VII
El libro que Hotchkiss tenía en las manos se titulaba Preparándonos para el Armagedón, y era un manual en el que se enseñaba a los fieles lo que tenían que hacer, paso a paso, para sobrevivir al inminente Apocalipsis. Había capítulos sobre Ganado, Agua y Grano, sobre Ropa y Ropa de Cama, Combustible, Calor y Luz. Contenía una lista de cinco páginas con el encabezamiento de Alimentos usuales almacenados, en la que había desde dulces hasta caza. Y como para acentuar el miedo de los remolones que se sintieran tentados a dejar esos preparativos para otro día, el libro ilustraba sus listas con fotografías de catástrofes ocurridas en toda el área de Estados Unidos. Casi todas ellas eran fenómenos naturales. Devastadores incendios forestales imparados e imparables; huracanes que lo arrasaban todo a su paso. Había varias páginas dedicadas a la inundación de Salt Lake City en mayo de 1983, ilustradas con fotografías de los habitantes de Utah levantando muros de contención con sacos de arena. Pero la imagen que más llamaba la atención en aquel catálogo de desgracias irreversibles era el hongo nuclear. Había varias fotografías de esa nube, y, debajo de una de ellas, Hotchkiss encontró el siguiente texto:
La primera bomba atómica fue hecha detonar a las 5:30 del 16 de julio de 1945 por su creador, Robert Oppenheimer, en un lugar llamado Trinidad. Con esa explosión, la última edad de la Humanidad comenzó.
No había más explicaciones. El objeto del libro no era explicar la bomba atómica y su creación, sino ofrecer una guía sobre cómo sobrevivían a ella los miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Y Hotchkiss no necesitaba detalles. Lo único que precisaba era una palabra, Trinidad, en algún contexto que no fuera del habitual de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y ahí la tenía. Los Tres en Uno reducidos a un solo lugar, más aun: a un solo acontecimiento. Ésa era la Trinidad que dominaba todas las otras. En la imaginación del siglo XX, la nube en forma de hongo era más grande que Dios.
Hotchkiss se levantó, con su libro, Preparándonos para el Armagedón, bien cogido en la mano, y cruzó aquel caos de libros tirados por todas partes para salir de la tienda. A la puerta le esperaba un espectáculo que lo detuvo en seco. Docenas de animales corrían en libertad por el estacionamiento. Perritos retozones; ratones en busca de refugio; gatos en pos de éstos; lagartos tomando el sol en el asfalto caliente… Hotchkiss se fijó en la hilera de escaparates. Un loro salía volando justo en aquel momento por la puerta de la tienda de Ted Elizando. Hotchkiss no conocía a Ted, pero sabía lo que se decía de él. Como fuente de cotilleo, Hotchkiss había atendido siempre con gran cuidado a todo lo que se decía de los demás. Elizando había perdido la cordura, a su mujer y a su hijo. Ahora perdía también su pequeña arca de Noé en la Alameda al dejar en libertad a todos sus habitantes.
La tarea de llevar a Tesla la información sobre Trinidad era más importante que impartir palabras de consuelo o de advertencia a Elizando, incluso en el caso de que Hotchkiss tuviera palabras de ese tipo que ofrecer. Elizando conocía, evidentemente, el peligro que corría, porque, de no ser así, no se hubiese deshecho de su mercancía. Además, ¿qué palabras de consuelo podría ofrecerle él? Una vez tomada esta decisión, Hotchkiss se dirigió al estacionamiento en busca de su coche; pero se vio llenado de nuevo, y no por algo que hubiera visto, sino por lo que oyó: un grito humano, corto y angustioso cuyo origen era, precisamente, la tienda de animales.
En diez segundos Hotchkiss estaba allí. Dentro vio más animales correteando, pero ni la menor huella de su dueño. Le llamó por su nombre:
—¡Elizando!, ¿se encuentra bien?
No obtuvo respuesta, y se le ocurrió que quizás Elizando se hubiese suicidado. Después de liberar a los animales podía haberse cortado las venas de las muñecas. Aceleró el paso, yendo entre los anuncios de productos alimenticios, las perchas y las jaulas. En el centro de la tienda vio el cuerpo de Elizando caído al otro lado de una jaula de buen tamaño. Sus ocupantes, una pequeña bandada de canarios, presa del pánico, revoloteaban; de sus alas caían plumas que se enredaban en el alambre.
Hotchkiss arrojó el libro y corrió en ayuda de Ted.
—¿Pero qué ha hecho? —dijo, mientras se le acercaba—. ¡Dios mío!, ¿pero qué ha hecho usted?
Cuando estuvo junto a él, se dio cuenta de su error. Aquello no era un suicidio. Las heridas que Ted Elizando tenía en el rostro —que estaba apretado contra el alambre de la jaula— no podía habérselas producido él mismo. Eran heridas traumáticas: pedazos de carne arrancados de la mejilla y del cuello. La sangre había salpicado la reja de alambre y cubría el fondo de la jaula, pero había cesado de manar con fuerza. Ted Elizando llevaba varios minutos muerto.
Hotchkiss se levantó, muy despacio. Si el grito aquél no había sido lanzado por Elizando, ¿qué podía haber sido? Dio un paso hacia el libro para recogerlo, pero al inclinarse, captó un movimiento entre las jaulas que distrajo su atención. Algo que parecía una serpiente negra se deslizaba por el suelo, justo más allá del cuerpo de Elizando. Se movía con rapidez, y su intención de interponerse entre Hotchkiss y la salida era clarísima. Si no se hubiese inclinado para recoger el libro hubiera podido sacarle ventaja; pero, para cuando tenía en sus manos Preparándonos para el Armagedón, la serpiente estaba ya en la puerta. Y ahora que la veía con toda claridad, Hotchkiss se hizo una mejor idea de lo que era. No se trataba, ni mucho menos, de una fugitiva de la tienda (a ningún habitante de Grove se le ocurriría tener un animal así en su casa). Se parecía tanto a una morena como a una serpiente; pero incluso ese parecido era algo vago. A Hotchkiss no le recordó ningún animal de los que había visto en su vida. Además, al moverse dejaba huellas de sangre en las baldosas; y también tenía sangre en la boca. Aquello era lo que había matado a Elizando. Hotchkiss se retiró ante la amenaza, invocando el nombre del Salvador, al cual había abandonado hacía tanto tiempo:
—¡Jesús!
La palabra provocó una risotada en algún lugar de la tienda. Se volvió. La puerta de la oficina de Ted estaba abierta, y, aunque la habitación a la que se abría no tenía ventanas, y las luces no estaban encendidas, Hotchkiss pudo distinguir la figura de un hombre sentado en el suelo, con las piernas cruzadas. Hotchkiss pudo incluso aventurar una conjetura sobre su identidad: las facciones deformes de Raúl, el amigo de Tessa Bombeck, eran inconfundibles, aun en la oscuridad. Estaba desnudo. Ese hecho —su desnudez, y, por consiguiente, su vulnerabilidad— tentó a Hotchkiss a dar un paso hacia esa puerta abierta. En la alternativa entre luchar con la serpiente o con su encantador —y era indudable que ambos estaban asociados—, eligió luchar con el encantador. Un hombre desnudo, sentado en el suelo, no podía ser un enemigo muy serio.
—¿Qué cojones pasa aquí? —exigió Hotchkiss al tiempo que se le aproximaba.
El hombre sonrió en la oscuridad. Su sonrisa era húmeda y ancha.
—Estoy haciendo lixes —contestó.
—¿Lixes?
—Detrás de ti.
Hotchkiss no necesitaba volverse para saber que la salida de la tienda se hallaba bloqueada. No le quedaba otra solución que seguir donde estaba, a pesar de sentirse cada vez más aterrado por lo que tenía ante él. Aquel hombre no estaba sólo desnudo, sino que su cuerpo, desde la mitad del pecho hasta la mitad del muslo, aparecía cubierto de chinches, todas las reservas de alimento vivo para lagartos y peces de la tienda satisfacían allí otro apetito. Los movimientos de aquellos bichos le habían provocado una erección, y su miembro curvo era el objeto de todas sus atenciones. Pero había otra cosa en el suelo, delante de él, igual de repulsiva a la vista: un montón de excremento, recogido de las jaulas, en cuyo centro anidaba un extraño animal. No, no anidaba, estaba naciendo, hinchándose y desanudándose delante de Hotchkiss. Levantó la cabeza de entre la mierda y Hotchkiss vio entonces otro espécimen de lo que aquel creador de monstruos llamaba lixes.
Y ése no era el único. Formas relucientes se desenroscaban en los rincones de la pequeña estancia, como largos paquetes de músculos, lleno de malevolencia cada uno de sus movimientos. Uno de ellos había subido al mostrador, a la derecha de Hotchkiss, y se acercaba a éste, serpenteando y retorciéndose. Hotchkiss, para evitarlo, dio un paso atrás, y se dio cuenta demasiado tarde de que su maniobra había servido sólo para ponerle al alcance de otra de aquellas bestias, que cayó sobre su pierna en dos movimientos, subiéndose por ella en tres. Hotchkiss soltó el libro por segunda vez y alargó las manos para golpear a la bestia, pero la boca abierta de ésta se le adelantó, y dos movimientos gemelos le hicieron perder el equilibrio. Vaciló, cayendo de espaldas contra una estantería llena de jaulas; sus brazos, agitándose, tiraron por tierra varias de ellas. Un segundo tirón, esta vez a la estantería misma, fue igual de infructuoso. Como estaba hecha para sostener gatitos enjaulados, tanto la estantería como su cargamento cayeron sobre Hotchkiss, que se desplomó bajo su peso. De no haber sido por las jaulas, habría sido asesinado allí mismo, pero aquéllas retardaron el avance de los lixes que caían sobre él de todas partes. Eso le concedió diez segundos de tregua, mientras ellos trataban de abrirse camino por entre las jaulas, Hotchkiss las apartaba y se esforzaba por ponerse en pie, pero el Lix que tenía cogido a la pierna puso fin a sus esperanzas, al hincarle sus mandíbulas en la cadera. El dolor ocupó toda su atención durante un momento, y cuando volvió a concentrarla en las otras bestias, Hotchkiss vio que ya las tenía encima. Sintió una de ellas en su nuca, otra se le había enroscado en el torso. Comenzó a gritar, pidiendo ayuda, hasta que el apretón lo dejó sin aliento.
—Aquí sólo estoy yo —fue la respuesta.
Hotchkiss miró al hombre llamado Raúl, que ya no estaba sentado en medio del estiércol, sino en pie, inclinado sobre él; todavía con la polla tiesa y cubierto de chinches, y con uno de los lixes en torno a su cuello. Se había metido en la boca dos dedos de la mano abierta, acariciándose con ellos la garganta.
