II

El hambre fue lo que indujo a William a salir de su casa el sábado por la mañana. Y lo hizo muy a su pesar, como el hombre que está en plena orgía y de pronto se da cuenta de que no le queda más remedio que vaciar su vejiga, en vista de lo cual, sale, remolón mirando hacia atrás. Pero el hambre, como las ganas de orinar, no podían esperar eternamente, y William había agotado en muy poco tiempo todas las reservas alimenticias de su nevera. Como trabajaba en la Alameda, nunca guardaba mucha comida en su casa, pues salía un cuarto de hora al día para ir al supermercado y comprar lo que le apetecía o lo que le llamaba la atención en el momento. Pero llevaba dos días sin comprar nada, y si no quería morir de hambre en medio de los sabrosos, pero incomibles deleites que coleccionaba en su casa, no tendría más remedio que hacer un esfuerzo y salir a comprar algo de comer. Eso, sin embargo, era más fácil de pensar que de llevar a cabo. Estaba tan obsesionado por sus visitantes que el simple hecho de arreglarse y ponerse presentable para salir al aire libre y dejarse ver por la Alameda la parecía una verdadera carrera de obstáculos.

Hasta hacía poco tiempo, su vida había estado muy bien organizada. Las camisas de la semana eran lavadas y planchadas los domingos, y guardadas en la cómoda junto con las cinco corbatas de pajarita, seleccionadas de entre las ciento once que tenía, para que entonasen bien con el matiz exacto de la camisa. La cocina merecía ser filmada para un anuncio televisado, pues siempre estaba esplendorosamente limpia; la pila olía a limón; la lavadora, a suavizante de la ropa con aroma de flores; y el retrete, a pino.

Pero lo cierto era que Babilonia se había apoderado de su casa. La última vez que vio su mejor traje, lo llevaba puesto la conocida bisexual Marcella St. John, mientras montaba a una de sus amiguitas. Sus pajaritas habían sido confiscadas para una competición de erecciones, con premio para aquella en la que cupieran más pajaritas; el ganador fue Moses Jasper, apodado el Manguera, cuya erección resultó capaz para diecisiete pajaritas.

En vez de tratar de limpiar y ponerlo todo en orden, o de exigir la devolución de sus prendas de vestir, William decidió dejar que los visitantes campasen por sus respetos. Buscó en su cómoda y acabó encontrando una camiseta de sport y unos vaqueros que llevaba años sin ponerse. Se vistió y salió camino de la Alameda.

Casi a la misma hora, Jo-Beth despertaba de la peor resaca de toda su vida. La peor, porque era la primera.

Sus recuerdos de los sucesos de la noche anterior eran poco claros. Recordaba haber ido a casa de Lois, eso desde luego, y también recordaba a los visitantes, y la llegada de Howie; mas no estaba segura de cómo habían seguido desarrollándose los acontecimientos. Se levantó, sintiéndose mareada y con ganas de vomitar, y se dirigió al cuarto de baño. Su madre, al oír que andaba por la casa, subió y la esperó en la puerta del cuarto de baño.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó cuando Jo-Beth salió.

—No —confesó su hija—. Me siento espantosa.

—Anoche estuviste bebiendo.

—Sí. —¿Por qué iba a negarlo?

—¿Y a dónde fuiste?

—A ver a Lois.

—En casa de Lois no tienen alcohol —dijo su madre.

—Anoche lo había. Y mucho más que alcohol.

—No me mientas, Jo-Beth.

—No te estoy mintiendo.

—Lois nunca tendría ese veneno en su casa.

—Pues yo creo que lo mejor es que vayas y se lo preguntes —replicó Jo-Beth, haciendo frente a las miradas acusadoras de su madre—. Pienso que lo mejor es que las dos juntas vayamos a la tienda y se lo preguntemos.

—No pienso abandonar la casa —dijo su madre, contundente.

—Anteanoche saliste al patio, hasta la cerca. Hoy puedes meterte en el coche.

