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(Puede que amor no sea la palabra)

Algunos resortes que la voz de Nadia, más que su conversación en sí, me removió por dentro junto con el exhaustivo registro de mi propia casa que estaba llevando a cabo esos días, con todos los papeles, objetos olvidados y fotos viejas que me iban apareciendo por cajones y carpetas y en los rincones más insospechados, me hacían pensar más allá de lo aconsejable acerca de la presencia del amor a lo largo de mi vida, como tema genérico, digamos, y en si podría ensayarse algo así como un relato de esa presencia a través del tiempo, si habría una especie de hilo del que tirar que hubiese unido de alguna manera, bajo un patrón, la colección de triunfos y heridas o se trataba, todo lo más, de episodios inconexos, más o menos borrosos en el recuerdo, como imágenes desenfocadas o fragmentos de canciones sin una melodía común que pudiese conferirles algo parecido a un sentido. Tengo un fajo de cartas con diferentes caligrafías cogidas con una de esas gomas para el pelo, una tira de fotomatón, a punto de borrarse ya del todo, en la que aparezco con Laura haciendo el payaso y poniendo caras antes de besarnos gravemente para la posteridad, varios sombreros en el altillo del armario, envases individuales de champú robados en hoteles con algo anotado en la etiqueta (aquellos check-in de madrugada, tratando de que el mostrador no dejara apreciar la polla tiesa bajo el pantalón y la chica dos pasos más atrás, mirando al suelo), papelitos con mensajes escritos que a lo largo del tiempo me fueron dejando en un montón de mesillas, desde promesas de eternidad a notas de «Ahora vuelvo», una cajita creo que de nácar en la que guardo dos anillos, uno de plástico verde que me regalaron una noche bajo una luna inmensa en el parque de Berlín cuando tenía quince años, y una alianza de oro con un nombre y una fecha grabados por dentro (si miro esa palabra y esos números durante un buen rato hay un instante en que se evapora de golpe su significado y puedo ver sencillamente la materia sin más, las ranuras que un día hizo una pequeña máquina sobre el metal). Tengo un montón de cosas que no sé si tienen que ver algo entre sí o no, ni si el dolor que me causa tocarlas posee una misma naturaleza. Pienso en los rostros que tuve entre las manos, acariciando una mejilla con el dedo pulgar, y en cómo se confunden ahora los ojos y los labios, cuando la memoria maltrecha hace salir de una boca entreabierta el sabor que no corresponde, la lengua que no es.

Los domingos tenía que ir a misa con mis hermanos y mis padres, hace mil años. Si lo hacíamos por la mañana íbamos a la iglesia de los Salesianos de Francos Rodríguez, y si, como solía ocurrir, lo acabábamos dejando para la tarde, entonces teníamos que acercarnos, por cuestión de horarios, hasta la parroquia de San Antonio, en la calle Bravo Murillo a la altura de Alvarado. Sobre todo en invierno, ése era el momento más triste de toda la semana. Aunque yo era demasiado pequeño y me faltaban unos años todavía para alcanzar lo que los adultos llamaban la edad del pavo, durante toda la ceremonia sólo podía mirar las piernas de las mujeres. No tenía ojos para otra cosa y lo que me gustaba especialmente era verlas desde atrás. La costura de las medias, la forma que los zapatos de tacón conferían a las pantorrillas. Las había desnudas, negras y de cristal. También me gustaba cuando se arrodillaban todas al unísono ante el sonido de una campanilla que daba la orden desde el altar y cuando se golpeaban suavemente el escote diciendo «Por mi grandísima culpa», allí, flanqueadas por filas de velas encendidas, los guantes puestos, las mantillas, los misales, toda la mezcla de perfumes. Soñaba con que se quedaran quietas para mí, con que se arrodillaran igualmente al antojo de mis órdenes. Y fantaseaba también con una especie de conjuro mágico que las dejase paralizadas, al tiempo que mis padres quedaran ciegos y el tiempo detenido. Todo, a excepción mía, como congelado dentro de la iglesia. Entonces me acercaría a algunas de ellas que había escogido de antemano, les desabrocharía algún botón, todo muy despacio, pasaría la yema de los dedos por sus labios, les tocaría el pelo y creo que también las rodillas. Pero enseguida todas esas caricias me parecían poco, demasiado humildes para estar dentro de un sueño en el que podía caber todo, valer todo, con el tiempo suspendido y el mundo ciego. Cogería un cuchillo grande de cocina y se lo clavaría en los gemelos, de arriba abajo, casi verticalmente. No por eso se movían ni se despertaban del todo en la representación mental que yo me hacía: no les dolía, no trataban de huir, no gritaban. Me asustaba desear tan poderosamente ver la sangre resbalar por sus piernas, quedar atrapada en cada vértice de las medias de red, toda esa suavidad teñida de un rojo de pintalabios o letrero de burdel. Puede que amor no fuera la palabra, pero se parecía tanto. No necesitaba preguntar si todo aquello era pecado. Por fuerza tenía que serlo. No de palabra ni obra ni omisión, pero sí de pensamiento en este caso, y además mortal de necesidad. No esperaba menos. El miedo a arder en las llamas eternas, o mejor dicho, a merecer arder en ese fuego me hacía sentir miserable y vivo.

