CAPITULO X

El alguacil de Redington era, sin duda, un hombre cachazudo, con escasos deseos de complicarse la vida. Llegó a la caída de la tarde, escuchó lo sucedido durante su ausencia, fue a echarles una ojeada a los muertos y luego se entrevistó con el propio Baldy, que mantuvo una actitud fría, reservada, pero cortés.

—De todo lo escuchado se deduce que usted actuó en defensa propia, señor Baldy. De modo que ése será el veredicto y por mi parte no se hablará más. Ahora comprendo que esos tres asaltaron la granja de Briggs únicamente para sacarme de aquí y quedarse con las manos libres para asesinarlo, imaginándose que vendrían a este pueblo. Valiente gentuza… Están mucho mejor donde usted les ha puesto.

Al parecer, aquélla era la opinión de las honorables gentes de Redingston. Pero lo cierto era que tampoco los tres forasteros mostráronse lo que se dice amistosos. Daban la impresión de sentirse muy incómodos teniéndoles en el pueblo.

—Es por él —contó Tumbs a Laura Barrett—. Se han dado cuenta de que es uno de esos hombres que ya casi han desaparecido de estas tierras, le tienen más miedo que respeto, se sentirán aliviados cuando nos marchemos.

—Tuvo que defenderse, ellos lo emboscaron para asesinarlo.

—Y él los mató. Legalmente, nada que reprocharle, pero… prefieren que se marche cuanto antes. Él se da cuenta y no se preocupa por sí mismo, sino por la niña, por ti. Cada vez me intriga y preocupa más ese hombre…

También a Laura Barrett. Pero no se lo dijo.

Aquella noche la pasaron junto al río, en las afueras de la población. Habían adquirido algunas provisiones y Tumbs, dando muestras de un agudo sentido comercial, reclamó al caballo abandonado por el superviviente del trío agresor, como legítimo botín de guerra. Tras cierto forcejeo con el alguacil, llegó a un acuerdo. Caballo, montura y demás pertenencias de los muertos, incluidas sus armas y cincuenta y ocho dólares hallados en sus bolsillos, dividiéronse en tres partes. Una para subvenir los gastos del enterramiento, otra para la comunidad y su representante legal, la tercera para quien sufrió el ataque traicionero y dio buena cuenta de los agresores.

—Esta gente son ladrones e hipócritas como pocos que yo me haya echado a la cara, el alguacil incluido. Pero he conseguido setenta y nueve dólares, que son suyos legítimamente. Aquí los tiene.

Baldy no había tomado parte en el trapicheo, pero tomó el dinero y se lo guardó, sin hacer comentarios. Más tarde, cuando hubieron acampado junto al río, después de cenar y mientras Tumbs fumaba su pipa de maíz plácidamente, la mujer volvió a buscar al hombre taciturno.

—Supongo que está pensando en esos dos hombres…

—No pienso en ellos. Tuvieron lo que se buscaron, eso es todo.

—No son los primeros que mata, claro. .

—Son los primeros en muchos años. Y no hallé gran diferencia con los de entonces. En ese aspecto ha cambiado poco la frontera.

—No puede ser tan duro…

—¿Porque no me muestro conturbado o arrepentido? Usted no lo puede comprender. Es mujer, no hace tanto que le mataron a su marido, probablemente me imagina no muy diferente a sus matadores. Y está en lo cierto, entre ellos y yo no existe mucha diferencia.

—Ahora está tratando de ofenderme.

—No es mi intención. Pero sí dejar las cosas bien sentadas. Usted es una mujer honrada, yo un evadido de presidio. Las circunstancias nos han unido en este viaje, pero muy pronto vamos a separarnos, lo más seguro es que no volvamos a encontrarnos. Así está bien.

—Lo sé. Para mí también estará bien. Pero no me impide pensar que lo de hoy ha sido consecuencia de lo de la otra noche.

—Y lo de la otra noche consecuencia de lo que sucedió cuando llegué a su casa en busca de agua para mi caballo. No somos dueños de dirigir nuestro destino más de lo que pueda serlo un ternero llevado de Texas a Kansas con todo su rebaño por un equipo de peones vaqueros. Cuanto menos pensemos en eso mejor.

—¿Es ése su modo de vivir?

Él parecía obstinarse en no mirarla, pero ahora lo hizo, fijamente.

—Señora Barrett, voy a cumplir cuarenta años y me he pasado los doce últimos en el penal de Yuma. Más de cuatro mil días, con sus noches, en una antesala del infierno, donde a un hombre le sobra tiempo para pensar en todo, créame. Ahora será mejor que se vaya a descansar.

—¿Mató usted a ese juez Cochrane?

Él se tomó tiempo para contestar. Imposible adivinar sus pensamientos.

—No, no le maté. Cuando llegué allí, iban a enterrarlo.

—¿Por qué fue a buscarlo? ¿Sabe quién lo hizo?

—Sí. Fue uno que necesitaba cerrarle la boca antes de que yo pudiera llegar a soltarle la lengua, que sabía iba a intentarlo y por eso me preparó la trampa con gran cuidado. Sólo que no caí en ella, por un par de casualidades. Ahora me están buscando en California, nadie me imagina por aquí. Espero que tampoco el hombre que asesinó a mi suegro.

—¿Su… suegro?

—El juez Cochrane era mi suegro. Yo rapté a su hija y me la traje al Oeste, casándome con ella contra su voluntad. Juró que se las pagaría y era hombre cumplidor de sus juramentos, cuando su hija retornó a su lado y le contó cómo había vivido conmigo, su odio aumentó.

—Y por eso no quiso usted hablar durante el juicio… Porque usted es Jack Lester.

