminó la lectura del libro sintiéndose mareado debido a la experiencia; sin embargo, se trataba de un mareo emocionante, como salir de otro mundo diferente al nuestro, donde necesitamos de unos minutos para reponernos del salto entre realidades. Después de esto, fue con su padre y le enseñó lo que había leído. Su padre lo miró con curiosidad. Le preguntó si le había gustado. Alain dijo que sí. Después le preguntó si había sido difícil de comprender. Alain contestó, con una sonrisa nerviosa que no podía ocultar su emoción, que lo difícil fue saber que estaba llegando al final y no deseaba que terminara nunca. “Lo has entendido perfectamente”, aseguró su padre. “Ven conmigo.”
El niño fue detrás de él. Lo vio abrir las puertas de su armario y remover unos papeles. Extrajo una caja cerrada con una cinta amarillenta que se fragmentó en varios pedazos al separar sus tapas. Adentro estaba la colección completa de las novelas de aventuras de Julio Verne, algunos relatos de Arthur Conan Doyle, la serie completa de James Bond narrada por Ian Fleming, junto con varias antologías de Asimov, Ellison, Sturgeon, y otros escritores de la llamada Edad de Oro de la ciencia ficción.
Alain repasó los títulos como si se tratara de un tesoro insospechado. Los arrastró a su habitación, gastando tardes y noches eternas en ir revelando sus secretos. Estaba seguro de que a medida que se internaba en los corredores de papel, en aquellos laberintos de ideas e imágenes mentales, podía escuchar la voz de los libros murmurándole una verdad inalterable, que desde ese mismo instante los libros y Alain Poel eran uno.
A partir de aquí, muchísimos libros lo sorprendieron, pero ninguno lo sacudió tanto como el que encontró en su pupitre un día después de que le entregara a Anna el suyo.
Era una primera edición de El amor en los tiempos del cólera. Alain sintió una bolsa de agua helada en su estómago. Por puro reflejo, miró hacia el lugar de la joven. La encontró muy seria, mirándolo a su vez. Poel tomó asiento con rapidez para escapar de aquellos ojos tenaces. Casi pudo percibir la isla de sudor que se iba formando bajo sus axilas.
De forma distraída, abrió el ejemplar. En la segunda de forros había algo escrito con plumón verde. Era un mensaje; decía: “Es la historia más extraña que he leído; sin embargo, la disfruté mucho. Gracias por tu amabilidad. Anna Sofía”. Alain se atrevió a girar la cara hacia la chica y atisbar con discreción. Anna continuaba sin despegarle la vista, muy seria. De pronto, le guiñó el ojo sin alterar sus facciones. Alain brincó en su asiento. Se encorvó sobre el pupitre, sentía el rostro caliente, y seguro que estaba colorado también. Había dedicado tanto esfuerzo para alejarse de la gente que no tenía idea de cómo conducirse en este caso. Cerró los ojos, pensando que tal vez así el tiempo pasaría más deprisa, librándolo de la estúpida situación en que se había metido.
Segundos antes de que sonara el timbre, Alain se propulsó hacia la salida, tomó el corredor en dirección al baño de hombres, donde se escabulló hasta que escuchó que llamaban a clases otra vez. Era tonto e infantil evadirse como lo estaba haciendo, sólo necesitaba tiempo para pensar, tiempo que le ayudara a resolver cómo actuar.
Tanto se adentró en sus pensamientos, que cuando escuchó la voz llamándole, no supo de quién se trataba. “¿Estás atorado allí dentro o qué?”, curioseó la voz de nuevo. Esta vez, Alain sí la reconoció. Era la de Anna. ¡Estaba afuera... esperándole! ¿Por qué? ¿Para qué? El joven sentía el cerebro blando como flan. Por fin, reaccionó. “¡No me siento muy bien!”, gritó, “tal vez me tarde un poco en salir”. “Te espero”, aseguró ella con tranquilidad. Alain se recargó en el muro de azulejos, vencido por la insistencia de la chica. Giró la llave del grifo, ahuecó las manos para tomar agua y echarse un poco en la cabeza y en el rostro. Cuando salió del baño, estaba pálido y transpiraba como pingüino en un sauna.
Anna Sofía lo esperaba recargada a un lado del hidrante para incendios. Entornó sus enormes ojos acuosos sobre él, sin parpadear, hasta que él se detuvo a su lado. Impostando la voz para hacerla sonar más grave y firme, Alain se dirigió a la joven:
—¿Te ocurre algo malo?
—No —dijo ella, echándose a caminar por el pasillo como si nada—. Sólo quiero hacerte unos comentarios sobre el libro que me diste ayer.
