3

 

TENÍA siete años la primera vez que fui advertida acerca de ser una puta. Fue una de las pocas veces que pasé tiempo con mi padre y lo recuerdo vívidamente porque me asustó.

Estábamos viendo «Regreso al Lago Azul» y el personaje de Lilly había entrado en pánico por la sangre que encontró entre sus piernas. Yo era demasiado joven para entender lo que pasaba, así que le pregunté a mi padre. Él dijo:

—Las mujeres son unas putas sucias y están llenas de sangre sucia, así que cada mes tienen que deshacerse de ella.

Estaba estupefacta dentro de un silencio temeroso. Me imaginé a mí misma siendo vaciada de sangre, mi piel encogida hasta los huesos.

—¿Yo soy una mujer, Papi?

Mi padre dio un trago profundo a su ron con coca-cola.

—Lo serás algún día. —Mis ojos se nublaron con lágrimas mientras imaginaba el horror de ser exsanguinada.

—¿Cómo consigo más sangre?

Mi padre sonrió y me abrazó. El olor del licor en su aliento sería siempre un consuelo para mí.

—Lo harás, nenita… simplemente no seas una puta.

Estrujé a mi padre.

—¡No lo seré! —Me incliné hacia atrás y miré sus ojos ebrios—. Pero, ¿qué es una puta?

Mi padre rió a carcajadas.

—Pregúntale a tu madre.

Nunca lo hice. Nunca le conté a mi madre las cosas que me había dicho mi padre, aunque me preguntaba cada vez que él me llevaba a casa. Instintivamente sabía que se pelearían si lo hacía.

Dos años después, en mi noveno cumpleaños tuve mi primer periodo y grité lastimeramente pidiéndole a mi madre que llamara a un médico. En su lugar, ella entró en el baño exigiendo saber qué era lo que iba mal. La miré, con la vergüenza propagándose por todo mi cuerpo y susurré:

—Soy una puta.

Tenía trece años antes de volver a ver a mi padre. Y para entonces ya tenía un profundo conocimiento de lo que era ser una «puta».

Mi madre había sido una «puta» por enamorarse joven y quedarse embarazada de mí… y de mi hermano… y mi hermana… y mi otra hermana… y mi otro hermano… y bueno... todo lo demás. Yo estaba destinada a convertirme en una por culpa suya. La prostitución, al parecer, estaba en mi sangre, mi sucia sangre.

Mis abuelos lo creían; mi tía lo creía también, al igual que su marido y sus hijos. Mi madre había sido la más joven de sus hermanos y su opinión pesaba mucho en ella. Y lo que es más importante... ella lo creía. Me hizo creerlo a mí.

Me vistió con vestidos largos hasta los pies, me prohibió usar maquillaje, pendientes, o cualquier cosa más exótica que un pasador en el pelo. No podía jugar con mis hermanos o mis primos varones. No me podía sentar en el regazo de mi padre. Todo eso para mantener a raya a mi puta interior.

Para cuando cumplí trece años, estaba harta del Manifiesto Puta de mi familia. Me rebelaba a cada oportunidad. Tomaba prestados de mis amigas shorts, faldas y camisetas. Ahorraba dinero de mis tarjetas de cumpleaños y el estipendio ocasional que me daba mi madre por hacer de canguro mientras ella salía a buscar a su siguiente novio, para comprar brillo de labios o laca de uñas.

Mi madre convulsionaba entre estallidos de puro enfado siempre que encontraba esas cosas en mi habitación.

—¡Desgraciada! —gritaba mientras me lanzaba mis objetos robados a la cabeza. Era una desgracia a sus ojos—. ¿Es esto lo que haces a mis espaldas? Vestir esta… esta… ¡nada! ¡Enseñando las tetas y las piernas como basura callejera!

Siempre lloro cuando estoy enfadada, abrumada por la emoción no puedo controlar el derramamiento en mi cara ni en mi boca.

—Que te jodan, Mamá. ¡Qué te jodan! Tú eres la puta, no yo. Yo sólo… —sollozaba—. Sólo quiero vestir como otras chicas de mi edad. Estoy harta de pagar por tus errores. No hice nada malo.