—Tú no eres Raúl —jadeó Hotchkiss.
—No.
—¿Quién…?
La última palabra que oyó Hotchkiss en este mundo antes de que el Lix que le ceñía el pecho apretara su anillo fue la respuesta a esta pregunta. Era un nombre formado por dos suaves sílabas: Kiss[5] y soon[6]. Estas palabras fueron el último pensamiento de Hotchkiss, como una profecía. Kiss; soon. Carolyn, esperándole al otro lado de la muerte, sus labios impacientes por besarle en la mejilla. Esa idea hizo soportables sus últimos momentos, después de tantos horrores.
—Creo que ésta es una causa perdida —dijo Tesla a Grillo cuando salió de la casa.
Temblaba de pies a cabeza, tantas horas de esfuerzo habían acabado con su resistencia. Ansiaba dormir, pero le aterraba la idea de que, si se dormía, soñara lo mismo que Witt la noche antes: la visita a la Esencia, cuyo significado era que la muerte se hallaba muy próxima. Y quizá lo estaba, mas ella prefería ignorarlo.
Grillo le cogió el brazo, pero ella lo apartó de sí.
—No puedes ayudarme ni más ni menos que yo a ti…
—¿Qué ocurre allí dentro?
—El agujero ha empezado a abrirse de nuevo. Es como un dique a punto de reventar.
—Mierda.
Toda la casa crujía; las palmeras que flanqueaban la calzada se agitaban, desprendiéndose de hojas secas, la calzada crujía como si estuviese siendo golpeada desde abajo por un inmenso martillo.
—Debiéramos avisar a la Policía —dijo Grillo—. Advertirles de lo que se avecina.
—Esto está perdido, Grillo. ¿Sabes algo de Hotchkiss?
—No.
—Espero que consiga escapar antes de que lleguen.
—No escapará.
—Pues debería hacerlo. No hay ciudad que sea digna de morir por ella.
—Yo creo que es hora de que haga mi llamada, ¿no te parece?
—¿Qué llamada?
—A Abernethy, para darle las malas noticias.
Tesla lanzó un leve suspiro.
—Muy bien, ¿por qué no? El último éxito de tu carrera.
—Ahora vuelvo —dijo Grillo—. No creas que vas a escapar de aquí sola, nada de eso. Escaparemos juntos.
—Yo de aquí no me muevo.
Grillo se metió en el coche, sin darse verdadera cuenta hasta que trató de ponerlo en marcha de lo violento que se había vuelto el temblor del suelo. Cuando, finalmente, arrancó, dio marcha atrás y bajó por la calzada hasta la puerta del jardín, comprendió la inutilidad de advertir a la Policía. Casi todos ellos se habían retirado de allí, dejando a dos hombres como observadores. Éstos apenas hicieron caso de Grillo. Sus dos inquietudes gemelas —una profesional, la otra personal— era vigilar la casa y prepararse para una rápida retirada si las grietas comenzaban a crecer en su dirección. Grillo paso en coche junto a ellos y luego siguió colina abajo. Uno de los dos policías hizo un inútil y desganado intento de acercarse a la calzada para detenerle, pero Grillo se limitó a seguir adelante como si nada, camino de la Alameda, donde esperaba encontrar algún teléfono público desde el que llamar a Abernethy, y, de paso, buscar a Hotchkiss para advertirle, si es que no estaba enterado ya, de lo que se avecinaba. Yendo por el laberinto de calles bloqueadas o levantadas o convertidas en abismos, Grillo pensaba en titulares para su último artículo: El Fin del Mundo está al llegar, le parecía bastante corriente. No quería parecer uno más de los muchos profetas que andaban por el mundo anunciando el Apocalipsis, incluso si, en este caso (por fin), era verdad. Al entrar en la Alameda, justo antes de que sus ojos captasen el revoltijo de animales, tuvo una inspiración. Fue la colección carnavalesca de Buddy Vance la que se la dio. Aunque sospechaba que le costaría convencer a Abernethy, se dijo que el mejor titular posible para su historia sería: Se acabó la juerga. La especie humana había disfrutado con su aventura en la Tierra, pero estaba acabando.
Detuvo el coche a la entrada del estacionamiento y se bajó de él para presenciar el curioso espectáculo del patio de recreo de los animales. Sonrió, muy a pesar suyo. Qué bien lo estaban pasando, porque no sabían nada: jugar al sol sin la menor sospecha de lo corta que iba a ser su diversión. Cruzó bajo el sol hacia la librería, pero no encontró a Hotchkiss. Los libros estaban esparcidos por el suelo, prueba de que la búsqueda había terminado en fracaso. Se dirigió a la tienda de animales, esperando hallar compañía humana, y un teléfono. Dentro había ruido de pájaros: los últimos presos de la tienda. Si hubiese tenido tiempo los hubiera puesto en libertad. No había razón para que no disfrutaran también ellos de un poco de sol.
—¿Hay alguien aquí? —gritó, asomando la cabeza por la puerta.
Una salamandra se escabulló entre sus piernas. La vio irse, tentado de preguntárselo a ella, mas no lo hizo. La salamandra corría entre regueros de sangre camino de la puerta. Había sangre por todas partes. Grillo vio primero el cadáver de Elizando, luego el cuerpo de su compañero, medio enterrado entre jaulas.
—¡Hotchkiss! —llamó.
Se puso a retirar las jaulas que lo cubrían. En el aire había algo más que olor a sangre, también se percibía en él olor a mierda, a excrementos. El hedor se le pegó a las manos, pero él siguió despejando aquello hasta ver lo suficiente de Hotchkiss para cerciorarse de que estaba muerto. Cuando descubrió la cabeza tuvo confirmación de ello. Tenía el cráneo roto en pedazos, fragmentos de hueso salían entre la papilla de su mente y sus sentidos. Ninguno de los animales que había en la tienda pudo llevar a cabo tal acto de violencia, aunque tampoco era fácil averiguar con qué arma se había cometido. Grillo no se quedó en la tienda para dilucidar ese problema, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad, muy real, de que los responsables anduvieran todavía por allí. Miró el suelo, en busca de un arma. Una trailla, un collar de metal, algo con lo que defenderse del ataque. Su búsqueda no le brindó más que un libro, caído en el suelo a poca distancia del cuerpo de Hotchkiss.
Leyó el título en voz alta:
—Preparándonos para el Armagedón.
Lo recogió, y comenzó a ojearlo a toda velocidad. Parecía un manual para aprender a sobrevivir al Apocalipsis. Eran prudentes consejos de los Hermanos Mormones para los fíeles de su Iglesia, diciéndoles que todo acabaría bien, que disponían de los oráculos vivos de Dios, la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce Apóstoles, siempre dispuestos a defenderles y aconsejarles. Lo único que tenían que hacer era seguir sus consejos, tanto espirituales como prácticos, y no importaba lo que ocurriese en el futuro, ellos sobrevivirían.
«Si estáis preparados no necesitáis temer», era la esperanza…, no, la certidumbre, de esas páginas. «Sed puros de corazón, amad a muchos, sed justos y vivid en lugares santos. Tened reservas para un año».
Grillo siguió ojeándolo rápidamente. ¿Por qué había elegido Hotchkiss ese libro? ¿Huracanes, incendios forestales, inundaciones…? ¿Qué relación tendría todo eso con la Trinidad?
Y, de pronto, allí estaba: una granulosa fotografía de una nube en forma de hongo, y el pie, que identificaba el lugar donde se había llevado a cabo la explosión.
Trinidad, Nuevo México.
No leyó más. Libro en mano corrió de nuevo al estacionamiento, mientras los animales salían despavoridos delante de él. Se metió en el coche. Su llamada a Abernethy tendría que esperar. Cómo el simple hecho de que Trinidad fuese el lugar del nacimiento de la bomba iba a influir en esa historia, era algo que Grillo ignoraba; pero quizá Tesla lo supiera. E incluso si no lo sabía, por lo menos, tendría la satisfacción de ser él quien le diese la noticia. Sabía lo absurdo que era sentirse de pronto tan satisfecho de sí mismo, como si esa información fuese a cambiar algo las cosas. El mundo iba a terminar (Se acabó la juerga), pero el hecho de tener en sus manos aquella pequeña pieza del rompecabezas fue suficiente para que olvidara de momento el terror de tal certidumbre. Grillo sabía que no hay mayor placer que ser portador de noticias, mensajero, Nuncio. Y en aquel momento estuvo más cerca que en ningún otro de su vida de comprender la palabra feliz.
Incluso en el poco tiempo que había pasado en la Alameda —no más de cuatro o cinco minutos—, Grillo comprendió que la estabilidad de Grove estaba empeorando. Dos calles por las que se podía transitar cuando bajó de la colina, ya estaban impracticables. Una había desaparecido casi por completo —la tierra, pura y simplemente, se había abierto y se la había tragado—, y la otra aparecía cubierta por los escombros de dos casas derrumbadas. Encontró un tercer camino todavía en buenas condiciones, y comenzó la ascensión a la colina. Mientras conducía, los temblores se hacían tan violentos que había momentos en que apenas podía sujetar el volante. Durante su ausencia habían aparecido en escena unos pocos observadores en tres helicópteros sin identificación, el mayor de los cuales se cernía exactamente sobre la casa de Vance, mientras sus ocupantes trataban, evidentemente, de aquilatar la situación. Tenían que haberse dado cuenta ya de que no se trataba de un fenómeno natural, y quizá conociesen incluso su primera causa. D’Amour había dicho a Tesla que la existencia de los Iad era conocida en las altas esferas. De ser cierto, debiera haber suficiente Fuerza Armada en torno a la casa desde hacía ya bastante tiempo, en lugar de unos pocos policías asustados. ¿Sería que políticos y generales no creían la evidencia aunque la tuvieran ante sus ojos? ¿Acaso eran demasiado pragmáticos para pensar que su imperio podía ser puesto en peligro por algo perteneciente al otro lado de los sueños? La verdad era que Grillo los comprendía, porque él mismo, setenta y dos horas antes no hubiera creído nada de todo aquello, y lo hubiese considerado un hatajo de mentiras; algo así como esa palabrería de los oráculos vivos de Dios del libro que llevaba en el asiento contiguo del coche, pura fantasía de alguna mente calenturienta. Si los observadores seguían allí arriba, por encima del abismo, pronto tendrían una buena oportunidad de cambiar de idea. Ver era creer. Y, desde luego, por ver no iba a quedar.
