CAPITULO XIV
Luke Murchison tenía, por contra, el sueño muy ligero. Según algunos, era como un zorro, en todos los sentidos. Según otros, había hecho cosas más que suficientes para no dormir tranquilo en los años que le quedaban de vida. Lo cierto era que, a los cuarenta y siete de edad, era uno de los más famosos abogados del Suroeste, había amasado una sólida fortuna y residía en la flamante capital territorial en una de las mejores viviendas de la misma, con criados, una esposa joven y elegante, de buena familia, muy guapa… Tenía muchos e importantes amigos, él mismo era importante, un personaje.
Llevaba cuatro días en Hayden y oficialmente por motivos profesionales, para atender a la defensa de los intereses de su amigo y cliente el banquero Sturm en un juicio por impago de deudas y amenazas de muerte contra él. El acusado, un comerciante local, estaba encerrado y el juicio debería celebrarse uno de aquellos días, eso era todo lo que oficialmente se sabía. La verdad y lo que tenía en vilo al banquero y al abogado, muy otra cosa.
Sin embargo, Luke Murchison no se enteró de que Jack Lester se encontraba dentro del hotel, pues su propia habitación hallábase un poco más alejada. Había, también, ocho hombres allí arriba alojados, todos ellos muy peligrosos y, también, a sueldo suyo y de Sturm, aunque no lo sabían. Pero aquellos hombres habían recibido horas antes la orden de estar preparados para salir al alba de caza, caza humana, y dormían profundamente, habituados como estaban a tal tipo de trabajos.
Al contrario que el banquero Sturm, hombre de estatura más bien baja y complexión más bien débil, el abogado Murchison era corpulento, de cara grande y aspecto muy honorable, muy respetable, habitualmente. Ahora, una inquietud le dominaba. Una inquietud nacida de la noticia casualmente conocida por él y su compinche horas atrás, confirmada cuando el alguacil local, paniaguado de Sturm, interrogó adecuadamente a aquella joven viuda recién llegada al pueblo. Y aquella inquietud, que no le permitía dormir, le hizo levantarse, ponerse los pantalones y, en camiseta, descalzo, acercarse a la ventana, abrirla y mirar al exterior.
Sólo vio una calle muy solitaria y muy tranquila, bajo las estrellas, donde ya se habían apagado todas las luces salvo la de la oficina del alguacil. Este, siguiendo instrucciones, montaba guardia, también lo hacían dos o tres de los hombres contratados. Aunque una docena saldrían al amanecer para cubrir todos los accesos al pueblo desde el norte, y matar a Jack Lester en cuanto le vieran asomar, enterrándolo después donde ni los coyotes pudieran encontrarlo, y aunque cuatro o cinco se quedarían, amén del alguacil y su ayudante, en el pueblo, para protegerles a él y a Sturm; aunque Jack Lester razonablemente no podía ni imaginarse que él, y sólo él, había sido su Judas, que Mac Alloran y Sturm, y la mujer de Sturm, sólo fueron sus secuaces doce años atrás, como lo estaban siendo ahora, el abogado Murchison no se sentía nada seguro, porque de nuevo estaba comprobando la muy buena estrella del hombre que en él siempre había confiado, que aún debía estar confiando, creyéndole leal y buen amigo…
Siempre había envidiado a Jack Lester todo: su valor, su audacia, su simpatía, su suerte con las mujeres… todo. Y cuando Jack Lester le había llamado, para comunicarle su generosa hazaña de salvarle la vida a la hija del alcaide del penal de Yuma y que, en pago, se le concedía una revisión de su sentencia. Para él había sido como la descarga de un rayo. Sin embargo, aún estaba cubierto, Jack Lester le creía el mismo amigo leal de antaño, de siempre, y le confiaba la tarea legal de obtener su libertad. De él no sospechaba, sí, de Mac Alloran, de Sturm…