Alain no tuvo más remedio que seguirla, permaneciendo pocos centímetros detrás.
—Como te decía en la nota, me parece un libro extraño pero único. ¿Por qué se te ocurrió regalármelo?
Alain titubeó. No podía quedar como un idiota. Por fin, armándose de valor, explicó dándose unos aires de seguridad que no sentía:
—Eres muy obvia. ¿Has notado que nadie lee libros en esta escuela? Aquí sólo circulan las habituales revistas sobre moda, fisicoculturismo, chismes y autos. Cuando te vi leyendo me pareció buena idea dártelo como bienvenida. Además, pensé que estabas de sobra preparada para leer una historia diferente a las que siempre traes contigo.
Anna Sofía sonrió con disimulo. El joven supuso que no le había desagradado la respuesta. Anna se detuvo al pie de los escalones y se giró para verlo de frente.
—¿Crees que me parezco a la muchacha que contemplaba el anciano mientras dormía a su lado? —Alain se atragantó con su saliva. La chica continuó; su voz era acariciante como una seda—. Tal vez es otra de las razones por las que escogiste ese título. Alain... ¿me has soñado así alguna vez?
—¡Pero qué locuras dices! El único motivo por el que me atreví a darte ese libro es porque habla de un amor extraño y triste al mismo tiempo. Quería compartir con otro lector la humanidad con que el autor trata a sus personajes, dándoles cierta esperanza frágil, pero una esperanza al fin y al cabo.
—Como cuando observamos una puesta de sol y sabemos que mañana habrá otra semejante, pero tal vez ya no estaremos aquí para verla. A esa fragilidad recurre Kawabata. ¿Es lo que querías explicarme, Poel?
—Sí, exacto... —hasta ese momento, Alain se dio cuenta de algo—. Espera... ¿Cómo sabes mi nombre y que yo te regalé el libro?
—Eres muy obvio. ¿Has notado que nadie lee libros en esta escuela? En mi primer día de clases, tus compañeros me advirtieron que me alejara de ti. Alain Poel es el clásico rarito, dijeron entre burlas, y enseguida agregaron que tendría que parecer portada de libro para que al menos te dignaras a mirarme.
”Yo pensé: un chico que lee no puede estar tan mal, quizás es sólo evasivo. Me di cuenta de que si te provocaba de algún modo, romperías tu coraza... Y, mira, no estaba tan equivocada —sonrió—, te soltaste hablando como un loro dopado.”
Alain observó a la joven, atónito. ¡Lo había descifrado sin problemas! La verdad es que se sentía más relajado después de que ella le confesara la verdad.
—No eres la ñoña que había pensado —confesó el muchacho, aliviado.
—En cambio, tus habilidades sociales están en la morgue, como me imaginé.
La chica se sentó a un costado de los leones alados. Después de un momento de duda, Alain hizo lo mismo. Continuaron hablando sobre la historia de las bellas durmientes y de las partes que más les habían gustado. Los minutos se fueron estirando sin que el muchacho se diera cuenta. Media hora después, Anna se levantó.
—Me tengo que ir; es tarde —salió trotando hacia la acera. De súbito, se giró hacia Alain—. Espero te guste el libro que te escogí. Nos vemos mañana, Poel.
Alain alzó la mano como despedida. Permaneció un momento cavilando lo sucedido, sobre todo el comportamiento de la joven. Se le antojó un poco loca, pero agradable. Mientras marchaba a su casa, Alain tuvo una iluminación: si corriera sangre de profeta por sus venas, se atrevería a afirmar que había encontrado una amiga cuando menos la esperaba.
Aquella noche, después de merendar en silencio con sus padres, Alain subió temprano a su recámara. El libro de García Márquez resultó una sorpresa. El muchacho nunca había intentado siquiera leer a los latinoamericanos. Simplemente le daban flojera sus historias realistas, crudas, bañadas por la tragedia y aderezadas con finales tristes. En cambio, este hombre, este escritor, armado sólo con veintiocho letras combinadas entre sí y sus dedos aporreando las teclas de su máquina de escribir, lo había despojado de sus prejuicios desde el comienzo. La elegancia del lenguaje, combinada con una imaginación delirante, resultaba en una fórmula adictiva de la que no lograba separarse. Alain lo consideró toda una hazaña.
Terminó de leerlo a las dos de la mañana, y todavía permaneció despierto repasando el final. Por su cuerpo circulaba la adrenalina a paso veloz, estimulada por las palabras del escritor. Ni siquiera contar de cien hacia atrás funcionaría en este caso. No supo cuándo se quedó dormido, pero sus últimos pensamientos fueron acerca de que necesitaba con urgencia leer más libros de ese volcán del trópico conocido en todo el mundo, simple y llanamente, como García Márquez.
