CAPITULO X

Kerry Gallatin regresaba a Kenneth Rocks, sintiendo que había perdido el tiempo o poco menos.

Hasta aquel momento, no había podido hallar pruebas de que ninguno de los habitantes del valle hubiese arrendado los terrenos pertenecientes a los rancheros muertos o expulsados. Sólo había conseguido algunos datos de escaso interés, que no creía le sirviesen demasiado para sus investigaciones.

Ya le faltaba muy poco para llegar al rancho de Stella. Tenía ganas de ver a la joven, aunque se daba cuenta de que la hora no era la más apropiada para la entrevista.

Se dijo, sin embargo, que a ella le agradaría que la despertase. Era una magnífica muchacha y él sentía contento de saberse amado por Stella.

De pronto, vio brillar una luz a lo lejos. Era como si alguien hubiese encendido de pronto una gran cantidad de petróleo.

El resplandor iluminó los edificios del rancho, haciéndoles destacar en silueta. Gallatin se preguntó qué podía ocurrir, pero antes de hallar una solución satisfactoria, oyó un tremendo estampido.

Tiró de las riendas del bayo, deteniéndolo en seco.

El fulgor da las llamas aumentaba y, además, había fuego en otra parte del rancho.

Repentinamente, estallaron numerosos disparos. Aquello hizo ver al joven con claridad lo que sucedía.

¡Los bandidos asaltaban el rancho de Stella!

Una oleada de ira hizo hervir su sangre. Lo primero en que pensó fue lanzarse ciegamente al ataque de los forajidos, pero en seguida comprendió que ello no resolvería el problema.

Era preciso ser más astuto que los bandidos. En un instante se dio cuenta de la posición de ambas fuerzas combatientes.

Picó espuelas y galopó cosa de trescientos metros. Luego saltó de la silla, agarró el rifle y echó a correr, describiendo un gran semicírculo, en dirección a una pequeña loma situada a unos doscientos metros de la casa de Stella.

Su intención era bien simple; quería colocarse detrás de los asaltantes, de modo que estos quedasen entre el rancho y su posición. Así, las llamas de los incendios les iluminarían con toda claridad y podría combatirles.

Corrió como nunca lo había hecho, mientras los rifles detonaban de manera incesante. De súbito, vio que dos de los asaltantes se dirigían hacia la casa principal a todo correr.

Un rifle hizo fuego desde el porche. Uno de los bandidos cayó.

Gallatin comprendió que Stella se defendía desesperadamente. Pero no era más que una mujer y podía acabar sucumbiendo.

Stella disparó de nuevo. Falló y el bandido alcanzó la protección de un abrevadero, desde donde se dispuso a tirar contra la joven.

Gallatin se había detenido ya al observar la escena.

Llevóse el rifle a la cara, apuntó con todo cuidado y disparó.

El bandido alzó los brazos, a la vez que soltaba el arma y dejaba escapar un grito de agonía. Se balanceó un poco adelante y atrás y acabó por caer al pie del abrevadero, hundida la cara en el polvo del patío, Gallatin continuó corriendo y alcanzó la protección del grueso tronco de un roble. Los bandidos parecían sentirse desconcertados por aquel inesperado ataque que se producía desde otro frente.

Gallatin les vio ahora claramente. Eran unos siete u ocho y todos se hallaban tendidos en el suelo, disparando contra la casa. El contraluz de los incendios los iluminaba con toda nitidez, pero por la misma razón, quedaban ocultos a los ojos de los defensores del ranche,

El joven abrió el fuego con toda la rapidez que le fue posible. Un bandido gritó débilmente, giró sobre sí mismo y se quedó inmóvil. Otro chilló agudamente, y poniéndose en pie, corrió a la desesperada, intentando escapar. Alguien, seguramente un vaquero del rancho, le abatió de un certero balazo.

Los demás, viéndose perdidos, se pusieron en pie y se dispersaron, buscando su salvación en la huida. Gallatin alcanzó a otro más y le vio caer, pero el forajido se levantó inmediatamente y pudo ocultarse tras unas matas, que le hicieron desaparecer de su vista en el acto.

El joven oyó galope de caballos y corrió en busca del suyo. Una sombra se alzó repentinamente ante él.

Gallatin se tiró a un lado, en el instante en que el revólver del forajido emitía un par de violentos fogonazos. Mientras caía, soltó el rifle.

Giró una vez sobre sí mismo. Al terminar la vuelta, ya tenía su revólver en las manos.

Disparó aceleradamente. El bandido emitió un roco bramido y se desplomó de espaldas.

Gallatin se puso en pie y continuó su carrera. Era imperativo conocer la guarida de los bandidos.