Las puertas del jardín de «Coney Eye» estaban caídas por tierra, y también la tapia. Grillo dejó el coche delante del montón de escombros, cogió el libro, y subió camino de la casa, sobre cuya fachada parecía haberse extendido algo que Grillo tomó por la sombra de una nube. Los temblores habían agrandado las grietas de la calzada, de modo que había que pisar con cuidado, aunque su capacidad de concentración se halla bastante desequilibrada debido a algo angustiante que latía en la atmósfera en torno a la casa. Cuanto más se acercaba a la puerta, tanto más oscura parecía volverse aquella sombra. A pesar de que el sol aún asestaba sus rayos contra la cabeza de Grillo y contra la fachada de pastel empapado de «Coney Eye», toda la escena parecía sucia, como si alguien hubiese pasado sobre ella una capa de barniz sucio. Sólo con verla, Grillo sentía dolor de cabeza, la nariz le escocía, y se le ponían como amapolas las orejas. Más angustioso que esas incomodidades de poca monta era una palpable sensación de temor que iba creciendo en su interior hasta convertirse en miedo, en horror incluso, a cada paso que daba. La mente empezó a llenársele de repulsivas imágenes, entresacadas de sus años de ratón de redacciones de una docena de periódicos, cuando miraba fotografías que ningún director, por sensacionalista que fuese, se hubiera atrevido a publicar. Allí había restos de automóviles, claro está, y de aviones, con cadáveres tan destrozados que era imposible reunir sus pedazos, y también algo inevitable, escenas de asesinatos, pero no era eso lo que le acechaba ahora, sino fotografías de seres inocentes, y de los daños que se les había infligido: bebés, niños golpeados, mutilados, tirados a la basura; enfermos y viejos destrozados; retrasados mentales humillados, tantísimas crueldades, y todas hirviéndole ahora en la cabeza.
—El Iad.
Oyó que Tesla decía esas palabras y volvió la mirada en la dirección de su voz. El aire que había entre ellos era denso, el rostro de Tesla parecía granujiento, mal reproducido, como si no fuese real. Nada de lo que estaba viendo era real. Eran imágenes reflejadas en una pantalla.
—Es el Iad que llega —dijo ella—. Eso es lo que estás sintiendo. Tendrías que irte de aquí. No tiene sentido que esperes…
—¡No! —replicó Grillo—. Tengo… un mensaje.
Le costaba esfuerzo seguir asido a esta idea. Los inocentes seguían perturbando su mente, uno tras otro, cada uno con una herida distinta.
—¿Qué mensaje? —preguntó Tesla.
—La Trinidad.
—¿Qué le pasa?
Tesla le gritaba, se dijo Grillo, pero, a pesar de todo, él apenas oía su voz.
—¿Has dicho Trinidad, Grillo?
—Sí.
—¿Qué ocurre con eso?
Tantos ojos mirándole que apenas conseguía pensar por encima de ellos, por encima de su dolor, de su impotencia.
—¡Grillo!
Él concentró su atención lo mejor que pudo en la mujer que gritaba su nombre en un susurro.
—Trinidad —volvió a decir ella de nuevo.
El libro que tenía en la mano era la respuesta a la pregunta de Tesla, él lo sabía, aunque los ojos, el dolor reflejado en tantos ojos, seguía distrayéndole. La Trinidad. ¿Qué era la Trinidad? Levantó el libro para dárselo a Tesla, y, al hacerlo, recordó.
—¡La bomba! —dijo.
—¿Cómo?
—Trinidad es el lugar donde la primera bomba atómica estalló.
Grillo vio un fulgor de comprensión en el rostro de Tesla.
—¿Comprendes?
—¡Sí, Dios mío! ¡Sí!
Ni siquiera abrió el libro que Grillo le había llevado, se limitó a decirle que se fuera, que volviera a la carretera. Grillo la escuchó lo mejor que pudo, pero sabía que había otro detalle, otra información que tenía que pasar a Tesla. Algo casi tan vital como la Trinidad, y también sobre la muerte. Pero, aunque se esforzaba, no acababa de acordarse.
—Vete de aquí —le repitió Tesla—. Sal de toda esta basura.
Grillo asintió, sabiendo que allí no serviría de nada a Tesla, y se fue, a trompicones, cruzando el aire sucio, la luz del sol, que se había más luminosa cuanto más se alejaba de la casa; las imágenes de los inocentes muertos no bloqueaban ya su pensamiento. Al dar la vuelta a la esquina y verse de nuevo ante la colina, recordó de pronto la información que no había sabido dar: Hotchkiss ha muerto; asesinado; con la cabeza aplastada. Alguien o algo habían cometido aquel crimen, y sus asesinos aún andaban sueltos por Grove. Grillo pensó que debía volver para decírselo a Tesla, para advertirla. Esperó un momento para dar tiempo a que se apartasen de su córtex las imágenes que la proximidad del Iad le había sugerido. No se fueron del todo, y Grillo sabía que en cuanto volviese hacia la casa volverían a atormentarle con renovada intensidad. El aire envenenado que se las había imbuido se extendía, y lo rodeaba otra vez. Antes de que llegase a confundirle de nuevo, Grillo sacó una pluma que había cogido en el motel por si la necesitaba para tomar notas. También tenía papel, cogido del mostrador de recepción, pero el desfile de crueldad volvía de nuevo a su mente, y Grillo temió perder el hilo de su pensamiento mientras buscaba el papel, de modo que apuntó a toda prisa el nombre en el dorso de su mano.
—Hotchk… —No pudo escribir más. Sus dedos perdieron fuerza para sujetar la pluma, y su mente para retener otra cosa que no fuese la compasión por tantos inocentes muertos y la obsesión de que debía ver a Tesla. Mensaje y mensajero, convertidos en una sola carne. Volvió, tambaleándose, a penetrar en la influencia de la nube del Iad. Pero cuando llegó al lugar donde hacía un momento estaba la mujer que gritaba en susurros, la vio más cerca todavía de la fuente de todas aquellas crueldades, tan cerca que dudó de que su cordura pudiera resistir si se atrevía a seguirla allí.
De pronto, muchas cosas cobraron sentido en la mente de Tesla, y no fue la menos importante de todas el ambiente de expectación que había captado en la Curva, en especial al pasar sobre la ciudad, y que en ese momento sentía de nuevo. Había visto la detonación de la bomba y la destrucción de la ciudad, en una película sobre Oppenheimer. Las casas y las tiendas que tanto la habían intrigado fueron construidas para que saltaran por los aires, convertidas en pura ceniza, a fin de que los creadores de la bomba pudieran observar las consecuencias de la furia de su criatura. No era de extrañar que Tesla hubiera pensado ambientar allí una película de dinosaurios. Su instinto dramático había sido perspicaz. Aquélla era una ciudad en espera del día del Juicio Final. Era, ni más ni menos, el monstruo que había salido mal. ¿Qué mejor lugar para que Kissoon escondiera la prueba de su crimen? Cuando la explosión se produjera, todos los cadáveres quedarían consumidos. Tesla se imaginaba muy bien el perverso placer de Kissoon al preparar tan complicada solución, sabiendo que la nube que destruiría al Enjambre iba a ser una de las imágenes más indelebles del siglo.
Pero el cálculo le había salido mal, porque Mary Muralles lo dejó atrapado en la Curva, y hasta que encontrara un nuevo cuerpo en el que escapar, tendría que continuar allí, prisionero, esperando perpetuamente el momento de la detonación. Había vivido allí como un hombre con el dedo metido en la grieta del dique, sabiendo que, en el momento que se descuidase, el dique reventaría y acabaría con él. No era de extrañar que la palabra Trinidad causara tal confusión en sus pensamientos. Era el nombre de su terror.
¿Habría alguna manera de utilizar el conocimiento del hecho contra el Iad? Se le ocurrió una extraña posibilidad al volver a entrar en la casa, pero se dijo que necesitaría la ayuda de Jaffe.
Era difícil retener concatenaciones coherentes de pensamientos en medio de la inmundicia que el abismo vomitaba, pero Tesla había mantenido a raya influencias nefastas en otras ocasiones, tanto de directores de cine como de brujos, y esta vez también pudo librarse de lo peor. Lo malo era que aquella atmósfera hacía más fuerte cuanto más se acercaban los Iad. Tesla trató de no calcular el alcance de la corrupción que sobrevendría si eso, que no era más que un levísimo rumor de su llegada, podía afectar de tal manera la psique humana. En sus intentos de adivinar la naturaleza de aquella invasión, jamás se le había pasado por la imaginación la posibilidad de que el arma de los invasores fuese la locura. Pero quizá lo fuera. Aunque se sentía capaz de mantener a distancia aquel asalto durante algún tiempo, era evidente, y eso lo sabía ella, que, tarde o temprano, tendría que rendirse, porque no había mente humana que se pudiera defender del mal para siempre, y no le quedaría más alternativa, entre tantos horrores, que acabar refugiándose en la locura. Los Uroboros del Iad, entonces reinarían en un planeta habitado por lunáticos.
Jaffe estaba ya cerca del colapso mental, eso saltaba a la vista. Tesla lo encontró a la entrada de la habitación donde había ejercido el Arte. El espacio, a su espalda, había caído en poder del abismo. Mirando por el vano de la puerta, Tesla comprendió de verdad por primera vez la razón de que la Esencia recibiera el nombre de mar. Olas de oscura energía golpeaban la orilla del Cosmos, su espuma se esparcía por todo el abismo. Más allá de éste, Tesla vio otro movimiento, que sólo pudo captar un instante. Jaffe había hablado de montañas móviles; y de pulgas. Pero la mente de Tesla se concentró en otra imagen para identificar a los invasores. Eran gigantes. Los terrores vivos de sus primeras pesadillas. Con frecuencia, en aquellos encuentros oníricos de su niñez, los gigantes tenían el rostro de sus padres un hecho al que su psiquiatra había concedido gran importancia. Pero ésos eran gigantes de otro tipo. Si tenían rostro, lo que Tesla dudaba, no era posible reconocerlo como tal. Una cosa había segura: no tenían nada que ver con la idea que se suele tener de padres cariñosos.
—¿Ves? —preguntó Jaffe.
—Sí —respondió ella.
Jaffe repitió la pregunta, y esta vez, su voz le sonó a Tesla más ligera que nunca:
—¿Ves, papá?
—¿Papá? —repitió Tesla.
—No tengo miedo, papá —prosiguió la voz que salía del Jaff—. No me harán daño. Soy el Chico de la Muerte.
Tesla comprendió que Jaffe no sólo veía con los ojos de Tommy-Ray, sino que hablaba con la voz de éste. El padre había desaparecido en el hijo.
—¡Jaffe! —gritó Tesla—. Escúchame. ¡Necesito tu ayuda! ¡Jaffe!
Pero él no respondió. Evitando mirar al abismo como mejor pudo, Tesla se le acercó y le cogió por la andrajosa camisa, tirando de él hacia la puerta de la calle.
