Capitulo 7
Brigitte soltó las cintas de su horripilante sombrero de fieltro, encasquetado hasta las orejas, y lo colgó en la percha.
—Brigitte, ¿no te da calor ese sombrero en pleno verano? —preguntó Frank, sintiendo dolor de corazón al verla tan horrible.
—El sombrero es el complemento del vestido —ponderó Brigitte—. No comparto las ideas de hoy de no usar sombrero. Una mujer con sombrero está doblemente elegante.
Frank se preguntó si realmente Brigitte se consideraba elegante a sí misma; con aquellos gorros que parecían cascos guerreros, y que por si acaso se escapaban iban atados con cintas debajo de la barbilla.
El, que conocía ahora, aunque, ¡ay!, demasiado superficialmente la elástica dureza y las modernísimas líneas de aquel cuerpo hermoso, lamentaba que sus ojos no pudieran disfrutar de la deliciosa belleza que había comprobado.
— ¿No es ese vestido un poquitín... pasadito de moda? —objetó con pena.
—Es un modelo elegantísimo, Frank, no una de esas ridiculeces que llevan algunas mujeres.
—Oh, sí, sí, es muy elegante, ¡ya lo creo!, pero... ¿no resulta la falda un poquito larga?
Brigitte estiró la pierna mirando el borde de su falda, que le llegaba hasta la pantorrilla.
— ¿Tú crees que es larga? —dudó—. ¿Por dónde crees tú que debería llegar? ¿Por aquí?
Se la subió hasta un dedo por encima de la rodilla, y ante el espectáculo inespe-rado, Frank tuvo que sujetarse los ojos para que no se le salieran de las órbitas.
Lo que se ve a cada momento, como las rodillas de casi todas las mujeres, acaba por no impresionar demasiado; uno quiere siempre ver un poquito más.
Pero las rodillas tan celosamente ocultas y tan deliciosamente redondeadas de Brigitte eran espectáculo demasiado desusado para que Frank permaneciera ecuánime.
— ¿Es así como tú crees que debería llevar la falda, Frank? —preguntó de nuevo con subyugante naturalidad—. ¿O más arriba? ¿Así?
La subió un dedo más, y Frank sintió mareos.
—Eso es... —tartamudeó—, algo así...
Brigitte dejó caer la falda y Frank quedó desilusionado y melancólico.
—No, Frank, estás equivocado —aseguró ella la mar de seria—. La falda larga es más elegante. ¿Hay algo más elegante que un vestido de noche? ¡Y llega hasta los tobillos!
—Pero es muy diferente un vestido de gala de uno de calle, Brigitte, no se puede comparar una cosa con otra. La falda por la rodilla te queda mucho mejor.
Brigitte tenía que hacer redoblados esfuerzos para no reír con todas sus ganas, pero conseguía mantener la cara muy natural y formal.
—Eso está bien para las chicas que desean pescar marido, pero no para mí que aborrezco el matrimonio. No necesito exhibir las piernas. El matrimonio, ¡qué cosa más estúpida y poco inteligente es! ¿Verdad, Frank?
—Completamente estúpida —convino Frank, esforzándose en adivinar por los pliegues de la seda las líneas del cuerpo.
Brigitte se sentó y cruzó las piernas. La seda, por su peso, dibujó el muslo largo y lleno desde la rodilla a la cadera, y Frank la contempló con delectación y melancolía.
—Hoy hay muy poco trabajo, como es viernes... —sonrió Brigitte—. Podemos fumar un cigarrillo. Me gusta hablar contigo, Frank, porque eres totalmente distinto de los demás hombres. Eres tan inteligente, que no pareces un hom-bre, la verdad. Y, sobre todo, me gusta hablar contigo porque tienes las mismas ideas que yo acerca del matrimonio. Los dos pensamos que es una calamidad, ¿verdad. Frank?
—Peor que el granizo —aseguró Frank.
La puerta se abrió, y entró Pyn.
—Ah, hola, veo que también a vosotros el calor os quita las ganas de trabajar —dijo sentándose en una butaca—. Esto del aire acondicionado es un cuento. Yo no noto ningún frescor.
Bebió un largo trago de Coca-Cola que llevaba en la mano, y resopló sudando aún más.
