CAPITULO XI

Aquél era un lugar realmente estratégico, donde un puñado de hombres, incluso heridos, podían hacer frente a un número de enemigos muy superior. Concretamente, un espigón rocoso, de arenisca roja, alzándose sobre un cono de detritus arrancados de la cúspide por vientos y soles de mil siglos, al flanco de los montes y por encima del ancho valle desolado, como a milla y media más al noroeste del Lecho del Muerto. Entre las agujas y torres de roca, unos cuantos hombres y cuatro caballos podían ocultarse bastante bien. Desde allí, podía verse llegar a cualquiera que viniese por el valle, en cualquier dirección.

El grupo de cansados fugitivos alcanzó aquel punto casi a la salida del sol, luego de contornear la mesa rocosa del Lecho del Muerto, donde sesenta y tantas horas antes sostuvieran el primero de los encarnizados combates que habían sido su tarea desde que salieron de Fort Crittenden. Cuando por fin llegaron a lo alto del mogote rocoso, muchos de ellos ya no habrían podida dar un paso más, se derrumbaron donde estaban y allí quedaron.

Bradford semejaba de acero puro. Atendió a los que se encontraban peor, hizo colocar a los caballos en lugar seguro, donde no pudieran escaparse, y luego él, coa Leroy, el otro hombre ileso del grupo, desanduvieron el camino seguido para borrar lo más posible las huellas de su marcha.

Ahora todos estaban juntos allí arriba, salvo uno que había tendido entre dos rocas, a vigilar el valle con los prismáticos del teniente. Los demás permanecían tendidos, en los lugares de sombra, y cuando el sol les obligaba se arrastraban como lagartos buscando otra mayor. La fiebre, el calor, el dolor y la inquietud manteníales sumidos en un marasmo absoluto, pero despiertos. El peligro era demasiado grande para dormirse.

De vez en cuando, Bradford racionaba el agua de las cantimploras con un vaso de metal. Ahora terminó de hacerlo y se sentó, con la espalda contra la roca rugosa, frente al lugar donde estaba Weston.

Este miró la hora en su reloj. Eran las once y media. Llevaban ya seis horas descansando y, desde luego, les habían hecho bien. Al parecer, no se les perseguía. Tal vez, después de todo, pudieron engañar a sus enemigos, fía riéndoles creer que sólo cuatro, acaso únicamente dos hombres lograron escapar de Duquesne... Dentro de algunas horas podrían reanudar su marcha, algo más descansados, y tratarían, amparándose en las sombras de la noche, de llegar a Fort Crittenden a través de las posiciones de los apaches...

—Agua...

Uno de los heridos más graves volvía a demandar agua. Eso era lo peor. Apenas si les quedaban tres cantimploras llenas, aparte de una con licor. Y tenían que durarles hasta Crittenden.

Un cabo le gruñó, entre dientes:

—Tengo tanta fiebre, sargento, que me parece que voy a estallar como un globo relleno de aire caliente.

Levantándose como pudo, Weston tomó una de las cantimploras y se arrodilló junto al herido que pidiera el agua.

—No bebas mucha, hay que racionarla.

El otro bebió ansiosamente unos tragos, tuvo que arrancarle el gollete de la boca. El mismo bebió sólo un corto trago, aunque tenía una sed tremenda. El agua aún conservábase algo fresca, le hizo momentáneamente sentir alivio. Todo su cuerpo era un infierno de dolores, pero se sobrepuso, volviendo a tenderse a la escueta sombra del peñasco.

El cabo volvió a gruñir:

—¿Cree que saldremos de ésta, sargento?

—Mañana te lo diré.

—Daría cualquier cosa porque fuera de noche ya...

Weston también. Y todos. Los apaches, si decidían perseguirles, darían con ellos y bien poca iba a ser la resistencia que pudieran ofrecerles...

Vio cómo Bradford volvía a levantarse. No estaba quieto durante mucho tiempo, a pesar de sus heridas y su agotamiento. Tenía la responsabilidad de aquellos hombres y el deber sobreponíase a todo en él. Se fue hacia donde estaba el centinela agazapado y le preguntó la novedad.

—Nada, señor... ¡Un momento! Me parece... Mire usted, señor. Hacia el Lecho del Muerto.

Tomando los prismáticos que el otro le tendía, Bradford los ajustó a sus ojos, examinando ansiosamente el punto indicado.

Allí, en el Lecho del Muerto, se movía ahora una mancha amplia, que no alzaba polvareda. Una mancha que iba cogiendo aprisa mayor tamaño, mientras avanzaba hacia Fort Crittenden.

—¿Son los apaches, señor?

Eran los apaches. Sin duda, los que asaltaron y tomaron Duquesne. Venían a reforzar a quienes sitiaban Fort Crittenden.

Pero, al parecer, no pensaban entretenerse buscando a unos pocos soldados fugitivos de la posición que acababan de arrasar. Al menos, ninguna partida, grande ni chica, despegó del grueso de la horda para encaminarse hacia el mogote rocoso donde se hallaban los fugitivos. Tal vez ni los imaginaran allí, quizá pensaran que, en todo caso, unos pocos soldados, probablemente heridos, no merecían la pena de distraer fuerzas de la operación principal. Desde luego, era lo que en el mismo caso él habría hecho. Cuatro o cinco hombres aislados, en aquellas circunstancias, estaban condenados irremediablemente a morir, o a terminar cayendo prisioneros...

Permaneció contemplando el ominoso desfile de guerreros apaches que marchaban contra Fort Crittenden. A ojo de buen cubero calculó que serían unos cuatrocientos. Después de todo, ellos habían vendido muy caro Duquesne. Y los apaches no pudieron partir antes porque era su deber enterrar a sus muertos, con las debidas ceremonias religiosas, al salir el sol.

