CAPITULO XII

 

Sphyllix lanzó una horrible maldición al darse cuenta de que alguien llegaba con notoria inoportunidad para sus proyectos. Ya no podía usar la pistola, sin que se descubriese inmediatamente lo sucedido. Volvió la cabeza hacia la puerta un momento y Annie decidió aprovechar la ocasión.

—¡Corre, Elsa! —gritó a la vez que tiraba de la mano de la niña.

Annie iba delante y, con el hombro, cargó contra Sphyllix, derribándolo violentamente a un lado, merced más al efecto de 'la sorpresa que a sus propias fuerzas. El tutor rodó por tierra, lanzando espumarajos de rabia. Cuando quiso recobrar la pistola, Annie y la niña corrían ya escaleras abajo. El ama de llaves, aturdida, no acertaba a reaccionar.

—Maldita sea, Deirdre, agárralas...

En la puerta sonaban unos fuertes golpes. Corriendo como si les hubieran salido alas en los pies, Annie y Elsa alcanzaron el vestíbulo y llegaron a la puerta.

—¡Abran, abran! —gritó Ralph al otro lado.

Mientras, Sphyllix había conseguido recobrarse y tenía la pistola en la mano nuevamente. Cuando llegó a la barandilla superior, vio que la puerta se abría y varias personas irrumpían en la casa.

Pero ahora estaba loco, ciego de terror Elsa estaba todavía con vida. La niña había visto su maldad y podría castigarle con la muerte. Alzó la pistola y apuntó cuidadosamente al centro de la espalda de Elsa, que se abrazaba a su prima en aquellos momentos.

Entonces, Ralph vio al tutor y, saltando con todas sus fuerzas, empujó a Scarlett y Elsa a un lado, derribándolas al suelo. Detrás de él, Ryan sacó su revólver.

—¡Quieto, tire esa arma! —gritó.

Al mismo tiempo, el ama de llaves, que se había dado cuenta del inesperado cambio de la situación, se abalanzaba hacia Sphyllix y trató de quitarle la pistola.

—No te comprometas más, Quint... No empeores más tu situación...

—¡Déjame, déjame! —Contestó Sphyllix con todo el aspecto de un demente—. Esa niña infernal no puede seguir viviendo...

El arma se disparó súbitamente. Deirdre Broadhurst lanzó un gemido, soltó a Sphyllix, se llevó ambas manos al pecho y, después de unos pasos vacilantes, acabó por desplomarse al suelo.

Arrodillado en el vestíbulo, Ralph cubría con su cuerpo a la niña. A su lado, el inspector Ryan hizo una nueva intimación al sujeto:

—¡Por última vez, deje caer el arma o haré fuego!

Sphyllix contempló con ojos ausentes el cuerpo inerte de Deirdre, en cuyo pecho se ensanchaba rápidamente una mancha de sangre. Luego, lentamente, bajó el brazo y abrió los dedos.

 

* * *

 

Sentado en un sillón de la biblioteca, con las manos esposadas, Sphyllix negó con energía los cargos que se le imputaban.

—Es inútil que se encierre en sus negativas —dijo el inspector—. Peritos calígrafos de Scotland Yard van a examinar el testamento por el que se le nombraba tutor de Elsa. También vamos a investigar el accidente de automóvil en el que murieron los padres de la niña: es muy posible que lleguemos a demostrar que fue provocado.

—El coche quedó completamente destrozado y hace años ya que lo desguazaron — declaró Sphyllix—. Lo único que pueden probar en contra mía es la falsificación del testamento...

—Y el dinero que tomó de la herencia de la niña. Sphyllix hizo un gesto desdeñoso con los hombros.

—Una estafa más, que se paga con unos cuantos años de cárcel.

—Queda la muerte del ama de llaves —dijo Ryan.

—La pistola se disparó accidentalmente. Yo pretendía evitar que hiciese fuego contra la niña. El jurado puede tomar las declaraciones de los testigos como parciales. Y, aunque no sea así, inspector, usted sabe perfectamente que no tenía intención de matar a la señora Broadhurst.

Ralph se sentía asombrado del cinismo y la sangre fría que demostraba aquel criminal. Sphyllix, ya rehecho, pasado de pánico que le había situado al borde de la locura, había vuelto a recobrar la calma y la sangre fría.

Ralph se inclinó hacia adelante.

—Annie lo ha contado todo. Usted se aprovechaba de las portentosas facultades de Elsa, para obligarle a matar a quien le estorbaba..., por ejemplo, Robin Morrow y Pete Fuller. Elsa lo hizo una vez, inconscientemente, porque no sabía calibrar el alcance de sus deseos. Pero cuando el segundo «Duddy» murió y ella lo hizo resucitar, usted empezó a fijarse muy particularmente en sus facultades mentales. Puede que no se le relacione con la muerte de Readey, pero sí habría algo que decir acerca de las otras dos.

Sphyllix sonrió desdeñosamente.

—Esos hombres murieron de sendos ataques al corazón —dijo.

