16. 
Es mi avión rojo el que cruza el cielo, el de la Primera Guerra Mundial. Y soy YO quien va al mando. Papá y el abuelo están sentados a mis espaldas. Miro la hora en mi reloj Breitling Emergency. Si sufriéramos un accidente, su microemisor de 121,5 MHz transmitiría durante cuarenta y ocho horas una señal que cubre ciento sesenta kilómetros a la redonda. Escucho la voz de papá. Me dice que no tema. Pero yo no tengo miedo. Sé que puedo hacer piruetas, montar en línea recta hacia el límite de la atmósfera y cruzarla, seguir, seguir, avistar los planetas, los satélites, las estrellas fugaces que rozan la ventanilla. Hace rato que vengo haciéndolo. Volar. Tan sólo tengo que cerrar los ojos para encontrarme con el infinito; es como si estuviera adentro mío. Un perro ladra en el firmamento y su sonido se propaga sobre los campos, los tejados, las minúsculas carreteras, las ventanas encendidas, y mientras mi avión atraviesa la noche, los ladridos se van haciendo más nítidos. Son los ladridos de Capitán, el perro del Bebé Hipopótamo Malvado.
Me asomo a la ventana. El reflejo de las luces de la ciudad es tan intenso que en el cielo no hay estrellas. En la calle, frente a nuestra reja, Alma y un hombre se bajan de un taxi. ¿Dónde está la camioneta de Alma?
¿Por qué un hombre la trajo a casa? El tipo vuelve a subirse y el taxi arranca. Escucho a Alma subir las escaleras y entrar a su pieza. Me quedo mirando la calle vacía por la abertura que dejan las cortinas. Sigo atento, pero ahora sólo escucho el sonido de la oscuridad. A veces, sin quererlo, imagino que Alma nos deja, como nos dejó mamá. No me gusta pensar eso porque Yerfa dice que el miedo atrae la mala suerte.
La primera luz del día es azul. La reja está abierta y el farol del acceso aún encendido. No fue un sueño. Alma llegó con otro hombre. Quisiera editar todo esto, como lo hace ella con sus películas. Borrarlo de mi memoria. Pero cuando un asunto nuevo e importante entra en mi cabeza, ya no hay forma de sacarlo de ahí. Por más que intento olvidarlo, unos monstruillos me recuerdan su presencia. Hace un tiempo se lo expliqué a Alma, y ella me dijo que los monstruillos se llaman “conciencia”. Yo le pregunté si se iban alguna vez, y me respondió que no, pero que aprendemos a vivir pretendiendo no verlos. Quise saber entonces por qué yo era incapaz de hacer lo mismo, y Alma me dijo que tal vez yo era una de esas pocas personas que en lugar de cerrar los ojos enfrentan a los monstruos y luchan contra ellos hasta vencerlos. Por eso he pensado que si hago diez descubrimientos sobre mamá, todo se volverá más claro. ¿Por qué diez? Porque Dios definió nuestro proceder con los diez mandamientos, porque tenemos diez dedos, porque diez billones de kilómetros son un año luz, porque Yerfa dice que cuente hasta diez antes de decir o hacer algo de lo que después pueda arrepentirme.
En el fondo de mi cama, una lluvia de hielo cae sobre la canoa de Kájef. Está dormido.
—Tommy, ven a tomar desayuno —escucho a Yerfa al otro lado de la puerta.
Yerfa es casi tan baja como yo, tiene un gran torso y el pelo liso, muy negro. Ríe escasamente, pero estamos juntos desde siempre y yo la quiero. Abro la puerta.
—¿Cuántas veces te he dicho que no te encierres con llave? ¿Y si hay un terremoto?
Yerfa se da cuenta que he estado llorando. Pasa sus dedos por mis ojos y luego los agita en el aire. “A las penas hay que sacudirlas”, me dice siempre.
—Tu papá ya pidió el desayuno. Si quieres, vas a saludarlo y después bajas.
Yerfa lee mis pensamientos.
—Papá, soy Tommy —anuncio mientras toco la puerta de su pieza.
Nadie responde. Entro. Encuentro a papá en medio de su cuarto con una toalla amarrada a la cintura. Me gustaría contarle que Kájef descansa dentro de su canoa, pero no puedo hablarle de él. Alma duerme con la cabeza vuelta hacia la muralla. Por la ventana semiabierta se cuela el aire cargado de polen. No quiero estornudar.
—Otra vez no tocaste la puerta —me dice en un susurro, para no despertar a Alma.
—Sí, lo hice, pero tú no respondiste. Pensé que podía pasarte algo.
—¿Y qué puede pasarme dentro de mi pieza, Tommy?
—Nada.
—Exacto. —Papá tiene los ojos hundidos y las arrugas que suelen rondarlos se ven más profundas—. ¿Y qué has hecho?
Me acomodo en el borde de la cama con cuidado. La cama es tan alta que mis pies no alcanzan el suelo. O podría ponerlo de otra forma: soy tan bajo —tengo la altura de un niño de ocho años— que mis pies no llegan al suelo. Papá saca del clóset un pantalón gris y una camisa celeste.
—No me has contado qué hiciste ayer.
—Estuve leyendo.
—Como siempre.
Quisiera decirle que ya nada es como siempre. Yo sé que mamá se quitó la vida y que Alma llegó a casa con un hombre. Todo esto me gustaría contarle, pero las palabras están atrapadas dentro de mí, como los pájaros en la jaula del abuelo. Papá se viste y entra al baño. Después de un rato sale con el pelo peinado hacia atrás. Frente al espejo se arregla la corbata. Respira hondo, entrecierra los ojos y levanta el cuello.
—¿No tienes colegio hoy día?
—Los profesores van a una jornada de educación.
—¿Por qué no llamas al nuevo vecino y lo invitas a jugar? Por favor, no te quedes otro día encerrado en tu pieza.
Cuando sale lo persigo escaleras abajo. Lola dejó su foca de peluche en el suelo. Papá la recoge.
—Papá... —señalo.
Temo que Alma nos deje, pero sé que si le digo a papá lo que vi anoche, todo resultará peor. Comienzo a parpadear muy rápido. Papá me mira.
—Nada —digo.
Seguimos bajando. En el pasillo se detiene. Estamos frente a uno de mis dibujos: El laberinto del Minotauro. Alma dice que es el mejor dibujo que he hecho. Me gusta poner nombres en mis dibujos. Frente al Minotauro escribo “Minotauro”, frente a los rayos escribo “rayos”, frente al sol escribo “sol”, y así. A veces los cambio, y a la hormiga le pongo “casa”, y a la casa le pongo “bosque”, y al árbol, “torre”, y a la torre, “pájaro”. Y cuando miro alguno de mis dibujos con los nombres cambiados, las cosas se transforman. La torre comienza a ser un poco pájaro; la casa, un poco bosque.
—Tommy, ¿por qué diablos me sigues?
—Para estar contigo.
Me revuelve la cabeza como suele hacer cuando no sabe qué decirme. Me entrega la foca de peluche. Se queda mirándome con sus ojos de doctor y luego me da un abrazo.
—¿No puedes quedarte?
—Imposible. ¿Qué dirían mis pacientes si no llego a verlos?
Cuando era más pequeño pensaba que si detenía el tiempo, papá ya no volvería a salir. Un domingo por la mañana llevé a cabo mi misión. Rompí la cuerda de su reloj para evitar que siguiera avanzando. Es obvio que el tiempo siguió su curso y yo me gané una buena reprimenda.
—Sabes que eres mi campeón, ¿verdad? Yo respondo que sí.