Cuando los apaches desaparecieron, entre el polvo alzado por los cascos de sus caballos una vez rebasaron el Lecho del Muerto, Bradford retornó junto a sus hombres, no sin encarecerle al centinela que no se descuidara, por si acaso.

—Los apaches van camino de Fort Crittenden —anunció, haciendo que todos olvidaran sus dolores y agotamiento.

Weston inquirió, tenso:

—¿Todos?

—Al menos, no he descubierto que venga hacia aquí ningún grupo de ellos. Creo que ni siquiera nos han tomado en cuenta, aparte de que, lógicamente, han de pensar que no escaparon más de cuatro hombres, tan tos como caballos robados; y, a caballo, incluso unos heridos pudieron llegar cerca de Crittenden durante la noche.

—Así que ahora van a por Crittenden...

—No será tan fácil para ellos como Duquesne. Allí hay ahora cuatrocientos soldados, sin contar a los paisanos. Si Jerónimo se lanza al asalto lo pagará muy caro.

Pero se lanzaría. Necesitaba apoderarse de Fort Crittenden para asegurar su ya fuerte posición con una victoria resonante contra la caballería de los Estados Unidos. Disponía de dos o tres mil guerreros, de todas las tribus apaches, incluso los que vivían en México, incluso los mescaleros de Nuevo México. Daría la última embestida...

Y ellos nada podían hacer, sino esperar.

Esperaron, durante todo aquel tórrido y largo día de fines de primavera, locos de fiebre, dolor, sed, angustia. Envueltos en el maldito viento incesante y ardiente, en la más absoluta soledad, con la muerte contemplándoles, burlona ante su impotencia... Esperaron censando en sus camaradas caídos en Duquesne y en los otros que a aquella hora, sin duda, estarían batiéndose a muerte en Fort Crittenden, igual que ellos hicieron el día anterior. Esperaron y... algunos volvieron a rezar.

Weston y Bradford estaban demasiado mal para ponerse a dilucidar su problema personal. Sobre todo el primero también sentía fiebre intensa y un agotamiento cruel, sus pensamientos se le escapaban o enredaban al borde del desvarío. Alguno de los otros deliraba con los ojos cerrados. No tenían medios de cambiarse los sucios vendajes, el agua les duró justo hasta el anochecer, para los dificultosos bocados que las gargantas se negaban a trasegar...

Comieron en silencio, masticando muy despacio los alimentos, regándolos cuidadosamente con los restos del agua. Tenían por delante una decena de millas de marcha hasta llegar a Fort Crittenden. les era absolutamente preciso llegar allí antes de que la luna en menguante apareciera. O estarían listos.

—La luna saldrá esta noche a las dos y media. Si para entonces no hemos conseguido alcanzar el fuerte, podemos despedirnos de lograrlo esta noche y, probablemente, de vivir.

—Tal como estamos, dudo incluso de que lleguemos muy lejos.

—Tendremos que lograrlo, es nuestra única esperanza. Partimos inmediatamente, sin aguardar a que anochezca.

—¿Y si hay patrullas apaches por las cercanías? Nos descubrirán.

—No se ha visto a ninguna en todo el día. Los apaches deben estar concentrados en Crittenden.

—Por mí, adelante. No podría resistir otro día como el de hoy...

La mayoría, tampoco. Se desató a los nada satisfechos caballos, que no habían comido ni bebido y, por tanto, se hallaban en un peligroso estado de agotamiento, y sobre ellos montaron los cuatro heridos más graves. Los demás bajaron a pie la ladera, aún con suficiente claridad diurna como para que de haber por allí cerca algún indio les descubriera con facilidad.

Pero ahora a todos les invadía una mezcla de abatimiento apático y sombrío fatalismo. Que fuera lo que debiera ser, pero cuanto antes. Mejor morir matando que no acabarse lentamente de fiebre y sed...

Una vez abajo, otros cuatro hombres subieron a los aspeados animales. Leroy volvió a tomar la delantera. Y la lenta huida hacia el Norte, a través del desierto hostil, continuó.

Durante un tiempo que Weston no calculó, pues la oscuridad le impedía mirar su reloj y tampoco tenía ganas de hacerlo, los fugitivos avanzaron al sesgo hacia el Fuerte Crittenden, al lento paso de unos caballos sedientos y hambrientos que no tenían ninguna gana de caminar. A su alrededor la noche tendía su denso manto protector y el viento, ahora fresco, aliviaba mucho sus sienes, rebajándoles la fiebre a los heridos, reanimándoles. El desierto parecía tranquilo, los coyotes aullaban por doquiera...

Y entonces oyeron retornar a Bradford que a la sazón se encontraba destacado, a la descubierta. El meso hecho de que viniera corriendo ya les dijo que algo grave ocurría.

—¡Rápido, hay que desviarse a la derecha! ¡Llegan los apaches!

Llegaban los apaches. Y ellos montaban caballos agotados, estaban aún más agotados por su parte....

Cuatro hombres saltaron a tierra y cogieron de las riendas a los animales, mientras quienes se quedaban montados tendíanse sobre ellos agarrándose a sus crines. Inmediatamente, todos siguieron al teniente, como ciegos, con el instinto de conservación dándole fuerzas.

No podían ir, y no fueron, muy lejos. En una ligera depresión del terreno se detuvieron, los aún montados tiráronse a tierra olvidados de fiebre y heridas, a tas caballos se les forzó también a tenderse y se les impidió relinchar sujetándoles por los ollares. Era todo lo que podían hacer, salvo vender caras sus vidas...