5
Por la noche, el estado anímico de Leonie decayó. Hacía un año que eso sucedía de vez en cuando sin previo aviso, y yo me moría de miedo en cada ocasión.
Mi angelito solía ser una niña alegre y despreocupada, pero de repente una nube negra encapotaba su humor y hacía que se retirase a un rincón y se pusiera a mirar al vacío con apatía.
Llevábamos ya dos meses sin que le hubiera vuelto a ocurrir, porque había estado tan emocionada como yo con la casa nueva, y tal vez esperaba incluso que su padre volviera con nosotras a causa del traslado.
Los cambios de humor de Leonie comenzaron el día en que tuve que comunicarle que su padre ya no quería vivir más con nosotras. Mi hija no lloró, sino que se refugió en su propio mundo. A veces esos episodios le duraban tanto que yo temía que acabaran desembocando en una depresión. En alguna parte había leído que, aunque no era frecuente, algo así también podía pasarles a niños muy pequeños.
El pediatra opinó que la separación de mi marido la había traumatizado. Eso no había contribuido precisamente a aplacar la ira que yo sentía hacia Jan. Su egoísmo había traumatizado a nuestra hija. Era el colmo. Y me indignó más aún porque yo misma sabía lo que se sentía cuando de repente te faltaba un progenitor.
Cierto era que Leonie, a diferencia de mí en mi época, seguía teniendo a su madre; pero, como estaba acostumbrada a tenernos a ambos, debía de dolerle tanto como a mí la pérdida de mi madre biológica. A mi padre biológico nunca llegué a conocerlo, mi madre solo me contó que había muerto antes de que yo naciera. Y, aunque lo que no has tenido nunca tampoco lo puedes añorar, de pequeña muchas veces me preguntaba si todo habría sido diferente de haber estado él ahí.
Leonie, sin embargo, conocía a su padre y lo echaba de menos. Yo a veces deseaba que se diera cuenta de lo miserable que se mostraba Jan, y de que nunca había merecido el amor incondicional que ella sentía por él. Aun así, su hija lo quería y soñaba con que llegara el día en que volviéramos a vivir juntos y todo fuese otra vez como antes. Ella, desde luego, no sabía que el amor de Jan por mí había dejado de existir ya incluso el día en que ella nació.
—Leonie «Corazón de León», ¿qué te pasa? —le pregunté, pero mi hija solo miraba la muñeca que tenía en las manos, sobre cuyo cabello desgreñado descansaba una diadema torcida—. ¿Estás triste? —insistí, a pesar de que sabía muy bien qué era lo que le ocurría. Añoraba a su padre—. ¿Quieres que vaya a buscar al gatito? Tal vez podamos hacer que vuelva con un poco de leche…
Nada me daba más repelús que tener trato con ese gato desconocido, pero estaba segura de que no aparecería.
Leonie dijo que no con la cabeza.
Yo solté un hondo suspiro. Era inútil seguir haciendo como que no veía lo evidente.
No tenía ni idea de lo que opinaría un consejero para padres en un momento como ese, pero sin duda lo mejor era hablar con ella. Solo así podría lograr, quizá, sacarla de su encierro.
—Echas de menos a papá, ¿verdad?
Leonie asintió con la cabeza. La estreché entre mis brazos y, por suerte, ella se dejó. Se acurrucó contra mí y yo hundí el rostro entre sus rizos.
—Ya sé que lo añoras mucho —me oí decir, y mi voz sonó como la de mi madre adoptiva poco después de que me llevaran a casa de los Hansen.
«Ya sé que la echas mucho de menos —me decía—, pero las cosas son como son, y con nosotros estarás muy bien».
Mi hija sabía que conmigo estaría bien; a fin de cuentas, yo era su madre. Su aflicción solo tenía una cura: la atención de su padre. Pero ¿cómo iba a conseguírsela yo?
Estuve un rato sopesando palabras en mi boca, incapaz de pronunciarlas. Me partía el corazón ver a Leonie tan triste, pero todo mi fuero interno se revolvía en contra de la idea de hacerle una promesa que no podría cumplir. Que no quería cumplir.
Entonces respiré hondo.
—¿Quieres que lo llame por teléfono y le pregunte si puede venir a verte?
Era muy consciente de que mi hija se quedaría más abatida aún si Jan, con su tono arrogante, me comunicaba que estaba demasiado ocupado y que no tenía tiempo para viajar hasta el mar Báltico. Igual que era consciente de que me enfadaría tantísimo al oírle decir eso que seguramente bajaría la escalera de la playa y me pondría a gritar hasta sacar toda la rabia de dentro.
Sin embargo, en cuanto pronuncié esa frase que en realidad no deseaba decir, mi pequeño sol volvió a brillar.
—¡Ay, sí! —exclamó Leonie con un brillo esperanzado en la mirada.