—Porque usted inyectaba pentotal sódico a Elsa y la sometía a un estado de hipnosis, durante el cual, la mente de la niña quedaba sujeta a la suya y ello le permitía influir en su ánimo y darle órdenes que ella ejecutaba luego sin tener la menor idea de lo que hacía — dijo Scarlett, que había aparecido silenciosamente en la biblioteca—. Elsa mataba porque usted se lo ordenaba. Annie Rawlins vio la ampolla de pentotal y oyó las órdenes que usted le daba respecto a Fuller.

—Al cual, por cierto, vimos apenas muerto —añadió el inspector Ryan.

—¿Hay modo de probar que yo tuve algo que ver con esos hechos? —preguntó Sphyllix cínicamente.

—Le diré una cosa, Sphyllix: vamos a investigar a fondo todo lo que ha sucedido aquí y, créame, va a pasar una larga temporada en la cárcel. Quizá toda su vida.

—No me haga reír, inspector. Los únicos delitos que se me pueden probar no acarrean una condena de cadena perpetua. Y usted lo sabe mejor que nadie.

—Sphyllix... Mejor dicho, le llamaré a partir de ahora por su verdadero nombre: Quentin Félix, que usted transformó en Quintus César Sphyllix, por dos razones: la primera, porque el nuevo nombre era mucho más sonoro y propio del tutor de una niña inmensamente rica. Y la segunda, porque el apellido Sphyllix es muy parecido al suyo, aunque con las suficientes diferencias para que nadie lo reconociese.

—Salvo unos amigos que supieron dar con usted y exigieron su parte en el pastel —dijo Ralph—. ¿También Morrow quería dinero?

Sphyllix meneó la cabeza.

—No. Era un sujeto repulsivo y amenazó con revelar mis relaciones con la señora Broadhurst.

—Lo cual podía provocar un escándalo y la consiguiente revocación de la tutela, ¿no? Sphyllix asintió.

—No iba a permitir que lo divulgara...

—Está bien —exclamó Ryan—. Hay muertes de las que no se le puede acusar; pero, en cambio, formularé contra usted la acusación de asesinato en la persona del doctor Harry Long.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó Sphyllix insolentemente.

—Enterrado bajo el cedro —sonó de repente la voz de Elsa.

Sphyllix se irguió en el asiento. Ralph, Scarlett y el policía volvieron la cabeza hacia la puerta, en cuyo umbral acababa de aparecer Elsa, cubierta con una bata y acompañada de su institutriz.

—Lo he visto de repente —continuó Elsa—. La señorita Annie ha recordado al pobre Harry y yo le apreciaba mucho... y entonces he sabido que está muerto y enterrado bajo el cedro.

Ryan se volvió hacia Sphyllix.

—¿Lo ha oído? —preguntó.

El asesino se esforzó por mantener la serenidad.

—Bien, pero, en todo caso, ¿cómo podrán probar que fui yo quien lo maté y luego lo enterré en el sitio que indica ese pequeño demonio? No admitiré nunca haber cometido esa muerte y, se lo aseguro, no hay la menor prueba que pueda relacionarme con ello.

—Las gafas de pinza están en la tumba de Harry —declaró Elsa.

Sobrevino un profundo silencio. Annie se llevó una manó a la boca para no gritar. Ahora recordaba el detalle de la mano de Sphyllix, acariciando casi constantemente el chaleco, en el que faltaban unos impertinentes que siempre habían estado allí, y recordaba también las otras gafas para lectura, semicirculares, que Sphyllix se había visto obligado a utilizar al perder las otras.

Ralph y Scarlett miraron fijamente al asesino. Sphyllix se dio cuenta de que Elsa había dado la pista que le condenaría irremisiblemente y se desmoronó por completo. Toda su arrogancia desapareció y se convirtió en un hombre encogido y abrumado por la derrota. En su rostro, apreció Ralph, no quedaba un átomo de calor.

 

* * *

 

Annie bajó del primer piso y aceptó con una sonrisa la taza de té que le ofrecía Scarlett.

—Elsa duerme —informó.

Ryan y su ayudante se habían llevado al asesino. Otros policías, con linternas, cavaban al pie del cedro.

—Ahora nos vamos a enfrentar con una serie de problemas de no fácil solución —dijo Scarlett—. No hablo siquiera del jaleo que va a representar aclarar la serie de estafas y malversaciones que Sphyllix hizo Con la fortuna de mi prima. Curar esa mente es lo más importante por ahora,

—El doctor Hanlon nos ayudará —manifestó Ralph.

—Tiene mucho que hacer con Elsa —convino la muchacha—. Mi prima posee unas facultades poco menos que milagrosas y cuando sea mayor, si no las utiliza para el bien, puede convertirse en un auténtico monstruo, mucho más que ahora, porque todo lo que hizo fue bajo la infernal influencia de su tutor.

—Pero ¿era posible que una niña, con una mente tan poderosa, pudiera acatar las órdenes de Sphyllix? —preguntó Annie.

—Elsa hacia lo que le ordenaban. Es como si a usted le hubiese puesto Sphyllix una pistola en la mano y le hubiese ordenado disparar contra determinada persona, tras haberle aplicado una dosis de pentotal. Usted, Annie, habría disparado sin vacilar... y Elsa mataba con el solo poder de su mente. Pero no se le puede culpar en absoluto, no, en absoluto —exclamó Ralph enfáticamente.