Primero creyó que una voz le hablaba en sueños; una voz que decía su nombre desde un lugar profundo, inaccesible. Alain se encontraba dentro de una tumba, lo sabía porque un ataúd formado con losas de piedra antigua se alzaba en su centro. Las paredes eran rojas, sin ventanas, y parecían palpitar bajo la temblorosa luz que provenía de docenas de cirios, repartidos sobre sus superficies grabadas con símbolos que el muchacho desconocía.
Mientras Alain Poel se acercaba, un eco, parecido a un latido descomunal empezó a elevarse del fondo del sarcófago; el muchacho se paralizó de miedo. A pesar de todos sus intentos, no conseguía mover un pie de su lugar, sin dejar de mirar cómo las morusas de polvo vibraban y rebotaban sobre la tapa, al tiempo que ésta se desplazaba a causa de una fuerza brutal, invisible, dejando escapar una niebla andrajosa que se esparció por el suelo de la tumba.
Algo que estaba vivo, o lo aparentaba, se removía dentro del ataúd como si fuera una placenta a punto de darlo a luz. Una voz se escuchó de pronto, igual a un lamento que provenía de un mundo moribundo, demencial. La voz sonaba a planchas de metal siendo trituradas por una fuerza rabiosa que repetía una y otra vez: “Lo que no se busca es más fácil de encontrarse. Alain... deja que te encuentre, Alain... Alain...”.
—Alain, despierta —dijo su madre, sacándolo de su sueño—. Te quedaste dormido. Vas a perder la segunda clase si no te apresuras.
Alain se sentó al borde de la cama, aturdido. Hacía mucho que una desvelada no le cobraba los excesos cometidos la noche anterior. Se puso de pie y se dirigió tambaleante hacia la ventana. Era una mañana sin color, con una ventisca constante que corría entre las hojas de los árboles. En el alfeizar descubrió al ave muerta. Su cuerpecillo rígido estaba cubierto de hormigas que entraban y salían del plumaje desordenado. Aquella imagen lo sustrajo de la realidad durante varios segundos; hasta que el sonido de un claxon allá afuera lo arrancó de su abstracción. Bostezó antes de dirigirse a la regadera.
Los corredores del Instituto de Ciencias asemejaban a los solitarios andenes del metro a medianoche. La segunda clase había comenzado dieciocho minutos antes, por lo cual todas las puertas estaban cerradas. Alain caminó entre el pesado silencio del lugar, sin saber bien a dónde dirigirse. Después de pensarlo un poco, se encaminó a un pequeño jardín ubicado en el costado del edificio. Se trataba de un espacio circular protegido por altas enredaderas; contaba con dos bancas en forma de S a los lados de un espejo de agua que resultaba tranquilizante.
El muchacho descendió por un sendero hecho de piedras de río, cruzó bajo una serie de arcos que simulaban un acueducto antiguo que terminaba cerca de la entrada al jardín. Cuando salió de la hilera de cerezos que formaban el pasillo de acceso, se topó con que alguien había tenido la misma idea.
Anna Sofía le sonrió al verlo allí, tomado por sorpresa, con toda su fragilidad expuesta. La chica le pidió con amabilidad que la acompañara. Alain rodeó el espejo de agua y se sentó en el otro banco. La muchacha lo observó fijamente, mientras Alain permanecía con la mirada puesta en la superficie del agua; no entendía por qué razón se sentía molesto con ella; era como si le hubiese arrebatado un trozo de su intimidad sin permiso.
Justo cuando se proponía indagar por qué estaba ella en ese lugar, Anna le preguntó entusiasmada si no le parecía una coincidencia sorprendente que se les hubiese ocurrido lo mismo. Alain asintió, no muy convencido; el Instituto era demasiado grande para que dos personas se encontraran en determinado punto sin haberse puesto de acuerdo antes. Anna le explicó que, al no llegar él a la clase de las nueve, se preocupó y decidió esperarlo en la entrada. Cuando se dio cuenta de lo tarde que era, ya no podía volver al salón.
Permaneció indecisa durante un rato, luego estuvo deambulando sin rumbo, siguiendo el sendero de piedra, hasta que dio sin querer con el jardín. Le pareció un sitio acogedor y privado para hacer tiempo leyendo en lo que sonaba la campana para la siguiente clase.
Como el joven no dijo nada, Anna le preguntó sobre el libro de García Márquez. Toda la energía que Alain pudo sentir durante y al final de la lectura se había marchado a una zona fantasma, a la cual no tenía acceso en ese momento. Una tristeza mezclada con cansancio se había apoderado de él desde que despertara.
