21
En cuanto Leonie se quedó plácidamente dormida con una sonrisa, salí de la casa y bajé hasta la playa. El viento había amainado un poco, las olas susurraban con apatía. En el horizonte brillaban aún los últimos restos de la luz del sol.
Desde lejos llegaron hasta mí unas risas claras. Una hoguera relucía en algún lugar de entre las dunas, unos cuantos jóvenes debían de haberse instalado por allí cerca. A lo lejos vi otras dos luces; parecía que habían montado unos chiringuitos.
Entonces se me pasó por la cabeza que, desde mi traslado allí, no había vuelto a pensar en mi placer. Que, desde que estaba divorciada de Jan, no había vuelto a ocuparme de ello. Y tampoco antes. Siempre había estado pendiente de Leonie, y muy feliz de poder estarlo. Pero de repente tenía ante mí suficientes objetivos con los que podía construirme un futuro. Pero el placer, el placer inmediato, como el de emborracharse en un chiringuito de la playa o salir a bailar, era algo que seguía sin concederme.
Al contrario que Jan. Él siempre había vivido en el carril de adelantamiento, había trabajado mucho, había salido mucho de fiesta. Leonie y yo, al final, solo ocupábamos un lugar marginal en su vida. Y de repente, amenazado por la enfermedad y su tratamiento, quería compartir conmigo ese papel que hasta la fecha yo había tenido en exclusiva.
No estaba segura de que lo hubiera pensado bien. Obviamente, la noticia le había supuesto una fuerte conmoción. Tal vez su madre había estado metiendo baza. Su madre, que nunca se había llevado demasiado bien conmigo y que también brillaba por su ausencia en la vida de Leonie.
Sopesé brevemente la idea de pasar junto a los jóvenes acampados o acercarme a uno de los chiringuitos a emborracharme. Sin embargo, al final decidí pasear por la playa nada más. Necesitaba tranquilidad, no evasión. En mi cabeza ya había suficiente desbarajuste.
Llegué a las rocas con las últimas luces del ocaso. Las rocas de las sirenas. El recuerdo de Christian y las historias que le contaba a Leonie me hicieron sonreír de nuevo.
Sirenas no vi ninguna, pero al cabo de poco supe adónde había llegado.
Las rosas blancas de la roca estaban secas, daba la sensación de que llevaban allí un tiempo y no las habían vuelto a cambiar. ¿Qué ocurría?
¿Acaso quien las dejaba allí había perdido el interés, o es que estaba enfermo?
Alargué la mano hacia las flores, que se deshicieron nada más tocarlas.
Sentí el viento en el pelo y la humedad del ambiente. Poco a poco iba encontrando la calma. Los pensamientos sobre Jan me dejaron un poco de respiro. Me senté en una de las rocas vecinas y un momento después oí pasos. Estaba convencida de que se trataría de alguno de los jóvenes que tal vez necesitaba un poco de distancia de los demás, un lugar para estar a solas.
No me volví, pero enseguida sentí una presencia física detrás de mí y los pasos se detuvieron.
Fuera quien fuese esa persona, seguramente no había esperado encontrarse a nadie.
Aguardé un momento a que volviera a alejarse, pero no se movió. Entonces me volví para ver quién era y me quedé helada.
En la luz crepuscular reconocí a Christian, que llevaba en la mano un ramo de rosas frescas.
El viento hizo que el aroma de las flores llegara hasta mí. No era más que un tenue aliento entre la brisa marina preñada de algas, pero lo percibí con claridad.
Christian parecía sorprendido, y no me extrañaba; también yo lo estaba.
Pensé en aquel primer encuentro con la misteriosa figura que había dejado allí las rosas. Jamás se me habría ocurrido pensar que tras ella pudiera ocultarse Christian.
—Hola —dijo.
Nuestras miradas se encontraron un momento, después él miró avergonzado hacia el ramo de rosas. Por lo visto, había descubierto su secreto.
Yo no sabía muy bien qué decir.
—Hola —repuse.
Christian dudó unos instantes, luego pareció tropezar y se acercó a la roca. Quitó de allí el ramo viejo y dejó el nuevo en su lugar. Después se sentó a mi lado.
Yo estaba desconcertada, me preguntaba a quién ofrecía aquellas rosas. ¿A un amor ahogado? ¿Era ese el motivo por el que parecía tan hermético?
—Vienes a menudo por aquí, ¿verdad? —dijo, tomando al fin la palabra, aunque sin mirarme.
¿Le molestaba que me hubiese enterado? ¿O temía mis preguntas?
—Sí, siempre que tengo que reflexionar —reconocí—. En realidad, suelo venir muy temprano por la mañana, o de noche, pero hoy…
¿Podía contarle lo de Jan? ¿Lo de su diagnóstico y su petición? Dudaba.
