CAPITULO IX
Todo se hizo cuidadosamente, a lo largo de la larguísima tarde, mientras el sol caminaba sin prisas al ocaso y el viento ululaba por los muertos, los buitres se disputaban las carroñas de los apaches caídos allí fuera, con su característico descaro, y el aire se iba impregnando despacio del olor a cadaverina. Los heridos más graves acogieron con impresionante estoicismo la explicación de Bradford. Todos sabían, perfectamente, que no podían salvarse, ocurriera lo que ocurriese; estaban locos de dolor, medio desangrados, impotentes para otra cosa que no fuera morir. Y morir en el parapeto, protegiendo la huida de sus camaradas más afortunados hasta entonces, o pegándose un tiro, era mucho mejor, sin duda, que arrastrarse unos metros, unos minutos, para después caer a campo raso, conduciendo a la muerte a aquellos camaradas que aún contaban con una posibilidad de escapar.
Todas las armas, largas o cortas, que no iban a poder llevarse los que intentarían romper el cerco, ni usar los que iban a quedarse, fueron concienzudamente destruidas. Del licor se hizo una generosa distribución, sobre todo a los heridos graves, a quienes se vendaron de nuevo sus heridas; lo demás, junto con los víveres, la munición y la pólvora, fue amontonado dentro de la torre, rociándolo todo con gasolina. Se prepararon varias minas en lugares estratégicos de la fortificación y se roció con petróleo los puntos combustibles, pero a cubierto de las flechas incendiarias. Cuando ya los apaches estuvieran dentro, hombres que llevarían su heroísmo y espíritu de sacrificio hasta el límite, prenderían aquellos regueros de pólvora y el fortín se convertiría en una gigantesca pira funeraria, enterrando juntos a defensores y asaltantes.
Cuando se puso el sol, todos los heridos más graves fueron transportados, cuidadosamente, arriba, al parapeto. En total eran once hombres, al límite de sus fuerzas cinco de ellos, dos casi agonizando. Uno, voluntario, se hizo encerrar junto al polvorín, en lugar seguro, de modo que pudiera prender fuego a la pólvora apenas los apaches irrumpieran en el fuerte. A todos se les acomodó encima de los jergones apilados, de modo que, a su tiempo, pudieran disparar, aunque fuese al aire, dando la sensación, en la noche, de que el fortín resistía.
Los que debían tentar su suerte cenaron en medio de un silencio abrumador, luego se repartieron todo lo que podían llevarse. Mucha munición, armas, agua, algo de comida...
Fue una despedida de soldados, de hombres. La noche había cerrado y se escuchaba la bronca algarabía de los coyotes allí fuera, devorando cadáveres. Los buitres, ahítos, habían alzado el vuelo al oscurecer. Ahora llegarían los indios, a rescatar a los heridos graves que durante el día no pudieron llevarse, a espiar también el fortín...
Y luego nueve hombres, casi todos heridos, iniciaron la última parte de su odisea, envueltos en silencio y oscuridad.
Cuando le tocó el turno a Weston todas sus heridas protestaron a coro del esfuerzo, llenándole el cuerpo de dolores. Pero apretó los dientes y bajó.
Abajo, pegados al rincón entre la torre y el muro, ya esperaban, agazapados, cuatro hombres. Y uno venía, sombra furtiva y silenciosa, hacia ellos. Era un explorador, el primero que descendió, un experto en tretas apaches.
—Tenemos suerte, sargento. El viento nos favorece y los apaches no parecen sospechar.
—Mucho cuidado al avanzar. Cualquier apache herido puede dar la voz de alarma.
—Si yo tropiezo con alguno, no lo hará...
Poco a poco, los nueve hombres se reunieron al pie del muro. Bradford ordenó:
—Leroy, Willock, por delante cincuenta yardas, despejen el camino. Los demás, en columna de a uno. Burns, cubra la retaguardia. Si hay novedad al frente, que uno retroceda a avisarla. Vamos.
—Daría algo por poder fumarme un cigarrillo...
—Ya lo fumarás en Crittenden..., si llegamos.
Avanzar nueve hombres, de ellos siete más o menos heridos, por un terreno cubierto de cadáveres entre los que podía haber algunos heridos enemigos y, también, apaches ilesos llegados a vigilar el fortín; hacerlo envueltos en total oscuridad, sin poder intercambiarse avisos, cuidando de no chocar contra nada que provocara ruidos delatores, no era, ni mucho menos, una tarea divertida y fácil. El pequeño grupo de soldados tardó veinte minutos en alcanzar un punto a cosa de cien yardas de los muros del fuerte, el límite máximo de donde habían caído los guerreros apaches por aquel lado. En adelante sólo tendrían tierra despejada para avanzar... y, probablemente, también centinelas enemigos muy alerta.