Se dirigía a su madre en un tono que jamás había empleado con ella: una especie de rabia sonaba en su voz; rabia de la que su madre era, en parte, culpable, por haberla llamado embustera, y, en parte, también ella misma, por no ser capaz de recordar con claridad los sucesos de la noche anterior. ¿Qué habría ocurrido entre Howie y ella? ¿Habían reñido? Le parecía que sí. Desde luego se separaron en plena calle…, ¿pero porqué? Razón de más para ir a hablar con Lois.

—Te lo digo muy en serio, mamá —insistió—. Las dos nos vamos ahora mismo a la Alameda.

—No, es que no puedo… —dijo su madre—. En serio, no puedo. No sabes lo mal que me siento.

—¡Vamos, mamá!

—Sí, mi estómago…

—¡No, mamá! ¡Basta ya! No pretenderás hacerme creer que vas a estar enferma el resto de tu vida. Y todo porque tienes miedo. También yo lo tengo, mamá.

—Tener miedo es bueno.

—De eso, nada. Eso es justo lo que el Jaff quiere. De eso se alimenta. Del miedo que nos reconcome por dentro. Lo sé porque lo he visto actuar, y es terrible.

—Podemos rezar. La oración…

—… no nos servirá de nada —la interrumpió Jo-Beth—. No le sirvió de nada al pastor. Pues tampoco a nosotros nos va a servirnos.

Jo-Beth levantaba la voz, y eso la mareaba. La cabeza le daba vueltas; pero pensaba que esas cosas tenía que decirlas en ese momento, antes de que volviera a estar serena, porque con la serenidad, volvería el temor a ofender a su madre hablándole claro.

—Siempre me has dicho que es peligroso salir fuera —prosiguió; no quería herirla como, sin duda, le estaba ocurriendo, pero no podía contener sus sentimientos—. Bien, pues te diré algo: tenías razón, hay peligro, más de lo que creías. Pero, dentro, mamá… —Se señaló al pecho, indicando su corazón, refiriéndose a Howie y a Tommy-Ray y al terror de haberles perdido a los—. Y dentro es mucho peor. Mucho más. Tener cosas…, sueños…, y verlos desaparecer antes de poder siquiera retenerlos.

—Lo que estás diciendo no tiene sentido, Jo-Beth.

—Lois te lo contará todo —replicó ella—, ahora mismo te llevo a verla, y entonces te convencerás de que no te miento.

Howie estaba sentado a la ventana, dejando que el sol le secase el sudor que le cubría la piel. Su olor le era tan conocido como su propio rostro en el espejo, más familiar, quizá, porque su rostro cambiaba constantemente, mientras el olor era siempre el mismo. Necesitaba el consuelo de algo tan familiar para él, ahora que lo único que había seguro en todo el mundo era que nada había seguro. No conseguía encontrar una salida al laberinto de sentimientos que se agolpaba en su interior. Lo que le había parecido sencillo el día anterior, cuando hablaba con Jo-Beth al sol, cerca de la casa, y se besaron, ya no lo era tanto. Fletcher podía muy bien estar muerto, pero lo cierto era que había dejado un legado en Grove, un legado de seres oníricos que veían en él una especie de sustituto de su creador perdido. Y él, Howie, no podía representar ese papel. Incluso si aquellos seres no compartían la idea que Fletcher tenía acerca de Jo-Beth, y era seguro que, después del encuentro de la noche anterior, la compartían todos, él, desde luego, no estaba dispuesto a hacer el papel que le habían asignado. Había llegado allí, perdido por completo, y se había convertido, por brevemente que fuese, en amante. Y ahora aquellos entes querían hacerle su general, recibir de él sus órdenes y sus planes de batalla, pero Howie no podía darles ni las unas ni los otros. Ni siquiera Fletcher hubiera podido ofrecerles tal caudillaje. El ejército que había creado tendría que buscarse un jefe entre ellos mismos, o dispersarse.

Howie había ensayado todos esos argumentos tantas veces que ya casi se los creía. O casi se había convencido de que no era un cobarde por querer creerlos. Pero aquello no daba resultado, y Howie volvía una y otra vez sobre el mismo hecho, concreto e innegable: Fletcher le había advertido una vez, en el bosque, que debería elegir entre Jo-Beth y su destino, y él prefirió hacer caso omiso de aquella advertencia. La consecuencia de su deserción, y ya no le importaba si era directa o indirecta, había sido la muerte pública de Fletcher, en un último y desesperado intento de salvar alguna esperanza para el futuro. Y él, Howie, el hijo pródigo de Fletcher, volvía la espalda deliberadamente al producto de tan gran sacrificio.

