CAPÍTULO XII
INVESTIGACIÓN DE UN NEGOCIO
Jueves 19 de noviembre.
A la mañana siguiente Mallett tenía la carta de París en sus manos. La leyó en voz alta, traduciéndola al mismo tiempo para que Frant se enterara de su contenido. Su corresponsal acusaba recibo de lo solicitado por su distinguido colega y, en respuesta a ello, se apresuraba a someter a su consideración e información los siguientes hechos: inmediatamente de haber recibido el pedido de Scotland Yard, el abajo firmante había ordenado personalmente una investigación en el Hotel du Plessis, Avenue Magenta, París, 9e., y sometido a un estricto y detallado interrogatorio al gerente y al personal del hotel; de tal interrogatorio y examen se deducía que James, presunto culpable del crimen, había llegado a dicho hotel a eso de las 18 del sábado y se había alojado en una habitación reservada para él por la Agencia Brook (cuarto Nº 323, tercer piso, con baño, a 65 francos diarios). El abajo firmante destacaba que dicho proceder del presunto culpable James estaba de acuerdo con su intención de cruzar el Canal por la ruta New Haven-Dieppe, tal como había sugerido la sagaz información de su distinguido colega. Desgraciadamente, por un descuido, sin duda involuntario, no se habían llenado las formalidades expresamente requeridas por la ley, y James había ocupado su cuarto sin firmar la planilla destinada a la vigilancia de los turistas en el país. Por haber incurrido en esta contravención, los propietarios del hotel serían rigurosamente demandados ante el Tribunal. Correccional del Departamento del Sena.
—Muy correcto todo —gruñó Mallett—, pero esto no habrá de ayudarnos a conocer la letra de James—. Continuó la lectura.
“Le habían servido el desayuno al mencionado señor James en su cuarto, a eso de las 10 y 30, después de lo cual había bajado inmediatamente y, una vez pagado su alojamiento, había dejado el hotel llevándose su maleta. El abajo firmante había ordenado formalmente que fuera perseguido y detenido, pero hasta ese momento no se había encontrado a nadie que respondiera a la descripción suministrada por su distinguido colega. El personal del hotel declaró que parecía ser un individuo serio…”
— ¿Qué significa eso? —preguntó Frant.
—Que no parecía un pícaro, sencillamente —replicó Mallett—. “...y de apariencia y acento marcadamente británicos. Pretendió ser capaz de reconocerlo hasta sin barba, de la cual el presunto culpable, sin la menor duda, trataría de desembarazarse lo más pronto posible. Considerando las medidas vigentes en Francia para vigilar a los extranjeros, no era fácil que el presunto culpable eludiera por mucho tiempo la justicia, a menos que hubiese vuelto ya a su país”.
—Eso suena a un cumplido bastante equívoco para nosotros —comentó el inspector, y continuó:
"El abajo firmante esperaba ansiosamente más detalles del ya mencionado James y rogaba a su colega de Londres que aceptara la expresión de su consideración más distinguida.”
—Y eso es todo —dijo Mallett, dejando las delgadas carillas escritas a máquina—, excepto la firma. Completamente ilegible, por lo demás.
—Pero es mucho —interrumpió Frant ansiosamente—. Nos saca del paso.
—En modo alguno —contestó Mallett con énfasis—. En primer lugar, debemos probar que James es el asesino. Parece serlo, ya lo sé, pero aún no lo hemos probado. En segundo lugar, debemos descubrir quién es y qué vínculo lo unía a Ballantine. Es una suerte que la carta al Banco nos dé un indicio.
—Cuando encontremos a lord Henry Gaveston —objetó Frant.
—Debiera leer usted el "Times” más cuidadosamente —replicó el inspector—. Especialmente los ecos de sociedad. ¡Mire!
Señaló un párrafo. Frant leyó: "Han llegado al Riviera Hotel de Brighton: sir John y lady Bulpit, el obispo de Foxbury, la señora de Escatt y lord Henry Gaveston”.
—No esconde sus pasos —dijo Frant.
—No. Lo que me hace pensar... Pero no vale la pena levantar teorías en el aire. Esperemos los hechos. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! En tercer lugar, no sabemos si James se detuvo en Francia o si regresó inmediatamente. Pudo viajar a París con el único objeto de despistarnos, y me atrevo a asegurar que su marcado acento británico sería para él un obstáculo si quisiera ocultarse en el Continente. De todos modos, por este lado podemos averiguar mucho. Tenemos que descubrir por qué Ballantine fué a los Jardines de Daylesford; tenemos que investigar a fondo su vida privada; descubrir dónde y con quién había estado viviendo —recuerde usted el testimonio de su mujer—; quien tenía motivos para matarlo, etcétera. Mientras tanto, un viaje a Brighton me parece indicado.