Era evidente que estaba convencida de que en la casa nueva todo cambiaría. Que tenía incluso el poder de deshacer lo que había ocurrido.
—Vale —le dije, y le di un beso en la cabeza—. Lo llamaré.
—¿Ahora mismo?
Tendría que haber contado con eso. Leonie siempre quería que las cosas importantes pasasen ya.
Yo no estaba preparada para oír la voz de Jan, y mucho menos para hablar con él y mantener una conversación, la primera desde la última vez que nos vimos en los tribunales.
Pero ¿qué iba a hacer? Leonie era mi hija, y yo habría sido capaz de hacer cualquier cosa por verla sonreír. La única pregunta era si Jan me seguiría el juego. A fin de cuentas, no era la primera vez que intentaba ponerme en contacto con él.
Mientras sonaba el tono de llamada, el corazón me cerró la garganta. ¿Qué iba a decirle si resultaba que contestaba? ¿Que nos habíamos trasladado y ya está? ¿O también que Leonie lo echaba de menos y que se alegraría mucho de volver a verlo?
Seguro que se limitaría a contestar que no tenía tiempo y que ya nos llamaría, y luego esa llamada no llegaría jamás.
Después de tres tonos, saltó el contestador. Al oír la voz de Jan animando a quien llamara a dejar un mensaje, colgué. El corazón me seguía latiendo a mil por hora. Esta vez de rabia. Hacía tanto que no oía su voz, que se me había olvidado lo taimada que sonaba en realidad. Antes me parecía sexy, pero de repente ya no soportaba esa forma babosa que tenía de alargar las vocales.
Sin embargo, no se trataba de mí. Se trataba de Leonie, que adoraba la voz de su padre y añoraba oírla. Y que sin duda también era lo bastante lista para preguntarse por qué él no quería verla más.
Volví a intentarlo, aunque con el mismo resultado. Jan no contestó. Colgué con un suspiro y regresé junto a Leonie. Ella, entretanto, había vuelto a calmarse un poco y se había sentado en la cama con sus muñecas.
Al oír que entraba en la habitación, levantó enseguida su cabeza llena de rizos.
—¿Y? ¿Va a venir?
—No ha podido ponerse al teléfono, debe de estar trabajando —respondí, disculpándolo de nuevo ante nuestra hija—. Luego lo intentaré otra vez.
También habría podido dejarle un mensaje.
Leonie asintió, esforzándose por ser valiente, pero no aguantó mucho. Solo una inspiración después, una lágrima cayó sobre la cara de su muñeca.
Corrí a su lado.
—Eh, cielo, eso no puedes hacerlo —dije—. Seguro que la muñeca pensará que fuera está lloviendo. ¿O qué dirías tú si te cayera una enorme gota de lluvia en la cara?
Leonie no contestó a mi pregunta, solo se acurrucó a mi lado y su reguero de lágrimas me empapó la camiseta. La rodeé con los brazos y me propuse dejarle un mensaje a Jan en el contestador. Más tarde, cuando hubiera vuelto a calmarme y me viera capaz de hablar con él de una forma tan objetiva como con mis clientes.
Después de asegurarme de que Leonie estaba plácidamente dormida, me quedé un buen rato tumbada en la cama, despierta, pensando en mi infancia. Pensé en lo que sabía y en lo que no sabía.
También yo había perdido algo. También yo había llorado una pérdida. Todavía recordaba a la perfección el desván del hogar infantil de Leipzig al que me llevaron antes de que me adoptaran los Hansen. Tenía un tragaluz, y yo lo abría todo lo que me permitía la cadenita de seguridad. Allí apostada, miraba hacia la calle de abajo con la esperanza de que apareciese alguien y me dijera que todo había sido una confusión. Esperaba que mi madre volviera. Sin embargo, nadie de cuantos pasaban por delante de la casa levantaba la mirada hacia mí. La conocida imagen de mi madre se fue desdibujando cada vez más, hasta que ya no fui capaz de recordar cómo era. Aunque hubiese pasado por delante del hospicio, no la habría reconocido.
Mientras esos recuerdos se alejaban de mí, me di cuenta de que tenía las mejillas húmedas. ¡Estaba llorando! Hacía mucho que no lloraba, y era lo último que quería, además.
Me di la vuelta en la cama para mirar hacia la ventana, tras la que susurraba la oscuridad. Me concentré en intentar oír el mar y entonces, por fin, vi algo diferente ante mí: aquel pesquero blanco.
Rosa del Viento era un nombre estupendo para un barco. Belleza y robustez unidos en un solo concepto. Me parecía un calamidad que estuviera oxidándose en el puerto, abandonado, esperando a que lo desguazaran. ¿No podía hacerse nada para salvarlo?