Mi tío mataba corderos casi todas las tardes para que al día siguiente mi abuela tuviera género abundante para partir y vender en la carnicería que regentaba. Jamás me perdí uno de aquellos sacrificios, mis ojos como platos ni pestañeaban siquiera ante la vista de aquel ritual que se repetía en silencio bajo una bombilla pelada y decenas de moscas volando alrededor. Tenía siete años, y luego ocho, y luego nueve y así un montón de veranos. Después de atarles fuertemente las cuatro patas con un fencejo de hacer gavillas, afilaba el cuchillo en una esquina ya desgastada de la pared de piedra del corral y les atravesaba el cuello de lado a lado sujetándolos bien con la otra mano y con la rodilla izquierda. Rápidamente el cubo que había preparado en el suelo se llenaba hasta arriba de una sangre espumosa. Uno de los momentos culminantes era cuando, después de haber abierto el cordero en canal, sacaba todo su aparato digestivo casi de una pieza, quitando el intestino delgado, que se vendía aparte para fabricar cuerdas de guitarra, y lo lanzaba por lo alto de una portezuela a la pocilga de los cerdos que en ese mismo momento empezaban a pelearse entre chillidos horrendos por devorar esas tripas aún palpitantes de las que salía una pequeña nube de humo. Siempre me he resistido a relacionar esto con las carnicerías que soñaba en la iglesia durante las interminables misas, pero no deja de ser cierto que la primera erección que recuerdo la tuve el día que mi tío me dio permiso para escoger y atrapar al cordero que había que sacrificar esa noche de entre un grupo de seis u ocho que él había apartado previamente en una dependencia del corral que era para las ovejas algo así como el corredor de la muerte. Eso cada vez era menos un juego: ahí fui Dios con todas las de la ley. Los corderos se amontonaban contra un rincón, trepando unos encima de los otros y me miraban todos con unos ojos que se han colado en mis sueños miles de veces. Es verdad que en cosa de pocos días todos iban a acabar igualmente muertos pero no es menos cierto que yo esa noche condené y absolví y comprendí a mi manera a qué se referían los catequistas cuando hablaban de la gloria divina. Y me puse eufórico, y luego estuve triste y a la vez orgulloso por haber sabido llevar con la frente bien alta la parte que me correspondía del deber del verdugo. Y recuerdo que aquella noche no había manera de conciliar el sueño porque se me venía a la mente todo el tiempo ese chorro de sangre cayendo en el cubo, toda esa espuma roja que era algo así como zumo de mi culpa y no dejaba de pensar ni un instante en el poder y la gloria. Desvelado, me asomé al balcón de madrugada y sentí, por vez primera, que todas las estrellas estaban de mi parte.