Los ojos de mi madre nadaban en lágrimas y furia.

—Ya lo sabes, Livvie, piensas que eres mucho mejor que yo —tragaba saliva—, pero no lo eres. Te pareces más a mí de lo que crees y… te lo digo en serio… actúa como una puta y serás tratada como una.

Sollozaba en alto mientras ella reunía mis cosas dentro de una bolsa de basura.

—¡Esas ropas pertenecen a mis amigas!

—Bien, ya no son tus amigas. No necesitas amigas como esas.

—¡Te odio!

—Hmmm, bien… yo también te odio a ti ahora mismo. Todo lo que he sacrificado… por una mocosa como tú.

* * *

 

Me desperté, jadeando y desorientada, los bordes del sueño disipándose, pero no el persistente pavor en mi interior. La oscuridad era tan completa que, por un segundo, pensé que no había despertado de mi pesadilla. Luego despacio, fotograma a fotograma, todo volvió a mí. Y como si cada fotograma estuviera catalogado y almacenado en mi estantería mental, arraigó un débil pero creciente concepto, de que esta pesadilla era realidad, mi realidad. De pronto me encontré a mí misma anhelando el sueño. Cualquier pesadilla sería mejor que esto.

Mi corazón se hundió hacia nuevas profundidades, los ojos ardiendo en la oscuridad. Miré alrededor desapasionadamente, reconociendo objetos familiares, pero ninguno de ellos mío. Según se aclaró la confusión, más que nunca e incesante dentro de la fría y cruda realidad, pensé, realmente he sido secuestrada. Esas palabras con luces de neón golpearon con fuerza dentro de mi cabeza. Miré de nuevo alrededor, rodeada por la extrañeza. Un espacio nada familiar. Realmente estoy en algún lugar desconocido.

Quería llorar.

Quería llorar por no haber visto esto venir. Quería llorar por la incertidumbre de mi futuro. Quería llorar por querer llorar. Quería llorar porque lo más probable sería que fuera a morir antes de haber experimentado la vida. Pero, sobre todo, quería llorar por ser, tan horrible, trágica y estúpidamente, una mujer.

Había tenido muchas fantasías acerca del día en que él me había ayudado en la calle. Me había sentido como una princesa tropezándose con un caballero de brillante armadura. Dios Santo, ¡incluso le había pedido ir a dar una vuelta! Había estado tan decepcionada cuando dijo que no y cuando mencionó la cita con otra mujer, mi corazón se había hundido hasta el estómago. Me maldije a mí misma por no vestir algo más bonito. Vergonzosamente, había fantaseado sobre su perfecto pelo, su enigmática sonrisa, y la forma exacta de sus ojos, casi cada día desde entonces.

Cerré los ojos.

Qué idiota había sido, una maldita y estúpida niña pequeña.

¿No había aprendido nada de los errores de mi madre? Aparentemente no. De alguna manera, todavía me las arreglaba para volverme retrasada ante la visión de cualquier capullo guapo con una sonrisa bonita. Y tal cual como ella, había sido bien jodida por él también. Había dejado que un hombre arruinara mi vida. Por alguna razón más allá de mi entendimiento, odié a mi madre en ese momento. Me rompió el corazón más aún.

Me sequé con enfado las lágrimas que amenazaban con escapar de mis ojos. Tenía que concentrarme en una manera de salir de aquí, no en una manera de sentir lástima por mí misma.

La única luz provenía del tenue brillo que salía de una luz de noche cercana. El dolor se había reducido a una molestia general, pero mi jaqueca todavía rabiaba. Estaba desatada, yaciendo bajo el mismo grueso edredón, cubierta de la cabeza a los pies en una fina capa de sudor. Empujé el edredón hacia afuera.