Sin embargo…, sin embargo… Si él se ponía ahora de parte del ejército de Fletcher, participaría en la guerra de la que Jo-Beth y él habían intentado permanecer al margen. Y Jo-Beth se volvería su enemigo por el mero hecho de su nacimiento.

Lo que Howie quería más que nada en el mundo; más que nada en su vida, más que el vello púbico que tanto había ansiado tener a los once años; más que la motocicleta que había robado a los catorce; más que la vuelta de su madre del reino de los muertos, aunque sólo hubiese sido durante dos minutos, justo el tiempo necesario para decirle lo mucho que sentía haberla hecho llorar tantas veces. Más, en ese momento concreto, que Jo-Beth, lo que deseaba por encima de todo era certidumbre. Que alguien le dijera qué camino era el correcto, qué acto era el correcto, y tener el consuelo de que, incluso si resultaba que ese acto y ese camino no eran los correctos, por lo menos no habría sido culpa suya. Pero no había nadie que se lo dijese. Tendría que decidirlo por sí mismo. Sentarse al sol, mientras el sudor se le secaba, y tomar una decisión sin ayuda de nadie.

La Alameda no estaba tan llena de gente como de costumbre en mañana de sábado; pero William, a pesar de ello, vio a media docena de personas conocidas cuando se dirigía al supermercado. Una de esas personas era su empleada, Valerie.

—¿Se encuentra bien? —quiso saber ella—. He estado llamando a su casa, pero no contestaban al teléfono.

—Es que he estado enfermo —dijo William.

—No abrí la oficina ayer. Con todo el lío que tuvimos la noche anterior… Un verdadero despropósito. Roger fue a ver lo que ocurría cuando las sirenas empezaron a sonar.

—¿Roger?

Ella se le quedó mirando.

—Sí, Roger.

—Oh, sí, claro —dijo William, que no estaba seguro de si Roger era el marido, el hermano o el perro de Valerie, aunque tampoco le importaba mucho saberlo.

—También ha estado enfermo —añadió ella.

—Pienso que usted debería tomarse unos días de vacaciones —propuso William.

—Pues eso sí que me vendría bien. Mucha gente se ha marchado fuera, ¿no lo ha observado? Y otros se van ahora. Sólo durante unos días. No perderemos mucho negocio.

William dijo algunas palabras corteses sobre lo bien que a ella le sentaría descansar un poco, y prosiguió su camino.

La música enlatada del supermercado le hizo pensar en lo que había dejado en su casa: se parecía mucho a la de algunas de sus películas antiguas, una mezcla de melodías chabacanas sin relación alguna con las escenas a las que acompañaban. Sus recuerdos le indujeron a darse prisa, yendo y viniendo por entre los anaqueles del supermercado, llenando su cesto más por instinto que por previsión. No se molestó en comprar nada para sus invitados. Ellos se comían unos a otros.

No era William el único cliente del supermercado que desdeñaba las compras prácticas (productos de limpieza para la casa, detergente para la lavadora, y cosas por el estilo), muchos se concentraban, en cambio, en artículos de uso y consumo rápido y productos alimenticios baratos. A pesar de lo distraído que estaba, William notó que los demás hacían justo lo mismo que él: llenaban los carritos y los cestos, sin detenerse a pensar, con cualquier producto alimenticio que encontraban a mano, como si los ritos de cocinar y comer hubieran sido suplantados por nuevas seguridades. William veía en el rostro de los clientes (rostros cuyo nombre había conocido, pero que sólo recordaba a medias) la misma expresión secreta que el suyo había expresado durante toda su vida. Hacían la compra como si aquel sábado fuera un día de lo más corriente, pero lo cierto era que ahora todo había cambiado: casi todo el mundo tenía secretos. Y los que no los tenían se iban de la ciudad, como Valerie, o fingían no observar nada, lo cual, en cierto modo, también era un secreto.