Sin embargo, ¿no era cierto que siempre le había contado más de la cuenta?
—Mi exmarido se ha presentado hoy en nuestra casa, poco después de que llegáramos —dije al final—. No me lo esperaba.
—¿Y qué quería?
Respiré hondo.
—El médico le ha dicho que… tiene cáncer. Y ahora quiere volver a ocuparse de Leonie.
Christian no dijo nada. Eso podía entenderlo, porque para mí también había sido un duro golpe.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Eso es lo que no sé —respondí, y me miré la punta de los zapatos, que ya solo podía intuir en la oscuridad. Algo más atrás, los jóvenes seguían de celebración—. Por un lado, Leonie añora mucho a su padre, quiere volver a tenerlo con ella, o por lo menos que la visite, recibir sus atenciones. Después del divorcio, a mí me decepcionó que él no quisiera saber nada de su hija, y ahora…
—Ahora ya no quieres eso.
—Sí, claro que sí, pero… Si lo hiciera, volvería a tener más relación con él. Y temo que, entonces, todo volvería a aflorar, todo el drama que viví con él.
El hecho de que me hubiese puesto a llorar como una tonta después de la estúpida conversación telefónica que mantuvimos era la mejor prueba de ello.
Christian reflexionó un momento antes de decir nada.
—Entonces, deberías preguntarte si por el bienestar de tu hija estás dispuesta a aceptar que tendrás que tratar con él.
—Bueno, me parece que tampoco es tan sencillo. Jan podría presentar una demanda para exigirme que comparta con él la custodia. Y, además, Leonie desea tanto volver a estar con su padre… Por ella sería capaz de cualquier cosa, no sé qué debo hacer. Al fin y al cabo, es posible que él vuelva a decepcionarla, y eso sí que no lo puedo permitir… —Apreté los labios.
La rabia me hizo temblar. Miré el mar, pero apenas podía verlo. Solo su murmullo estaba ahí, pero no lograba disipar mi inquietud.
Christian me acarició el brazo con cierta torpeza. Después volvió a mirar hacia la roca.
—Te vi hace un par de semanas. Aquel día estabas sentada algo más adelante —dijo, cambiando repentinamente de tema—. Al principio no sabía quién eras, pero entonces me diste tu dirección y poco después volví a verte y, como ya nos habíamos conocido, te reconocí enseguida. Fui un poco tonto, pero no encontré el valor para venir a decirte nada.
Recordaba el encuentro con el desconocido mudo. También recordaba que las flores me habían parecido una muestra de amor de la que me sentí celosa.
—Tal vez tendría que haberte seguido —dije.
Christian negó con la cabeza.
—Estuvo bien que no lo hicieras. Seguro que entonces no habría querido contarte la historia con la que carga esta roca.
—¿Y ahora? —pregunté—. ¿Quieres contármela?
No respondió. Eso ya fue suficiente respuesta.
—Está bien —dije—. No tienes por qué hacerlo.
—Sí, sí tengo. Quiero. Me has descubierto. Y, además, la historia está relacionada con el Rosa del Viento.
Lo miré sin salir de mi asombro.
—¿Con el barco?
Christian asintió.
—Sí, con el barco. En realidad, quería tener el Rosa del Viento porque está vinculado con un acontecimiento de mi infancia.
Volví a pensar en ese hombre de la foto que se parecía tanto a él.
—Me quedé destrozado cuando lo vi en el puerto después de tantísimo tiempo. No podía hacer nada más que ir allí todos los días a contemplarlo. Como si pudiera decirme… —Se quedó callado—. No, debería empezar por el principio. Yo… Esto no se me da bien.
—¿Empezar por el principio?
—No, hablar de mí. Seguro que ya te has dado cuenta.
¡Oh, por supuesto que me había dado cuenta! Pero había pensado que era porque quería tener conmigo una relación estrictamente empresarial. Ahora tenía una sensación diferente.
—No me gusta abrirme a los demás. Hasta que no los conozco algo mejor y me encuentro a gusto, desvelo muy poco de mi persona.
—¿Y crees que ese momento ha llegado?
—El momento, en realidad, llegó en Hamburgo, cuando tu padre descubrió los impactos de bala y esa noche salimos a cenar. Sin embargo, por algún motivo la conversación tomó extraños derroteros, y volví a levantar mis escudos. Me sucede a veces, sin que yo lo quiera. —Entonces me miró—. Pero ahora sí estoy seguro.
En ese momento habría podido contestarle con descaro: «¡Pues desembucha!», pero no lo hice. Me limité a asentir y dejé que me contara.