—¡Randolph! —le dijo—, tienes que hablarme.
El otro sonrió. No fue una expresión que entonase con aquel rostro; era la sonrisa de un príncipe californiano, grande y dentuda. Tesla le soltó.
—¡Para lo que me servirías! —dijo.
No podía perder el tiempo tratando de sacarle de la aventura que estaba compartiendo con Tommy-Ray. Lo que había pensado hacer tendría que llevarlo a cabo ella sola. Era una idea de concepción sencilla, pero muy difícil de ejecución —si no imposible. No tenía otra alternativa. Ella no era una gran bruja. No podía cerrar el abismo. Pero sí intentar moverlo. Ya había probado dos veces que tenía poder para entrar y salir de la Curva. Para disolverse —y disolver a otros— en pensamiento. Y para llevarles a Trinidad. ¿Por qué no intentar mover materia muerta?, ¿madera, por ejemplo, y yeso? ¿O un pedazo de casa? ¿Esta parte de esta casa? ¿Podría conseguir disolver la tajada del Cosmos que ella y el abismo ocupaban, y trasladarla al Punto Cero, donde tictaqueaba una fuerza capaz de derrocar a los gigantes antes de que tuvieran tiempo de esparcir su locura?
No tenía respuestas a tales preguntas a este lado del problema. Si fracasaba, la respuesta sería negativa. Así de sencillo. Tendría unos minutos de consuelo mental ante su fracaso antes de que su mente, su fracaso y todas sus pretensiones de brujería perdieran importancia frente a la catástrofe total.
Tommy-Ray había empezado de nuevo a hablar, y su monólogo degeneraba un mero charloteo incoherente.
—… arriba como Andy… Sólo que más arriba…, ¿me ves, papá?, arriba como Andy… ¡Veo la orilla! ¡Veo la orilla!
Eso, por lo menos, tenía sentido. Tommy-Ray se hallaba a poca distancia del Cosmos, lo que significaba que también los Iad estaban cerca.
—… Chico de la Muerte… —volvió a decir Tommy-Ray—. Soy el Chico de la Muerte…
—¿No puedes desconectarle? —preguntó Tesla a Jaffe, sabiendo que era como hablar a una pared.
—¡Qué estupendo! —gritaba el muchacho—. ¡Ya llegamos! ¡Ya… estamos… aquí!
Tesla no miró al abismo para ver si los gigantes eran visibles, aunque sentía fuertes tentaciones de hacerlo. Ya llegaría el momento en que tendría que mirar al ojo del huracán, pero ese momento no había llegado aún. No estaba serena. Tampoco preparada. Retrocedió otro paso, hacia la entrada principal, y cogió el quicio de la puerta. Parecía firme y sólido. El sentido común de Tesla protestó ante la idea de poder siquiera mover con la mente tanta firmeza, tanta solidez, para llevarlo a otro lugar y a otro tiempo. Pero, de inmediato, ella respondió a su sentido común que dejara ya de joder. El sentido común y la locura que el abismo vomitaba no eran opuestos. La razón podía ser cruel; la lógica, locura. Había otro estado mental que echaba a un lado tan ingenuas dicotomías, que extraía el poder del ser entre distintos planos de existencia.
Serlo todo para todo el mundo.
Tesla recordó de pronto lo que había dicho D’Amour sobre el rumor de que había un salvador. Ella había pensado que se refería a Jaffe, pero estaba claro que había ido demasiado lejos en su búsqueda. Ella misma era el salvador. Tesla Bombeck, la mujer salvaje de Hollywood, vuelta del revés y resucitada.
Ese descubrimiento le dio nueva fe; y, con la fe, un sencillo atisbo de hasta qué punto iba a serle posible hacer realidad su plan. No trató de expulsar de sus oídos los gritos estúpidos de Tommy-Ray, ni de apartar la vista del espectáculo de un Jaffe lacio y derrotado, o incluso arrojar de sí la estupidez de que lo sólido pudiese convertirse en pensamiento y el pensamiento fuese capaz de mover lo sólido. Todo ello formaba parte de su ser, incluso la duda. Quizá, sobre todo, la duda. No tenía necesidad de negar las confusiones y las contradicciones para ser poderosa; lo que necesitaba era, por el contrario, abrazarlas. Devorarlas con la boca de su mente, masticarlas hasta hacerlas puré, y, luego, tragarlas. Todas ellas eran comestibles. Tanto lo sólido como lo no sólido, tanto este mundo como el otro. Todo era un simple banquete comible y movible. Y ahora sabía que nada sería capaz de impedirle agregarse al banquete.
—Ni tú misma siquiera —dijo, y se sentó a comer.
Al llegar Grillo a dos pasos de distancia de la puerta principal, los inocentes volvieron a apoderarse de él; en esta ocasión, su ataque fue más implacable que las anteriores al hallarse a tan poca distancia del abismo. Se sintió sin tuerza para seguir andando, ni hacia delante ni hacia atrás, mientras las brutalidades crecían y se esponjaban en su interior. Le parecía estar pisando cuerpecitos ensangrentados que volvían hacia él sus rostros doloridos, pero él sabía que no podía hacer nada por ellos. Por lo menos en aquel momento. La sombra que se movía a través de la Esencia llevaba consigo el fin de toda clemencia. Y su reino no tendría fin. Nunca se vería sometida a juicio; nadie, jamás, le pediría cuentas.
Alguien pasó junto a él, camino de la puerta. Era una forma apenas visible en el aire denso con el sufrimiento. Grillo trató de captar la imagen sólida del hombre, pero sólo pudo asirse a un brevísimo atisbo de un rostro violento y primitivo, de bastas facciones y mandíbula prominente. El hombre, después de pasar por su lado, entró en la casa. Un temblor del suelo en torno a sus pies desvió la mirada de Grillo de la puerta hacia abajo. Los rostros de los niños seguían siendo visibles, pero el horror cobraba una calidad nueva. Serpientes negras, gruesas como su brazo, reptaban sobre los niños siguiendo a aquel hombre dentro de la casa. Aterrado, Grillo avanzó un paso, en la vana esperanza de matar una de aquellas serpientes, o todas ellas, a pisotones. El paso le acercó más al borde de la locura, y eso, paradójicamente, fortaleció su cruzada. Avanzó un segundo paso, y un tercero, tratando de poner el tacón sobre las cabezas de aquellas bestias negras. Con el cuarto paso cruzó el umbral de la casa, y así entró en otra locura completamente distinta.
—¿Raúl?
De toda la gente que conocía…, Raúl.
Precisamente cuando se había preparado para la tarea con la que tenía que enfrentarse, aparecía Raúl por la puerta. Su aspecto era tan terrible que Tesla lo hubiera achacado a alguna aberración mental suya de no ser porque ahora estaba más segura que nunca de la exactitud del funcionamiento de su mente. No se trataba de una alucinación. Era él, Raúl, en carne y hueso, con el nombre de ella en los labios y una expresión de bienvenida en el rostro.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Tesla, sintiendo que el dominio de la situación se le escapaba.
—Vengo a por ti —fue su respuesta.
En sus palabras y a los pies del recién llegado, Tesla vio, con siniestra certidumbre, lo que Raúl quería decir, porque los lixes se deslizaban detrás de él, y entraban en la casa.
—¿Qué has hecho? —preguntó Tesla.
—Ya te lo he dicho —replicó él—, vengo a por ti. Todos venimos a por ti.
Tesla dio un paso atrás, pero el abismo ocupaba la mitad de la casa, y los lixes vigilaban la puerta, de modo que la única escapatoria que tenía eran las escaleras. Y esto, en el mejor de los casos, no sería más que una tregua. Arriba quedaría cogida en una trampa, en espera de que subieran a buscarla como a ellos les conviniera. Claro es que tampoco tendrían que tomarse esa molestia, porque, en cuestión de minutos, los Iad estarían en el Cosmos, y después de eso, la muerte sería lo más deseable. Tenía que seguir allí, con lixes o sin ellos. Su asunto estaba allí, y tenía que resolverlo rápidamente.
—Apártate de mí —le dijo a Raúl—. Ignoro por qué estás aquí, pero ¡guarda las distancias!
—He venido a ver la llegada —replicó Raúl—. Podemos esperar aquí juntos si quieres.
La camisa de Raúl estaba desabrochada, y en torno a su cuello Tesla vio un objeto conocido: el medallón del Enjambre. Entonces, una sospecha la asaltó; no era Raúl, en absoluto. Sus maneras no eran las propias de un Nunciato asustado como el que ella había conocido en la Misión de Santa-Catrina. Había alguien detrás de aquel rostro casi simiesco: el hombre que le había mostrado el enigmático sello del Enjambre por primera vez.
—¡Kissoon! —exclamó Tesla.
—Me has estropeado la sorpresa —dijo él.
—¿Qué has hecho con Raúl?
—Lo he echado de casa. He ocupado su cuerpo. No fue difícil. Tenía mucho Nuncio en su interior, y eso le hizo accesible. Le atraje a la Curva, igual que te atraje a ti. Pero Raúl no tuvo el ingenio de resistirme como hicisteis tú y Randolph. Se me rindió en seguida.
—Lo has asesinado.
—Oh, no —dijo Kissoon, con voz alegre—. Su espíritu sigue vivito y coleando. Está impidiendo que mi carne caiga en el fuego hasta que regrese por ella. Alguna vez volveré a reocuparla, en cuanto pueda sacarla de la Curva. No quiero estar en ésta. Es repulsiva.
Se acercó a ella de pronto, ágil como sólo Raúl sabía serlo, y la agarró de un brazo. Tesla chilló al sentir la fuerza de su mano y él volvió a sonreír, arrinconándola con dos pasos rápidos, con el rostro a unos centímetros del suyo, en lo que tarda un latido un corazón.
—Te tengo —dijo el.
Tesla miró por encima de su hombro, hacia la puerta, donde Grillo miraba al abismo contra el que las olas de la Esencia rompían con creciente frecuencia y ferocidad. Gritó su nombre, pero él no reaccionó. Su rostro estaba cubierto de sudor, y le goteaba saliva de la mandíbula caída. Se hallaba ausente, no se sabía dónde, pero ausente.
Si Tesla hubiese sido capaz de entrar en el cráneo de Grillo, hubiera comprendido su fascinación. Una vez cruzado el umbral de la casa, los inocentes habían desaparecido de su mente, ocupando su puesto un desastre mucho más cortante. Sus ojos estaban fijos en la espuma, y en ella veía verdaderos horrores. Muy cerca de la orilla había dos cuerpos, arrojados hacia el Cosmos y luego vueltos a coger por la marea que amenazaba con ahogarlos. Los conocía, a los dos, aunque sus rostros habían cambiado mucho. Uno de ellos era Jo-Beth McGuire. El otro, Howie Katz. Más allá, entre las olas, Grillo vislumbró una tercera figura, pálida contra el cielo. A ése no lo conocía. En su rostro parecía no haber carne alguna por la que reconocerle. Era una cabeza de muerto, que cabalgaba sobre las olas.