Antes de llegar a la caja, William añadió dos puñados de barras de chocolate a su compra, y justo entonces vio un rostro que llevaba muchos años sin ver: el de Joyce McGuire, que entraba en aquel momento acompañada por su hija, Jo-Beth. Si alguna vez las había visto juntas fue, sin duda, cuando Jo-Beth era una niña. La semejanza de sus rostros fue suficiente para dejarle sin aliento. Se las quedó mirando, incapaz de contener el recuerdo de aquel día, en el lago, y Joyce desnudándose, y hasta recordó cómo era su cuerpo. ¿Sería Jo-Beth igual, se preguntó William, bajo la ropa suelta que vestía: pequeños pezones oscuros, largos muslos atezados?

De repente observó que no era la única persona que miraba a las McGuire; casi todos los presentes lo hacían. Y no le cupo la menor duda de que todos tenían pensamientos parecidos a los suyos: allí, en carne y hueso, se encontraba una de las primeras claves del apocalipsis que se cernía sobre Grove. Hacía dieciocho años que Joyce McGuire había dado a luz en circunstancias que entonces habían parecido sólo escandalosas. Y ahora volvía a llamar la atención de todos, precisamente cuando los más ridículos rumores sobre la Liga de las Vírgenes parecían ser ciertos. Había presencias circulando por Grove (o al acecho bajo su suelo) que tenían poder sobre los seres normales, y cuya influencia se había encarnado en hijos del cuerpo de Joyce McGuire. ¿Sería, acaso, se preguntó William, la misma influencia que inspiraba sus sueños? También éstos eran carne de la mente.

Volvió la mirada hacia donde Joyce estaba y comprendió algo sobre sí mismo que jamás había captado hasta entonces: él y aquella mujer (el observador y la observada) estaban eterna e íntimamente unidos. Tal percepción le duró sólo un momento, era demasiado difícil de retenerla durante más tiempo, pero le indujo a dejar su cesta, abrirse camino a través de la cola que esperaba ante la caja e ir directo hacia Joyce McGuire. Ella lo vio y una expresión de temor apareció en su semblante. Trató de evadirse, pero su hija la tenía cogida de la mano.

—No ocurre nada, mamá —la oyó decir su madre.

—Sí… —dijo William, alargando la mano hacia Joyce—. En efecto, eres tú, eres tú de verdad… No sabes cuánto me alegro de verte.

Aquella emoción sincera, expresada con tanta sencillez, pareció mitigar el nerviosismo de Joyce, cuyo ceño desapareció. Incluso empezó a sonreír.

—Soy William Witt —dijo él, mientras asía la mano de Joyce—. Es probable que no te acuerdes de mí, pero…

—Claro que me acuerdo —dijo ella.

—Me alegro mucho.

—¿Lo ves, mamá? —intervino Jo-Beth—. No ocurre nada.

—Hace mucho tiempo que no te veo por Grove —dijo William.

—Es que… no he estado bien —repuso Joyce.

—¿Y ahora?

Al principio, ella eludió contestar. Por fin, dijo:

—Me encuentro mejor.

—Me alegro mucho de eso.

Mientras William hablaba, unos gemidos comenzaron a oírse en uno de los pasillos del supermercado. Jo-Beth los escuchó con más claridad que los demás clientes: la extraña tensión evidente entre su madre y Mr. Witt (al que ella veía casi todas las mañanas cuando salía a trabajar, pero nunca vestido de una manera tan informal) había monopolizado toda su atención hasta aquel momento, y todas las demás personas de la cola parecían estar haciendo grandes esfuerzos por no fijarse en la escena. Jo-Beth soltó el brazo de su madre y fue a investigar, y así fue como llegó al origen de los gemidos, de pasillo en pasillo. Ruth Gilford, la recepcionista del médico de su madre, y conocida de Jo-Beth, se encontraba en la sección de cereales, con una caja de una marca en la mano izquierda y otra de otra marca en la derecha; sus mejillas estaban arrasadas en lágrimas. El carrito que tenía delante aparecía lleno hasta los topes de cajas de cereal, como si Ruth Gilford se hubiera dedicado a ir cogiendo una de cada marca, sin olvidar ninguna.

—Mrs. Gilford… —se atrevió Jo-Beth a hablarle.

