5

 

CALEB entornó la puerta de la chica detrás de sí y la cerró, guardando la llave en su bolsillo. Puso la frente contra la puerta. Vio su cuerpo otra vez, yaciendo boca abajo en el colchón, las marcas entrecruzando la parte de atrás de su cuerpo desde el hombro hasta el tobillo. Quería trazar cada una con la punta de la lengua, sin dejar una sola parte de ella sin tocar. A través de la puerta podía oír su llanto amortiguado y un extraño escalofrío le recorrió.

La tensión giraba en su interior, manifestándose en todo su cuerpo, sus músculos tensos. Abrió las manos y las volvió a cerrar en puños apretados, los nudillos reventando y luego relajándose. Aflojó más el cuerpo, forzándose a sí mismo a relajarse. Eran las tres de la mañana. Estaba ansioso, sudado, y con necesidad de algo, cualquier cosa, una mujer, quizás. Miró para otro lado, la suave tonalidad de las luces era tenue pero iluminaba lo suficiente.

Le gustaba esa casa. Le gustaba más con cada semana que pasaba en ella. Por lo que le habían contado, había sido una plantación de azúcar hasta que la revolución mexicana puso fin a la esclavitud. La tierra era estéril ahora, pero la casa permanecía en pie. El dueño había gastado cientos de miles en remodelar el hogar, poniendo electricidad en todas partes, aunque muchas cosas todavía estaban incompletas. La larga y cuadrada cocina todavía parecía caerse a pedazos, pero podías ver destellos de lo nuevo y lo moderno. Tenía una cocina de fogones, pero también un microondas de última generación. Las baldosas de cerámica bajo sus pies eran posiblemente las originales, pero la chimenea era eléctrica. De hecho, la única habitación de la casa que estaba completamente terminada era la que él estaba ocupando actualmente, la suite principal.

De fondo la chica seguía llorando, y el sonido de sus sollozos parecía amplificarse en sus oídos. Cuando cerró los ojos, su cerebro inmediatamente buscó el recuerdo de su cuerpo enrojecido atado al poste de la cama, abierto, a su total merced.

Caleb dejó escapar un suspiro y se compuso. Quizás hiciera una visita al bar que había calle arriba y encontrara a una mujer más que hospitalaria para sacarse de la cabeza a la chica que estaba tras la puerta cerrada. Se pasó los dedos por el pelo y exhaló otra ráfaga de aire mientras ponía rumbo a la cocina. Abrió la puerta del frigorífico y el frío y cenagoso aire se sentía bien contra su piel. Demasiado bien. Cada terminación nerviosa de su cuerpo estaba alerta en ese momento. Incluso las ropas que vestía añadían una fricción cuando se movía. Apoyando el codo en la puerta del frigorífico, Caleb se inclinó y cerró los dedos alrededor de una botella de Dos Equis. La condensación de la botella le recordó instantáneamente al sudor. Pensó en la chica otra vez, y en otras chicas, esclavas anteriores; nunca se cansaba de su sabor salado, y del dulce olor del sudor. Solo las mujeres podían presumir de semejante cosa. Solo las mujeres eran capaces de ser tan jodidamente sexys que querías lamerlas para dejarlas limpias cuando ellas consideran que están sucias. Cerró los ojos, apoyando la frente contra el congelador mientras satisfacía las sensaciones que le atravesaban. Sonrió débilmente para sí mismo antes de que se desvaneciera. Abrió los ojos y se apartó del frigorífico, cerrándolo con suavidad. Él había vencido y ella se había sometido. Una pequeña victoria, pero era un comienzo.

Caleb abrió la tapa de la botella, dejando que el metal resbalara por la encimera de granito. Se llevó la cerveza a los labios. Fuerte y frío, el líquido gaseoso se precipitó por su garganta disipando parte del calor de su cuerpo. No podía negar lo bien que se sentía. Se sentía poderoso, y no había nada más importante que el poder. Incluso la chica parecía saberlo o no habría tratado de desafiarlo a cada momento.

Se inclinó contra la encimera, con la bebida en la mano pero sin beber. La chica estaba totalmente loca, pensó. Su boca se curvó hacia arriba en las comisuras, una sonrisa de suficiencia amenazando con convertirse en una sonrisa completa. Si ella supiera con quién estaba tratando, no intentaría provocarle tanto. Era una adversaria rotunda. Se estremeció, recordando como su rodilla había chocado con sus huevos. ¡Joder! Había sido afortunada de que no le hubiera puesto una correa en el culo en ese momento. Si lo hubiera hecho, quizás el incidente de la comida no hubiera ocurrido.

Un corto estallido de carcajadas escapó de sus labios mientras rememoraba la expresión de su cara cuando le había dicho que lo llamara Amo. Sus ojos lo habían dicho todo en aquel momento. Iba a tener que destrozarla hasta los cimientos para tener oportunidad de reconstruirla de nuevo. El desafío era fascinante, por decir poco. Verdaderamente inesperado.

Bruscamente, la sonrisa de Caleb se desvaneció. Bajó la mirada al desagüe, las gotas de agua que resbalaban por los lados de la botella caían despacio, otras gotas resistían en sus dedos luchando por su preciada vida antes de caer, cayendo y deslizándose hacía el desagüe. Se quedó en pie, tomando un largo trago de la botella. Sí, él la iba a destrozar y a reconstruir de nuevo, por Vladek.

Ella era el instrumento de venganza, suyo y de Rafiq. A través de ella, llegarían lo suficientemente cerca como para matar a ese hijo de puta. Tenía que darle un rápido final a su naturaleza rebelde, no admirarla. Tenía que hacer salir a la Sumisa que había visto. Las Sumisas eran supervivientes.

