CAPITULO XI

 

Con gesto que quería ser displicente, pero que, en realidad, trataba de ocultar la preocupación que sentía, Pete Fuller agitó el sobre delante de los ojos de su compinche y dijo:

—Si me ocurre algo, ya sabes. Envíalo por correo al Yard; allí sabrán lo que hacer con él.

Charley Meagham asintió y cogió el sobre.

—De acuerdo, Pete —contestó—. Pero ¿de veras crees que está tan grave la situación?

—El es capaz de todo —manifestó Fuller—. Acuérdate de Readey, También fue a visitarle y acabó con cuatro trozos de plomo en el cuerpo. Claro que Readey no sabía la décima parte de lo que yo sé, pero no está de más tomar todas las precauciones posibles.

—Eso es cierto, aunque a mí me parece que a Readey se lo «cargaron» los chicos de Bugs Slade. Bugs tenía muchas ganas de sacudirse de encima el tipo molesto que era Readey.

—Tal vez, pero el caso es que Johnny fue a Shadderness Court y murió antes de que hubiera pasado una semana de su vuelta. Yo no me fío, ¿comprendes?

—Como quieras. De modo que si te «apiolan»...

—Envía el sobre al Yard. Alguien sabrá lo que se debe hacer. Meagham torció el gesto.

—La verdad, nunca le creí capaz de progresar tanto —dijo—. Encontró un buen refugio, ¿verdad?

Fuller sonrió.

—La casa vale lo suyo, con todos los cuadros y objetos de valor que hay en ella, más el parque que la rodea, que no tiene menos de diez hectáreas de extensión, y, además, algo así como un par de kilómetros de tierras colindantes y cosa de seiscientas mil libras en acciones y valores diversos, todo lo cual pertenece a la niña y él administra como le da la gana. No sé cómo consiguió esa bicoca, ni tampoco me importa demasiado, pero es un pastel magnífico y yo quiero mi parte, ¿comprendes?

Fuller guiñó un ojo a su compinche, el único en quien sabía podía confiar plenamente.

—Y tú también tendrás tu recompensa, Charley —añadió.

—¿Cuánto le has pedido, Pete?

—Cien mil. Meagham silbó.

—Un buen pedazo..., aunque me parece un tanto exagerado. Quizá, con una petición más módica, él podría haber cedido...

—Sé que no cedería ni por un chelín, de modo que he hecho mi propuesta de golpe y por la cifra mencionada, de la que no pienso rebajar un solo penique. Además, estoy ya cansado de este maldito país y quiero marcharme.

—¿Adónde, Pete?

—¿Qué te parecen las Bahamas?

—Pues...

Meagham no tuvo tiempo de continuar. Fuller lanzó un grito repentino y se llevó la mano al corazón.

—Oh... —gimió—. Me duele...

Desfalleciendo bruscamente, Fuller se derrumbó sobre un sillón.

—Charley..., un médico..., pronto.... Me..., me muero...

Meagham se quedó aterrado. Tiró el sobre encima de una mesa, agarró una botella, llenó una copa y corrió hacia su compinche.

—Pete, toma un trago... Vamos, haz un esfuerzo. Esto no es nada, se te pasará pronto... Meagham se calló. Fuller tenía la cabeza echada hacia atrás, apoyada en el respaldo del sillón y sus ojos miraban vidriosamente al techo. La mano que había llevado al pecho resbaló lentamente y quedó apoyada en el asiento.

La copa se escurrió de los dedos de Meagham, estrellándose contra el suelo. Durante unos momentos, el sujeto permaneció en aquella misma postura, absolutamente inmóvil, negándose a creer en el repentino fallecimiento de su compinche.

Luego, reaccionando, agarró el sobre y se dispuso a salir. Cuando ya abría la puerta, un hombre le cerró el paso.

—No tan de prisa, Charley —dijo el inspector Ryan—. Tu socio, tú y yo, tenemos que hablar largo y tendido, de modo que podemos pasar el tiempo tranquilamente...

Meagham alzó las manos instantáneamente.

—¡Le juro que yo no he sido, inspector! ¡Ha sido una muerte repentina! Un ataque al corazón...

—Pero ¿qué estás diciendo?

Meagham se dio cuenta vagamente de que el policía no llegaba solo. Dio un paso lateral y señaló al interior de la estancia.

—Allí lo tiene, inspector. No hace ni cinco minutos, estábamos hablando tan tranquilamente...

Ryan lanzó un juramento. Fue a entrar en el apartamento, pero, de pronto reparó en el sobre que Meagham sostenía aún en alto y se lo arrebató de un manotazo.