Pero el auténtico horror comenzaba más allá. Formas macizas, y el aire en el que se movían estaba empapado de actividad, como si moscas del tamaño de pájaros se concentrasen para alimentarse de su fealdad. Los Uroboros del Iad. Incluso en un momento como ése, su mente, hipnotizada como estaba, buscaba (inspirada por Jonathan Swift) palabras con que describir lo que estaba viendo, pero su vocabulario empobrecía cuando se trataba de describir el mal. Depravación, iniquidad, impiedad; ¿qué eran esos simples estados mentales ante esencias tan irredimibles? Meros pasatiempos y diversiones. Simples entremeses entre platos fuertes más viles y sucios aún. Grillo casi envidió a los que estaban más cerca de tales abominaciones, diciéndose que la cercanía quizá facilitara la comprensión…
Sacudido en el tumulto de las olas, Howie hubiera podido explicar a Grillo alguna que otra cosa. A medida que los Iad se cerraban sobre ellos, Howie recordó en qué lugar había sentido antes aquel horror: en el matadero de Chicago, donde había trabajado dos años antes. Eran recuerdos del mes pasado allí lo que llenaba su mente en esos momentos. El matadero, en pleno verano, la sangre coagulándose en los canalones, los animales vaciando sus vejigas y sus entrañas al ruido de las muertes que tenían lugar ante sus mismos ojos. La vida se convertía en carne con un solo disparo. Howie trató de ver más allá de aquellas asquerosas visiones, de mirar a Jo-Beth, con la que había llegado hasta allí, llevados los dos por una marea que les había mantenido juntos, pero que no pudo dejarles en la orilla con la rapidez suficiente para salvarles del los matarifes que les pisaban los talones. Pero el consuelo de verla, que hubiera endulzado sus últimos momentos, le fue negado por que lo único que veía era el ganado en las rampas, y la mierda y la sangre que limpiaban con mangueras, y las carcasas pataleantes que se enganchaban una a una por una pata rota y se enviaban al departamento de desentrañamiento. Era el horror que llenaría su mente por siempre, y para siempre.
El lugar situado más allá del oleaje era tan visible a sus ojos como la misma Jo-Beth, de modo que no tenía la menor idea de lo lejos que pudiera estar, o de lo cerca. Si hubiese tenido el don de larga vista, Howie hubiera visto al padre de Jo-Beth, caído y apático, hablando con la voz de Tommy-Ray:
—… ya estamos aquí… ¡Ya llegamos…!
Y a Grillo, contemplando, absorto, los Iad; y a Tesla a punto de perder la vida a manos de un hombre al que estaba gritando en aquel momento:
—¡Kissoon!, ¡por piedad, míralos! ¡Mira!
Kissoon miró hacia el abismo, y al cargamento que las olas llevaban.
—Los veo —dijo.
—¿Y crees acaso que se preocupan lo más mínimo por ti? ¡Si consiguen llegar, tú estás tan muerto como todos nosotros!
—No —dijo él—. Ellos empiezan un mundo nuevo, y yo me he ganado mi sitio en él. Y un sitio bien alto. ¿Sabes cuántos años he esperado este momento? ¿Preparándolo, planeándolo, asesinando? Me recompensarán.
—¿Firmaste un contrato con ellos? ¿Lo tienes por escrito?
—Soy su liberador. Yo hice posible todo esto. Hubieras debido unirte a mí en la Curva, prestándome tu cuerpo por una temporada, y yo te hubiese protegido. Pero no. Tenías tus propias ambiciones. Como él. —Y miró a Jaffe—. Ése es igual que tú. Tenía que tener su parte. Lo único que habéis conseguido los dos es atragantaros con esa parte. —Sabiendo que Tesla no podía abandonarle ahora, pues no le quedaba refugio alguno al que huir, Kissoon la soltó y dio un paso hacia Jaffe—. Éste se acercó más que tú, pero entonces tenía cojones.
Los alaridos de alegría de Tommy-Ray no salían ya de Jaffe, el cual se limitaba a gemir bajo, y no estaba claro si aquellos gemidos eran del padre, o del hijo, o de ambos al tiempo.
—Mira —ordenó Kissoon al atormentado rostro—. Jaffe, mírame ¡Quiero que mires!
Tesla miró hacia el abismo. ¿Cuántas olas tendrían que romper aún en la orilla para que los Iad llegasen? ¿Una docena?, ¿media?
La irritación que Kissoon sentía por causa de Jaffe aumentaba por momentos. Comenzó a sacudirle.
—¡Mírame, maldito seas!
Tesla dejó que se enfureciera. Eso le daba un momento de tregua a ella; un momento en el que quizá pudiera, aunque fuese un poco por los pelos, comenzar de nuevo el proceso de traslado a la Curva.
—¡Despierta y mírame, cabrón! ¡Soy Kissoon! ¡Salí de allí! ¡Salí de allí!
Tesla incluyó esa arenga en la escena que estaba imaginando. Nada podía ser excluido de ella: Jaffe, Grillo, la entrada del Cosmos, y, por supuesto, la entrada a la Esencia. Todo eso tenía que ser devorado; y también ella, la devoradora, tendría que formar parte del traslado. Masticada y escupida en otro tiempo.
Los gritos de Kissoon cesaron de pronto.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, volviéndose luego a ella.
Sus facciones robadas, no acostumbradas a expresar ira, estaban grotescamente contraídas. Pero Tesla no se dejó distraer por ese espectáculo. También esa ira formaba parte de la escena que iba a devorar. Se sentía a la altura de las circunstancias.
—¡No tendrás la osadía…! —gritó Kissoon—. ¿Me oyes?
Tesla le oyó, y comió.
—¡Te lo advierto! —gritó Kissoon mientras avanzaba hacia ella—. ¡No se te ocurra!
En algún recoveco de la memoria de Randolph Jaffe hallaron eco esas cuatro palabras y el tono de voz con que fueron dichas. Él había estado alguna vez en una cabaña con aquel mismo hombre, que las había dicho de la misma manera. Recordó el calor rancio de la cabaña, y el olor de su propio sudor. Recordó al escuálido y huesudo viejo, sentado en cuclillas al otro lado del fuego. Y, sobretodo, recordó el diálogo, que volvía ahora a su memoria desde el pasado:
—¡No se te ocurra…!
—¡Como un trapo rojo ante los ojos de un toro, decirme a mí que pare! ¡Con la de cosas que he visto! ¡Con la de cosas que he hecho…!
Estimulado por esas palabras, Jaffe recordó un movimiento. Su mano bajaba al bolsillo de la chaqueta, encontraba un cuchillo de hoja roma que esperaba allí. Un cuchillo con apetito de abrir cosas selladas y secretas. Como, cartas; como cráneos.
Volvió a oír las palabras:
—¡No se te ocurra…!
… y abrió los ojos a la escena que se estaba desarrollando ante él. Su brazo, mera parodia del fuerte miembro que había tenido antes, bajó al bolsillo. Durante todos aquellos años nunca había dejado el cuchillo fuera de su alcance. Seguía estando romo. Seguía estando hambriento. Los carcomidos dedos se cerraron en torno al mango. Sus ojos enfocaron la cabeza del hombre que había vuelto a hablar desde el fondo de sus recuerdos. Era un blanco fácil.
Por el rabillo del ojo, Tesla observó el movimiento de la cabeza de Jaffe; le vio apartarse con gran dificultad de la pared y comenzar a sacar el brazo derecho del bolsillo. No vio lo que tenía en él, por lo menos hasta al último momento, cuando los dedos de Kissoon apretaban su cuello y los lixes pululaban en torno a sus piernas. Tesla no permitió que ese ataque interrumpiera el traslado. También el ataque entró a formar parte de lo que estaba devorando. Y ahora, Jaffe, y su mano alzada. Y el cuchillo que ella acabó por ver en la mano alzada. Alzada, y cayendo, hundiéndose en el cuello de Kissoon, debajo de la nuca.
El brujo gritó; sus manos soltaron la garganta de Tesla y se dirigieron hacia la nuca, para protegerse. A Tesla le encantó el grito. Era el dolor de su enemigo. Sintió que su poder crecía por encima de aquel grito, y que la tarea que se había impuesto se volvía de repente más fácil que nunca, como si parte de la fuerza de Kissoon pasase ahora a ella junto con su voz. Sintió el espacio que ocupaban en su boca mental y se apresuró a masticarlos también. La casa se estremeció cuando un enorme pedazo se desprendió para desaparecer en los momentos cerrados de la Curva.
Inmediatamente, luz.
La luz del alba perpetua de la Curva, entrando a raudales por la puerta. Con el mismo viento que había soplado en su rostro siempre que Tesla había estado allí, ahora soplaba por el vestíbulo, y arrastró consigo una parte de la mancha del Iad, se la llevó lejos, por el páramo. Con su paso, Tesla vio la mirada vidriosa de Grillo; éste se asía al quicio de la puerta, mirando la luz, con los párpados entornados y moviendo violentamente la cabeza, como un perro enloquecido por las pulgas.
Con su creador herido, los lixes habían renunciado al ataque; aunque Tesla no tenía la esperanza de que la dejasen en paz mucho tiempo. Antes de que Kissoon pudiera volver a azuzárselos, Tesla se dirigió a la puerta, deteniéndose sólo el instante preciso para empujar a Grillo, haciendo que anduviese delante de ella.
—¿Pero qué has hecho, en el nombre de Dios? —preguntó Grillo cuando ambos salieron a la blanqueada tierra del desierto.
Tesla le alejo a toda prisa de las estancias trasladadas de sitio, que ahora, sin una estructura protectora en torno que amortiguara el choque de las olas de la esencia, empezaban a desmoronarse por las esquinas.
—¿Qué quieres —le contestó Tesla—, buenas noticias o malas?
—Quiero las buenas.
—Esto en la Curva. Y me traje parte de la casa conmigo.
Ahora que casi lo había hecho no conseguía creérselo.
—¡Lo he hecho! —añadió, como si Grillo estuviera contradiciéndola—. ¡Con dos cojones!, ¡lo he hecho!
—¿También al Iad? —preguntó Grillo.
—Con el abismo, y con todo lo que había al otro lado.
—Entonces, ¿cuáles son las malas noticias?
—Que esto es Trinidad, ¿recuerdas?, ¿punto cero?
—¡Dios mío!
—Y eso… —señaló a una torre de acero, que no estaría a más de medio kilómetro de distancia de donde ellos se encontraban— es la bomba.