Unos años después, eché el semen de una de las primeras masturbaciones de mi vida dentro del bolso de una amiga de mi madre. Encima de una cama, en la habitación más cercana a la entrada, amontonaban las visitas todos los abrigos, bufandas, paraguas y demás. Y yo entré allí e hice eso en la penumbra no sé muy bien por qué, quizá porque ésa era entre las amigas que solían acudir a merendar de vez en cuando la más guapa y más joven y la que mejor cruzaba las piernas al sentarse en la salita para tomar su café con pastas, y era además la única que solía llevar las uñas pintadas de granate siempre, no sólo los domingos, y yo quise que sus manos tan suaves, al buscar algo a ciegas dentro del bolso, se mancharan con el semen que era producto de un amor y de una fiebre que en el fondo le pertenecían a ella de pleno derecho. Dueña y señora. Era mérito suyo ese semen, obra de su cosecha, la consecuencia del deseo para el que ella había estado trabajando antes, consciente o no, eso a mí no me importa, al peinarse esa tarde en el tocador, al escoger su vestido y probárselo ante el espejo girándose a un lado y a otro, al extenderse las cremas por toda la piel. Y me gustaba imaginar su gesto, la mueca de asco en su cara al descubrirse los dedos pringados de no se sabe qué, tan pegajoso, y sucias de mí sus gafas de sol, su pequeña agenda forrada en piel con los números de teléfono de hombres que la invitarían a cócteles algunos sábados, el pintalabios y todos los botecitos de agua de colonia y laca para esas uñas que nunca me arañaron la espalda.

Pienso en el amor ahora y veo siempre la misma habitación oscura, una parecida a esa donde se guardaban los abrigos, la persiana amortiguando en parte los ruidos de la calle, la insoportable luz del día, y una sábana gris y humedecida por el sudor en la que quedarse tendido mientras todo vuelve a su sitio, casi sin hablar, junto al cuerpo que hasta hace un momento era puro jadeo y grito y sed desmelenada y que ahora yace vencido, temblando un poco aún, bellísimo y sucio en la penumbra. Una tarde de verano en la ciudad y un preguntarse qué va a ser de nosotros, cómo luchar contra la carne que nos ata y nos vacía y nos colma y nos lanza por los aires, cómo podremos vivir a partir de ahora sin mordernos enteros, sin hacernos daño, sin tener que arrastrarnos tras el deseo ajeno cada vez que uno vaya y otro vuelva y las ganas pinchen en hueso y solamente las moscas acudan a la herida. Por qué pendiente rodaremos cuando se quede la ciudad quieta en una tarde vacía en mitad de un estío desierto y no nos tengamos ya ni tengamos nada más que el recuerdo de esto como una tortura, la marca de mis dedos en tus nalgas mientras sonaba Miles Davis y la llama de la vela se desvanecía sobre una colina rosa de cera fundida. A veces en la furia del amor, cuando saca las uñas y se desata de verdad desde la sangre más honda y acaban por confundirse caricias y latigazos, el beso de miel y la embestida brutal, está ya el castigo por el dolor que vendrá, como un cobro por adelantado, la venganza por las lágrimas que todavía no han sido pero que llegarán sin duda más temprano que tarde, y por la soledad que espera y por la tristeza de tardes y más tardes, a la vuelta de un par de estaciones, en las que se recordará el vértigo de esta piel suave estampada contra la pared, el silbido de la fusta en el aire, la boca entreabierta que en la penumbra suplica a un tiempo castigo y clemencia. Puede que amor entonces no sea la palabra. Puede que no lo sea en absoluto si las caderas que agarramos con fuerza, hundiendo en ellas las uñas, son siempre las de una mala puta y todo el dolor que aguarda, aun antes de haberse formado y empezar a existir, gotea ya desde alguna parte y nos moja la espalda en la oscuridad.

Hoy recuerdo, desordenadamente, a algunas de las mujeres que pasaron por esa habitación que no era siempre la misma aunque sí en mi recuerdo, como si la cama fuera un barco volador que atravesara el tiempo en todas direcciones y a la vez fuese cambiando de ciudad. A algunas las metí poco menos que a empujones, pero fueron más las que subieron por su propio pie, contoneándose un par de peldaños por delante de mí, aquella escalera con macetas y gatos que conducía a esa alcoba tras cuya ventana se escuchaba siempre en sordina el ruido del tráfico de las distintas calles en ciudades diferentes y las sirenas de las ambulancias desbocadas allá abajo, en el asfalto, camino de La Paz, camino del 12 de Octubre, camino de la Casa Grande.