Había jugado como siempre, a dos paños. De un lado, hizo punto por punto lo que Jack Lester le encomendaba y consiguió su libertad. Del otro le insinuó que visitara a su suegro para exigirle que le revelara el nombre de los traidores. Y entonces avisó a Sturm y a Mac Alloran, se valió de su miedo para convertirles nuevamente en instrumentos de su inquina morbosa. Mac Alloran había viajado a California y asesinó al juez Cochrane disparándole a los ojos, lo hizo de tal modo que todo parecía acusar a Jack Lester. Pero la endemoniada buena suerte de Lester le salvó de la trampa. La misma noche en que su suegro era asesinado, él, que debería haber estado llegando a aquel lugar, se encontró envuelto en un accidente de diligencia veinte millas más lejos, tuvo una heroica actuación y una docena de hombres y mujeres fueron testigos de la misma. Llegó al día siguiente a su destino, cuando ya el asesinato del juez se había descubierto…
Sí, siempre Jack Lester había tenido mucha suerte. Nadie como él podía saberlo, él, su genio malo, su Judas, quien una y otra vez le preparó ladinas trampas con el único fin de destruirlo, de traerle infelicidad y dolor, y daño. Había escapado reiteradamente de ellas, hasta ahora mismo, por un maldito incidente absolutamente impredecible. Ahora iba derecho a Globe, a buscar a Sturm para sacarle la verdad del cuerpo. Descubriría que estaba en Hayden, pero no podría averiguar que también en Hayden se encontraba su antiguo secuaz Mac Alloran, convertido en respetado ganadero.
—Hola, Luke. No te muevas.
Como una aguja de hielo viejo metiéndosele en la nuca, así escuchó el abogado aquella conminatoria salutación a su espalda, dicha en voz baja y clara. Curiosamente, se había abstraído en sus pensamientos, los silbidos del viento coadyudaron también a que no oyera abrirse la puerta. Y estaba silueteado en la ventana.
Mientras la comprensión tremenda penetraba en su mente, paralizándolo, Luke Murchison sintió cómo el hombre de quien todo debía temerlo avanzaba a su espalda. Luego escuchó de nuevo su voz:
—Es inútil que trates de hablar, o de actuar, o de avisar a tus asesinos a sueldo. Tengo ya a Mac Alloran a buen recaudo y también he cazado a Doug Sturm. Ya conozco la identidad del maldito Judas a quien debo todo lo triste y malo de mi vida, Luke; imagínate las oportunidades que voy a darte.
Ninguna, ni la más mínima. Y Luke Murchison era un cobarde integral, un tipo incapaz de reaccionar ante una situación de máximo peligro. Ahora mismo, la mortal angustia que sentía estaba haciéndole temblar, le aflojó la vejiga de golpe, se orinó encima…
—¡No me mates, Jack! ¡Te daré dinero, mucho, todo el que tengo…!
—Calla, rata. Te abraso como te oiga otra palabra, tu voz me revuelve el estómago. Y ahora, date la vuelta, quiero verte la cara, hijo de perra.
Luke Murchison obedeció, temblando como azogado, loco de miedo a morir y absolutamente convencido de que no podía esperar piedad. Vio aquel revólver que había matado a tantos hombres apuntándole a la cara y se imaginó, en el acto, vívidamente, el fogonazo saliendo de allí, el estallido del proyectil contra uno de sus ojos, la muerte, la horrible y cruel muerte…
Jack Lester rascó un fósforo contra la superficie de la mesa del cuarto y alargó la mano izquierda, poniéndole delante de la cara, convulsa, de los desorbitados ojos, la llamita oscilante. Conocía perfectamente la falta de valor del abogado, su miedo a la muerte. Estaba viéndole sudar ahora copioso sudor frío, temblar como con fiebre, boquear como pez fuera del agua. Y una mezcla de asco, odio, desprecio, lo invadió ante aquel ser abyecto y traidor en quien hasta poco antes había confiado, a pesar de todos sus defectos, creyéndole leal. El mayor de todos los errores de su vida…
—Estás loco de miedo, Luke. Ensuciándote encima, ¿verdad?