Con voz monótona le contó a Anna Sofía lo que la historia le había provocado. De improviso, a la mitad de una frase, la joven se puso de pie.
—No tienes que inventar que el libro te gustó —aclaró disgustada—, ni tampoco tienes que soportar mi presencia si no quieres, Poel.
Anna se dio la vuelta y salió del jardín, dejando a Alain con las explicaciones atropelladas en la garganta. Tal vez debió salir detrás de ella, alcanzarla, decirle que lo sentía mucho; o quizá pudo ser sincero y decirle que algunas veces quería estar solo, sin hablar con nadie; o tal vez debió contarle que desde hacía mucho tiempo ni él mismo se entendía, que quería huir de sí mismo, convertirse en un espectro del que nadie se acordara nunca, como un venero invisible que se va agotando hasta que se seca. Sin embargo, Alain no hizo ninguna de estas cosas; permaneció sentado, mordiéndose la uña del pulgar, resignado a que la joven no volviera a dirigirle la palabra, y con un dolor desconocido que se le iba formando en la boca del estómago.
Cuando fue la hora de volver al salón, Alain simplemente se dejó arrastrar por la multitud de estudiantes que atiborraban el corredor. Al entrar al aula, la maestra lo detuvo. Le entregó una nota de parte del bibliotecario. El joven desenvolvió el papel mientras se dirigía a su lugar.
El mensaje decía: “Alain, Lumbre y yo sentimos mucho no poder acompañarte este domingo. Tenemos un asunto familiar ineludible. La llave se encuentra en la parte superior del marco de la puerta. Ya sabes cuál es tu tarea, Siéntete en completa libertad de llevarla a cabo. Atentamente, Alfonso B”.
Alain observó a Anna, la cual tenía la mirada perdida a través de los ventanales que daban a los jardines de la universidad. Sus ojos acuosos lucían rojos e inflamados, como si hubiera estado llorando minutos antes. Alain sintió algo de culpa por haberla tratado mal. ¿Pero qué podía hacer para remediarlo? De seguro la joven no volvería hablarle después de su comportamiento. Entonces alzó el papel que sostenía en la mano. ¡En la nota de Borgus estaba la respuesta! Esperó ansioso, mirando el reloj a cada instante.
Al final de la clase se echó la mochila al hombro y viró hacia el lugar de Anna. Estaba vacío. Alain salió atropelladamente al pasillo, oteando en ambas direcciones. Gracias a la boina verde aurora que ella portaba, la ubicó a unos pasos del salón de idiomas. Corrió lo más aprisa que pudo. La alcanzó antes de que pudiera entrar, tomándola por el brazo. La joven se apartó de él; se veía disgustada, herida. De manera hosca, Anna se le enfrentó:
—¿Qué demonios quieres, Poel? —hizo un movimiento para introducirse al aula, y Alain, desesperado, se le interpuso—. ¡IDIOTA! ¡Hazte a un lado o comienzo a gritar!
—¡No! Espera... —suplicó, Alain—. Sólo quería pedirte perdón por lo que pasó en el jardín. La verdad es... es que soy un bicho raro, como dicen todos; además, no me he sentido bien de un tiempo para acá.
—¿Qué tienes? —indagó ella, aún enfadada.
—No estoy enfermo del cuerpo, lo mío es un mal emocional. No quiero ahondar mucho, sólo te puedo decir que un día desperté con la certeza inalterable de que las cosas ya no eran iguales, empecé a sentir un malestar continuo, un desasosiego que no me abandona y aún no sé por qué. Mi vida se volvió complicada desde entonces. Tal vez por esto actúo raro, aunque ya no me doy cuenta; es un sentimiento más fuerte que yo, me domina, controla lo que pienso, lo que digo, y no tengo fuerzas para luchar en su contra —el rostro de Anna se había relajado; en vez de seguir molesta, se mostraba comprensiva y preocupada por su compañero. Alain notó el cambio de actitud, así que se atrevió a agregar una frase final—: ¿Aceptarías ser amiga de un loco que hoy babea de emoción si le obsequias un libro y mañana quiere rebanarte en pedazos si le preguntas qué hora es en China?
—Depende de lo que me ofrezca ese loco —contestó en un tono travieso.
—Algo que ningún otro desequilibrado puede ofrecerte —sacó la nota de su bolsillo—. Acceso libre e ilimitado a todos los libros que quieras, a los mejores títulos, los más raros, al tesoro que todo lector consumado busca: ¡El ejemplar único!
¿Aceptas?