—¿Y cuándo hace explosión? ¿Tenemos tiempo…?
—No lo sé —dijo Tesla—. Puede que no estalle mientras Kissoon esté vivo. Lleva muchos años demorando ese momento.
—¿Hay alguna salida?
—Sí.
—¿Por dónde? Vámonos.
—No pierdas el tiempo con deseos, Grillo; de aquí no salimos vivos.
—Pero si nos has traído con el pensamiento, sácanos con el pensamiento también.
—No, es que yo me quedo. Quiero verlo todo hasta el final.
—Éste es el fin —dijo Grillo, señalando hacia atrás, al pedazo de la casa—. Mira.
Las paredes se venían abajo entre nubes de polvo de yeso, cuando las olas de la Esencia rompían contra ellas.
—¿Qué más fin quieres? ¡Vamonos de aquí de una puñetera vez!
Tesla buscó algún rastro de Kissoon o de Jaffe en toda aquella confusión, pero el éter del mar de los sueños se derramaba en todas direcciones, demasiado espeso para poder ser dispersado por el viento. Estarían por allí, pero fuera de su vista.
—¡Tesla! ¿Me estás escuchando?
—La bomba no estallará hasta que Kissoon muera —intentó explicarle Tesla—. Él domina el momento…
—Ya me lo has dicho.
—Si quieres salir de aquí a todo correr a lo mejor tienes tiempo. Es por ahí. —Tesla señaló hacia un punto situado más allá de la nube, cruzando la ciudad, al otro lado—. Será mejor que no pierdas el tiempo.
—Piensas que soy un cobarde.
—¿Acaso he dicho eso?
Una oleada de éter se aproximaba, enroscándose, hacia ellos.
—Si quieres irte, vete —repitió Tesla, con la mirada fija en los escombros del salón y del vestíbulo de «Coney Eye».
Encima, apenas visible a través de las salpicaduras de la Esencia, estaba el abismo, colgando del aire. En el tiempo de dos parpadeos había crecido al doble de su tamaño anterior, abriéndose violentamente de par en par. Tesla se preparó para ver salir a los gigantes. Pero lo primero con que su mirada se encontró fue con formas humanas, dos personas, baqueteadas por las olas contra la árida orilla.
—¿Howie? —dijo Tesla.
Lo era. Y, junto a él, Jo-Beth. Tesla vio que algo les había ocurrido. Sus rostros y sus cuerpos eran un conjunto de excrecencias, como si en su piel hubieran germinado flores aviesas. Tesla arrastró la oleada siguiente de éter para ir junto a ellos, gritando sus nombres mientras andaba. Fue Jo-Beth la que miró en primer lugar. Llevando a Howie de la mano, buscó a Tesla.
—Tenéis que salir del agujero…
El éter contaminado producía pesadillas. Los dos estaban impacientes por ser vistos, pero sólo Jo-Beth parecía capaz de pensar lo suficiente para coordinar una sencilla pregunta.
—¿Dónde estamos?
No había una respuesta sencilla.
—Grillo os lo contará todo —dijo Tesla—. Más tarde. ¡Grillo!
Él estaba allí, y volvía a tener la misma expresión de angustia que Tesla le había visto a la puerta de «Coney Eye».
—Niños —dijo Grillo—, ¿por qué tienen que ser siempre niños?
—No sé de qué estás hablando —le contestó Tesla—. Escúchame, Grillo.
—Te… escucho —replicó Grillo.
—Querías salir de aquí. Y te he dicho por dónde se sale. ¿Lo recuerdas?
—A través de la ciudad.
—Eso es. Y saliendo al otro lado.
—Exacto.
—Llévate a Howie y a Jo-Beth contigo. A lo mejor tenéis tiempo aún, y os salváis.
—¿Nos salvamos de qué? —preguntó Howie, levantando un poco la cabeza con dificultad, tanto le pesaban sus monstruosas excrecencias.
—De los Iad, o de la bomba —respondió Tesla. Miró a Howie—. Elige. ¿Podéis correr?
—Podemos intentarlo —dijo Jo-Beth. Miró a Howie—. Podemos intentarlo.
—Entonces, salid de aquí. Todos.
—Aún… no veo… —comenzó Grillo, cuya voz denunciaba la influencia de los Iad.
—… por qué tengo yo que quedarme.
—Sí.
—Es muy sencillo —dijo Tesla—. Ésta es la prueba final. Lo mismo para todo el mundo. ¿Te acuerdas?
—Una completa tontería —dijo Grillo, sosteniéndole la mirada, como si ver a Tesla le ayudase a mantener a raya la locura.
—Y tanto…
—Muchas cosas… —prosiguió Grillo.
—¿Cómo?
—Tantas cosas que no te he dicho.
—No tenías porqué. Y supongo que tampoco yo a ti.
—Tenías razón.
—Menos en una cosa. Algo que sí debí haberte contado.
—¿Y qué es?
—Tendría que haberte dicho… —comenzó Tesla. Y, de pronto, sonrió de oreja a oreja, era una sonrisa casi extática que no tenía necesidad de fingir, porque surgía de algún lugar de ella que estaba lleno de contento; y con la sonrisa terminó su frase, igual que había terminado tantas llamadas telefónicas entre ellos, alejándose luego en dirección a la siguiente ola del abismo, donde ella sabía que Grillo no podría seguirla.
Alguien se deslizaba por el agua; otro nadador, arrojado a la playa por el mar de los sueños.
Tommy-Ray, el Chico de la Muerte. Los cambios operados en Jo-Beth y en Howie eran profundos, pero carecían de importancia en comparación con los sufridos por Tommy-Ray. Sus cabellos eran oro puro todavía, y su rostro conservaba aún la sonrisa que en otro tiempo había puesto a sus pies a la gente de Palomo Grove. Pero sus dientes eran lo único que brillaba en él. La Esencia había descolorido su carne hasta tal punto que parecía hueso. Cejas y mejillas estaban hinchadas; los ojos, hundidos. Parecía una cala vera viviente. Se enjuagó un hilillo de saliva de la barbilla con el revés de la mano; su mirada pasó por encima de Tesla, en busca de su hermana.
—Jo-Beth… —dijo, moviéndose entre la onda de aire oscuro.
Tesla vio a Jo-Beth mirarle a su vez, y luego apartarse de Howie, como dispuesta a abandonarle. Aunque tenía asuntos urgentes que solventar, Tesla no pudo evitar detenerse a observar cómo Tommy-Ray se acercaba a reclamar a su hermana. El amor que se había encendido entre Howie y Jo-Beth había dado comienzo a toda aquella historia, o, por lo menos, a su capítulo más reciente. ¿Sería posible que la Esencia hubiera acabado con ese amor?
Tesla tuvo la respuesta unos segundos después, cuando Jo-Beth dio otro paso, que la separó más de Howie hasta quedar los dos a un brazo de distancia el uno del otro. La mano derecha de Jo-Beth seguía cogida aún a la izquierda de Howie. Con un estremecimiento de comprensión, Tesla vio lo que Jo-Beth estaba mostrando a su hermano. Ella y Howie Katz no se daban la mano, estaban unidos. La Esencia los había fundido en uno solo, sus dedos entrelazados se habían convertido en un nudo de formas que les sujetaban unidos.
No hicieron falta palabras. Tommy-Ray exhaló un grito de asco y se detuvo en seco. Tesla no pudo ver la expresión de su rostro. Lo más probable era que no mostrase ninguna. Las calaveras son sólo capaces de un gesto; lo opuesto fundido en una sola expresión. Pero sí vio el rostro de Jo-Beth, a pesar de toda la basura que lo cubría. Se leía en él muy poco de lástima. El resto era desapasionamiento.
Tesla vio que Grillo hablaba para alejarse de allí con los amantes. Los tres se fueron de inmediato, sin que Tommy-Ray tratase siquiera de seguirles.
—Chico de la Muerte —llamó Tesla.
Tommy-Ray la miró. Todavía la calavera era capaz de derramar lágrimas. Manaban a raudales del borde de las cuencas.
—¿A cuánta distancia están de ti? —preguntó—. ¿Los Iad?
—¿Iad? —preguntó Tommy-Ray.
—Los gigantes.
—No hay gigantes, sólo oscuridad.
—¿A que distancia?
—Muy cerca.
Cuando Tesla se volvió para mirar al abismo, comprendió lo que la palabra oscuridad significaba para Tommy-Ray. Grumos de oscuridad, del tamaño de lanchas, cabalgaban las olas como tarugos de alquitrán; luego se elevaban por el aire, sobre el desierto. Tenían alguna especie de vida, pues se impulsaban con movimientos rítmicos que se transmitían a las docenas de miembros que salían de sus flancos. Filamentos de materia tan oscura como sus cuerpos colgaban debajo de ellos, como serpentinas de tripas putrefactas. Tesla sabía que no eran los Iad. propiamente dichos, pero que éstos no podían estar muy lejos.
Apartó la vista de aquel espectáculo, para dirigirla a la torre de acero y a la plataforma que se levantaba sobre ella. La bomba era la última cretinez de la especie humana, pero quizá pudiera justificar su existencia si era rápida en la explosión. Sin embargo, no se percibía chispa alguna en la plataforma. La bomba colgaba de su cuna como un recién nacido envuelto en pañales que se niega a despertar.
Kisson seguía vivo; demorando el momento. Tesla volvió sobre sus pasos, hacia los escombros. Tenía la esperanza de encontrarle allí, y con el deseo, más atenuado de poner fin a su vida con sus propias manos. Mientras se acercaba, observó que los grumos de oscuridad tenían un propósito en sus movimientos. Se congregaban en capas, y, entonces sus filamentos se anudaban entre sí para formar una vasta cortina, que ya medía unos nueve metros de longitud, flotando en el aire. Cada ola transportaba más grumos, y su número crecía a medida que el abismo se abría.
Tesla buscó en el remolino alguna huella de Kissoon, y lo encontró, con Jaffe, en el extremo más lejano de la capa de escombros que en un tiempo fueron habitaciones. Estaban en pie, cara a cara, agarrándose recíprocamente el cuello con ambas manos. Jaffe todavía empuñaba el cuchillo, pero Kissoon lo alejaba de sí con la otra mano. Así y todo, aquel cuchillo había trabajado bien. Lo que había sido el cuerpo de Raúl estaba acribillado a cuchilladas, de las que manaba sangre a raudales. Esas heridas no parecían haber mermado la fuerza de Kissoon. En el momento en que Tesla los vio, el brujo estaba tirando del cuello de Jaffe, desgarrando de él trozos de carne. Kissoon no cejaba, y apenas hecho un desgarrón iba a por más, abriendo la herida más y más. Tesla le distrajo de su ataque con un grito.