—Bebes demasiado, Pyn, y los líquidos engordan —opinó Frank—. Deberías comer menos y beber menos, y así adelgazarías y no serías tan sensible al calor.
Pyn rezongó:
—Siempre me estás diciendo lo que debo hacer... No soy gordo porque coma o beba mucho. Soy gordo porque mi padre y mi madre eran gordos, y mis abuelos, y mis bisabuelos. ¿Cómo demonios voy a ser yo? ¡Pues gordo! Para los que estáis flacos, es muy fácil recomendarnos a los que no lo estamos que nos muramos de hambre. ¡Mira a Brigitte! Pareces una raspa, Brigitte, la raspa monda y lironda de un bacalao.
—Y tú pareces un tonel. ¡Caramba con el gordo éste!
—Está feísimo decir «caramba» y exclamaciones así, Brigitte —desaprobó Pyn, observándola.
Brigitte se alzó de hombros.
—Ya sé que está feo. Mi abuela me lo dice continuamente, pero algo hay que soltar cuando una se indigna, ¿no? De niña decía una palabrota mucho más expresiva que aprendí de un marinero. ¡Me gustaba muchísimo aquella palabrota, por lo fuerte que sonaba y lo bien que expresaba la indignación! Pero mi abuela me soltó tantos tortazos, que tuve que cambiarla por la de «caramba». Pero, sinceramente, a mí tampoco me gusta decir «caramba». Me gustaría decir algo más fuerte.
Frank rió mirándola.
—Te pondrían una multa por mal hablada.
Pyn la contempló con gesto de admiración.
—Eres una chica que no te pareces a ninguna otra, Brigitte —aseguró.
—Claro. Tengo mi propia personalidad.
—No te enfades, pero ¡cuidado que eres fea!
—No me importa serlo. Casi todas las guapas son tontas. Además, ¿para qué querría yo ser bonita?
—Para encontrar novio —apuntó Pyn.
— ¡Novio! —desdeñó Brigitte—. Un novio se quiere para casarse, ¿no?
—Eso creo que pensáis las mujeres.
—Brigitte es enemiga del matrimonio. Es demasiado inteligente para cometer disparates de ese calibre —aseguró Frank.
— ¡Cuánto desprecio me inspiran esas chicas descaradas que se fijan en un hombre y lo persiguen como a un conejo hasta que lo cazan! ¡Qué cinismo! —manifestó Brigitte, dando cabezazos de desaprobación.
—Observa un detalle: la única aspirante que se presentó respondiendo al anuncio fuiste tú. ¡Eres la única mujer del mundo capaz de aceptar y reconocer que eres fea!
— ¿Y qué voy a hacer, si lo soy? La verdad ante todo. Yo soy muy sincera.
—Yo no te encuentro fea... —aseguró Frank—. Y de tipo... no estás mal.
— ¿Qué sabes tú?
—Mujer, eres delgada...
— ¡Un puro hueso! —exclamó Pyn.
— ¡Y tú un puro salchicha! —contestó Brigitte, haciendo reír a Frank.
Pyn rezongó algo entre dientes y se levantó.
—Tengo trabajo —dijo volviendo a su despacho—. No puedo perder el tiempo como vosotros.
Por la tarde, Frank soñaba con la tarde anterior como un oso sueña con la miel, y cuando Brigitte entró a decirle que se iba, la detuvo.
—No, no, tenemos trabajo, tienes que quedarte.
—Ah, bueno, me quedo si me necesitas.
— ¡Muchísimo! —aseguró Frank.
Quedaron solos en las oficinas desiertas, encerrados en el despacho de Frank, y éste estuvo dictando algunas cartas.
Comprobó que habían cortado el paso de aire acondicionado, sonrió satisfecho. Con el intenso calor que hacía aquella noche, lo más probable era que Brigitte volviera a desvanecerse.
La hizo trabajar para fatigarla, y al cabo de dos horas pregunto:
— ¿No tienes calor?
El estaba que quemaba.
—No, no mucho, lo corriente.
—Yo siento un poquito de fresco hoy, quizá no me encuentra bien del todo. Cerraré la ventana si no te molesta.