Esperaba encontrar mi cuerpo desnudo bajo el edredón. En su lugar encontré satén, una camisola y unas bragas. Agarré frenéticamente la tela. ¿Quién me había vestido? Vestirme significaba tocarme y tocarme podía significar demasiadas cosas. ¿Caleb? ¿Él me había vestido? El pensamiento me llenó de pavor. Y, por debajo de eso, algo más, únicamente más horrible; una molesta curiosidad.

Esquivando mis contradictorias emociones, me puse a inspeccionar mi cuerpo. Estaba dolorida por todas partes, incluso el pelo me dolía, pero entre las piernas no sentí nada notablemente diferente. Ninguna molestia en el interior que sugiriera lo que podía llevarme a pensar que podría haberme ocurrido en algún momento. Me sentí momentáneamente aliviada, pero un vistazo más alrededor de mi nueva prisión y mi alivio se evaporó. Tenía que salir de allí. Me deslicé fuera de la cama.

La habitación parecía hecha polvo, con el papel de las paredes amarillento y una fina y manchada alfombra. La cama, enorme con cuatro postes de hierro forjado, era la única pieza de mobiliario que parecía nueva. Difícilmente parecía el tipo de cosa que encajara en un lugar como ese. La ropa de cama olía a suavizante. Era del mismo tipo con el que yo lavaba la ropa de mi familia en mi casa. Mi estómago se cerró. No odiaba a mi madre, la quería. Se lo tendría que haber dicho más a menudo, incluso si ella no siempre me lo decía. Las lágrimas me escocían los ojos, pero no podía desamorarme ahora. Tenía que encontrar una manera de escapar.

Mi primer instinto fue probar la puerta, pero descarté la idea por estúpida. Por un lado, recordaba que había sido cerrada con llave. Por el otro, si no lo estaba, las posibilidades eran buenas para que corriera derecha hacia mis captores. La mirada en aquel tipo, la de Jair, los ojos aparecieron como un flash en mi mente y un escalofrío violento me bajó por la espalda.

En lugar de eso, me arrastré hacia un juego de cortinas y las aparté. La ventana estaba cerrada con tablones. Apenas contuve un exasperado grito. Deslicé mis dedos por los bordes de la madera intentando empujarla hacia arriba, pero resultó ser imposible. Maldición.

La puerta se abrió tras de mí sin previo aviso. Me giré, golpeando mi espalda contra la pared como si pudiera de alguna manera fundirme con las cortinas. La puerta no había sido cerrada con llave. ¿Había estado esperando por mí?

Ligero, suave y lento, filtrándose, proyectando sombras a través del suelo. Caleb. Mis piernas temblaron con el miedo mientras él cerraba la puerta y caminaba hacia mí. Parecía el Diablo en persona, vestido con pantalones negros y una camisa negra abotonada hasta arriba, avanzando despacio, deliberadamente. Todavía lo suficientemente guapo como para hacer que mis entrañas se encogieran y mi corazón balbucease. Era pura perversión.

Con la caída de la luz desde la puerta, su sombra se aproximaba larga y oscura. Espontáneamente, las palabras, una vez auguradas por Poe, ahora se manifestaban en carne y hueso en el hombre que estaba ante mí: «De pronto oí un tamborileo, como si alguien dulcemente golpeteara, golpeteara en la puerta de mis aposentos». Mierda, mierda, mierda. Vale, esa última parte es mía.

Caleb alzó su mano como para golpearme y levanté mis manos para proteger mi cara. Su mano golpeó contra la pared. Mientras me encogía, el bastardo se rió a carcajadas. Despacio, me moví para bajar los brazos y cubrirme los pechos. Caleb agarró mis dos muñecas con su mano izquierda y las presionó contra la pared por encima de mi cabeza. Clavada entre él y la pared, reaccioné como un hámster asustado. Me congelé, como si mi quietud pudiera desalentar su naturaleza depredadora. Como una serpiente que sólo come ratones vivos.

—¿Tienes hambre? —preguntó, suave y en voz baja.

Oí la pregunta, pero las palabras no tenían significado. Mi cerebro dejó de funcionar como debería. La única cosa en la que mi cabeza podía centrarse era en su proximidad. La intensa calidez de sus dedos suaves presionando mis muñecas. El limpio y húmedo olor de su piel en el aire a mi alrededor. La invisible presión de su mirada sobre mí. ¿Qué era esto?