Sonó el teléfono. Mallett descolgó el receptor y se dió con el señor Benjamín Browne.
—Es a propósito del joven Harper —dijo la voz del señor Browne—. Usted me preguntó ayer por él, ¿recuerda?
—Sí, sí, por supuesto —dijo Mallett—. ¿Qué pasa con él?
—Acaba de entrar —continuó el circunspecto señor Browne.
—Bueno, dígale que me haga el favor de venir inmediatamente a Scotland Yard.
—Pero ya no está aquí —contestó el señor Browne de mal humor—. Entreabrió la puerta, me dijo que renunciaba a su puesto y se fué, sin otro aviso. ¡Después de todo lo que he hecho yo por él! Es realmente muy...
—Irritante, sin duda —asintió Mallett׳─ ¿Le dijo usted que yo deseaba verlo?
—No me dió tiempo. Quedé pasmado por su actitud.
Y no me dijo adónde iba o qué pensaba hacer. Su desparpajo me dejó estupefacto. Como usted dice, muy irri...
Mallett colgó.
El inspector tuvo que salir para Brighton después de lo pensado. Pasó la tarde conferenciando con Renshaw, el oficial encargado de revisar los libros de la Compañía de Propiedades Londinenses e Imperiales y sus establecimientos asociados. Renshaw estaba respaldado por dos adustos contadores y un enorme legajo de documentos, los primeros frutos de su investigación de un negocio que los diarios llamaban ya, abiertamente, “la gran estafa Ballantine”. A Mallett le gustaba considerarse un nombre sencillo —lo cual no era exacto—, con verdadero horror por los números —lo cual era exacto—. Pero guiado hábilmente por los expertos se encontró llevado y fascinado por un laberinto interminable de finanzas turbias. Los detalles eran complicados como siempre son cuando cada medida es acompañada por media docena de otras que tienen por único designio ocultar el verdadero significado de la transacción; pero la historia, en sus lineamientos generales, era bien clara. Ballantine había estado practicando con suma habilidad, e introduciendo en ella muchas variaciones de su propia cosecha, una estafa harto frecuente. Valiéndose de numerosas compañías que aparentemente competían entre sí, con poder y destreza para empapelar la Bolsa mediante acciones de una o de todas, había llevado a cabo el antiguo juego de robar a Pedro para pagar a Pablo, y pedir prestado a Pablo cuando Pedro debía presentar su balance. Así definió Mallett, con su habitual llaneza de vocabulario, la situación, y los contadores, a pesar de que esta forma de expresión poco científica los escandalizara, estuvieron contestes en que sucintamente, muy sucintamente, el método empleado podía resumirse de tal manera.
—Aunque —dijo Renshaw— no sólo se trataba, desde luego, de Pedro y de Pablo, sino de muchos más. En la City, las compañías de Ballantine eran conocidas como “Los doce apóstoles”. Parece que una o dos de ellas no han funcionado nunca. Yo creo que Ballantine las hizo registrar únicamente para completar la docena.
— ¿Y todas, supongo, con sus oficinas en el mismo local? —preguntó el inspector.
—Sí; aunque en sus papeles privados se hace referencia a otra compañía: el Sindicato General Anglo- Holandés de Comercio de Caucho con dirección en Bramston’s Inn, cerca de Fetter Lañe. Ballantine pagaba mensualmente el alquiler de las oficinas, pero, según parece, esta compañía no hizo nunca ninguna operación; cuando yo fui, el lugar estaba completamente vacío, desde hacía mucho tiempo.
Mallett asintió, tomando nota mecánicamente de la dirección. Una vez establecida la falta de honestidad del financiero desaparecido, sus métodos no le interesaban mayormente. El fin de todos sus manejos se hacía más claro a medida que la investigación proseguía. Consistía sencillamente en hacer pasar el dinero, por un conducto u otro, de los bolsillos del público que lo invertía a los de Ballantine, y también podía verse con igual claridad que su éxito había sido increíble. De pronto, durante los últimos días de su vida, la suerte le fué adversa. Había sido inesperadamente atacado por uno de los periódicos más leídos en el mundo de las finanzas; y los accionistas de su empresa más importante, teniendo que afrontar una inminente Asamblea General, se atemorizaron. La bajá había sido catastrófica, y el día mismo de su muerte, sus enemigos se le habían echado encima.
—Su juego estaba descubierto, y él lo sabía —dijo Renshaw—. Sería comprensible que se hubiera suicidado.