—¡Kissoon!
El brujo se volvió a mirarla.
—Demasiado tarde —dijo—, los Iad están casi aquí.
Tesla trató de encontrar consuelo en aquel casi.
—Los dos habéis perdido —siguió Kissoon, que propinó un gran golpe a Jaffe, hasta hacerle perder el equilibrio y tirarle por tierra. El cuerpo frágil, escuálido, no hizo ruido al caer; era demasiado ligero. Pero rodó un buen trecho, y soltó el cuchillo. Kissoon dedicó una mirada de desdén a su enemigo; luego, rompió a reír.
—Pobre zorra —dijo—. ¿Que esperabas?, ¿una tregua?, ¿un relámpago cegador que lo borrase todo? Olvídalo. Eso es imposible. El momento sólo está aplazado.
Mientras hablaba, se iba acercando a ella. Sus pasos, por causa de las heridas, eran más lentos de lo que hubiera cabido esperar.
—Querías una revelación —prosiguió—, y ahora ya la tienes. Casi está aquí. Pienso que debieras demostrarle tu devoción. Es pura justicia. Venga, déjame ver tu carne.
Kissoon alzó las manos, que estaban ensangrentadas, de la misma manera que las había alzado en la cabaña cuando oyó la palabra Trinidad por primera vez, y Tesla le vio un instante manchado con la sangre de Mary Muralles.
—Los pechos —dijo—, a ver, enséñame los pechos.
Muy lejos, detrás de Kissoon, Tesla vio que Jaffe comenzaba a levantarse. Kissoon no lo captó. Sólo tenía ojos para Tesla.
—Creó que los desnudaré yo por ti —dijo Kissoon—. Permíteme esa amabilidad.
Ella no se movió ni opuso resistencia alguna. Lo que hizo fue borrar toda expresión de su rostro, sabiendo lo mucho que gustaba la docilidad a Kissoon. Sus ensangrentadas manos resultaban repugnantes; su polla, tiesa, hincada en la tela empapada de los pantalones, era más repulsiva todavía. A pesar de todo, consiguió ocultar su repugnancia.
—Buena chica —murmuró Kissoon—. Buena chica. —Puso la mano sobre sus senos—. ¿Qué me dices de joder por el milenio? —propuso.
Tesla no pudo contener del todo el escalofrío que la recorrió sólo de pensarlo.
—¿No te hace gracia? —dijo Kissoon, receloso de pronto. Sus ojos se volvieron a la izquierda, al comprender el complot, y un brillo de miedo relució en ellos. Echó a correr. Jaffe, que estaba a dos metros de él, se le acercaba.
El brillo de la hoja del cuchillo, alzado por encima de su cabeza era como un reflejo de los ojos de Kissoon. Los dos brillos necesitaban juntarse.
—No… —comenzó Kissoon. Pero el cuchillo osó descender antes de que él pudiera impedirlo, penetrándole en el ojo derecho.
Kissoon no gritó esta vez, pero exhaló aliento como un largo gemido. Jaffe sacó el cuchillo de la cuenca y asestó el segundo golpe, tan certero como el primero, en el otro ojo. Hincó la hoja hasta la empuñadura, y la sacó. Kissoon vaciló, se agitó; sus gemidos se volvieron lamentos, cayó de rodillas. Con ambas manos aferradas al mango del cuchillo, Jaffe le asestó un tercer golpe en el cráneo, y siguió apuñalándole, sin parar; la fuerza de los golpes le abría una herida tras otra.
Los lamentos de Kissoon cesaron tan de repente como habían comenzado. Sus manos, que se agitaban sobre su cabeza en un vano intento de protegérsela contra nuevos cortes, cayeron a sus costados. Su cuerpo siguió en pie durante unos segundos. Luego, cayó de bruces.
Tesla sintió un escalofrío de placer que no se distinguía en nada del placer más intenso. Deseó que la bomba hiciese explosión en aquel mismo instante, como remate final de su misión y a la de ella. Kissoon estaba muerto, y no sería mala cosa morir en ese momento, a sabiendas de que el Iad sería barrido con ella en el mismo instante.
—Salta —le dijo a la bomba, tratando de mantener la sensación de felicidad hasta que su carne se consumiese y dejase sus huesos pelados—. Salta, haz el favor. ¡Salta!
Pero no se produjo explosión alguna, y Tesla comenzó a notar que la sensación de placer se desvanecía y en su lugar aparecía el convencimiento de que había perdido algún elemento vital en todo aquello. ¿Acaso, con la muerte de Kissoon, no tendría que desencadenarse todo lo que él tanto se había esforzado en aplazar? Ahora, con retraso. Mas no ocurría nada. La torre de acero seguía allí, solitaria.
«¿Qué es lo que me he perdido? —se preguntó—. ¿Qué me habré perdido, por Dios bendito?» Miró a Jaffe, que seguía con los ojos fijos en el cadáver de Kissoon.
—Sincronicidad —murmuró él.
—¿Cómo dices?
—Que lo he matado.
—Pues no parece haber resuelto el problema.
—¿Qué problema?
—Estamos en Punto Cero. Hay una bomba en espera de hacer explosión. Y él aplazaba el momento.
—¿Quién?
—¡Kissoon!, ¿es que no salta a la vista?
«No, chica —se dijo Tesla—. ¡Qué va a saltar! ¡Por supuesto que no salta!» De pronto, sus ideas se aclararon: Kissoon había abandonado la Curva en el cuerpo de Raúl, aunque resuelto a volver a la Curva para recuperar el suyo. Una vez en el Cosmos, Kissoon no había podido seguir aplazando el momento. Alguien tenía que hacerlo por él. Y ese alguien, o mejor dicho, ese espíritu, seguía haciéndolo.
—¿A dónde vas? —quiso saber Jaffe cuando la vio alejarse en dirección al páramo que se extendía al otro lado de la torre.
«¿Seré capaz de encontrar la cabaña?», pensó Tesla, mientras Jaffe la seguía, sin dejar de hacer preguntas.
—¿Cómo nos has traído hasta aquí?
—Lo comí todo y luego lo escupí.
—¿Como yo con mis manos?
—No, no como tú con tus manos, en absoluto.
El sol seguía oculto tras el velo de grumos de oscuridad, la luz se filtraba sólo en algunos trechos.
—¿A dónde vas? —repitió Jaffe.
—A la cabaña. A la cabaña de Kissoon.
—¿Por qué?
—Ven conmigo. Necesitaré tu ayuda.
Un grito procedente de la oscuridad, los detuvo un momento.
—¿Papá?
Tesla miró a su alrededor y vio a Tommy-Ray, que salía de las sombras, y penetraba en la luz. El sol se mostró insólitamente amable con él, ya que su infinita claridad ocultaba los peores detalles de la transformación sufrida por el muchacho.
—¿Papá?
Jaffe dejó de seguir a Tesla.
—Ven —le instó ella, aunque se dio cuenta de que lo había perdido una vez más, pues se iría con Tommy-Ray.
La primera vez se le había ido tras los pensamientos de Tommy-Ray, y ahora se le iba tras su presencia física.
El Chico de la Muerte se acercó a su padre, tambaleándose.
—Ayúdame, papá —pidió.
Jaffe abrió los brazos, sin decir nada; aunque tampoco era necesario. Tommy-Ray cayó en ellos, y se abrazó a Jaffe.
Tesla le ofreció la última oportunidad de ayudarla.
—¿Te vienes conmigo o no?
La respuesta fue sencilla:
—No.
Ella no se molestó en desperdiciar saliva. Tommy-Ray tenía más derecho, un derecho primigenio. Les vio abrazarse más y más fuerte, se asfixiaban mutuamente, dejándose sin aliento. Después volvió a mirar hacia la torre y echó a correr.
Aunque se había prohibido mirar hacia atrás, cuando llegó junto a la torre, con los pulmones doloridos, y mucho camino que recorrer para dar con la cabaña, se volvió; padre e hijo seguían en el mismo sitio. Estaban en un lugar iluminado por el sol, envueltos el uno en el otro, mientras los grumos seguían congregándose a su espalda. A aquella distancia, el gran cortinaje que formaban parecía la obra de un encajero monumental y fúnebre. Tesla lo estudió durante un momento, mientras su mente buscaba interpretaciones y acababa por dar con una solución tan absurda como plausible. Se dijo que sería un velo tras el que se ocultaban los Uroboros del Iad, los cuales saldrían de pronto de entre sus pliegues. Desde luego, parecía notarse movimiento, una oscuridad más densa aún, congregándose al amparo del cortinaje.
Tesla apartó la mirada para dirigirla un momento a la torre, con su carga mortal; y entonces, su carrera hacia la cabaña.
El viaje en la dirección opuesta, atravesando la ciudad hacia el perímetro de la Curva, no fue más fácil para Tesla. Había habido demasiados viajes: hacia el centro de la Tierra, a las islas, a las cuevas, a los límites de la cordura. Ese último viaje exigía energías que a ellos se les habían acabado. A cada paso que daban, sus cuerpos amenazaban con rendirse, y el duro suelo del desierto parecía suave en comparación con la angustia del avance. Pero algo les impulsaba: el miedo, el más antiguo que conoce el hombre; el miedo a la bestia perseguidora. Desde luego se trataba de una bestia sin colmillos ni garras, pero tanto más mortal precisamente por eso. Una bestia de fuego. Cuando llegaron a la ciudad pudieron, por fin, aminorar la marcha el tiempo suficiente para cambiar unas pocas palabras entre jadeos.
—¿Cuánto nos falta? —quiso saber Jo-Beth.
—Se encuentra justo al otro lado de la ciudad.
Howie había vuelto la vista y la tenía fija en la cortina de los Iad, que ya alcanzaba más de treinta metros.
—¿Crees que nos ven? —preguntó.
—¿Quiénes, los Iad? —preguntó a su vez Grillo—. Pues si nos ven, no dan la impresión de estar siguiéndonos.
—Pero eso no son ellos —dijo Jo-Beth—. No es más que su velo.
—O sea, que aún tenemos una posibilidad —observó Howie.
—Pues aprovechémosla —dijo Grillo, reanudando la marcha por la calle Mayor.
No era por azar. La mente de Tesla, a pesar de lo confusa que estaba, tenía bien grabada la ruta por el desierto hasta la cabaña. Mientras iba a trote corto, porque ya no podía correr, pasaba revista mental a la conversación mantenida por ella con Grillo en el motel, en la que le había confesado el alcance de su ambición espiritual. Si moría en la Curva, y eso era poco menos que inevitable, por lo menos moriría sabiendo que había llegado a comprender mejor el funcionamiento del Mundo en los días que siguieron a su llegada a Palomo Grove que en todos los años anteriores de su vida. Había tenido aventuras que estaban por encima de las posibilidades de su cuerpo. Había encontrado encarnaciones del Bien y del Mal, y había aprendido algo sobre la propia condición, porque ella no se semejaba ni a unas ni a otras. Si desaparecía ahora de esta vida, ya fuese en el instante de la explosión o con la llegada de los Iad, no tendría razón alguna para quejarse.
