CAPITULO III

LA SEÑORA DE EALES

Sábado 14 de noviembre.

Du Pine tenía razón. Estuviera donde estuviese, el señor Ballantine no estaba con la señora de Eales. Mientras Robinson y Prufrock hacían averiguaciones en la City, la señora de Eales, sentada en su dormitorio de Mount Street ante los restos de un tardío desayuno, se preguntaba también por qué Ballantine no estaba junto a ella. A su lado había una pila de cartas. Eran cartas cerradas, y posiblemente continuarían cerradas. No ignoraba que cada sobre contenía una cuenta, pero no estaba en ánimo de averiguar cuánto debía. Mentalmente, sin embargo, no podía menos de recordar algunas de sus compras recientes, y el precio no pagado aún la hacía estremecer. En otras épocas su despilfarro le había motivado discusiones interminables con su protector, y ahora, mientras observaba el siniestro montón de cartas, reflexionaba maquinalmente: “Tendremos una pelea de primer orden". Después, ante la realidad desoladora de que era tanto mejor tener un hombre enojado que no tener ninguno, estuvo a punto de llorar.

Llamaron a la puerta. Entró una criada sin darle tiempo a responder.

— ¿Qué hay, Florence? — preguntó la señora de Eales con una sonrisa más amable que la que conceden a sus sirvientes las mujeres bien respaldadas.

Florence no respondió a la sonrisa. Sus modales eran bruscos, casi insolentes.

— ¿Vendrá hoy el señor Ballantine? — preguntó.

—No lo sé, Florence, no estoy segura. ¿Por qué me lo pregunta? — Después, al no recibir respuesta, agregó apresuradamente: — Puede salir esta tarde si lo desea. Me las arreglaré sola perfectamente, aun en caso de que venga.

—Gracias, señora —dijo Florence con poca amabilidad—. ¿Podría usted pagarme el sueldo de la última semana, por favor?

— ¡Oh, sí, por supuesto! ¡Qué tonta soy!—exclamó la señora de Eales, lanzando un gritito—. Alcánceme la cartera que está sobre la mesa del tocador. A ver... ¡Dios mío, lo siento mucho!—agregó mientras revolvía la cartera—, pero me he quedado sin dinero. ¿No le importa que le dé diez chelines a cuenta y el resto el lunes?

Florence tomó el billete ofrecido sin hacer comentarios, pero sus ojos descansaron un momento en la pila de cartas sin abrir. Después dijo:

—El señor Du Pine acaba de hablar por teléfono.

— ¡El señor Du Pine!—replicó la señora de Eales—. No puedo hablar con él.

—No quería hablar con usted. Preguntaba por el señor Ballantine; cuando le dije que no estaba aquí, colgó.

— ¿No dijo nada acerca del señor Ballantine?

—No. Dijo que llamaba para asegurarse de que no estaba aquí. No parecía suponer que lo encontraría.

—Muy bien, Florence —contestó su patrona fríamente—. ¿Quiere llevarse el desayuno, por favor?

Florence, de mal humor, levantó la bandeja. Al llegar a la puerta, se volvió y dijo por encima del hombro:

—Si viene el capitán, ¿lo dejo pasar?

— ¡Oh,-váyase, váyase! — gritó la señora de Eales, perdiendo la paciencia. El último hombre en el mundo de quien quería acordarse en ese momento era el capitán Eales.