Cuando fallé en responder, los dedos de su mano derecha treparon por la cara externa de mi pecho derecho, la tela de mi camisola hacía de sus dedos cálido satén contra mi piel. Nuestro intercambio anterior se abría camino en mi conciencia.

—Jódete.

—…Prefiero joderte a ti.

Mis rodillas se doblaron un poco y mis pezones se endurecieron. Tomé aire repentinamente y me incliné alejándome de sus caricias, forzando mis ojos a cerrarse firmemente contra la piel de mi brazo levantado.

Sus labios acariciaron mi oreja.

—¿Vas a responder? ¿O debo forzarte de nuevo?

¿Comida? Mi estómago de pronto se retorció bruscamente. Un dolor primario. Sí, había sido mi hambre, cuando me lo recordó. Estaba absolutamente famélica. Me armé de valor respirando profundamente.

—Sí.

Sentí su sonrisa contra mi oreja, y luego sus dedos agarraron mi barbilla. Con mi visión periférica le vi inclinarse hacia mí. Su aliento era frío contra mi caliente piel.

—Sí —repitió mi respuesta—, ¿tienes hambre? Sí, ¿vas a responder? O sí, ¿tengo que forzarte de nuevo?

Mi corazón se aceleró. Sentí su aliento en mi mejilla. De pronto no había suficiente aire, como si su proximidad la absorbiera hacia fuera de mis pulmones.

—¿O es sólo: sí?

Mis labios se separaron y mis pulmones se metieron profundamente hacia dentro, trayendo tanto aire como pudieron. No parecía ser mucho. Me forcé a mí misma a responder a través de mi pánico.

—Sí —tartamudeé—, tengo hambre.

Sé que sonrió, aunque no podía verlo. Un escalofrío, tan fuerte que mi cuerpo casi se sacudió hacia el suyo, me atravesó la columna.

Me besó suavemente la mejilla. Creo que gimoteé. Entonces, caminó hacia fuera de la habitación dejándome paralizada incluso después de oír la puerta cerrarse.

Caleb volvió al poco rato con un carrito con ruedas cargado de comida. Mi estómago rugió cuando olí la carne y el pan. Fue difícil controlar la urgencia de correr hacia la comida. Entonces Jair lo siguió dentro de la habitación cargando una silla.

Ver a Jair me hizo desear que el suelo se abriera y me tragara. Anteriormente, cuando Jair había intentado violarme, yo había intentado (una vez más) encontrar protección en los brazos de Caleb. Supongo que en algún lugar de mi cabeza, me había aferrado a la esperanza de que este hombre, este tal Caleb, me protegería. Todo lo que podía ver era esa horrible, fiera mirada en los ojos de Jair. Quería hacerme daño.

La puerta se cerró y alcé la mirada para encontrarme a Caleb sentado cerca de la comida. Estábamos otra vez solos. El miedo y el hambre rasgaban mis entrañas.

—Ven aquí —dijo. Su voz me sorprendió, pero me moví hacia él—. Para. Quiero que gatees hasta aquí.

Mis piernas temblaron. ¿Gatear? ¿Te estás burlando de mí? Sólo corre. Corre ahora mismo. Se quedó mirándome fijamente. ¿Correr hacia dónde? ¡Verás lo rápido que te golpea contra el suelo y te droga otra vez! Mis rodillas golpearon el suelo. ¿Qué elección tenía? Bajé la cabeza pero todavía podía sentir sus ojos sobre mí como un peso que prometía su mano. Mis rodillas y mis palmas se movían a través del suelo hasta que alcancé las puntas de sus zapatos.

Estaba atrapada. Casi desnuda. Débil. Asustada. Era suya.

Se inclinó y reunió mi pelo con sus dos manos. Despacio, levantó mi cabeza hasta que nuestros ojos se encontraron. Me miró intensamente; las cejas se juntaron, su boca dibujo una línea fuerte.