De repente, vio que un jinete pasaba a toda velocidad junto a su montura. El bandido se inclinó, y, sin refrenar su marcha, disparó varios tiros de revólver contra el animal. Una de las balas lo alcanzó en la cabeza y el bayo se desplomó fulminado.

Gallatin descargó su revólver contra el fugitivo, pero la distancia era excesiva y sus balas se perdieron estérilmente. Desalentado, Gallatin hubo de reconocer que ya no podía alcanzar a ninguno de los fugitivos.

Debería esperar a que se hiciese de día para seguir sus huellas, pero tenía la seguridad de que darían un gran rodeo para regresar a su guarida y además, procurarían borrarlas una vez en relativa seguridad. No le quedaba otra esperanza que la de encontrar a algún bandido con vida y obligarle a hablar.

Regresó al rancho, mientras reponía a tientas las municiones de su revólver. El rifle había quedado abandonado en el campo, pero ya lo recogería cuando se hiciese de día.

Dos de los edificios, el barracón de los vaqueros y el granero eran sendas masas de llamas. Afortunadamente la casa donde vivía Stella permanecía en pie.

Divisó desde lejos a la muchacha, de pie en la veranda y lanzó un fuerte grito.

—¡Stella!

—¡Kerry! —contestó ella.

La joven corrió a su encuentro. Lloraba y reía a la vez cuando le alcanzó y se colgó de su cuello.

—¡Kerry, estás aquí…! ¡Estás aquí! —dijo atropelladamente—. Si vieras qué miedo he pasado.

Gallatin sonrió, a la vez que pasaba el brazo izquierdo por su esbelta cintura.

—Ya no tienes por qué temer —dijo—. He vuelto a tu lado…

—Kerry, no quiero que te marches más. Por favor, no vuelvas a dejarme sola —pidió Stella, estremeciéndose fuertemente de pies a cabeza.

—No lo haré —accedió él—. Pero ahora debes desechar ya tus temores. Estás en seguridad y no hay razón para que temas nada.

—Sí, Kerry, lo que tú digas… ¡Pero he pasado tanto miedo!

—Lo comprendo. Yo también lo pasé cuando me di cuenta de que os atacaban y que podías sufrir algún daño. Afortunadamente, no ha sido así y… Bien, vamos a ver qué se puede hacer por aquí.

Ella asintió. Caminaron juntos, mientras los peones salían de sus escondites con paso y actitudes aún inseguras.

—Faltan dos —observó Stella afligidamente.

Uno de los vaqueros se acercó a la pareja.

—Mac Lean y Westley, que estaba de centinela, han muerto, señorita —dijo con lúgubre acento.

Stella ocultó su cara en el pecho del joven y rompió a llorar. Gallatin procuró consolarla.

—Vengaremos esas muertes —dijo. Luego se dirigió al hombre—: Recojan sus cuerpos y coloquemos en lugar adecuado; mañana les enterraremos.

—Sí, señor Gallatin.

El joven miró a Stella.

—Tengo que reconocer el terreno —dijo—. Sé que varios de los bandidos han caído, pero ignoro si alguno ha conseguido sobrevivir. Entra en la casa y espérame.

—Lo que tú digas, Kerry.

Acompañado por un vaquero, portador de una lámpara Gallatin fue examinando las inmediaciones del rancho.

Sus esperanzas se disiparon cuando sólo encontró cadáveres. El hecho de que la banda hubiera perdido a seis de sus miembros no le alegró excesivamente; seguía sin conocer la identidad de su jefe.

Por otra parte, sin embargo, reconocía que la cuadrilla había sufrido un duro golpe. Él había dado muerte a tres en Kenneth Rocks; ahora, seis más habían perdido la vida. El jefe de los bandidos no podría soportar muchos más golpes de semejante índole.

Regresó a la casa.

Stella estaba ya algo más calmada y había preparado una cafetera llena. Los cuatro peones entraron en el edificio y ella les sirvió café.

—Reconstruiremos el barracón en primer lugar —dijo Stella con voz firme—. El señor Gallatin queda nombrado capataz y todos deberán obedecerle a partir de ahora. Siento lo ocurrido, pero no estoy dispuesta a abandonar unas tierras que pronto serán mías. No obstante, si alguno quiere marcharse, le abonaré su sueldo en el acto, no puedo reprocharle que quiera alejarse de un lugar que, con toda franqueza, tiene muy poco de seguro.

—Los bandidos nos cogieron desprevenidos —dijo uno de los vaqueros— de otro modo, Mac Lean y Westley estarían aún vivos. Por lo que a mí respecta —agregó el hombre—, yo me quedo. Con el señor Gallatin como capataz, me siento completamente seguro.