—¡No… no me mates…! Ahí hay dinero, en mi cartera… Más de dos mil dólares… ¡Son tuyos, te daré mucho más, en mi casa…!
—Cállate. Será muy malo para ti que despiertes a alguno de tus esbirros, porque perderás la última esperanza de vivir que te queda.
La última esperanza de vivir… Fue lo único que entendió el miserable. Y se agarró a aquello como a una cuerda uno que se ahoga.
—¡Haré lo que digas…! ¡Te lo juro…!
—Claro que lo harás. Vuélvete de espaldas y no te muevas.
Mientras le obedecía, acercóse al perchero donde tenía la chaqueta colgada y sacó la abultada cartera, comprobando rápidamente que estaba llena de dinero. Podían no ser dos mil dólares, pero sí eran muchos. Se la guardó y cogió, con la mano izquierda, el chaleco y las botas del abogado, que no se movía, salvo su temblor.
—Ahora sal conmigo. Tengo un trabajo para ti.
El banquero Sturm, aún inconsciente, con los pantalones y las botas puestos, yacía tirado en el pasillo junto a la puerta de aquel cuarto. Lester había encendido el quinqué colocado sobre la mesilla de noche, dejando llama justa para poder ver cada movimiento de Murchison, sin que el resplandor pudiera alertar a nadie. Cuando el abogado vio a su cómplice caído, con un poco de sangre en la sien izquierda, se detuvo y pareció ir a hablar, Lester se lo impidió, diciéndole en ominoso susurro:
—Aún no está muerto. Tú has de ser su verdugo y el de Mac Alloran, como parte del precio por tu cochina vida.
Murchison tragó saliva penosamente. Y se creyó aquella afirmación. No estaba realmente, en condiciones de pensar con claridad.
—No… podré… —jadeó—. Tú lo sabes, nunca he matado…
—Tendrás que hacerlo ahora. Y luego justificar sus muertes dejándome a salvo. De momento, carga con él sin hacer ruido.
En aquellos tiempos se construían dos clases de hoteles en la frontera; unos donde cualquier cliente podía contar el número de respiraciones de los ocupantes de las habitaciones aledañas, y otros de sólidas paredes, donde incluso podía sostenerse una conversación en tono moderado con la seguridad de que el vecino no podría escucharla. El de Mac Clure, en Hayden, era de los segundos y Goldstrike, que lo sabía, se lo informó a Lester previamente. Ahora, Murchison, cargado con su compinche desvanecido, y Lester siguiéndole de cerca, caminaron hacia la escalera sin hacer ningún ruido, aunque escuchando algún que otro ronquido a través de las puertas cerradas. La única que creyó oír algo raro, no podía imaginarse la verdad…
Una vez en la planta baja, Lester hizo que Murchison fuese hacia el corral del hotel, amplio y bien cercado, pero con una puerta lateral a un callejón. La puerta de la cocina la había dejado él simplemente encajada, abrir la del corral fue cosa de pocos minutos, tras hacer caminar descalzo sobre las inmundicias al abogado. Ya en el callejón, le permitió dejar en tierra al banquero y ponerse las botas que le había traído, el chaleco también. Formaban parte de su plan.
Nadie les vio abandonar la población en el profundo silencio de la madrugada. De hecho era la hora en que todos dormían más a gusto.
Encontraron a Goldstrike muy nervioso e inquieto. Pero todo se le pasó al verles aparecer.
—¡Que me maten si no eres el más gran cazador de víboras de todo el sudoeste, muchacho! ¿Cómo diablos te las has arreglado?
—Más adelante te lo contaré. Ayúdame a despertar a Sturm.