—Desearía que él no te hubiera hecho esto —dijo mientras acariciaba el borde de mi ojo izquierdo—. Realmente eres una chica muy guapa; es una pena.

Mi corazón se retorció. Un recuerdo, el recuerdo desgarró mis defensas y salió a la superficie en la parte frontal de mi mente. Mi padrastro también había pensado que era guapa. Era una cosa bonita, y las cosas bonitas no prosperaban en este mundo, no en manos de hombres como él. Instintivamente, mis manos agarraron sus muñecas en un esfuerzo de apartar sus manos de mi pelo, pero se mantuvo firme. No brusco, sólo firme. Sin palabras, lo dejó claro; no había terminado de mirarme aún. Incapaz de sostener su mirada, desvié mis ojos hacia algún punto detrás de él.

Todo el aire de mi alrededor se desplazó para hacerle sitio. Su aliento patinó a través de mi mejilla, y bajo mis manos temblorosas y sudadas, sus antebrazos daban pistas de su inmensa fuerza. Cerré los ojos y respiré profundamente con la esperanza de calmarme. Su olor se mezclaba con el de la comida y se precipitaba dentro de mis pulmones. La combinación hizo cosas primitivas, desconocidas en mí. De pronto me sentí carnívora. Quería arrancar la carne de sus huesos con mis dientes y beber su sangre.

Incapaz de controlarme, susurré:

—Es culpa tuya que él lo hiciera. Todo esto es culpa tuya. No eres mejor que él. —Me sentó bien decir esas palabras. Sentí que tenía que haberlas dicho antes.

Una gota de sudor se escurrió por el lateral de mi cuello. Su lento avance por mi clavícula, a través de mi pecho, y por el interior del hueco de mis pechos, sirvió para acordarme de mi cuerpo. Mi débil y frágil cuerpo.

Suspiró profundamente y dejó escapar una lenta exhalación. Temblé, incapaz de discernir si el suspiro significaba que se había calmado, o que estaba a punto de abofetearme hasta dejarme inconsciente.

Su voz, escasamente revestida de cortesía, llenó mi cabeza.

—Yo vigilaría lo que me dices, mascota. Hay un mundo de diferencia entre él y yo. Una cosa que creo que aprenderás a apreciar, a pesar de ti misma. Pero no te equivoques; todavía soy capaz de cosas que no puedes imaginar. Provócame otra vez y te lo demostraré. —Me soltó.

Me dejé caer sin pensar, de nuevo a cuatro patas, una vez más mirando fijamente sus zapatos. Estaba segura que colapsaría si intentaba imaginarme todas las cosas que yo no era capaz de imaginar, porque podía imaginarme algunas cosas bastante horribles. De hecho, me imaginaba algunas de esas cosas horribles cuando su voz interrumpió mis pensamientos.

—Tu vida entera va a cambiar. Deberías intentar aceptarlo, porque no hay forma posible de evitarlo. Te guste o no, luches o no, tu vieja vida se ha acabado. Se acabó mucho antes de que despertaras aquí.

No había palabras, no para mí, no aquí. Esto era una locura. Había despertado sudorosa y con miedo a esto, a esta oscuridad. Miedo, dolor, hambre, este hombre... devorándome. Quería poner mi cabeza encima de las puntas de sus zapatos. Para pararlo. Las palabras suspendidas en el aire como el globo de diálogo de una viñeta todavía colgando de sus labios. ¿Cuánto tiempo antes? ¿Antes de aquel día en la calle?

Pensé en mi madre otra vez. Estaba lejos de ser perfecta, pero la quería más de lo que quería a nadie. Él me decía que nunca más la vería de nuevo, que nunca más vería a ninguno de los que quería. Tenía que haber esperado ese tipo de palabras. Cada villano tiene un discurso parecido: «No intentes escapar, es imposible», pero hasta entonces no me había dado cuenta lo verdaderamente aterradoras que eran esas palabras.

Y me miraba desde arriba, como si fuera un dios que hubiera hecho pedazos el sol, sin importarle mi devastación.