La aludida no dejó de gemir, pero trató de decir algo a través de sus lágrimas, dando lugar así a un monólogo acuoso, e incoherente a veces.

—… no sé qué quiere… —parecía estar diciendo—, después de tanto tiempo… No sé qué quiere…

—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó Jo-Beth—, ¿quiere que la acompañe a casa?

La palabra casa hizo que Ruth volviera la cabeza y mirar a Jo-Beth, tratando de enfocarla bien a través de sus lágrimas.

—… No sé qué quiere… —repitió.

—¿Quién? —preguntó Jo-Beth.

—… después de tantos años… y hay algo que me oculta…

—¿Su marido?

—… yo no dije nada, pero lo sabía…, siempre lo supe…, él amaba a otra… y ahora la tiene en casa…

Las lágrimas arreciaron. Jo-Beth se acercó a ella. Con mucha suavidad le quitó las cajas de cereal de las manos, volviendo a ponerlas en la estantería. Privada de su talismán, Ruth Gilford se asió a Jo-Beth con fuerza.

—… ayúdame… —pidió.

—Sí, por supuesto.

—No quiero ir a casa. Él tiene a alguien allí.

—Muy bien. No vaya si no quiere.

Comenzó a llevársela fuera de la sección de cereales. Una vez alejada de allí, su angustia disminuyó algo.

—Eres Jo-Beth, ¿verdad?

—Sí.

—¿Quieres ayudarme a llegar hasta mi coche…? Creo que no podré ir sola.

—Vamos allá, no será nada —la tranquilizó Jo-Beth, pasándose al lado derecho de Ruth Gilford para protegerla de las miradas de los que esperaban en la cola, por si se les ocurría mirarla.

Pero estaba segura de que no lo harían. El derrumbamiento de Ruth Gilford era un espectáculo demasiado lastimoso para mirarlo de frente; les recordaría a todos con demasiada violencia los secretos que también ellos estaban, sin duda, ocultando.

Su madre se hallaba en la entrada, con William Witt. La muchacha decidió evitar las presentaciones, a las que Ruth Gilford, además, no estaba en condiciones de hacer frente. Se limitaría a decir a su madre que se encontrarían en la librería, que estaba cerrada cuando habían pasado ante ella. Por primera vez en toda su vida, Lois abría el negocio con retraso. Pero fue su madre la que tomó la iniciativa.

—Mr. Witt me acompañará a casa —dijo—. No te preocupes por mí.

Jo-Beth echó una ojeada a Witt, que tenía todo el aspecto de un hombre casi hipnotizado.

—¿Estás segura? —preguntó. Nunca se le había ocurrido pensarlo, pero quizá Mr. Witt, siempre tan untuoso y zalamero, fuera el tipo de persona contra la que su madre llevaba poniéndola en guardia tantos años. El personaje solapado y silencioso, cuyos secretos eran siempre los más depravados. Pero su madre insistió; la manera que tuvo de quitarse a Jo-Beth de encima resultó casi frívola.

«Loco —se dijo Jo-Beth, mientras acompañaba a Ruth Gilford hasta el coche de ésta—. El mundo se ha vuelto loco. La gente cambia de un momento al siguiente, como si lo que habían sido durante tantos años no fuese más que una careta: mamá enferma, Mr. Witt de punta en blanco, Ruth Gilford siempre a la altura de las circunstancias. ¿Se están volviendo distintos o es que ésta era su verdadera personalidad?»

Cuando llegaron al coche, Ruth Gilford sufrió otro ataque de llanto, éste más desesperado si cabe que el anterior e intentó volver al supermercado, insistiendo en que no podía regresar sin el cereal. Jo-Beth la persuadió con suavidad de que no lo hiciera, y se ofreció a llevarla a su casa, invitación que Mrs. Gilford aceptó llena de agradecimiento.

Mientras conducía el coche hacia la casa de Ruth Gilford, los pensamientos de Jo-Beth volvieron a su madre, cuando una comitiva de cuatro largas limusinas negras las adelantó y giró para ascender la colina. Su presencia allí resultaba tan extraña que casi pareció que había llegado de otra dimensión.

«Visitantes —pensó Jo-Beth—. Como si no tuviéramos bastantes.»