—¡Trae acá! —gritó.

—Se lo juro, inspector; Pete me lo había dado para que se lo entregase a alguien del Yard...

—Bien, bien, ya hablaremos de eso más tarde. Ahora vamos a ver si es cierto que Fuller ha muerto de un ataque al corazón.

Ralph y Scarlett entraron detrás del inspector, Ryan auscultó brevemente a Fuller y luego se incorporó.

—Voy a llamar al forense y a una ambulancia —anunció.

 

* * *

 

El inspector Ryan terminó la lectura de los papeles que había en el sobre y levantó la vista para fijarla en los rostros de los dos que tenía frente a sí.

—Esto confirma todas las sospechas que ya teníamos sobre Sphyllix —dijo—. Fuller hizo un buen trabajo, aunque no le sirvió para nada. Estuvo investigando durante meses, pero lo hizo para chantajear a Sphyllix, de quien había sido compinche en tiempos.

Ralph asintió. Después de haber hablado aquella misma mañana con Ryan y contarle cuanto sabían, el policía había atendido la sugerencia sobre un nuevo dibujo de la cara del tutor. Las huellas dactilares, además, habían confirmado plenamente su auténtica personalidad.

—Un hombre listo, que supo ganarse la confianza de los padres de Elsa —había dicho Ryan, al conocer los datos sobre la identidad del tutor—. Haré que investiguen nuevamente el accidente, por si fue provocado, cosa que, ahora, después de saber quién es el sujeto, tiene grandes probabilidades de ser cierta.

—Pero el testamento en que lo nombraba tutor... —dijo Scarlett.

—Pudo falsificar esa parte del documento. En fin, lo que importa ahora es que sabemos quién es y, con razón, podemos presumir que han entrado a saco en la fortuna de la niña. Pero todavía podemos conseguir más datos, si hablamos con un viejo compinche que tuvo en tiempos y con el que realizó un sinnúmero de estafas y fraudes de todas clases, aprovechando sus dotes para la pluma y no precisamente como escritor, sino como falsificador.

Y ahora, aunque habían llegado tarde para hablar con Fuller, tenían una serie de documentos que podían comprometer gravemente a Sphyllix y, lo que era mejor, en opinión de Scarlett, solicitar y obtener una revocación de la tutela.

—¿Se le podrá arrestar, inspector...? —consultó la muchacha.

—Eso depende de la investigación que hagan los censores jurados de cuentas. Si se encuentra fraude o malversación, no les quepa la menor duda de que lo arrestaremos, acusado de esos delitos.

—Hay más cosas quizá, Tom —dijo Ralph gravemente—. Hechos peores que una simple malversación.

—¿Te refieres a las muertes misteriosas? ¿Quién puede probarlo, si, como en el caso de Fuller, se trata de un ataque cardíaco?

—Provocado por Elsa —exclamó Scarlett.

—La niña no puede matar. Tal vez, tiene el don de la profecía, pero, matar... —dijo Ryan escéptico.

—En todo caso, yo no me refería a esas muertes misteriosas, sino a Harry Long. Elsa lo quería y nunca dijo que fuese a morir pronto, como en otros casos. Para mí, Harry fue asesinado —afirmó Ralph.

Ryan hizo un gesto de duda.

—En todo caso, si no encontramos el cadáver... no habrá corpus delicti y, por tanto, no podremos formular ninguna acusación —manifestó.

—¿Quién sabe? —Murmuró el joven, que estaba pensando en las portentosas facultades de clarividencia de Elsa—. Ryan, basado en esos documentos, ¿puedes pedir a un juez la revocación de la tutela y el traspaso de esos derechos a su prima Scarlett?

—Lo intentaré —respondió Ryan. Ralph se puso en pie.

—En cuanto tengamos el documento, iremos a Shadderness Court —declaró.

—Y yo les acompañaré —dijo el policía.

 

* * *

 

La corredera de la pistola automática emitió un siniestro chasquido al hacer el doble viaje hacia atrás y adelante y llevar una bala a la recámara.

—Lo siento —dijo Sphyllix—, pero no podemos terminar de otra forma. El ama de llaves asintió.

—Puede resultar peligroso —objetó.

—¿De veras? Annie es una joven inestable y un tanto histérica. Sabe que su alumna posee una mente muy superior a la del común de los mortales. Temerá que Elsa se vuelva un día hacia ella, diremos que lo mencionó en más de una ocasión, y la matará a tiros y luego se suicidará.