—Es el único que ha conseguido algo positivo contra esa banda de asesinos —agregó otro de los peones.

Los dos restantes se expresaron en términos parecidos.

Gallatin les dio las gracias. Luego dijo:

—Imagino que los caballos del establo debieron romper sus riendas, asustados por el fuego. Lo primero que habrá que hacer será buscar unos cuantos de los animales; es imposible realizar ningún trabajo sin caballos.

Se volvió hacia la joven.

—Uno de los bandidos mató el bayo que me dejaste, Stella —añadió.

—Pero tú estás vivo —sonrió la muchacha.

Gallatin oprimió su brazo con gesto cariñoso.

—Mañana llevaremos los seis cuerpos de los forajidos a Kenneth Rocks. En cuanto a los dos peones muertos, los enterraremos en donde tú dispongas. Stella.

—En la loma del lado Norte; es el mejor sitio, en mi opinión —contestó ella.

—Muy bien —aprobó Gallatin—. Ahora, amigos, salgan y procuren encontrar todos los caballos que puedan; luego me reuniré con ustedes.

Los cuatro peones abandonaron la casa. Gallatin y Stella quedaron a solas.

Entonces, ella se refugió en sus brazos.

—¿Cuándo acabará este horrible estado de cosas, Kerry? —preguntó con voz dolorida—. Si esto sigue así, pronto habrá en el valle más tumbas que personas vivas.

—No durará mucho, te lo aseguro —prometió él.

—¿Has conseguido algo en la capital?

—En cierto modo, sí, pero no todo lo que había esperado.

Gallatin la condujo a una silla y la hizo sentarse,

—Explícate, por favor —pidió Stella.

Se sirvió más café y, después de tomar unos sorbos, empezó a hablar a la vez que liaba un cigarrillo.

—Confieso que fui a la ciudad con la esperanza de encontrar una pista que me permitiese descubrir la identidad del jefe de los bandidos —dijo—. La adjudicación definitiva de los terrenos se producirá muy pronto y a ese hombre le interesa tener registrados a su nombre todos los que pertenecían a los rancheros asesinados. Pero no encontré gran cosa, salvo que ciertos desconocidos habían registrado esos terrenos a su nombre. —Gallatin se tocó el pecho—. Aquí, en este bolsillo, sin embargo, traigo una lista de todos los habitantes del valle con la relación de terrenos a su nombre. Sólo hay uno que tenga dos trozos de terreno registrados para sí…

—¿Quién es? —preguntó Stella.

—Mills —respondió Gallatin—. No obstante, la fecha de los registros es muy anterior al asalto a la diligencia.

—En tal caso, hay que descartarle como sospechoso.

—Sí, eso mismo pienso yo. Pero de todas formas, hay una cosa que me ha hecho pensar mucho.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la joven.

—Esos nuevos registros fueron hechos después de que se cometió el primer crimen, quiero decir, tras el asalto a la diligencia. Voy a dejarte la lista para que me digas si conoces a alguno de los nuevos arrendatarios

Gallatin soltó el botón del bolsillo de su camisa, sacó un papel doblado y se lo entregó a la muchacha.

—Los nombres sospechosos están marcados con lápiz rojo —indicó.

Stella leyó rápidamente aquella lista. Luego alzó los ojos y movió la cabeza.

—No conozco a ninguno —dijo.

—Me lo suponía —contestó él, simplemente, recogiendo el papel de nuevo.

—¿Quiénes son esos individuos? —preguntó Stella— ¿Dónde están y qué hacen?

—Te diré —contestó Gallatin—. Esos individuos son miembros de la banda, en primer lugar; en segundo, no puedo decir dónde están, porque ignoro su escondite y por último, lo que hacen lo sabes tú tan bien como yo.

—Pero… no comprendo, Kerry; si el jefe de la cuadrilla quiere todo el valle para él…

—Esos registros son meras fórmulas hechas por hombres de paja a su servicio. ¿No comprendes que si él hubiese registrado todos los ranchos abandonados a su nombre se habría hecho sospechoso de inmediato?

Los ojos de Stella se dilataron por el asombro.

—¡Claro! —exclamó—. Ahora lo entiendo, Kerry.

—De todas formas —añadió Gallatin—, tengo una pista casi segura.

—¿Cuál? —preguntó Stella.

—Oldner, el capataz del juez.

Gallatin se interrumpió al ver que Stella meneaba lentamente la cabeza.

—No, Kerry —contradijo la muchacha—. Oldner ya no te dirá nada, por la sencilla razón de que está muerto.