Lo despertaron de modo contundente. Y cuando el banquero se vio dónde estaba, en quiénes le hacían compañía, faltó poco para que volviera a desmayarse. No se lo permitieron
—Monta en ese burro. Tú, Luke, en ese otro. Vamos a recoger a vuestro cómplice Mac Alloran.
Fue aquélla una extraordinaria cabalgada, en verdad. Alboreaba cuando prisioneros y guardianes llegaron al pie de la Deadrock y, al reconocerla, al menos un par de los primeros no abrigaron ya dudas acerca de su destino. Mientras Mac Alloran comenzaba a maldecir violentamente, Sturm reaccionó en banquero, ofreciendo oros y moros a Lester por su vida. Murchison se había repuesto ya lo suficiente para comenzar a dudar de la promesa de Lester y también se lanzó, agónicamente, a la puja. Mac Alloran los insultó ferozmente, se vio acusado de haber asesinado a Cochrane y haber entregado personalmente a Lester años atrás, y acusó a su vez…
Todo ello mientras los tres eran forzados a desmontar y ascender a pie hasta la roca de siniestra fama. Goldstrike, y el mismo Lester, usaban sin remilgos sendos rebenques para persuadirlos a no hacerse los remolones; y los gritos de dolor, las súplicas y las maldiciones de los miserables se entrecruzaban en el aire claro del amanecer.
Luego, los tres viéronse allí arriba, entre las rocas, en el pequeño espacio donde una mujer se volvió loca de sed y terror, un hombre se suicidó, al verla así, y otra pareja prefirió lanzarse a la muerte antes de seguir soportando tanta agonía. Aquello había ocurrido muchos años atrás, los tres granujas no pensaban precisamente en la vieja tragedia, sino en su incómodo y negro presente cargado de malos augurios. Jadeantes, sucios de polvo y sudor, vapuleados, acobardados, miraron al hombre que les había capturado con un audaz golpe de mano y ahora se disponía a hacer justicia. Sobre ellos, el día era ya claro y se anunciaba una brillante aurora.
Jack Lester sabía que acababa de llegar al final de un largo y amargo camino. Había pensado durante miles de días y de noches en los hombres que lo traicionaron, en las venganzas que tomaría sobre ellos. Y precisamente todo ocurría de un modo como jamás pudo pensar.
—Desátalos, Goldstrike.
El buscador de oro así lo hizo, sin mayores prisas. Estaban desarmados y el único capaz de reaccionar demasiado entumecido aún por el largo amarramiento total. No intentaron nada. De hecho, quedaron formando un lastimoso grupo de condenados. Goldstrike retrocedió junto a Lester, que tenía el rifle en sus manos y les vigilaba. Luego, fue a tomar algo de una de las bolsas de silla del caballo que fuera del Double T. Tres revólveres. Con ellos caminó, sin ninguna prisa, hasta lo alto de una de las rocas que formaban el conjunto alrededor de la concavidad donde se encontraban los tres miserables. Y una vez allí, esperó.
Entonces, Jack Lester marchó, a su vez, sin perder de vista a sus enemigos a otro punto elevado sobre ellos, como a quince pasos de distancia. Allí, se colocó de espaldas al resplandor del amanecer repleto de belleza, con las piernas algo abiertas, dejó el rifle en tierra y se cruzó de brazos. A los tres condenados parecióles que cobraba de pronto una enorme, gigantesca estatura.
Su voz fría, dura, calmosa, les resonó en los oídos como las trompetas del Apocalipsis.
—Sois tres Judas cobardes, tres canallas de la peor especie. Os debo doce años de celda en Yuma y a ti, Luke, otro montón de cosas, cada una de las cuales basta para pegarte un tiro. Durante mucho tiempo he soñado con daros vuestro merecido y, mira por dónde, ahora consigo teneros a los tres a mi merced sabiendo al fin quién, de todos vosotros, es el mayor traidor, el que me ha hecho más daño. Ha llegado vuestra hora, pero no voy a mancharme con vuestra sangre. Vosotros mismos seréis vuestros verdugos. ¡Goldstrike!