A la mayoría las escogí oscuras, en la medida que pude, pero hubo otras a las que directamente rapté de la luz, sobre todo al principio. Las arrebaté de mundos suaves en los que eran felices a su manera y se movían como pez en el agua entre sus academias de inglés y de piano, sus miércoles de piscina, sus viernes de tango con profesor porteño, sus tardes de biblioteca marcando con rotuladores fluorescentes de todos los colores verdaderas montañas de apuntes fotocopiados, con su adorable miopía, con un pelo recogido que poder desmelenar a voluntad, llegado el momento, con el simple gesto de quitarse una goma y ponérsela en la muñeca, a modo de pulsera, para evitar que desaparezca como por arte de magia en una mesilla de noche siempre demasiado llena de cosas (los pendientes, la caja de kleenex, los envoltorios de los condones ya usados, las velitas de té, la pequeña pila de libros, la lámpara, el cenicero) y volver a ponérsela para llegar a su casa antes de la diez a poner la mesa a toda prisa para una cena en la que muchas veces se quedaba castigada sin postre por perder las formas al discutir con su padre de la lucha de clases, de Cuba como faro de los pueblos o de la guerra fría. Eso unas; y otras más luminosas aún, que fueron llegando después, como en remesa, tocadas por los rayos del dios Sol, con flores en el pelo y bicicletas blancas que dormían en el salón de sus casas, apoyadas en la pared, como un animal más de los muchos que se estiraban entre los cojines que había siempre esparcidos por el suelo. De ésas hubo varias y nunca he sabido por qué. Esas chicas no cenaban a las diez en casa de sus padres. En realidad no cenaban en ninguna parte. Tomaban un yogur y una pieza de fruta. Todas las que al hablar de fruta utilizaban la palabra pieza sin estar a régimen era porque andaban metidas en historias raras de meditación y equilibrio, ésas eran las peores, solían llevar botellitas de agua mineral en los bolsillos de las cuales no se separaban nunca. Las conozco bien: al final te odian porque fumas y también porque saben que aunque te deseen nunca podrán amarte. Te odian porque calculan que no te lavarías los dientes todas las veces que son necesarias. Te odian porque ven claramente que no puede ser. No sé por qué, en mi vida ha habido siempre una representación, demasiado nutrida para mi gusto, de ese tipo de mujeres teniendo en cuenta lo complicado que lo he tenido siempre con ellas porque la verdad es que nunca he sabido pelar un simple tomate, cortar cebollas ni aliñar una ensalada como Dios manda. De hecho, todavía odio la ensalada, y todavía más si la embadurnan por encima, como solían hacer ellas, con brotes de soja o levadura de cerveza. A día de hoy, me sigue pareciendo totalmente convencional, arbitrario y descabellado ese consenso absurdo que considera comestibles todo ese tipo de cosas, especialmente la lechuga. Tampoco me gusta ir en bici ni entiendo que tenga que hablarse todo el tiempo de infusiones y de clases de miel. Por lo visto hay muchas clases de miel. Miel de espliego, me explicaban, miel de albaida, miel de tomillo, miel de romero, miel de azahar. Aunque desde mi punto de vista tampoco se diferencian gran cosa entre sí y todas tienen como denominador común que son pegajosas y que dan asco. Y sin embargo, nunca estuve demasiado lejos de ese mundo de bicis atadas en el patio a la barandilla de la escalera o en la puerta de los garitos alternativos, junto al tablón donde se anunciaban los cursos de yoga, teatro de calle o sexualidad tántrica, ese mundo de barritas de incienso quemándose sin parar y de la porquería de los cereales y el azúcar moreno. La pregunta es qué hacía yo allí si odiaba con todas mis fuerzas toda esa mierda del equilibrio interior, los timbales, los pantalones de moro y las danzas en la arena y si tenía claro que en los mejores momentos de mi vida siempre había habido cerca un cenicero repleto de colillas y un desorden de vasos y botellas vacías, y que a los memorables de verdad habría que sumarles la ropa tirada por el suelo, preferiblemente rasgada, y una música que sigue girando a deshora con las primeras luces del alba, roto ya el mundo, caídos los brazos, desbarajustadas todas las defensas por la acción de tanto veneno engullido sin pensar. Quizá la respuesta esté en que lo contrario del amor no es el odio, como piensa la mayoría de la gente: lo contrario del amor es el asco. Y algo buscaba yo en esas mujeres que se tendían descalzas en las praderas del campus con sus faldas largas, como de princesa india, y que en los momentos bajos me acogían en su humareda de incienso y marihuana y me apaciguaban llevándome a pasear por los jardines que separaban facultades y aparcamientos, señalándome los árboles con sus nombres, esta hoja, aquella rama. Algo como atrapar en mis redes momentos de una paz, de una luz que nunca supe usar y todo lo que podía hacer con ella era devorarla luego, a la hora en que se va la luna y quedan los lobos, en el fondo de la guarida donde la noche es sucia y es pura tiniebla que suda y gira. Ellas querían llevarme en volandas, y eso era amor, al aire limpio de un paraíso cierto que parecían conocer de antemano y yo necesitaba extravío y preguntas, buscar el camino a tientas, tropezar y sangrar, caer por los barrancos agarrado a su cintura.

