CAPITULO XII

Durante los días que siguieron, Gallatin se dedicó a recorrer uno por uno todos los ranchos del valle. Los rancheros, harto se dejaba ver, se sentían atemorizados y no hubo uno solo que no le recibiera con las armas en la mano.

Gallatin formulaba invariablemente dos preguntas a cada ranchero. La primera de ellas se refería al caballo careto que montaba.

—Este caballo pertenecía a uno de los habitantes del valle —decía—. ¿A quién se lo vio usted?

La otra pregunta se refería al escondite de los forajidos.

—¿Conoce usted algún lugar donde puedan refugiarse y permanecer largo tiempo sin, ser hallados?

Ambas preguntas resultaban invariablemente negativas. Nadie había visto el caballo ni conocía un escondite que reuniera las condiciones descritas por el joven., Gallarín no se desanimó por ello y prosiguió sus pesquisas. Stella le reprochó sus frecuentes ausencias, pero el la consoló, prometiéndole no moverse ya de su rancho apenas hubiese vuelto la paz al valle.

—Entonces —dijo, atrayéndola hacia sí—, nos casaremos inmediatamente.

—No tan de prisa —sonrió Stella—: tengo que encargar el vestido de novia y…

—¿Lo crees de veras muy importante? —preguntó él.

Stella se arrojó en sus brazos.

—Lo importante eres tú —dijo, ofreciéndole sus labios.

Cuatro días después, Gallatin llegó al rancho de Mills.

El propio ranchero salió a recibirle.

—¿Cómo está? —saludó Mills cortésmente—. ¿Quiere pasar y beber algo?

—Un poco de café, gracias —aceptó el joven.

Los dos hombres pasaron a la sala de recibir. Una sirvienta mejicana les trajo el café.

—Y bien, Gallatin, ¿en qué puedo servirle? —preguntó Mills, tras los primeros sorbos de la infusión.

—Le supongo enterado de lo que ocurrió hace noches en el rancho de la señorita Wreed —contestó Gallatin.

—Cierto, y me alegro de que a ella no le ocurriese nada. Quería haber ido a visitarla para expresarle mi sentimiento por lo sucedido, pero no me he atrevido temiendo que mi presencia no le agradase.

—¿Por qué? —inquirió el joven.

—No le soy persona grata —contestó Mills—. Le pedí que se casara conmigo y me rechazó.

—Bueno, no debe hacer mucho caso de ese detalle —sonrió el joven—. El hecho de que no le ame, no indica necesariamente que le deteste hasta el punto de no permitirle la entrada en su casa.

—Prefiero no verla; de este modo, me evito un disgusto.

—Lo comprendo y créame que lo siento.

—Claro. ¿Algo más, Gallatin?

—Sí, se trata de mi caballo careto. Pertenecía a un ranchero del valle. ¿Lo vio usted alguna vez antes de ahora?

—No, sólo el día en que le iban a ahorcar. Me alegro de que Hatcher lo impidiera, Gallatin.

—Gracias —sonrió el joven—. Pasé un mal trago, en efecto. Ahora, dígame…

Mills contestó también negativamente a la segunda pregunta. Gallatin emitió una sonrisa de circunstancias.

—¡Bueno, qué se le va a hacer! Continuaré buscando por otro lado y… Muchas gracias por el café, Mills; estaba bueno de veras.

Recogió su sombrero y se dirigió hacia la puerta. Mills le siguió:

—Gallatin —dijo de pronto el ranchero.

—Dígame, Mills —contestó Gallatin.

—¿Qué interés tiene usted en hallar a esa cuadrilla de forajidos?

—El interés de un porvenir en paz —respondió el joven calmosamente—. Stella y yo pensamos casamos, pero no nos sentiremos tranquilos mientras esa cuadrilla siga haciendo de las suyas por el valle.

Mills se quedó parado un instante. Luego esbozó una sonrisa.

—Le felicito, Gallatin —dijo—. Stella es una mujer de todas prendas.

El joven inclinó la cabeza.

—Gracias, Mills —contestó—. Si averigua algo, no deje de comunicármelo inmediatamente.

—Así lo haré —prometió el ranchero.

