Capitulo 17

 

Era sábado, y Frank había aprovechado para quedarse en la cama hasta tarde. Salió del baño silbando, y se encontró con Cindy que manejaba la máquina de dar cera a los suelos.

— ¡Buenos días, señorito Frank! —sonrió alegre la doncellita—. ¡Ahora mismo le llevo el desayuno!

— ¡Hola, Cindy! —exclamó Frank alegremente—. Cindy, eres una chiquilla preciosa. A ver si aprendes a escribir a máquina, y te coloco en la oficina. En una semana te casas.

Cindy rió parando la máquina. Que le dijeran que era bonita la llenaba de un delicioso nerviosismo.

— ¡Hoy se levanta de buen humor y con ganas de reír! —rió ella—. ¡Gracias a Dios, porque llevaba usted una temporada con una cara tan triste, que daba pena verle!

—La vida es hermosa, Cindy, y el que está triste es porque es tonto —aseguró Frank entrando en su cuarto.

Salió poco después a desayunar, y su madre se le reunió momentos más tarde.

—Te has levantado tan tarde, que no he tenido paciencia para esperarte. Hum, pareces hoy muy contento...

—Mamá, ¿te parece que las doce de la mañana es una hora intempestiva para hacer una visita?

—Hum, pues no me parece mala hora... ¿A quién deseas visitar?

—Tú me acompañas.

— ¿Yo? ¿Dónde, Frank?

—Mamá, tú tenías razón: Brigitte nunca vistió estrafalaria ni usó lentes.

— ¡Claro que no! Me fijé en esa chiquilla desde el primer momento, porque posee una figura preciosa y tiene personalidad. Pero ¿qué relación hay entre tu visita y...?

—Se disfrazó de esa horripilante forma para que yo la tomara como secretaria, porque en mi anuncio pedía una secretaria «fea». ¿Y sabes para qué quería ser mi secretaria?

—Sospecho que lo adivino... —rió su madre.

— ¡Para cazarme! Resulta que yo la tenía loca por mí, y no lo sabía. Bueno, pues me ha «cazado». ¡Estoy por ella, que doy saltos mortales!

— ¡Qué loco estás! —rió su madre—. Entonces adivino que la visita...

—A su abuela, mamá. Arréglate, y échame una mano.

— ¡Con muchísimo gusto, Frank! —exclamó su madre, abrazándole impetuo-sa—. ¡Por fin, voy a conseguir que te acuestes temprano! Oye, Frank, en esta misma casa me ha informado el portero que quedará un piso libre. ¡Será estu-pendo! Hablaré con el dueño para que me lo reserven... ¡Y voy ahora mismo a arreglarme!

Volvió a abrazarle nerviosa y echó a correr como una chiquilla.

 

* * *

 

Clara estaba planchando. Sentada en una silla, absorta y ceñuda, Brigitte no se daba cuenta de que a veces se le escapaban los pensamientos por los labios.

—He sido tonta... ¡Si hubiera sido lista...! ¡Le odio, le odio...!

— ¿Qué te pasa, Brigitte? —preguntó la asistenta doblando una sábana—. ¿A quién odias?

— ¿Eh? Nada...

—Estás hablando sola. ¿Te has vuelto loca, Brigitte?

Brigitte estaba sombría.

Ataviada con blusita blanca sin mangas y ceñidos pantalones «Capri» hasta cerca del tobillo, estaba sentada a caballo en la silla, con los brazos apoyados en el respaldo y un olvidado cigarrillo entre los dedos.

—Te encuentro rara cuando no te ríes, Brigitte —lamentó Clara—. No pareces tú misma. ¿Estás enferma?

Brigitte ni la oyó.

Estaba ensimismada, lúgubre, tétrica. La desesperación, la angustia, esa serpiente horrible que se enrosca en el corazón estrujándolo, haciéndolo morir y sin terminar nunca de matarlo, se había metido dentro de su pecho haciéndole aborrecer la vida.

Era joven, decidida, atractiva, llena de fantasía, llena de vitalidad, con la risa siempre a flor de labios. No había conocido aún la angustia. Y ahora la conocía. Ahora sabía lo que es la desesperación, lo que es desear morir como una forma de librarse de un sufrimiento más insoportable que la misma muerte.

Sonó el timbre de la puerta, pero ella ni lo oyó.

—Estoy ocupada. ¿Por qué no vas tú a abrir, Brigitte? —pidió la asistenta.

—No tengo ganas... ¡Si tú supieras, Clara...!

— ¡Oh, cómo estás hoy! —suspiró Clara, dejando la plancha.

Fue a abrir, y regresó a los pocos minutos.

—Un señor y una señora —comunicó—. Están con tu abuela

—Espero que no me llame, no tengo ganas de visitas esta mañana —susurró Brigitte.

Pero tuvo mala suerte, porque al poco sonó el zumbador.

—Si mi abuela me llama a mi, dile que no estoy.

—Ella sabe que estás —contestó Clara, saliendo.

Volvió en seguida.

—Que vayas.