A los verdaderos amores de mi vida puedo recordarlos únicamente a oscuras y sólo en momentos en los que estoy solo y me siento fuerte. Hay un puñado de nombres de mujer cuyo sonido aún me sobrecoge. Creo que por ahora no quiero nombrarlas para no tener que oír ahí adentro el ruido que hace el corazón cuando en lugar de envejecer a su ritmo normal pega acelerones hacia la muerte. Sé que lo hago en sueños, decir su nombre, porque me he despertado a veces llamándolas. Una de ellas duerme desnuda en mi cabeza con un brazo como muerto colgando hacia el vacío como el Marat de Jacques-Louis David; otra, la que fotografió en cuclillas a todos los gatos de Lavapiés que se asomaban desde los patios o dormían sobre el serrín de las tabernas, solloza sin que ninguno de los dos vayamos a saber nunca por qué, y a otra la estoy viendo regresar de la librería de Cuatro Caminos con un tomo de los Diarios de Anaïs Nin y una antología de Alejandra Pizarnik que acaba de robar. Estaba lloviendo a mares en la calle y los ha metido en el fondo del bolso para que no se estropeen. Recuerdo el olor de las gotas en su pelo y la dedicatoria que me escribió en uno de esos libros: «Para que tu tristeza se deshaga en mil pedazos por los aires como el diente de león sobre el que un niño ha soplado con todas sus fuerzas, como un cisne cazado al vuelo, como un guardia civil». Por toda su habitación hay fotos de escritoras suicidas colgadas con chinchetas y dibujos hechos a plumilla por ella misma en los que se ve a Sylvia Plath con la cabeza en el horno, a Virginia Woolf braceando en medio de la corriente o a Alfonsina Storni avanzando, hierática y zombi, hacia el centro de un océano lleno de olas negras puestas en pie. Ella hubiera querido ser la amante de Max Ernst pero se quedó a mi lado, a veces ovillada a mis pies y otras tirando de mí en su vuelo hacia el centro de las tormentas. Y bebía ginebra como nadie, y cuando tenía el punto sabía cantar a cappella Mercedes Benz de la Janis de principio a fin y al terminar se quedaba un buen rato callada, entre agotada y traspuesta. La recuerdo siempre con el flequillo pegado al sudor de la frente. A los vecinos no les gustaba que cantara de madrugada ni el ruido que hacía al tropezar con los muebles si se levantaba a vomitar, y menos todavía lo escandaloso de sus orgasmos, de manera que muchas veces las noches eran verdaderas guerras de golpes de ida y vuelta en la pared, con los puños, con la suela del zapato, a ver quién se cansaba antes, hasta que todo se quedaba en calma más o menos a la hora en que abría el metro y las calles, todavía a oscuras, empezaban a llenarse de sonámbulos camino de las oficinas y las fábricas.

La vida entonces era una tensión entre el infierno y la calidez, el silencio angustiado y el grito de felicidad. De alguna manera sabíamos que por fuerte que fuese la mordedura del tedio siempre terminaría por rescatarnos una canción bien elegida o un litro de cualquier cosa. Se trataba de asistir a nuestro propio derrumbe sin agachar del todo la cabeza, a la paradoja de tener que matarse para poder seguir viviendo, como insectos que se alimentaran de trozos de sus propios miembros arrancados a mordiscos a sí mismos. Nuestra herida era el espectáculo y su estado la novedad del día, una especie de parte habitual que daba cuenta de la evolución de la podredumbre allá en las entrañas como una gangrena que avanza como hordas a caballo, el hígado que va milímetro a milímetro aumentando de tamaño al tiempo que se vuelve de cartón, los sueños cada vez más raros en los que a veces bailaba el lagarto del sake con los gusanos del mezcal, las velas a merced del viento de la noche, el infinito a punto de ser conquistado, el valium, el llanto, las transaminasas.