Gallatin salió al patio, desató su caballo y partió de vuelta hacia el rancho. Antes, sin embargo, juzgó oportuno pasar por la ciudad, con objeto de ver si Jacobson había recogido algún informe de interés.

Al llegar, vio que el saloon estaba completamente terminado. Un sentimiento de curiosidad le hizo apearse frente al establecimiento, en el que entró a renglón seguido.

Era preciso reconocer que se trataba de un local muy bien montado. Había un par de chicas hablando con irnos clientes y tras el mostrador, un tipo de cierta edad y gran mostacho limpiaba unos vasos con un paño.

Gallatin se acercó al mostrador.

—Cerveza, por favor —pidió.

—Al momento, señor —contestó el barman.

Un hombre se le acercó. Era de regular estatura y vestía elegantemente. A Gallatin le resultó desconocido aquel sujeto, cuya edad calculó en unos cuarenta años.

—Usted es Gallatin —dijo el hombre.

—En efecto.

—Me llamo Turpeen, Art Turpeen, y soy el propietario del local. ¿Me permite que le invite a una copa, señor Gallatin?

—He pedido cerveza, señor Turpeen —sonrió el joven.

—Lo mismo da; su consumición corre por cuenta de la casa. ¡Ted, sirve al caballero!

—Al momento, patrón —contestó el barman.

Instantes después, Turpeen levantaba su copa.

—A la salud del hombre que, según se dice, va a pacificar el valle —dijo.

—No exagere —sonrió Gallatin—. Hago lo que puedo y créame, no es una labor fácil. Pero Kenneth Rocks es un lugar prometedor y vale la pena hacer todo lo que se pueda por vivir con tranquilidad.

—Por eso vine yo, aceptando la oferta que me hicieron —declaró Turpeen.

Gallatin enarcó las cejas.

—¿Oferta? —se extrañó Gallatin.

—Sí, un tal Irving Schull. Me escribió, diciéndome que estos terrenos eran suyos y que podía establecerme en ellos gratis. Añadía que Kenneth Rocks se convertiría muy pronto en un lugar muy poblado y… ¿Qué le ocurre, señor Gallatin? —preguntó Turpeen al observar la expresión de sorpresa del joven.

—¿Ha visto usted a Schull? —preguntó Gallatin con voz alterada.

—No, y eso es lo que me extraña. Sin embargo, supongo que algún día vendrá por aquí para concretar las condiciones definitivas de mi establecimiento en sus terrenos.

Gallatin apretó los labios.

—Dijo que Schull le había escrito, señor Turpeen —habló.

—Sí. Todavía conservo su carta…

—Déjemela ver, por favor —pidió el joven.

—Claro, no falcaría más —accedió cortésmente el dueño del saloon.

Momentos después, Gallatin tenía la carta en su poder.

—La misma letra — murmuró—. Pero Schull no existe.

Turpeen respingó:

—¿Cómo? ¿Quiere decir que me han engañado? — preguntó.

Gallatin miró en torno suyo. El local estaba montado con verdadero lujo.

—¿Cuánto vale todo esto, señor Turpeen? —preguntó.

—Pues… no se lo podría decir ahora con exactitud, pero unos cuantos miles de dólares, desde luego —contestó Turpeen desconcertado—. ¿Por qué lo dice?

Gallatin devolvió la carta a su dueño.

—El valle ofrece buenas perspectivas, en efecto — dijo—. Sobre todo, para la persona que pretende apoderarse de todas las tierras.

Y sin añadir una sola palabra más, se alejó hacia la salida, dejando a Turpeen completamente desconcertado.

Momentos después, entraba en el almacén.

Jacobson vio la expresión de la cara del joven y salió a su encuentro.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó.

Gallatin agarró al comerciante por un brazo y se lo llevó lejos de los clientes.

—Señor Jacobson, ¿a quién pertenecen estos terrenos? —preguntó.

—A nadie —respondió el tendero—. Son tierras libres.

—Se equivoca. Están registradas a nombre de un tal Irving Schull el mismo individuo que me ofreció un contrato en su rancho y que luego resultó no existir. Turpeen, el dueño del saloon recibió una carta análoga a la mía.

