50. 
No voy a casa de mi padre; de hecho, no voy a ningún sitio. Tan sólo doy vueltas de un lado a otro en mi automóvil. Soy incapaz de permanecer quieto, o de hablar con algún ser humano, en tanto no suene este maldito móvil y alguien me diga que Tommy está bien. Y mientras avanzo, las calles, las personas, van perdiendo consistencia y sentido, como si viera el mundo a través de rayos X y descubriese que tras su rostro visible no hay absolutamente nada. Una corteza sin savia. El mundo y los hombres huecos. Mi móvil está sonando. Miro la pantalla. Es un número que no tengo registrado. El pulso se me acelera.
—¿Hablo con don Juan Montes?
—Sí —afirmo.
—Buenos días. Soy el teniente Ríos, estuve en su casa ayer por la tarde.
—Buenos días.
—Si me disculpa, don Juan, voy a ir directo al grano. Encontraron el cuerpo de un niño en la costa, unos dos kilómetros al norte de Los Peumos. Por las características que describe el cabo a cargo del área, se trata de un niño de no más de ocho años, lo que no calzaría con su hijo.
—Mi hijo tiene la estatura de un niño de ocho años —musito. Mi voz apenas sale de mi garganta.
—Tampoco trae uniforme de colegio. Su hijo llevaba uniforme —continúa el oficial Ríos.
—¿Cómo va vestido? —pregunto con un hilo de voz.
—Con jeans y un polar rojo. No tiene zapatos. El agua debió llevárselos. Mandamos por Internet la foto que usted nos dio, pero el niño tiene la cara desfigurada por el golpe que sufrió al caer, y no se ha podido confirmar su identidad.
—En Los Peumos está la casa de su abuelo y la tumba de su madre —murmuro. El oficial, sin escucharme, sigue hablando.
—Según se me informó, los niños del pueblo hacen la cimarra en esa área. Se trata de un lugar peligroso y no es la primera vez que pasa. Debe tratarse de un niño que vive por ahí y, como todavía siguen en clases, nadie ha dado aviso de una desaparición. Hace un par de meses, el cuerpo de una niña estuvo en la morgue hasta la tarde sin que nadie lo reclamara. Eso me informó el cabo a cargo. Se lo cuento para que no vaya a estar tan seguro de que se trata de su hijo, ¿Tomás, verdad? Bueno, quería pedirle que fuera para allá. Para salir de la duda.
—¿Dónde está? —pregunto con sequedad.
—En estos momentos se conduce el cuerpo al hospital San Benito de Los Peumos.
—¿Cómo lo encontraron? —continúo indagando.
—Don Juan, no se apure tanto, lo más probable es que no se trate de su hijo.
—Lo más probable —digo sin la menor convicción. Mientras hablamos conduzco rumbo al aeródromo.
—Cuando llegue al hospital San Benito pregunte por el cabo Rojas. Él lo estará esperando.
—Estaré ahí en cuarenta minutos —concluyo y cuelgo. Conduzco a toda velocidad por las calles atestadas de Santiago. Adelanto a un Mazda y luego a un Fiat, atravieso un semáforo amarillo en el segundo que cambia a rojo, luego sobrepaso a un camión de reparto, un bus escolar. Mientras continúo y continúo, desde un lugar lejano e inmóvil de mi ser veo moverse una ciudad que me es extraña.
Abro el paso de bencina, enciendo los motores, ingreso a la pista, recibo la autorización de despegue, tiro la caña hacia atrás, levanto la nariz de mi avioneta y segundos después estoy volando. Encima de los árboles y de los tejados, el destello del cielo deriva hacia cimas amarillas. Atravieso un frente de nubes bajas y luego emerjo a un tramo de luz. Al sur flotan algunas nubes ribeteadas de gris. Surco el cielo a velocidad constante. El motor produce un sonido monótono que pulveriza el tiempo. La altura funciona como anestesia local.
Y entonces, en mi cabeza aparece un niño. Por fuerza es producto de mi imaginación, porque es imposible que Tommy esté sentado en el sitio del copiloto. Sin embargo, todo en él es tan real: su mirada somnolienta y a la vez penetrante descansando en mí, sus manos de dedos finos, su piel blanca, sus pies que cuelgan del asiento demasiado alto, y ese gesto, tan propio de él, de rascarse la cabeza para insuflarse fuerzas cuando se dispone a hablar. Pero Tommy no va a hablarme, porque Tommy es el niño que encontraron en Los Peumos. Quisiera estrellarme a pique en el mar. Nadie va a decirme que el sufrimiento y la muerte son parte consustancial de la vida, nadie va a señalarme que sin ellos la existencia queda incompleta. Tommy está muerto, muerto... y eso no tiene sentido.
Un grito se abre paso por mi esófago. Es un alarido de un tono raro, profundo, que estalla y me atraviesa desde los pies a la cabeza y luego permanece vibrando con toda su intensidad. De mi cuerpo ha emergido un ser cuya materia es informe y maltrecha, que siente miedo y está solo.