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(Contraseña)
En el fondo sabía desde el principio, aunque no quise detenerme a pensarlo, que todos esos registros de la casa de Jacobo, hurgando entre sus cosas y sus papeles, escuchando sus discos y mirando una vez tras otra la media docena de fotos encontradas en los cajones tenía más de poesía que de eficacia y que, verdaderamente, donde se encuentran hoy en día las claves para desentrañar los movimientos de una persona, como bien saben no sólo los investigadores sino cualquier niño medianamente avispado, es en su ordenador. Junto con los registros de llamadas del teléfono, es allí donde queda todo el rastro.
Cuando la policía devolvió esos aparatos, el móvil de Jacobo estaba sin su correspondiente tarjeta, apenas una carcasa sin datos que rascar aparte de la fecha y la hora, pero el ordenador en cambio parecía no haber sufrido daños ni grandes modificaciones. Supongo que se quedarían con una copia del disco duro para buscar cosas raras tirando del historial de Internet, pero el hecho es que lo devolvieron intacto y eso me permitió pasar unas cuantas horas fisgando en las carpetas y visitando las páginas en las que él había estado recientemente: mucha Wikipedia, muchos artículos sobre arte, blogs literarios y cosas así, pero nada que llamara especialmente mi atención desde el punto de vista de averiguar si se había metido en algún lío extraño: no había entrado, al menos en los últimos meses, en ninguna página de contactos ni de compraventa de nada. Tampoco era asiduo de los casinos virtuales. Ni siquiera tenía banca electrónica. Comparado con el mío, y eso que tampoco lo uso para gran cosa, podría decirse que aquel portátil estaba prácticamente vacío. Absolutamente nada de lo almacenado en ese trasto tenía el más mínimo interés salvo, quizás, unas cuantas fotos de una mujer a la que yo no había visto nunca que tenía unos muslos brillantes y dorados, del color del pollo a l’ast. Esas fotos estaban metidas dentro de una carpeta a la que había dado el nombre de «N.». En una de ellas posaba en cuclillas al tiempo que se abrochaba una sandalia y sonreía a la cámara, en otra estaba totalmente de espaldas preparando algo en una cocina y en las demás, tomadas el mismo día a juzgar por la ropa y el peinado, aparecía de frente en distintos lugares de lo que parecía ser un parque de barriada como tantos otros. En todas aparecía sola. Imágenes completamente domésticas, sin recortar ni retocar y bastante mal encuadradas. No tenían la más mínima pinta de haber sido descargadas de la red ni de pertenecer a una especie de actriz ni nada por el estilo. Me bastó ver una sola vez esas fotografías para saber que entre aquella mujer y mi amigo había existido algo intenso. Fue una de esas cosas que se adivinan al vuelo, en apenas un momento, sin que nadie pueda explicar por qué. Algo tan intenso, además, que perfectamente podría confundirse con la lejana reminiscencia del amor o algo peor y que justificaría que Jacobo no hubiera querido hablar de ella conmigo, como había hablado de tantas otras que consideró más efímeras, para preservar su nombre del hostigamiento de mis fantasías.
Miré mucho rato a esa mujer. Me parecía extranjera de muchas cosas. Del país, sí, pero también del tiempo, de la moral, del mundo de las cosas y las calles grises en el que yo andaba viviendo últimamente, hasta el punto de que resultaba casi inconcebible que los dos estuviéramos respirando el mismo aire. Utilicé el zoom para acercar la imagen todo lo posible. Mirando sus ojos pensé que me gustaría ver en ellos, algún día, un dolor por mí. La imaginé sentada en mi lecho de muerte, cuidándome, acercándome a los labios un vaso de agua. Por un instante, aunque fue un instante brevísimo y casi imperceptible, me alegré de que Jacobo estuviera muerto.
Debía conseguir de la manera que fuese la contraseña para entrar en el correo electrónico de Jacobo. En caso de haber algo que arrojase un poco de luz, sin duda alguna estaría allí. Para empezar, probé con una que había tecleado delante de mí hacía bastante tiempo y que memoricé sin querer, pero ya no era ésa. Yo sabía, porque me lo había dicho, que por sus problemas de memoria solía tener una clave corta que le servía para todo. Entre las decenas de cosas que había sobre su mesa, todas manchadas de ceniza, encontré un pósit amarillo con la banda de pegamento ya gastada en el que con su caligrafía menuda había escrito cuidadosamente la palabra barcarola. Sólo con ver allí anotado ese nombre suelto, sin pinta de pertenecer a un medicamento ni nada por el estilo y comenzando por minúscula, supe que acababa de hallar lo que andaba buscando.