—Ella no es la culpable —murmuró Scarlett—, Ni siquiera se le puede reprochar la muerte de Freddy Gardner. Nosotros mismos, de niños, hemos pronunciado alguna vez frases parecidas.

—De todas formas, abrigo la esperanza de que Elsa, cuando llegue a mayor, se convierta en una’ persona enteramente normal. A su modo, es una niña prodigio... y ya es sabido que los niños prodigio, en su inmensa mayoría» se convierten luego en seres normales. Podríamos citar infinidad de casos...

Ralph meneó la cabeza.

—Ojalá pudiéramos decir eso dentro de algunos años —murmuró sombríamente—. Sí hemos de creer en la clarividencia de Elsa, ella no vivirá ya mucho tiempo.

—¡Ralph, no digas eso! —exclamó Scarlett, aterrada.

En aquel momento entró un sargento de la policía, con un objeto en la mano.

—Los lentes de Sphyllix. Estaban junto al cadáver del señor Long —declaró. Ralph y Scarlett se miraron en silencio. Elsa había dicho la verdad.

—Los guardaré para entregárselos al inspector Ryan —añadió el policía.

—Gracias, sargento —dijo Ralph.

Pasaron algunos minutos. Aunque ya era una hora muy avanzada, pronto amanecería, ninguno de los presentes sentía deseos de dormir.

—Por supuesto, Annie, tú seguirás cuidando de Elsa —dijo Scarlett—. Seguramente, mi padre será nombrado su tutor y no tendrá inconveniente en que continúes en tu puesto.

—Haré todos los posibles para que Elsa olvide lo ocurrido —manifestó la joven—, Pero tendremos que sacarla de aquí, llevarla a algún lugar más amable, donde naya sol y luz... y sea de veras una niña como todas las de su edad. Y procuraré conseguirlo, porque pondré en ello todo mi empeño.

Ralph no quiso contradecir a la institutriz. En su fuero interno, pensaba que tan bellos proyectos no podrían realizarse.

Annie se dirigió hacia la puerta.

—Voy a dar una vuelta por el dormitorio de Elsa; quiero ver si su sueño es tranquilo — dijo.

Ralph y Scarlett quedaron solos, hablando en voz baja, De súbito, se oyó un agudo chillido en el piso superior.

—¡Elsa no está en su habitación! ¡Ha desaparecido! —gritó Annie.

Ralph se puso en píe de un salto. Annie bajó las escaleras desolada, casi histéricamente.

—No sé dónde ha podido ir esa pobre niña…

Scarlett procuró calmarla. Ralph frunció el ceño, mientras trataba de adivinar el lugar al cual había podido dirigirse Elsa.

De pronto, concibió una idea. Recordó lo que había dicho Elsa acerca de su futuro, tan corto...

—¡Venid conmigo! —exclamó.

Las dos jóvenes corrieron tras él. Ralph subió al coche y lo hizo arrancar de inmediato.

Cuando llegaron al cementerio de Shaddlebell, Scarlett comprendió la idea del joven.

Era ya casi de día cuando oyeron los gemidos lastimeros de un perro. A la lívida luz del amanecer, Ralph, Scarlett y Annie presenciaron una escena indescriptible.

Elsa yacía sobre una gran losa, que cubría la sepultura de sus padres. «Duddy», junto a ella, emitía débiles gemidos, con los que quería expresar el dolor que sentía en aquellos momentos. En los labios de la niña aparecía una dulce sonrisa.

—Está dormida —exclamó Annie.

Con infinito respeto, Ralph se arrodilló junto a la tumba y tomó la muñeca de Elsa.

Sabía, sin embargo, que era un gesto inútil.

Los dos jóvenes le contemplaban con ansiedad. Al fin, Ralph irguió un poco la cabeza y habló:

—Scarlett, Elsa te pidió que cuidases de «Duddy» cuando ella faltase.

La muchacha comprendió y rompió a llorar amargamente, arrodillada también junto a la sepultura. «Duddy», como si alguien le hubiera dicho que tenía una nueva ama, se acercó a ella moviendo el rabo y empezó a lamerle las manos.

Annie sollozaba inconsolablemente. Ralph se puso en pie.

Miró hacia el Este. Un rayo de sol rojo dio de lleno en su cara. Le pareció que aquel resplandor era el anuncio de una nueva época en su vida.

Nunca olvidarían a una pobre niña, que había tenido la desgracia de poseer una mente indescriptiblemente poderosa y de cuyas portentosas facultades se había aprovechado un granuja sin escrúpulos.

Ciertamente, Elsa había poseído el don de la clarividencia y había sabido anunciar su muerte.

Pero también había profetizado sucesos más agradables. Miró a Scarlett, que ahora acariciaba al perro, todavía con lágrimas en los ojos, y pensó que la joven volvería a sonreír un día.

Nunca olvidarían a Elsa, nunca mientras viviesen, pensó, mientras el sol ascendía en el horizonte.

 

 

FIN