—Por de pronto —dijo Mallett—, nos hubiera ahorrado mucho trabajo. En vez de lo cual, dejó que otro lo matara y nos cargó con el trabajo de vengar su indigna persona. Pero no creo que fuese un hombre capaz de matarse. ¿Por qué no trató de escapar, como Aliss y Hartigan?
—Por lo que deducimos, es justamente lo que trató de hacer.
—Sí, pero no llegó más allá de los Jardines de Day- lesford.
—Creo que pensaba ir más allá —contestó Renshaw.
Y pasó a explicar el resultado de sus investigaciones sobre el proceder de Ballantine durante el último día de trabajo. Algún tiempo antes parecía comportarse de manera muy excéntrica; llegaba tarde a la oficina y se iba temprano, pero ese último día no salió de ella. Lo que hizo sólo puede sospecharse por lo que no dejó: parece claro que rompió muchos papeles. Su caja fuerte estaba casi vacía, y a Mallett lo defraudó el que no hubiera rastros de nada que lo vinculase con Fanshawe. Sacó de su cuenta privada del banco el máximo dinero posible, y también faltaba el pasaporte del cajón donde acostumbraba guardarlo.
—Por lo tanto —concluyó Renshaw—, no caben dudas de que pensaba ir más allá de Kensington.
—Tampoco caben dudas —respondió Mallett— de que debía llevar encima mucho dinero en el momento de su muerte. ¿Cuánto calcula usted?
Renshaw meneó la cabeza:
—Mucho me temo que nunca lo sabremos exactamente. Sólo había cien libras en su cuenta del banco, pero en los últimos meses habían pasado por ella grandes sumas de dinero. Es difícil decir adónde fueron a parar. Si, como supongo, no quería enfrentarse con los accionistas en la Asamblea y pensaba escapar, no cabe duda de que habría mandado dinero al extranjero. De los pagos efectivos, la mayoría fueron hechos a mujeres.
— ¿Incluyendo a su mujer? —preguntó Mallett al recordar el testimonio de la señora de Ballantine en el proceso.
-—No. Ella fué lo bastante inteligente o afortunada para conseguir que le diera una buena suma, hace algún tiempo. En lo que a ella respecta, era más bien lo contrario. De lo que podemos colegir, parecería que Ballantine, justo antes de su muerte, trató de que ella le saliera de garante, pero la señora de Ballantine se negó.
—Naturalmente. Entonces, esas otras mujeres. . .
—Eran de todas clases. Ballantine parece haber sido generoso de un modo bastante extravagante, y seguía manteniendo en un gran tren a sus ex amantes. Ha estado manteniendo a la bailarina italiana Fonticelli, pero ese asunto terminó hace algún tiempo. Las últimas grandes sumas fueron para la señora de Eales.
—Creo que he oído hablar de ella —dijo Mallett—. ¿Era la favorita reinante?
—Sí, Ballantine había vivido regularmente con ella desde hacía más de un año, excepto cuando le convenía aparecer en Belgrave Square. La instaló en un bonito departamento en Mount Street. Era un asunto conocido. Todos los de la oficina lo sabían.
Mallett guardó silencio.
—Mount Street queda lejos de los Jardines de Daylesford —dijo al fin—. No obstante, creo que mi próxima visita será a la señora de Eales. En mi problema puedo seguir dos caminos. Uno, es tomar a James cuando aparece por primera vez como inquilino de la señorita Penrose, y seguirle retrospectivamente la pista hasta su encuentro con Ballantine. El otro es ocuparme de Ballantine y seguirlo hasta que conoce a James. Ambos caminos merecen tomarse, y creo que si alguien puede aclararme la vida privada de Ballantine, ese alguien es la señora de Eales.
—Otra persona podría darle mucha información — dijo Renshaw.
— ¿Se refiere usted a Du Pine?
Renshaw asintió:
—Él y los dos directores que faltan eran los únicos que conocían los fraudes de Ballantine. Du Pine estaba con la soga al cuello. Nos sobran pruebas para detenerlo.
—Espero que no hagan eso —replicó el inspector—. Un preso no puede ser interrogado, y creo que Du Pine libre puede serme más útil que en la cárcel. Sin embargo, tendremos que vigilarlo.
—Esta mañana, cuando estuvimos con él en la oficina, me rogó poco menos que lo arrestara —dijo Renshaw—. ¿Supone usted que conoce las leyes penales y que en esa forma se sentiría más seguro?
—Creo que sabe mucho —replicó Mallett—, pero confío en que no tanto como sabré yo esta noche.