Se tendieron formando un grupo, tumbados boca abajo, a recobrar fuerzas los más heridos. Y Bradford envió de nuevo a los dos exploradores, que no tardaron en retornar, aunque a ellos les pareció mucho tiempo, allí tumbados, conteniendo el aliento y el dolor, sintiendo palpitar sus carnes abiertas, correrles la sangre de las heridas... Sobre ellos se lamentaba largamente el viento, a su alrededor merodeaban los carroñeros nocturnos, disputándose presas, la muerte era dueña y señora de la noche... y estaban tan solos como hombres lo pudieran estar.
Luego retomaron los exploradores.
—Hemos descubierto un centinela casi delante de nosotros, a unas sesenta yardas. No le dimos tiempo a gritar. Hay otro más a la derecha, a unas cien yardas del que hemos matado, imagino que al lado opuesto ocurrirá igual. No nos ha parecido buena cosa ir por ellos también.
Tras ellos, en el fuerte, sonó un disparo de fusil. Y luego otros tres. Nada más. Todos sabían muy bien lo que significaba. Sus camaradas malheridos, moribundos, decíanles así que todo iba bien, que podían continuar tranquilos. Y de paso, hacían ver a los apaches que la guarnición continuaba dentro.
—Adelante.
Volvieron a avanzar, pero ahora de pie, encorvados, de dos en dos y alerta a las sombras circundantes. Alcanzaron al caído centinela y, a una orden de Bradford, los dos hombres aún ilesos cargaron con el cadáver, llevándoselo. Cuando sus compañeros le buscaran no lo encontrarían, pero tampoco les sería fácil imaginar lo que pasó. Tal vez opinaran que lo mató un solo hombre, salido a pedir ayuda a Fort Crittenden.
Dejaron al centinela muerto unas doscientas yardas más allá, en un pequeño agujero del terreno. Luego reanudaron la marcha. Sabían que debía haber apaches cerca, pero no cuántos, ni dónde se encontraban. Apiñados ya, con infinitas precauciones, mordiéndose los labios para contener los intensos deseos de gritar que a cada paso sus heridas les provocaban, agarrotadas las manos en las armas que apenas si podían sostener, avanzaron, avanzaron...
Y luego, de entre las sombras delanteras volvió a surgir el batidor.
—Camino libre, señor. Tenemos que apurar. Hay culebras rojas por ambos lados, un campamento a trescientas yardas a la izquierda, pero durmiendo o demasiado lejos para oírnos.
—¿Vio dónde tenían los caballos?
—Sí. Están como a una veintena de yardas del campamento, con un par de centinelas. Debe haber como medio centenar...
—Usted y Burns lléguense allí y consigan al menos un par de caballos sin hacer ruido. Entiéndanlo, ni aun los centinelas deben enterarse.
—Sí, señor. Lo intentaremos.
—Es una locura, Jim —jadeó Weston cuando los aludidos desaparecieron en la oscuridad—. No lo conseguirán... y de nada habrá servido llegar hasta aquí.
—El sargento Burns y el soldado Leroy pueden darle lecciones al mejor cuatrero del Suroeste. Y esos caballos nos son absolutamente imprescindibles. Si los conseguimos, aunque sólo sean dos, cuatro hombres podrán viajar montados, los que estén en peores condiciones, tú, por ejemplo.
—Olvídate de mí. Puedo aguantar muy bien.
Era mentira, pero no iba a dejarse desmayar. Tenía muchísimas razones para desear llegar a Fort Crittenden.
Ellos siete siguieron adelante, deteniéndose a esperar a los dos batidores en un punto convenido por Bradford. Pasaron cinco minutos, diez, quince, veinte... Weston pensaba que estaban perdiendo lastimosamente un tiempo precioso, pero se abstuvo de hablar. ¿Para qué? Estaba, como los demás, atrapado en la misma trampa mortal. Viento, Muerte, Soledad... Fort Duquesne.
Y luego, un rumor cada vez más fuerte, acercándose. Y al poco, un par de densas masas movedizas. Eran Leroy y Burns. Con dos caballos cada uno. Además, caballos herrados, aunque sin monturas.
—Resultó bastante fácil, no soñaban siquiera que estuviéramos tan cerca. Degollamos a uno y al otro le partimos el corazón; no pudieron dar la alarma. Tenían varios caballos herrados, de modo que elegimos cuatro y nos los hemos traído.
—Muchachos, hasta ahora estamos teniendo mucha suerte —dijo Bradford—. Con una poca más, llegaremos a Fort Crittenden. Os pido, lo sé, un tremendo esfuerzo; pero hay que hacerlo, si no queremos que los apaches nos atrapen. Así es que en marcha. Dos hombres a cada caballo, yo iré a pie.
—De ningún modo, señor. No podemos consentirlo.
Sonaron voces roncas, en tono bajo, pero decididas. Aquellos hombres eran sinceros, se les notaba. Finalmente, Bradford halló la solución:
—Leroy, usted y yo somos los únicos ilesos. Usted irá delante, a pie, de explorador durante una hora, luego yo le relevaré.