Pero había muchas almas que aún no habían hecho las paces con la muerte, ni tampoco tenían por qué. Los recién nacidos, los niños, los amantes… La gente apacible de todo el Planeta, cuyas vidas aún estaban haciéndose o enriqueciéndose, y que, si ella fracasaba, despertarían al día siguiente con la posibilidad de saborear las mismas aventuras en espíritu que el fracaso de ella les había negado. Esclavos del Iad. ¿Qué justicia había en eso? Antes de su llegada a Grove, Tesla había recibido la respuesta que el siglo veinte da a esa pregunta. No había justicia porque la justicia era una entelequia humana, y, además no tenía lugar en un sistema basado en la materia. Pero la mente también estaba siempre en la materia. Ésa era la revelación de la Esencia. El mar se hallaba en la encrucijada, y todas las posibilidades partían de él. Ante todo, la Esencia. Antes que la vida, el sueño de la vida. Antes que lo tangible, lo tangible soñado. Y la mente, soñando o despierta, conocía la justicia, la cual, por consiguiente, era tan natural como la materia, y su ausencia, en cualquier circunstancia, merecía algo más que un fatalista encogimiento de hombros. Merecía un aullido de ira, y una búsqueda apasionada del porqué. Si ella quería vivir más allá del inminente holocausto, tendría que lanzar ese aullido. Averiguar qué delito había cometido su especie contra la mente universal para que estuviese ahora vacilando al borde de la ejecución. Valía la pena vivir para averiguarlo.
La cabaña estaba a la vista. A su espalda sus sospechas se confirmaban, y los Iad se levantaban al otro lado del velo de grumos. Los gigantes de sus pesadillas de niña emergían del abismo y no tardarían en echar aquel velo a un lado. Cuando lo hicieran, era seguro que la verían, y con atronadoras zancadas para acabar con ella. Pero no tenían prisa. Sus enormes miembros tardaban en salir de la Esencia; sus cabezas (del tamaño de casas, y con todas las ventanas ardiendo) eran inmensas y necesitaban todo el sostén que sus vastas anatomías les daban para poder levantarse. Cuando Tesla reanudó el camino hacia la cabaña, este atisbo que había tenido de las fuerzas emergentes comenzó a concretarse en torno a su vista mental, su inteligencia dilucidaba el titánico misterio que planteaban.
La puerta de la cabaña, estaba cerrada, por supuesto, aunque no con llave, de modo que la abrió.
Kissoon estaba espetándola. El shock de verle la dejó sin aliento, y a punto estuvo de retroceder y volver a la luz del sol, hasta que cayó en la cuenta de que el cuerpo apoyado contra la pared de enfrente estaba vacío de espíritu y sólo su sistema físico seguía «tictaqueando» para salvarlo de la muerte. No había nadie detrás de aquellos ojos vidriosos. La puerta se cerró de golpe, y, sin perder más tiempo, Tesla pronunció el nombre del único espíritu que podía estar ocupando en aquel momento el sitio de Kissoon.
—¡Raúl!
El aire cansino de la choza gimió con su invisible presencia.
—¡Raúl! Por Dios bendito, sé que estás aquí. Y también sé que tienes miedo. Pero si puedes oírme, muéstrame algo, por favor.
El gemido se acentuó. Tesla tuvo la sensación de que Raúl estaba dando vueltas por la cabaña, como una mosca atrapada dentro de un tarro.
—Raúl, tienes que soltarlo. Confía en mí, Raúl, ¡suéltalo!
El gemido empezaba a hacer daño a Tesla.
—Ignoro qué te hizo para inducirte a que abandonaras tu cuerpo, pero sé que no fue culpa tuya. Te engañó. Te mintió. Lo mismo que hizo conmigo. ¿Me comprendes? No es culpa tuya.
El aire comenzó a serenarse. Tesla respiró hondo y siguió con sus palabras, persuasoras, recordando cómo le había convencido la primera vez para que fuese con ella, cuando los dos estaban en la Misión.
—Si alguien tiene la culpa, ésa soy yo —dijo—. Perdóname, Raúl. Los dos hemos llegado al fin. Pero, por si te sirve de consuelo, te diré que también Kissoon. Ha muerto. No volverá. Tu cuerpo… no volverá. Ha sido destruido. Era la única forma de acabar con Kissoon.
El dolor del gemido había sido remplazado por otro, mucho más profundo: el de saber cuánto debía de estar sufriendo el espíritu, expulsado de su cuerpo y asustado, incapaz de dominarse y de soltar el momento. Víctima de Kissoon, como habían sido los dos. En cierto modo, ambos eran muy parecidos. Nunciatos los dos, aprendiendo a escapar de sus propias limitaciones. Extraños compañeros de cama, pero compañeros de cama a pesar de todo. Y ese pensamiento dio paso a otro.
Entonces, Tesla habló.
—¿Pueden dos mentes ocupar el mismo cuerpo? —preguntó—. Si tienes miedo… entra en mi.
Dejó que esa idea flotara en el silencio, sin apremiarle por temor a que el pánico de Raúl creciera. Esperó junto a las frías cenizas del fuego, a sabiendas de que cada segundo que Raúl permaneciera sin ser persuadido daba otro asidero a los Iad, pero no encontraba más argumentos ni más invitaciones. Ella había ofrecido a Raúl más de lo que jamás hubo ofrecido a nadie en toda su vida: posesión total de su cuerpo. Si Raúl no la aceptaba, Tesla no tenía más que ofrecer.
Al cabo de unos pocos segundos sin aliento, le pareció que algo rozaba su nuca, como dedos de amante; de pronto, esa caricia se transformó en punta de aguja.
—¿Eres tú? —preguntó Tesla.
En el poco tiempo que Tesla tardó en hacer la pregunta, ésta buscó la respuesta en su propia mente, cuando el espíritu de Raúl entró en ella.
No hubo diálogo, ni tampoco hacía falta. Eran espíritus gemelos dentro de la misma máquina, y en el instante en que Raúl entró en ella quedaron los dos perfectamente compenetrados. Tesla leyó en la memoria de Raúl cómo había sido capturado por Kissoon y trasladado a la Curva desde el cuarto de baño de North Huntley Drive. Kissoon se había servido de su confusión para dominarle. Había sido presa fácil. Abrumado por humo, pesado como plomo, hipnotizado hasta verse forzado a hacer una sola cosa: parar el tiempo, arrancado luego de su propio cuerpo para cumplir con ese deber en una ciega rendición de terror que no cesó hasta que Tesla abrió la puerta de la choza. Tesla ya no tenía necesidad de darle instrucciones sobre el deber que ahora cumplirían los dos juntos, como tampoco la tenía de contarle su historia, porque los dos compartían una misma comprensión.
Tesla se volvió y abrió la puerta.
La cortina de los Iad era ya lo bastante vasta como para que su sombra tocara la cabaña. La claridad de los rayos del sol penetraban aún por ella, pero ninguno llegaba hasta el umbral desde donde Tesla miraba. Allí había oscuridad. Miró hacia el velo, vio cómo los Iad se agrupaban detrás de él. Sus siluetas eran del tamaño de nubes; sus miembros, como látigos trenzados con que azotar montañas.
Ahora, pensó Tesla. O nunca. Suelta el instante.
Suél… ta… lo.
Sintió que lo soltaba. La voluntad de Raúl aflojaba su dominio sobre el peso que Kissoon le había dejado y lo arrojaba lejos de sí. Una ola pareció moverse hacia la torre sobre la que los Iad se cernían. Al cabo de años de suspensión, el tiempo quedaba en libertad. Sólo faltaban unos instantes para el dieciséis de julio de hacía treinta y cinco años, el acontecimiento que señalaba ese inocente segundo como el comienzo de la última locura de la Humanidad.
Los pensamientos de Tesla fueron a Grillo, a Jo-Beth y Howie, y les instaron a salir a la seguridad del Cosmos, pero sus mensajes fueron interrumpidos por una luz que comenzó en el corazón mismo de la sombra. Tesla no veía la torre, pero sí la sacudida que estremeció la plataforma; la bola de fuego se hizo visible y un segundo relámpago apareció un instante después, la luz más brillante que Tesla había visto en toda su vida, del amarillo al blanco en un abrir y cerrar de ojos…
Ya no podemos hacer más, pensó Tesla, mientras el fuego crecía casi de manera obscena. Yo podría estar en casa.
Se imaginó a sí misma —mujer, hombre y mono en un solo cuerpo magullado— en el umbral de la cabaña, mientras las luces de la bomba ardían contra su rostro. Luego se imaginó el mismo rostro y el mismo cuerpo en otro lugar. Sólo tenía segundos para actuar, pero el pensamiento era rápido.
Al otro lado del desierto vio cómo las huestes del Iad echaban el velo de grumos a un lado mientras la nube ardiente crecía hasta eclipsarlos. Sus rostros eran como flores del tamaño de montañas, y seguían abriéndose, garganta tras garganta tras garganta. Era un alarde aterrador, su enormidad parecía ocultar laberintos que se volvían del revés a medida que se desvelaban. Túneles que se convertían en torres de carne, si es que era carne de lo que estaban formados, que se transformaban, y se volvían a transformar de tal manera que cada parte de ellos se encontraba en estado de constante cambio. Si la singularidad era su apetito, no podían esperar otra cosa que salvación de tan prodigioso flujo.
Montañas y pulgas, había dicho Jaffe, y Tesla vio en ese momento lo que había querido decir con esas palabras. Los Iad eran, sobre todo, una nación de leviatanes, hirviendo en innumerables parásitos y abriéndose las tripas, una y otra vez, con la vana esperanza de poder deshacerse de ellos; o bien ellos mismos eran los parásitos, tan numerosos que, juntos, parecían montañas. Pero Tesla nunca llegaría a saber, en este lado de la existencia, o de Trinidad, cuál de las dos opciones era la verdadera. Antes de poder interpretar las incontables formas que adoptaban los Iad, la explosión los eclipsó, consumiendo el misterio en su fuego.
Al mismo tiempo, la Curva de Kissoon, una vez cumplida su misión de una manera que su propio creador jamás hubiera podido imaginar, desapareció. Si el mecanismo de la torre no consiguió acabar por completo con los Iad, por lo menos pudo desbaratarlos, y su locura y su apetito quedaron sellados para siempre en un instante de tiempo perdido.