—Ciérrala si quieres.
Frank cerró y a los cinco minutos aquello era un horno. Espió el rostro feme-nino, a ver si daba señales de desmayarse, pero Brigitte seguía tan fresca.
— ¿No te desvanecerás?
—No suele ocurrirme. No sé por qué me pasó ayer. No tema
—Ya... Yo tengo frío...
— ¿Con el calor que hace?
—Sí, pues ya ves, yo tengo frío.
Encendió todas las bombillas y tubos fluorescentes, que en pleno verano eran una auténtica estufa cada una. Con todo cerrado, allí dentro no se podía respi-rar y Frank sudaba como un caballo.
Pero Brigitte no presentaba síntomas de ir a desmayarse.
Escribiendo a máquina, hacía enormes esfuerzos para no reír al adivinar las intenciones de Frank, que le espiaba el rostro continuamente buscando algún rastro de desvanecimiento.
—Estás sudando, Frank... —exclamó Brigitte, con acento pesaroso—. ¿No será mejor que apague todas esas bombillas y abra la ventana para que entre aire?
— ¡Oh, no! Tengo un frío espantoso. Estoy temblando —asegura Frank.
Fue al radiador eléctrico arrinconado en un ángulo, y lo enchufó. A los pocos minutos, allí hacía más calor que en el mismo infierno.
Frank se derretía en sudor.
— ¿No..., no te desmayas? —preguntó asfixiado. Brigitte se levantó estirándo-se, y de un salto Frank le rodeó el cuerpo con los brazos apretándola contra él.
— ¿Qué te pasa, Frank, por qué me abrazas? —preguntó Brigitte dejándole apretarla.
— ¿Es que no ibas a desmayarte? Para que no caigas al suelo...
—No, si no me desmayo. Ya te digo que anoche fue la única vez en mi vida que me ha ocurrido una cosa así.
El seguía apretándola contra su cuerpo.
—No creas que me molesta que te desvanezcas... Te aseguro que no es ninguna molestia para mí...
Sentía el cuerpo elástico y duro como un mimbre entre sus manos, y tenía que reprimirse para no apretar con toda su fuerza. Aquello le producía más calor que la misma estufa.
—Qué bueno eres, Frank —sonrió ella, sin hacer por soltarse—. Por eso te he tomado un cariño tan grande.
— ¿De veras me has tomado cariño?
— ¡Inmenso! Te considero un poco como si fueras mi papá.
— ¿Eh? ¡No soy tan viejo...! Sólo tengo veintiocho años.
— ¡Oh, qué horror! ¡Veintiocho años! ¡Diez justos más que yo! Por eso eres tan sensato y razonable. Todos los viejos sois sensatos. ¡Pobre, cómo sudas! ¿Dices que tienes frío? Si parece que tuvieras fiebre.
Le puso una mano en la frente acariciadoramente, mientras él, cruzándole un brazo tras el talle, la mantenía pegada contra sí y un poco doblada hacia atrás.
—Sí, yo creo que tienes fiebre, Frank. Debes ir y acostarte en seguida. ¿Será pulmonía?
Frank tenía realmente fiebre, mucha fiebre, pero él sabía bien que no era pulmonía.
«Debo soltarla ya —se dijo—. Se va a extrañar de que la mantenga tanto rato abrazada sin ninguna explicación.»
Y en vez de soltarla, arrastrado por una de esas vorágines que a un hombre lo absorben algunas veces, la quebró contra sí y la besó en la boca, ansioso y ardiente.
Brigitte sintió que se iba a marear de veras. La cabeza le dio vueltas, y todo su cuerpo quedó desfallecido, sin fuerzas ni energías.
Notó cómo Frank la iba vaciando, como si se la bebiera entera, y privándola del sentido y del juicio.
«¡Oh, caramba! —pensó—. Esto es terrible... Qué sensación... de mareo...»
Al fin, Frank la soltó y la miró confuso temiendo un tortazo.
—Lo... Lo siento, Brigitte... No sé qué me ha pasado...
— ¿Lo sientes? ¿Por qué?
Frank abrió los ojos asombrado.
— ¿Es que no te has enfadado?