—Pero… eso es absurdo, estos terrenos no tuvieron nunca dueño… —balbució Jacobson.

—Ahora lo tienen —afirmó el joven—. Mejor dicho, hay un hombre que los tiene arrendados y que se quedará con ellos apenas el Gobierno entregue los títulos de propiedad definitiva. ¿Se imagina lo que ocurrirá entonces?

Jacobson se llevó las manos a la cabeza.

—¡La ciudad será suya! —exclamó.

—Justamente, y usted, y todos los que han edificado, tendrán que pagar lo que ese hombre quiera… o marcharse de aquí y abandonar los negocios.

—¡Eso nunca! —bramó el comerciante.

—La ley le apoyará, señor Jacobson.

—¡Pero es un asesino!

—¿Y quién se lo probará?

Hubo un momento de silencio. Luego, Jacobson, débilmente, dijo:

—¿Tendremos que resignarnos a que nos despojen de lo que es nuestro?

Gallatin sacudió la cabeza.

—No habrá despojo, señor Jacobson —aseguró con voz firme—. Y puede que antes de muy poco conozcamos ya la verdadera identidad del jefe de la cuadrilla

—¿Cuándo? —preguntó el comerciante, más esperanzado.

—Tal vez esta misma noche —respondió el joven.

Gallatin se equivocó en veinticuatro horas.

Pasó la noche en vela, vigilando las inmediaciones del saloon, sin que ocurriese nada de particular. Al amanecer, regresó al rancho de Stella.

La joven le acogió con verdadera ansiedad.

—Estoy que no vivo cuando no te tengo a mi lado —confesó agarrándose fuertemente a sus manos.

—Lo comprendo perfectamente, pero no puedo permanecer aquí, mientras no haya destruido a la banda y capturado al jefe —respondió él—. Sin embargo, tengo el presentimiento de que muy pronto vamos a conocer su identidad.

—¿Lo crees así, Kerry?

—Ya te he dicho que no es más que un presentimiento, aunque apoyado en ciertos detalles concretos.

—¿Cuáles son, Kerry?

—Turpeen, el dueño del saloon, vino a establecerse aquí, porque le ofrecieron unos terrenos gratis. El hombre que se los ofreció fue el mismo que me tendió la trampa.

—¡Dios mío! —exclamó Stella, aterrada.

—Y ahora —agregó él—, tengo la seguridad de que el supuesto Irving Schull planea asesinar a Turpeen para quedarse con el saloon también. Será uno de los mejores negocios en el valle, ¿comprendes?

—Pero… ese hombre es insaciable, Kerry.

—Lo es. Si consigue sus propósitos, si se adueña del valle, su riqueza y su poder casi no conocerán límites. Pero yo lo impediré, te lo aseguro.

Stella se le abrazó estrechamente y apoyó la cabeza en su pecho.

—Nos casaremos apenas hayas terminado —murmuró—. No me importará el vestido que lleve.

Gallatin rió alegremente.

—Hace buen tiempo y en cualquier vereda encontraremos unas flores. Eso es todo lo que necesitamos, querida —dijo.

Stella le dirigió una intensa mirada.

—Tienes que hacerme olvidar todo lo malo que he pasado —pidió.

—Lo olvidarás —prometió él, estrechándola contra su pecho. Acarició suavemente sus cabellos—. No tendrás que reprocharte nada sobre la elección que has hecho.

—Estoy segura de que no me defraudarás nunca —murmuró la joven, sintiéndose dichosa.

Pero su alegría se vio turbada de nuevo cuando, al oscurecer, vio que Gallatin ensillaba nuevamente su caballo.

—¿Te vas? —preguntó acongojadamente.

—Tengo que hacerlo —respondió él.

Stella inspiró con fuerza.

—Es tu deber… pero quisiera tenerte ya de vuelta —dijo, esforzándose por mostrarse valerosa.

Gallatin la besó en los labios.

—Confía en mí —pidió.

—Sí, Kerry… Confío, pero vuelve pronto —murmuró Stella con voz ahogada por el temor.

Las lágrimas rodaron abundantemente por sus mejillas cuando le vio alejarse en la lejanía y confundirse a poco con la creciente oscuridad.