—En tal caso, la fortuna pasará a poder de su prima, estoy seguro... Sphyllix soltó una risita.

--La mayor parte del dinero está a buen recaudo —aseguró.

Deirdre adelantó un par de pasos, hasta que sus senos opulentos rozaron el pecho del hombre.

—Entonces, será mejor que no nos quedemos —propuso,

—¿Cómo?

—Ya lo has oído. Mátalas y nos largamos inmediatamente.

—Sospecharán de nosotros...

—La servidumbre no oirá los disparos. Duermen demasiado lejos.

Sphyllix pareció meditar sobre la proposición que su amante acababa de hacerle.

—No es mala idea —dijo—. Tal vez lo mejor será que tengas todo preparado. Yo me ocuparé del coche.

—De acuerdo.

Sphyllix se quedó solo. Durante unos momentos, permaneció inmóvil. Era una lástima, se dijo; aún iba a dejar un buen pico en el Banco..., pero la seguridad propia valía ya más que todas las cosas. Annie hablaría con su amiga Scarlett y él sabía que la prima de Elsa recelaba de lo que sucedía en la casa. No, lo mejor era desaparecer.

Además, y aunque no hubiesen corrido ningún riesgo, también tenía que matar a Elsa. Cada vez que pensaba en la amenaza que había proferido la niña por la mañana, sentía que su frente se cubría de un sudor filo.

Pues conocía los formidables poderes de Elsa y no quería que un día pudiera utilizarlos contra él.

Salió de su despacho y fue al garaje, en donde revisó el coche, encontrándolo en perfectas condiciones. Luego regresó a la casa. Deirdre lo encontró poco más tarde y le anunció que ya tenía todo listo.

Sphyllix se llenó los pulmones de aire.

—Vamos —dijo.

Subieron al primer piso. Sphyllix abrió la puerta del dormitorio de Annie, quien todavía no se había acostado. Sentada en un sillón, la institutriz leía un libro.

—Venga con nosotros —ordenó Sphyllix.

Annie se puso en pie y dejó el libro sobre el sillón. La pistola que brillaba en la mano del tutor era un claro indicio de la suerte que le aguardaba. Extrañamente serena, caminó delante de Sphyllix.

El ama de llaves estaba detenida ante la puerta del dormitorio de la niña, Annie la miró despreciativamente, casi con orgullo, pero no le dijo nada.

—Entre ahí —dijo la señora Broadhurst.

Annie alzó la barbilla. Elsa oyó el ruido de la puerta al abrirse y se sentó en la cama.

—¡Señorita Annie! —exclamó—. ¿Por qué me despierta a estas horas?

—Quizá tu tutor pueda explicártelo mejor que yo, querida —respondió la joven. Los grandes ojos de la niña escrutaron el rostro de Sphyllix.

—¿Va a matarnos? —preguntó.

Los labios de Sphyllix se contrajeron.

—Maldición, yo no querría..., pero no tengo otro remedio —exclamó coléricamente.

Elsa abandonó la cama y, con los pies descalzos, caminó hasta situarse junto a su institutriz.

—Ahora me doy cuenta de que estaba equivocada —dijo—. El señor Sphyllix es un hombre malo...

—Sí, lo es, Elsa —corroboró Annie, a la vez que apretaba la cabecita infantil contra su pecho, sin apartar la vista del hombre—. Pero sabrán que ha sido usted el que nos ha asesinado...

—Lo tomarán como un asesinato, cometido por usted, y luego la verán muerta al lado de la niña. Pensarán qué es un suicidio, ¿comprende?

—Empieza a tener miedo —dijo Annie—. Tiene un miedo espantoso...

—¡Sí! —Vociferó Sphyllix—. Tengo miedo, pero no de usted ni de otras personas, sino de ese pequeño monstruo que es capaz de matar con sólo desearlo. Es inútil negarlo, usted lo sabe ya tan bien como yo y no puedo correr el riesgo de marcharme y dejarlas vivas. ¿Lo entiende ahora?

Annie fijó la vista en el rostro del tutor. Sphyllix sudaba copiosamente y su mano temblaba de un modo convulsivo. Ahora, adivinó, Sphyllix tenía miedo de Elsa... sentía un pánico horrible hacia el monstruo que él había convertido a una niña pura y dulce, que no era culpable en absoluto de poseer una mente con poderes poco menos que infinitos.

La pistola se alzó lentamente. Annie se preparó para oír el primer disparo.

Pero en el mismo momento, un violento chorro de luz entró a través de los cristales de la ventana, a la vez que se percibían sonoros chirridos de frenos.