—Lo soy, pero hará bien olvidándolo. Callé entonces porque debía pagar una deuda muy grande a dos muertas. Me proponía ir a decírselo, a su retiro, y de paso rezar en las tumbas de mi esposa y mi hijita. Iba sin odio, ni tampoco espíritu de venganza. Pero hubo quien imaginó otra cosa y se dio prisa en asesinar al juez, haciendo parecer que era yo quien le había disparado a los ojos, como antaño hice alguna vez con traidores. Ese fue su fallo, por eso pagará.

—Entonces, va en pos de la venganza…

—No. Yo lo considero justicia. Ese hombre no sólo es un asesino, sino que ha estado siempre dispuesto a causarme todo el daño posible, incluso sin beneficiarse por ello. Incluso ahora, cuando al evadirme del penal sólo pensé en rehacer mi vida donde nadie pudiera encontrarme ni relacionarme con el hombre que fui. No se siente seguro mientras yo esté vivo, hará cuanto pueda para lograr mi muerte. En tales condiciones, se trata de una mera lucha por la supervivencia, para mí.

Hablaba seca y serenamente, con una dureza que no estaba ni en el tono ni en las palabras, cual enunciando una realidad insoslayable. Comprendiéndolo así, la mujer guardó silencio. Y quedaron callados casi cinco minutos, envueltos en la oscuridad y el fresco viento de la noche, escuchando el leve rumor de las aguas del río, el lejano puntear de aullidos de coyotes.

—No me agrada matar —la voz del hombre sonó de nuevo con el mismo tono, quizá más bajo—. Nunca, a decir verdad, me gustó. Maté cuando no tuve otro remedio, y siempre a hombres que no concebían otra salida para cualquier problema, o incluso para cualquier disputa trivial, sino la de la violencia; a quienes no se les podía andar con paños calientes, más dispuestos a sacar su revólver y herir, o matar, a un semejante que a discutir de modo civilizado sus diferencias con él, por pequeñas que fueran. La frontera, entonces, estaba llena de individuos así y un hombre, por poco coraje, por tranquila que tuviera la sangre, no podía evitar las peleas sin exponerse a algo peor, ser motejado de cobarde, insultado, escarnecido y, finalmente, forzado a jugarse la vida con ganas o sin ellas. No me estoy justificando, sólo expongo una situación que muchos han conocido, sufrido. Matar es demasiado fácil, mucho más que respetar una ley por otra parte casi salvaje y expeditiva como los mismos hombres a quienes pretendía sujetar. Sí, maté a muchos hombres, demasiados. Luego, durante doce años, he tenido ocasiones sobradas para pensar en ellos, en el modo cómo las cosas ocurrieron. Sé que en casi todos los casos no me quedó otra opción, como no la tuve este mediodía. No he sentido remordimientos de conciencia, no excesivos; tampoco me siento ensoberbecido por ello. Simplemente, es algo que pasó.

Hizo una nueva pausa, respetada por la mujer, y siguió:

—Ahora todo ha cambiado, incluso la frontera. Lo de hoy, aquí, me lo demuestra. Estas gentes son idénticas en todo a las de entonces, salvo en un sentido; han dejado de sentir un morboso placer por las matanzas. Me dejan en paz, pero me indican, con su actitud, que debo alejarme cuanto antes, nada quieren conmigo. Hace años me habrían sobrado los aduladores invitándome a un trago en la taberna; hoy, nadie lo hizo. Es sintomático.

—Y le duele.

—Muy al contrario. Me tranquiliza.

Se hizo el silencio. Y volvió él a romperlo.

—Partiremos al alba. En tres jornadas podemos colocarnos en Hayden. Les dejaré allí y seguiré mi camino. Váyase a descansar.

Ella pareció ir a decir algo, pero no lo hizo. Cuando se metía en la carreta, el viejo Tumbs gruñó, debajo de la misma:

—Hay cosas que no se pueden evitar, Laura…

Ella se preguntó a qué estaría refiriéndose el viejo astuto.

Alzaron el campo antes de la salida del sol, alejándose de Redington poco a poco, por la orilla derecha del San Pedro. Ni siquiera se detuvieron a desayunarse, lo hicieron una milla más lejos, al pie de unos álamos. Tan sólo la niñita, con su inocente alegría, animó la situación. Habíase acostumbrado al «tío Tom» con esa extraordinaria facilidad de los pequeñines para aceptarlo todo, personas y situaciones, lo trataba como si de siempre le conociera; y él, por su parte, usaba con la niñita de una ternura honda que Laura Barrett captó perfectamente, mujer y madre al fin. Ahora mismo, a su demanda, la cogió en brazos llevándosela sobre el caballo, a horcajadas y feliz. Era una hermosa y cálida mañana, iban sin prisas hacia el Norte, dejando atrás las pocas tierras cultivadas. Hacia un destino incierto…

—Es mucho hombre ése —de nuevo Tumbs incidió en sus punzantes comentarios de doble sentido—. De los que quedan pocos ya. Y se ha encariñado de modo extraordinario con tu hija.

—Usted es un viejo ladino y malpensado, Tumbs. No quiero que siga por ese camino.

—Allá tú. Pero en mis tiempos, cuando una mujer se quedaba viuda, sobre todo si era joven y tenía hijos pequeños, buscaba aprisa otro marido. O los hombres la obligaban a buscarlo.

Los hombres la habían dejado viuda de un buen marido a los veinticinco años, con una hijita de dos y sin ningún dinero. El destino había puesto en su camino a un hombre de cuarenta, fugado de presidio, con un pasado, una fama y que en un tiempo ya lejano tuvo esposa y una hijita, que se le murieron. ¿Por qué las cosas tenían que ocurrir así, por qué?

Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Y volvió la cara para que Tumbs no pudiera leerle en los ojos sus pensamientos.