Me veo tumbado en la cama por la mañana, haciendo un esfuerzo por fumar un cigarro sin que me dé un ataque de tos que a su vez me revuelva aún más el estómago. Alguien duerme con la cabeza en mi pecho, tiene el pelo sucio, huele a humo ese pelo y a ceniza fría. Hay una náusea dentro del pecho que a veces da señales de vida. Danzan los nervios en torno a esa náusea como cables pelados, anémonas que se agitan en carne viva. El minutero apenas avanza, como si arrastrara una carga muy pesada, el mundo es borroso y a cámara lenta, desenfocado, boca abajo por momentos; desde la cama no puedo ver eso pero imagino el azul por tierra y los árboles colgados de un cielo de repente repleto de charcos. Intento pensar qué sucedió anoche y enseguida me doy cuenta de que en realidad no soporto saberlo. Cuando el recuerdo aparece lo hace como un monstruo que sale de la niebla y clava en la vergüenza la punta de una lanza. La mente se pone a remar a toda prisa en dirección contraria, hacia el vacío, intentando mimetizarse con la nada, ponerse lo más en blanco posible, evoca extensiones de nieve sin horizonte ni huellas, si puede ser, cielos boreales, océanos quietos. No pensar, no recordar nada, que las compuertas no cedan, evitar a toda costa la asunción de lo insoportable, las imágenes de la noche anterior que se desperezan y empiezan a tomar forma abriéndose paso contra la voluntad. Mi náusea ladra a los recuerdos que poco a poco se atreven a asomarse como un perro que defendiera a muerte un redil sin nada. Se figura metralletas que disparan a ciegas en todas direcciones. Me descarga una ráfaga en pleno rostro, sueña que me borra por fin del mapa y de los tiempos, fantasea con que me arranca de la mente de los demás. El agua de la jarra de plástico verde que vive en mi mesilla tiene la superficie llena de polvo y algún pelo del gato o de quien sea. Bebo de esa agua. La noto de repente fresca y apetitosa y me sabe por un momento a la vida que perdí, frondosa como los caminos que dejé de lado o tras de mí, uno que iba siguiendo el curso del río, por ejemplo, hasta un molino abandonado en el fondo del cañón de Añisclo, cerca de un pequeño prado donde me sentaría a comer a cucharadas toda la miel que deseché y hasta las flores mismas de las que me reía, ahora que no hay nada en la nevera aparte del olor al vino ya bebido y esas hojas de perejil seco pegadas en las paredes de plástico.

A veces, a final de mes, le robábamos comida al gato, untábamos su Whiskas en rebanadas de pan. Pero cuando había algo de dinero Malasaña era nuestro. Empezábamos siempre en Corripio, justo enfrente del drugstore de la calle Fuencarral, con empanada asturiana de chorizo y sidra de barril para ayudar a pasar unos cuantos vasitos de absenta sin hielo, y de ahí pasábamos a tomar botellines en el Maragato porque nos divertía el mal genio de los abuelos que lo llevaban y conocíamos la manera de que nos acabaran invitando a montaditos de roquefort. Luego ella, a pesar de mis protestas, eran inútiles todos mis esfuerzos por convencerla de que lo dejara estar, se empeñaba en ir a la busca de Leopoldo María Panero, con quien había hecho cierta amistad una noche rara en la que al final fui yo quien acabó durmiendo con él y con una tal Alicia, la que recogió el cadáver según la dedicatoria de Narciso, que estuvo hasta que se hizo de día sin dejar de lamerle al poeta los dedos de los pies. Si estaba fuera del manicomio, tarde o temprano aparecía por una calle o por otra. Con su cohorte de groupies y bufones aspirantes a ser contagiados por su malditismo, iba siempre por ahí como buscando una hostia y no eran pocas las veces en que al final la encontraba. Recuerdo el suelo del bar El Valle, lleno de serrín, cáscaras de mejillón y huesos de aceitunas y a Leopoldo revolcándose en él con el abrigo puesto soltando una carcajada sobrecogedora como de película de terror. Orinaba en plena calle en todas direcciones, girando sobre sí mismo, plantado en el centro de la noche bajo una luna bruja que sudaba cerveza a destajo por la cara oculta y por la que se ve. Y era legendaria y hermosa su locura. Recuerdo también sus pantalones negros de pana, su abrigo largo, sus pies encima de la mesa, de cualquier mesa, haciendo caer a veces los vasos con los cubalibres mientras recitaba versos ininteligibles que hablaban de ruinas, de sesos comidos por las moscas y del desastre de vivir. Se enfrentaba con la gente por cualquier cosa, a la mínima esgrimía los puños imitando las poses que los boxeadores suelen adoptar para las fotografías de los pósters, y llamaba fascistas a los camareros que se atrevían a afearle la conducta o directamente le expulsaban del bar ignorando que era la estrella del desencanto, el príncipe de la noche enloquecida, la luz que temblaba en el fondo de todos nuestros pozos.