En respuesta a su llamada, el buscador de oro tiró uno tras otro los tres revólveres que había cogido allí abajo, cerca de los tres condenados. Y de nuevo habló Lester.
—Dos de esos revólveres tienen una sola bala, el otro está descargado. Esa es la oportunidad que os doy. Cuando yo os lo diga, cogedlos y procurad matar a otro antes de que él os dé. Uno puede sobrevivir, el que lo logre podrá rescatar su pellejo con dinero y manteniendo cerrada la boca sobre lo que aquí pase.
—¡No puedes hacer eso, no puedes..,! ¡Es un asesinato, un horrible asesinato, me prometiste…!
Era Murchison el que imploraba. Mac Alloran estaba sombrío y tenso ahora, Sturm parecía un coyote acorralado. Lester cortó al abyecto cobarde.
—Te prometí una oportunidad de sobrevivir si matabas a tus compinches, y aceptaste. Ahí la tienes.
—¡Maldito hijo de perra!
Mac Alloran saltó como un loco hacia el arma que tenía más cerca, la atrapó y apretó el gatillo, apuntando a Murchison. Este emitió un loco alarido de terror…
Pero el percutor dio en el vacío. Y veloz como no parecía posible en su estado de postración, Sturm corrió a coger otro de los revólveres mientras Murchison, sollozando, los nervios rotos, era incapaz de llegar al que le tocaba, paralizado por el miedo a morir.
Frenético, Mac Alloran volvió a disparar. Y tampoco hubo estampido. En cambio, Sturm acertó al primero y le metió la bala en el costado. Tosiendo violentamente, Mac Alloran se cayó.
Entonces, Murchison reaccionó saltando hacia el revólver que tenía a mano. Pero Sturm le lanzó su arma ya descargada a la cara, aturdiéndolo al golpearle con ella, y corrió a apoderarse del otro revólver.
Murchison parecía, de repente, haber hallado energías. A pesar del golpe recibido, se echó adelante y se interpuso a tiempo entre Sturm y el arma. Un momento después, los dos hombres se enzarzaban en una pelea salvaje, a patadas, mordiscos, arañazos, rodando por tierra sin ninguno de ellos soltar al otro y sin, tampoco, lograr uno u otro alcanzar el arma por la que pugnaban.
Una pelea salvaje, a muerte… El abogado y el banquero habían perdido todo barniz humano, eran simplemente dos animales feroces enloquecidos por el miedo y disparados a una acción de autodefensa. Tanto Lester como Goldstrike pudieron verlo perfectamente desde sus puestos de observación respectivos, mientras veían también cómo Mac Alloran jadeaba, en tierra, sujetándose la grave herida con la mano izquierda y mirando la lucha de sus dos compinches con ojos inyectados en sangre.
Una pelea salvaje… Desde allí, arriba, juez vengador, Jack Lester estaba contemplando la pugna de sus enemigos traicioneros con una serie de encontradas emociones, dándose cuenta de que al fin, conseguía aún más, mayor venganza de lo que nunca imaginó.
Durante diez larguísimos, atroces minutos, el abogado y el banquero lucharon con manos, dientes, pies, rodillas, a muerte. Murchison era mucho más corpulento, pero el pequeño Sturm parecía poseer una energía feroz. Sin embargo, al fin cayó debajo y las manos de Murchison se cerraron alrededor de su cuello. Desesperado, el banquero trató de zafarse a la mortal presión. Sus rotas uñas desgarraron inútilmente las mejillas de Murchison, llegaron incluso a casi vaciarle el ojo izquierdo. Inútil. El mismo dolor, unido a una loca ansia de sobrevivir, dieron más fuerzas al abogado. Aullaba como una bestia, resollaba, lloraba, pero, apretó, apretó… hasta que los ojos de Sturm casi se le salieron de las órbitas, su cara adquirió un color morado y la lengua, una lengua enorme, horrible, como dotada de vida propia, salió por entre sus dientes roídos y sucios de nicotina…
Ya estaba muerto Sturm y aún seguía Murchison, apretando. Arriba, Goldstrike contenía el aliento, pálido, fascinado. Lester también. Pero fue él quien avisó al abyecto asesino:
—Ese ya está muerto, Luke. Te queda aún Bill Mac Alloran.