—Claro que no. ¿Por qué tenía que enfadarme? ¿No te digo que te considero como a un padre? ¡Eres tan viejo...!
— ¡Brigitte, sólo te llevo diez años!
— ¡Qué horror! ¡Diez años! Toda una vida... En tu juventud, ¿las cosas eran muy distintas de las de ahora, Frank? ¿Tú conociste la época cuando las mujeres llevaban miriñaque?
—Diez años no son nada, Brigitte. ¡No soy ningún viejo! Soy joven, como tú.
— ¡Oh, no! ¡Como yo, no! Diez años son muchísimos años. Frank, será mejor que apagues tantas luces y abras la ventana. Estás sudando como una barra de hielo en un horno.
—Sí, será mejor... —resopló Frank, exhausto.
Desenchufó el radiador, dejó encendido sólo un flexo y abrió la ventana de par en par. ¡Qué gusto, el aire de la noche!
Se sentía trastornado, ansioso de volver a abrazarla. Cierto que con aquellos lentes que le hacían ojos de mochuelo, sin un átomo de pintura en el rostro, con aquel peinado y aquel vestido absurdos, Brigitte no resultaba una belleza.
Pero al estrecharla contra él, se comprobaba claramente que era un tesoro oculto.
—Ven, ven que te dé el fresco... —invitó.
Brigitte se aproximó a él.
—Quítate los lentes... —resopló Frank, quitándoselos.
Los dejó encima de la mesa, y cogiéndola por ambos brazos la miró muy cerca a los ojos.
Eran unos ojos luminosos, brillantes, llenos de no se sabía qué misteriosas travesuras que incitaban a hundirse en ellos, que producían cosquillas.
—Tienes unos ojos muy bonitos... —susurró.
—Frank, ¡pero si soy cegata! —aseguró ella.
Estaba tan cerca, que su corazón echó de nuevo a galopar.
—Entonces, ¿te has enfadado porque te he besado?
— ¡Qué tonterías! ¿Por qué me voy a enfadar? Si fueras un chico de mi edad me habría ofendido, pero tratándose de un señor mayor que tiene edad para ser mi padre, no hay motivos para enfadarse.
—Entonces voy a besarte de nuevo... como un padre.
—Bueno, si quieres...
Frank sí quiso.
Ante la ventana, teniendo como fondo el cielo oscuro tachonado de estrellas, la plegó contra sí ansioso y febril y la besó larguísimamente, lentísimamente, libando en sus labios hasta la última gota del riquísimo néctar.
Sintió el cuerpo roto y desmadejado entre sus brazos, y la estrechó con más fuerza doblándola por el talle con ansia salvaje, devorando su boca con impulso feroz.
Brigitte sentía de goma todos sus huesos, sin fuerzas todo su cuerpo, alterada toda su sangre.
«¡Ay, qué espantoso es el amor...! ¡Ay, qué cosas más raras se sienten...!», pensó con los ojos cerrados.
Fue su último pensamiento, porque después ya no le quedaron fuerzas ni siquiera para pensar. Frank se las arrebataba todas con aquel beso de locura.
Al fin, Frank, también sin fuerzas, tuvo que soltarla.
—Ha sido un beso... paternal... —balbució mareado.
—Ya me he... dado... cuenta... —tartamudeó Brigitte.
— Brigitte.
— ¿Qué, Frank?
Los dos hablaban desmayados. No tenían fuerzas ni para modular las palabras.
—Brigitte, tengo que ir a Florida, y necesito que vengas conmigo.
—Bueno, Frank...
— ¿Vendrás?
—Es mi deber. Soy tu secretaria...
—Es verdad. Saldremos dentro de tres días...
—Bueno, Frank...
—Esto...
— ¿Quieres algo?
—Lleva traje de baño y... algún modelito... que no tenga la falda tan larga...
— ¿Por qué, Frank? ¿Es que no te parezco elegante?
—Sí, sí; elegantísima... Y esos lentes... cámbialos, ponles otra montura... Las hay muy monas .y favorecedoras...
—Bueno, lo haré... por ti.
—Gracias, hija mía... —sonrió Frank bondadosamente.
Y en prueba de amor paternal, volvió a plegarla contra sí y la besó en la boca hasta dejarla sin respiración.