Así se hizo. Primero hubo que evitar que los caballos relincharan o hiciesen ruidos demasiado acusados. Dos sobre cada uno, sin sillas ni tan siquiera mantas, heridos... Pero aquello era mucho mejor que caminar a pie y con toda la carga. La columna de fugitivos volvió a ponerse en marcha, ahora con mayor rapidez, y se alejaron de aquel lugar de soledad y muerte batido por el viento del desierto. Cuando lo hacían, volvieron a sonar aquellos disparos atrás.
—Buenos camaradas...
Estaban en la mente de todos aquellos moribundos que usaban sus últimas energías para cubrirles la fuga hacia la vida.
Con todo, resultó una marcha dantesca, inenarrable.
Estaban todos tan agotados que iban como sonámbulos sobre los animales, el de delante sujetando las riendas, el de atrás agarrándose a su compañero. Casi a todos ellos les había subido la fiebre y todos sufrían del rabioso dolor de sus heridas frescas. Pero había que seguir, seguir. El instinto de conservación les llevó a superarlo todo y, así, sin saber si llevaban caminando una o mil horas, avanzaron a través de la noche...
Llevarían, tal vez, tres horas de avance cuando a sus oídos trajo el viento un eco sordo desde el Sur. Una explosión.
Quienes la oyeron, olvidaron sus males de golpe. Y todo el grupo se detuvo, parando oído. Inútilmente ya, el silencio habíase adueñado otra vez de la noche. Allí arriba, el amarillo bicornio de la luna menguante alumbraba aquel grupo fantasmal de hombres al límite de sus fuerzas físicas, abrumados por un peso moral inmenso, también.
—Acabaron...
Habían acabado, sí, once valientes. Como mueren los bravos. Y ellos nueve aún estaban vivos, aún tenían que cubrir mucho camino antes de alcanzar, si podían, la seguridad.
La voz seca y dura de Bradford resonó en el silencio:
—Adelante. Nada podíamos hacer por ellos, salvo rezar.
Media hora después, uno de los seriamente heridos perdió el conocimiento y cayó del caballo. Hubo que detenerse y pronto se comprobó que había otros al límite de sus fuerzas. Weston se lo dijo a Bradford.
—No pueden más, hay que detenerse y darles un descanso.
—¿Prefieren que los apaches nos alcancen? Sea como sea, hay que seguir.
—¿Qué hora es?
—Las dos y cuarto. Estamos a nueve millas de Duquesne y aún nos quedan doce hasta Fort Crittenden.
Aun apurando, será día claro antes de que lleguemos allí.
—Y por allí estarán los apaches también. De todos modos, no podremos entrar en el fuerte, nos cazarán si lo intentamos. Habrá que buscar un refugio para pasar el, día, no hay otra solución.
Era tan obvio que Bradford cedió.
—Hay un lugar bastante apto para formar un punto defensivo. Está a unas cinco millas de aquí, pero deberemos desviarnos hacia ese lugar, al Noreste... Espero que los apaches crean que sólo dos o tres hombres lograron escapar de Duquesne y no envíen tras nosotros sino a un pequeño destacamento. En tal caso podremos acabar con ellos bastante fácilmente. Ahora descansaremos una hora. Reajustaremos los vendajes.
Así se hizo. Los cuatro caballos fueron sólidamente atados a sendas rocas y los abrumados hombres tendiéronse, entre maldiciones y suspiros, en tierra, sin siquiera fuerzas para ajustarse o cambiarse los vendajes. Luego, poco a poco, se fueron ayudando los unos a los otros, se encendieron cigarrillos...
A su alrededor, silencio, soledad, la alta luna en declive, el viento lúgubre, las estrellas hermosas y cruelmente indiferentes, los aullidos de los coyotes... Y ellos, un puñado de hombres luchando por su vida, con tiempo sobrado para pensar...
Weston vio cómo Bradford no se tomaba descanso. Tras ayudar a varios de sus hombres a curarse —no a Weston—, encenderles cigarrillos y darles de beber, se alejó unos pasos, como montando guardia, una alta y erguida figura recortándose contra el suelo gris del desierto. Junto a Weston, uno de los soldados gruñó:
—Es el mejor oficial que he tenido. Si logramos salvamos, se lo deberemos a él...
Weston calló. Se preguntaba cuándo él y y Jim Bradford tendrían, que liquidar de una vez por todas las viejas cuentas. Y si entonces debería enseñarle la confesión de Rodney, aquellas fotografías.
Por su parte, Bradford estaba pensando precisamente en él. El, Alfred Weston, que fue su amigo y lo traicionó, al que el azar o el destino habían traído a la sangrienta frontera de Arizona, a aquel agujero infernal de Fort Duquesne, para que al fin pudiera vengarse...
Durante mucho tiempo había soñado con aquella venganza y ahora no le encontraba ningún placer. Tal vez fuera la extraña conducta de Weston, acaso lo ocurrido durante las últimas cuarenta y ocho horas... Pero ya no tenía tanta prisa en matar a su hombre.
—De todos modos, he de matarte, Alfred, por lo que hiciste —murmuró, mirando hacia él—. Pero antes necesito que me digas dónde está Verna, necesito volver a verla y matarla..., si puedo...