Le quedaba Mac Alloran… Sturm ya estaba muerto… Mac Alloran, herido y desarmado… Si lograba matarlo, Jack Lester cumpliría su palabra, podría rescatar su vida con dinero y silencio… Murchison reaccionó, soltó sus convulsivas manos del cuello de su víctima, le miró un momento, como alucinado, luego miró hacia Mac Alloran, que se desangraba a corta distancia, empuñando el inútil revólver, alentó ansiosamente, luego se movió, como una gran bestia, hacia el arma que necesitaba para rematar su macabra tarea. La cogió, apretándola nerviosamente, luego se puso en pie y avanzó, tambaleándose, hacia Mac Alloran. Tenía que acercarse mucho, para no fallarle…
Mac Alloran le estaba mirando de un modo raro, con sus ojos estriados de sangre, sangre saliéndole de las comisuras de la boca torcida por una mueca de dolor, odio y amargura, sangre empapándole todo el costado derecho, la mano izquierda crispada sobre la herida… y el revólver empuñado.
—Tú… maldita rata traidora… —jadeó roncamente—. Anda, dispara… Tu revólver está descargado…
Murchison se detuvo como golpeado por la coz de una muía invisible. Luego, frenético, comenzó a apretar el gatillo. Una, dos, tres veces…
En el vacío. Y mientras el percutor caía una y otra vez en balde, una risa bronca, horrible, estentórea, estremeció a Mac Alloran. Una corta risa, desde luego. Y dijo:
—Al infierno, rata…
Entonces lo vio. Por una larguísima fracción de segundo, los ojos y la mente de Luke Murchison vieron aquello que tanto horror le provocaba. Una llamarada salir de la boca de un revólver apuntando a él…
Sólo que esta vez el impacto, feroz, tremendo, lo sintió en la boca del estómago, un dolor agudísimo, un ardor de infierno penetrándole en las entrañas. La muerte.
Aulló, un aullido ronco. Luego se le doblaron las rodillas, soltó el inútil revólver por cuya posesión acababa de asesinar a Sturm, le rodaron los ojos de modo loco, se agarró con ambas manos la boca de la herida, pareció ir a hablar, buscó con la mirada, ya sin luz, a Jack Lester, erguido e implacable sobre la roja peña, contra el violento resplandor del amanecer, una bocanada de sangre le escapó de la boca con una tos seca y rodó, muerto, por tierra, encogido, estremeciéndose aún unos segundos.
Bill Mac Alloran le vio morir. El mismo estaba muerto también ya. Pero aún tuvo arrestos para volver la cara hacia Lester y decir:
—Buena… vengan…za… Jack…
Antes de caer, a su vez, sobre su propia sangre.
Entonces, Jack Lester respiró hondamente, como quitándose un gran peso de encima. Despacio, descendió de donde estaba mientras Goldstrike le imitaba en silencio, y se llegó junto a los cadáveres de sus tres enemigos. Inclinándose, recogió del suelo el arma que de nada le sirviera a Murchison, la empuñó y apretó el gatillo, apuntando al aire.
Sonó un disparo. Cada uno de aquellos revólveres había tenido una bala en el tambor.
Como al conjuro de aquel disparo, el rojo sol emergió potente, entre un coro de nubes por encima de las dentadas crestas del monte, iluminando la sangrienta escena con su resplandor. Como un símbolo.