Recuerdo esa época como un tira y afloja entre la desesperación y el éxtasis. Era a la vez la sed y el remordimiento, el festín de la intensidad con sus torres y sus ruinas, el vómito y la dicha. Escribir en las servilletas de papel de los bares, volver a casa con sangre en las cejas, con la camisa desgarrada y no saber ni cómo ni en qué momento me lo había hecho. Eran las redadas casi cotidianas en torno a la plaza, las lecheras llenas de putas que se reían sin dientes, las madrugadas en la comisaría de la calle Madera, y eran también el vértigo de saberse vivo pese a no dejar de remar en dirección contraria. Creo que una vez eché un polvo en el mismo portal de la calle Espíritu Santo en que encontraron muerto a Enrique Urquijo, diría que escribí los versos más bellos y terribles del mundo en papeles que luego perdí, y hasta juraría que yo mismo fui bello, de algún modo, sentado a la puerta de las bodegas, perdiendo el último metro por haberme quedado a escuchar a unos músicos callejeros y regresando a casa a pie, con los bolsillos vacíos, mareado bajo el cielo de dos o tres barrios, para encontrarme un gato muerto de hambre y una cama tibia que conectaba directamente con grietas de olvido por las que dejarme caer.

Y no puedo desligar mi idea del amor de todo eso, de ese estar perdido y lo identifico con el intento, desesperado e inútil, de un miedo de hermanarse con otro miedo como si ambos pudieran ser uno y las almas permeables en lugar de aquella ciudadela fortificada cuyos muros nadie puede franquear ni en un sentido ni en el contrario. Ése es el motivo por el que el amor tiene siempre ese aire de persecución de un imposible y por naturaleza es trágico o apenas es. Sólo puedo entenderlo como una especie de desconcierto compartido, mirar dos seres en una misma dirección y no ver apenas nada ni saber adónde ir e ir convirtiéndose, tras la telaraña que filtra la mirada, el mundo en laberinto. Se requieren dos seres perdidos, dos extravíos que en la oscuridad se rocen y se alejen y vuelvan a chocar. Han de temblar de algún modo las manos que se enlazan. Por eso Marta. Por eso los tumbos que vinieron después, la coca sin medida, los mares negros, la nave ardiendo y el llanto en la noche, caricias que eran poco más que el temblor de las manos de los dos, los amarillos, los mensajes de odio con carmín en el espejo, los vasos rotos, las bragas rotas, el rastro de las uñas en nuestras espaldas y ese quedarnos dormidos, al final, abrazados como cachorros recién nacidos de una misma camada, agotados y flacos, muertos de miedo.

Habría que saber por qué cuatro fotos y una voz al otro lado del teléfono hacen que retorne todo un mundo ya ido. Quizás ayude el hecho de que las fotos las obtuve al amparo de la noche saltándome las barreras, mirando donde no debía con la conciencia de un espía que traiciona a su patria sin que ni su familia lo sepa o la de una madre que se masturba tratando de no hacer ruido delante de la pantalla del ordenador mientras los niños duermen. Y puede que también influya el hecho de que la llamada hubiese sido clandestina por parte de Nadia, ese susurro apenas audible que delataba el miedo a ser descubierta con el teléfono en la mano, y la conciencia de hablar con una adúltera, y la palabra adúltera. Habría que saber qué peso tuvo en todo esto, también, su aparición en escena en relación con un crimen salvaje, con un hacha escondida tras la puerta y una mancha de sangre en la pared que por más que se frote no se borra. Y sobre todo habría que saber por qué nunca aprende el malherido, por qué vuelve a por más tras tanta guerra.