—Dirígete a mí como Amo. Cada vez que lo olvides, me veré forzado a recordártelo. Así que puedes elegir obedecer o elegir ser castigada. Depende enteramente de ti.

Levanté la cabeza rápidamente y mis estupefactos, horrorizados y cabreados ojos se encontraron con los suyos. No iba a llamarle Amo. De. Ninguna. Jodida. Manera. Estaba segura de que él podía ver la determinación en mis ojos. El desafío tácito en ellos que gritaba: «Intenta obligarme, imbécil. Tan sólo inténtalo».

Levantó una ceja, y sus ojos respondieron: «Con gran placer, mascota. Tan sólo dame una razón». Mejor que arriesgarme a una pelea que no me sería posible ganar, volví a bajar mis ojos al suelo. Iba a salir de allí. Sólo tenía que ser lista.

—¿Lo has entendido? —dijo con aire de suficiencia.

Sí, Amo. Las palabras siguieron sin ser dichas, su ausencia debidamente advertida.

—¿Lo. Has… —se inclinó hacia delante—… Enten. Dido? —Dibujó cada palabra como si estuviera hablando con un niño, o con alguien que no entendiera el inglés.

Mi lengua empujó contra mis dientes. Fijé la mirada en sus piernas, incapaz de responderle, incapaz de enfrentarme a él. Un nudo empezó a formarse en mi garganta y tragué saliva fuerte para bajarlo, pero las lágrimas finalmente llegaron. No eran lágrimas de dolor o de miedo, sino de frustración.

—Muy bien, entonces supongo que no estás hambrienta. Pero yo lo estoy.

Con la mención de la comida mi boca se llenó de saliva otra vez. El olor de la comida retorció mi estómago en apretados nudos. Mientras él partía pedazos de pan, mis uñas escarbaron en la fina alfombra donde mis lágrimas ahora caían. ¿Qué quería de mí que no podría simplemente tomar? Gimoteé, intentando no sollozar. Me tocó otra vez, acariciando la parte de atrás de mi cabeza.

—Mírame.

Me sequé las lágrimas de la cara y levanté la vista hacia él. Se sentó de nuevo en su silla, con la cabeza ladeada. Parecía estar considerando algo. Esperaba que, lo que quiera que fuera, eso no me causara más humillación, pero lo dudaba. Tomó un pedazo de carne de su plato y despacio se lo metió en la boca, todo ello mientras me miraba a la cara. Cada lágrima que salía de mi ojo, yo rápidamente la secaba con el dorso de la mano. A continuación, tomó un pedazo de ternera troceada. Tragué saliva. Se inclinó hacia delante y llevó el bocado de olor delicioso hacia mis labios. Con un casi descarado alivio abrí la boca, pero me lo arrebató.

Me lo ofreció otra vez. Y otra. Cada vez gateaba avanzando más y más cerca, hasta que me quedé atrapada entre sus piernas, mis manos a cada lado de su cuerpo. De repente levanté mis brazos alrededor de su mano y envolví con mi boca sus dedos para quitarle la comida. Oh, Dios mío, qué bueno.

Sus dedos eran gruesos y salados contra mi lengua pero conseguí arrancar la carne de entre ellos. Se movió rápido, sus dedos encontraron mi lengua y la pellizcaron con crueldad mientras su otra mano se clavaba a los lados de mi cuello. Se retorció, haciéndome abrir la boca estupefacta mientras el dolor bajaba en cascada por mi garganta. La comida cayó desde mis labios al suelo y grité entre sus dedos por la perdida. Me soltó la lengua, y sus manos recuperaron el control a los lados de mi cabeza mientras las retiraba hacia la suya.

—He sido demasiado amable y vas a aprender lo cortés que he sido. Eres muy orgullosa y mimada y voy a sacártelo a golpes.

Entonces se puso en pie con suficiente fuerza como para empujarme de espaldas contra el suelo. Salió de la habitación y cerró la puerta. Esta vez oí la cerradura.

Detrás de mí, la comida me llamaba.