En las carpetas de mensajes recibidos y enviados N. resultó ser Nadia. No habían cruzado demasiadas cartas. A las primeras de cambio debieron de pasarse al teléfono como medio de comunicación habitual, quizá para no dejar huellas como las que yo andaba husmeando. En cualquier caso estaba claro que, al contrario de como le sucedía a Jacobo, Nadia era parca en palabras y no parecía sentirse demasiado cómoda explayándose por escrito. El primer mensaje, de él a ella, databa de unos ocho meses atrás:
Nadia, habrás visto la torpeza con la que en el último minuto te he pedido el número de teléfono y esta dirección de correo electrónico a la que te escribo, y habrás caído en la cuenta también de lo peregrino de la excusa: los dos sabemos que los libros que he quedado en prestarte puedes conseguirlos de otras mil maneras distintas. Están por todas partes. Los tiene todo el mundo. Puede incluso suceder que formen parte de tu biblioteca desde hace años y que en este momento estés viendo sus lomos desde la silla en la que estás sentada mientras me lees, y también puede ocurrir, en realidad no me extrañaría nada, que sea yo quien no los tiene ni los ha tenido nunca. Durante la cena no podía quitarte los ojos de encima, pero eso ya lo sabes. A estas horas sólo puedo esperar que el resto de los comensales, especialmente tus amigos, no se haya dado cuenta de hasta qué punto me traían al fresco las demás personas y conversaciones. Como has visto, tengo ya un largo camino recorrido. Soy un tipo con pasado, como suele decirse, aunque eso no hace que me resulte más fácil escribir una carta como ésta. Porque esto es una carta, ¿no es cierto? Por más que llegue a ti a través de unas ondas misteriosas en el aire y de todo el jaleo de enchufes y de cables. Tiemblo siempre ante el amor. Y no vayas a asustarte por la palabra que estoy usando. Es a falta de otra para entendernos mejor aunque puede que no sea inadecuada del todo si pienso en cómo has estado ocupando mi cabeza desde la noche de la cena, en cómo regresé a casa silbando de contento y aterrado a la vez. Pero no temas, aunque ahora te ofreciera mi vida entera, sin entrar a valorar lo apetecible o no de semejante regalo, está claro que desde el punto de vista de la cantidad iba a ser bastante poca cosa. A ciertas edades dar la vida es ya dar apenas nada. Corrijo si quieres: tiemblo siempre ante la idea de una historia que empieza, igual cuando era un colegial que no levantaba tres palmos del suelo que esta noche en que te escribo, viejo ya, con pelos en los nudillos de los dedos y unas gafas sin las que no vería nada delante de mis narices, operado de un montón de cosas, medio podrido por dentro. Especialmente tiemblo cuando, como ahora, está el asunto en la fase en la que, al menos sobre el papel, aún puede ser todo o nada, que acabe por entregarte lo que me queda de ganas y de tiempo desde aquí hasta que la caída del telón, o bien que no te vuelva a ver. Sin desdeñar, por supuesto, ninguna de las maravillosas posibilidades intermedias que tienen que ver con que vengas por mi casa de vez en cuando a escuchar música como si nada, a tumbarte en este mismo sofá en el que ahora me faltas, a dejar que te desnude. Pero el caso es que hay una moneda en el aire, cayendo desde hace días a cámara lenta, y eso es lo que me hace temblar e implorar a no sé qué dioses por que caiga del lado que no me condene a solamente soñarte.
He visto a Jacobo emplearse mucho más a fondo en este tipo de cartas. Hubo una época en que me las enseñaba prácticamente todas y puedo asegurar que, en comparación con aquéllas, ésta está llena de pereza y poca fe. Se me hizo raro que no hablase del mundo interior que se asoma a veces a su mirada, todo un clásico, ni de cómo ha creído entrever en esa profundidad procelosa los motivos que hacen falta para seguir respirando, el reto de compensarla por un pasado repleto de heridas y de trampas. Nadia se tomó cuatro días para contestar y finalmente lo hizo en unas cuantas líneas que leí varias veces mirando sus fotos en los intervalos.
Estás loco, completamente loco. El caso es que llevo unos cuantos días dándole vueltas a todo esto y creo que quiero verte. Puesto en un plato de la balanza el miedo tan terrible que me da y que tú no podrías entender ahora, y en el otro el asco que siento por mi vida tal y como es en estos momentos, creo que sí, que quiero verte. Pero hazme el favor de irte olvidando desde ahora mismo de toda esa mierda del amor, esto sí te lo adelanto. Creo que podemos contentarnos con sólo sus gestos, revolcarnos un poco por sus aledaños. No se te ocurra llamarme. Deja que te llame yo. Lo haré en cuanto encuentre las palabras. Más palabras, quiero decir, aparte de estas que son sólo para decirte que me esperes.
Los siguientes mensajes son ya posteriores a un primer encuentro a solas que debió de ser bello y vertiginoso. Sé que estamos hablando de una perfecta desconocida. Sé que estamos hablando de un amigo muerto hace pocos días, todavía caliente dentro de la tumba, como suele decirse. Es igual: aunque no haya una explicación para esto, lo que yo estaba sintiendo se parecía mucho a los celos.