Si el ejercicio de vivir consiste sobre todo en ir traicionando uno por uno los sueños que alentaron nuestros años de infancia y juventud, entonces cada persona es el resultado exacto de un buen puñado de traiciones. A veces cientos. Se traicionan los sueños más puros y se traicionan también las pesadillas. Por error huimos de tormentas sin caer en la cuenta de que eran tan nuestras y estaban tan enredadas en nuestra propia médula que sin ellas apenas íbamos a poder ser nada. Decimos sálvame, decimos a ti ya no querré clavarte cuchillos en las piernas, no te haré daño, no querré ver tu mueca de dolor en ningún espejo, te amaré de otro modo, te adoraré desde un ser que no existe, llamaré suplicio a mi pasado, lo llamaré calvario hasta llegar a ti. Te diré que eres suave como sueño el cielo y que no me importa cerrar los ojos a todo para siempre si sé que tú luego vas a besarme los párpados. No seré yo. Echaré paladas y más paladas de tierra sobre el monstruo. Me acercaré lo más que pueda a la nada, a una caja sin muerto, a una catedral vacía. Te compraré flores.

No puede ser del todo difícil porque nada es lo que somos en definitiva, llegada la hora de arrancarse el disfraz: la lista escrita en un cuaderno de las cosas sin hacer, toda esa legión innumerable de flechas que no llegaron a salir del arco unidas a las que se perdieron donde la vista no alcanza. Un nutrido ramo de hermosas traiciones, grandes como soles. Y ese ramo y nada más es todo cuanto tendríamos que ofrecernos al hacer promesas de amor, si es que amor es la palabra. El resto no es verdad. Ese escuálido ramillete, y nada más: mira, Nadia, esta amapola desvaída que pierde su color a la velocidad a la que ataca el miedo, es en realidad, podríamos decir, una vida que no viví al otro lado del Atlántico, ni en las cuencas mineras de Chile ni en un suburbio de Zipaquirá, en aquel bar de chapa que había junto a la carretera; esta margarita intacta es una mujer, una entre muchas, descalza bajo el aguacero a la que en cierta ocasión dejé seguir su rumbo y no le dije nada pudiendo haberlo hecho cuando con sus ojos es posible que me estuviera señalando un portal en el Quartier Latin, una chambre de bonne, unas medias que terminar de romper del todo y tirar a la basura, una toalla blanca seca y enorme en la que cabíamos los dos; este lirio que tiembla en mis dedos se corresponde con un par de idiomas que no aprendí a hablar pese a haberlo pensado y el silencio infinito que suman todas las palabras que me quedé sin decir en esas lenguas; y la rosa de pétalos absortos es la suma de los callejones cuyas sombras me llamaban a gritos y por los que a la hora de la verdad no me atreví a adentrarme. Mira, en fin, estas flores medio rotas, deberíamos decir en lugar de toda esa vergonzosa palabrería que nos gastamos en circunstancias semejantes, mira estas flores que se deshacen al contacto de los dedos como las alas de una mariposa, todas juntas suman mi ser. Los dos estamos hechos de lo que nunca hicimos, somos la rabia y la espuma de todo ese sinfín de renuncias que se enganchan las unas a las otras como los eslabones de una cadena, la mala leche que quedó tras ver pasar las cosas y los trenes y la calma que vino después, las horas, la modorra, la arenilla en el interior de los párpados al despertar. Somos esa nada sucia. Y si algo hubiésemos aprendido de tanto resquemor, de tanto ir y venir, de tanta tristeza de pasos detenidos a destiempo y manos vacías casi siempre, deberíamos, como mucho, proponernos el uno al otro algo que no sea mucho más que esto: renunciemos juntos, soñemos en común algo que después no hagamos, da igual, una casa con jardín, la vuelta al mundo, unamos ambas nadas, entrelacemos también esas dos vidas que se quedaron atrás sin ser vividas, las historias apenas atisbadas de un par de seres que cuando debieron correr se quedaron quietos y cuando había que permanecer en el sitio salieron de naja; fantaseemos con el paisaje que no llegará a envolvernos, los barcos, las ciudades, los bosques que se ven desde los trenes, la imagen de nuestros pies colgando desde lo alto de un rascacielos frente a Central Park o de un acantilado irlandés bajo el que rugen las olas rabiosas y verdes. Pero no más promesas pronunciadas de verdad, a corazón abierto, porque son mentira las promesas de verdad, no más deseo de ese que al contacto con la piel se vuelve veneno. Nunca más, mi amor, nunca más esta agotadora persecución del delirio, de ser ambos uno, y ese uno feliz en el centro del viento.