El amor por los barcos lo había heredado de mi padre; mejor dicho, de mi padre adoptivo. En la época de la República Democrática Alemana, trabajaba en los Astilleros Populares de Stralsund, y más adelante lo hizo para Nikolai & Jensen, ya en Hamburgo. De pequeña, siempre que iba a buscarlo a su trabajo, me quedaba fascinada con las enormes embarcaciones que tenían allí en grada. Durante un tiempo incluso había querido ser constructora de barcos de mayor, pero mi padre me lo había desaconsejado. Lo cierto era que eso no me habría impedido seguir adelante con mi idea, pero en algún momento comprendí por mí misma que aquella no era una profesión para mí, y al final decidí dedicarme a ofrecerles a las empresas una buena publicidad. Aun así, de todos modos ese sueño siempre estuvo ahí, el sueño del barco blanco con el que podría salir huyendo de mis problemas.
Y ese barco se encontraba de pronto en el puerto de Sassnitz, como si me hubiese estado esperando desde el principio. Aquel trabajador había dicho que lo vendían. ¿Acaso el destino me estaba enviando una señal?
Esa idea me cautivó tanto que tuve que sentarme en la cama.
¿Y si compraba el barco? Si conseguía volver a convertirlo en algo que tuviera sentido, como por ejemplo una embarcación de recreo…, ¡o una cafetería! Sí, una cafetería me pareció una gran idea. Y no una cafetería cualquiera en la que disfrutar de una tarta de fresas durante un trayecto frente a la costa, no; mi barco cafetería tenía que ser algo especial. Con exposiciones, conciertos, conferencias y pequeñas representaciones teatrales. En realidad era una idea un poco alocada, sobre todo en los tiempos que corrían. Sin embargo, ¿no era justamente eso lo que con tanta impaciencia habíamos deseado en el Este más de veinte años atrás? ¿Unos tiempos en los que los sueños pudieran hacerse realidad, fuera cual fuese el resultado final?
Rescaté mi teléfono móvil, abrí el navegador y me puse a buscar el Rosa del Viento. ¿Cuánto podía costar un barco tan oxidado? Seguro que no mucho. La restauración se tragaría un presupuesto enorme, claro, pero yo tampoco era una novata sin ninguna idea de cómo comercializar después el resultado. ¡A fin de cuentas, era publicista!
En la página web del puerto había varios barcos de los alrededores a la venta. No aparecían los nombres de los propietarios, pero sí un número de teléfono. La fotografía de mi pesquero debían de haberla retocado, porque en el puerto no tenía tan buena pinta. Eso no me impidió guardar el número.
Después volví la mirada hacia el despertador que tenía junto a la cama. Las tres y cuarto. Estaba tan entusiasmada que casi habría querido llamar en ese mismo instante, pero me contuve. Si el número pertenecía a un particular, seguro que lo asustaría y me tomaría por loca; si se trataba del teléfono de una empresa o un agente, la oficina estaría vacía.
Aun así, ¡algo tenía que hacer con toda esa energía desbordante!
Me levanté de la cama sin hacer ruido y fui al salón, donde todavía estaban las cajas por desempaquetar. Leonie seguía profundamente dormida; el llanto la había dejado agotada. Mi ira hacia Jan se encendió de nuevo unos instantes, pero la dejé aparcada. ¡Ese hombre no nos estropearía nuestra nueva vida!
Empecé a vaciar cajas en silencio. Mis manos iban metiéndolo todo de forma mecánica en cajones y compartimentos de armarios y, cuando de pronto me encontré con la carpeta que había abierto el día anterior, toda mi energía se desvaneció. Me quedé mirando un rato las tapas de cartón, pero no tuve valor para sacar el dibujo del molino de viento. De repente sentí una opresión en el pecho y creí oír de nuevo la voz de mi madre. Qué extraño que esos sentimientos, de los que en realidad creía haberme librado ya, regresaran de pronto con tanta intensidad.
Al final guardé la carpeta en uno de los últimos cajones del mueble del salón y me senté en el sofá. No encendí ninguna luz, pero tampoco era necesario. Durante varios minutos estuve mirando la oscuridad y oyendo cómo la casa crujía y respiraba. ¿Echaría de menos a sus antiguos habitantes?
Mientras estaba sentada a oscuras, sentí que me iba tranquilizando otra vez. Desde luego, no todo podía arreglarse de la noche a la mañana. Y menos aún lo que concernía a Jan. ¿Podría olvidar Leonie alguna vez lo sucedido?, me pregunté, y creí oír en el fondo de mi mente una vocecilla que me contestaba con otra pregunta: ¿Acaso has llegado a olvidar tú todo lo que sucedió en tu infancia?
De sobra conocía la respuesta.
Y de repente volví a ver ante mí aquellas imágenes del pasado. Solo que esta vez no hui de ellas, como de costumbre, ocupándome de otras cosas o distrayéndome. Dejé que vinieran a mí.