—Por Dios, no tengo gana de hablar con nadie. ¿No pueden dejarla a una en paz? ¡Quisiera morirme! —susurró.

— ¿Qué te pasa, Brigitte? —sonrió Clara acercándose a ella y acariciándole el pelo—. Vamos, no seas niña y dime qué te sucede. No será tan terrible.

Brigitte quería guardar su sufrimiento para ella sola porque las almas sinceras son más púdicas con sus sufrimientos que con sus alegrías, pero no podían resistir...

—Estoy enamorada, Clara. ¡Locamente enamorada, con toda mi alma, con todo mi corazón, con todos mis sentidos! Y él... ¡se va a casar con otra!

— ¡Oh! ¡Qué miserable! ¿Cómo puede hacer eso? ¡No lo comprendo! ¿Es que está ciego?

El zumbador sonó de nuevo con mayor insistencia.

—Es para ti, Brigitte, tienes que sobreponerte. Tu abuela no parará hasta que vayas.

— ¡Está bien, iré! ¡No pueden dejarla a una tranquila!

Brigitte descabalgó de la silla, aplastó en el cenicero la punta de su desperdi-ciado cigarrillo, y fue a la sala.

—Buenos días... —saludó seria, entrando.

No conocía a aquella bella y elegante señora que la miraba con tanta simpatía, no la había visto nunca.

—Tú eres Brigitte...

—Mi nieta —sonrió la abuela con ese tono satisfecho de los abuelos.

—Eres preciosa, Brigitte... —sonrió la dama—. ¡Y qué bien te sientan los pan-talónes! Frank, creo que has sabido elegir la muchacha más bonita que existe.

Brigitte dio un respingo girando la cabeza.

En pie, cerca de la apagada chimenea de adorno, Frank la contemplaba con una sonrisa en los labios.

—Hola. ¡Hum! No te había visto todavía con pantalones.

Los ojos femeninos relumbraron de furor.

— ¿Qué haces tú aquí? ¡No te quiero en esta casa!

—Nos iremos a otra, no te preocupes —sonrió Frank sin inmutarse

—. He venido a anunciarte, oficialmente, mi próximo matrimonio con... Brigitte Medwall. No sé si la conoces: una chica aficionada a los disfraces... y a la «pesca». ¿La conoces?

Brigitte abrió unos ojos como platos, y la boca como una tonta para gritar de repente:

—Pero ¿qué dices?

Fue su abuela quien le respondió:

—Brigitte, la señora Fagor me visita para pedirme tu mano para su hijo. Yo le he respondido que... para mí es una satisfacción... ¡Brigitte, no pongas esa cara! Y di algo. Estamos esperando tu contestación…

Brigitte aún estaba muda y paralizada. Y de repente gritó:

— ¡Bandido! ¡Calígula! ¡Sádico! ¡Debí pegarte con el pisapapeles en la cabeza! ¿Quién es la otra? ¡Di...! ¿Quién es la otra?

— ¡Brigitte, repórtate! —amonestó su abuela—. ¡No digas palabrotas! ¡Se van a dar cuenta de que eres una mal educada!

Pero a Brigitte no le importaba en aquel momento que se dieran cuenta de las lagunas de su educación. Agarró con furia a Frank por las solapas, y lo sacudió con nerviosa fuerza.

— ¡Di! ¿Quién es la otra? ¿Con quién te ibas a casar?

—Nena, contigo —rió Frank—. Yo no puedo querer a nadie más que a ti.

— ¿Y lo que yo he sufrido desde ayer? ¿Crees que va a quedar así? —le gritó Brigitte.

— ¿De veras has sufrido? Dímelo otra vez, ¡me hace tan feliz!

— ¡Pues a ver si un tortazo también te hace feliz!

Alzó la mano con rapidez nerviosa, pero Frank se la cogió en el aire.

—Dispénsennos un minuto mientras lo discutimos ella y yo —rogó—. Esto es mejor que lo resolvamos a solas. Ven un momento conmigo.

Casi a rastras se la llevó al pasillo. Se oyeron voces, improperios, amenazas, insultos, todo proferido vertiginosamente por Brigitte. Luego, reinó el silencio.

La señora Fagor suspiró.

—En mi casa queda un apartamento libre. He pedido al portero que no lo alquile. Quedándose a vivir ahí, estarán cerca de usted y de mí...

—¡Una maravillosa idea! —sonrió la abuela.

Frank asomó la cabeza por la puerta.

—Brigitte y yo ya estamos de acuerdo —comunicó, desapareciendo de nuevo.

En el pasillo, Brigitte le enroscó los brazos al cuello apretándose contra él.

— ¡Te pesqué! ¡Te pesqué! ¡Y jamás te soltaré! ¡Anda, prueba a soltarte de mis brazos! ¡Nunca podrás!

—Pero ¿imaginas que quiero soltarme? ¡Lo que quiero es apretar más fuerte!

Y besándola como un loco, apretó más fuerte. Tan fuerte, que con un suspiro de gozo Brigitte sintió crujir todos los huesos de su cuerpo.

Y luego, de nuevo, todo quedó en silencio.

 

 

FIN