Había subestimado a la chica en algún aspecto. Durante semanas la había observado, y durante semanas ella había jugado a ser un camaleón en potencia. Había convertido en un hábito vestir de forma masculina, con ropa sin forma, cuando caminaba por su propio vecindario. Al principio había pensado que era una simple elección de moda, pero no había pasado mucho tiempo antes de que se volviera menos convencido de su valoración inicial, especialmente cuando la vio vestir faldas coquetas y camisas de colores brillantes a través de las vallas de su escuela. Después de eso, la clasificó como una mujer que entendía lo importante que es adaptarse a su entorno. Ella sabía que vivía en un mundo de hombres, y reaccionaba acorde a eso.

Era importante para las chicas en su posición, en este tipo de situación. Para sus padres ella debería haber sido la hija adolescente de la que no tendrían que preocuparse, porque no vestía ropas provocativas para atraer a los jóvenes chicos cachondos. En su vecindario, era una chica invisible, nadie de interés. Pero por dentro, seguía siendo ella, quién quiera que fuera. Y quién quiera que ella fuera, le suplicaba bajo su camuflaje.

Había sido inevitable seleccionarla en aquel momento. Era la única que resaltaba a su vista, aunque aún no entendía completamente porqué. Y entonces, ese día en la acera, durante su extraño encuentro, había sabido que tenía que tenerla. Había dejado huella en él; dejaría huella en otros. Quizás había cometido un error en aquel aspecto, eligiendo a alguien que había encontrado indefiniblemente atractiva. En su lugar, el misterio lo había llamado más cerca y ahora se encontraba más confuso, hecho un lío. De pronto parecía un desperdicio que semejante regalo fuera a ser para Vladek.

Se dio la vuelta, apoyándose contra la encimera, el borde clavándosele en la columna. Una mano agarraba el borde de la encimera, la otra sostenía la botella, enfriándose rápidamente mientras venas de agua caían en cascada por su brazo. Bebió. Mucho dependía de la chica, y en su momento, de él. Aparte de su propia venganza, no podía fallarle a Rafiq. Vladek Rostrovich tenía que morir. En esto, Rafiq y él nunca habían estado en desacuerdo. En cuanto a cómo ejecutar cada paso, era algo diferente. Tomó otro trago, paladeando el líquido en su boca antes de tragarlo y sentirlo llenándole.

Destruir vidas era algo en lo que era bueno, esto no era diferente, por supuesto. ¿O lo era? Vació la botella, saboreándola poco, pero queriendo más. Se giró y la enjuagó, observando el agua salir disparada.

La chica estaba genuinamente aterrorizada de él, de eso estaba muy seguro. Tenía que usar eso en su beneficio. Bajo su tutela, se convertiría en lo que fuera que ella necesitara ser para sobrevivir. Aceptaría la suerte que le había tocado y haría lo mejor. Encontraría cualquier cosa buena que hubiera en lo malo, por mucho tiempo que durara. Lucharía con él, eso estaba claro, pero la convencería a pesar de sí misma.

Se terminó la botella, que no había hecho nada por él, todavía inquieto. Caminó hacia el frigorífico otra vez, y abrió otra. Repetición. Otro sorbo, otro trago, el tercero ya en camino.

Nuevos pensamientos le distrajeron. ¿Qué podría hacer con la chica cuando todo estuviera dicho y hecho? Permaneció quieto, escuchando la casa, esperando señales de la chica, pero no había nada, ningún clamor desde detrás de la puerta cerrada. Ningún alarido desesperado, solo una chica, planeando su tiempo. Caminó hacia la mesa y sin hacer ruido apartó una silla. Otro largo trago de cerveza, su mirada pasó alrededor de la habitación. Se sentó. ¿Qué podría hacer con una chica que nunca confiaría en él? Caleb bebió, posó la botella en la mesa y se sentó más cómodamente en el asiento, con la cabeza hacia atrás y respirando por la nariz con los ojos cerrados.

No sabía nada sobre sentir,  a largo plazo, cariño por una mujer. Había oído mucho acerca del amor en los últimos doce años, pero nunca sintió eso de lo que la gente hablaba. Pasó los dedos arriba y abajo por el cuello de la botella distraídamente. La única persona por la que sentía algún tipo de afecto era Rafiq, pero dudaba que pudiera llamarlo amor. Caleb entendía a Rafiq, entendía su ira y su necesidad de venganza. Confiaba en Rafiq con su vida. Sin ese hombre para darle un propósito, habría estado perdido y por ello lo respetaba. ¿Podía el entendimiento, la confianza y el respeto igualar al amor? No lo sabía. Rafiq le había enseñado a leer y a escribir, a hablar cinco idiomas, a seducir a una mujer, a esconderse a plena vista y a matar, pero nunca a amar.

Se volvió a reclinar otra vez, bebió, y luego dejó la botella en un sitio diferente. Se quedó mirando fijamente al anillo de agua en la superficie suavemente lacada de la mesa. Inclinándose hacia adelante, arrastró la otra mano a través de él, creando dos largas estelas translucidas. Habían viajado a lo largo de la superficie de la mesa, hábiles y solitarias antes de colisionar una contra la otra cuando sus dedos se juntaron.

Hace unos pocos años, Rafiq conoció a una mujer. La mujer era ahora su esposa y le había dado dos hijos. Caleb nunca los había conocido, nunca lo haría y nunca había esperado hacerlo. Entendía completamente su papel con Rafiq. Aunque le proporcionaba un gran respeto y un afecto apropiado que alguien como Rafiq hubiera alcanzado la madurez, Caleb no tenía familia. No era una situación confusa para él, los vínculos habían sido claramente definidos y constantes a una edad temprana. Lo que él era, un compañero fijándose las mismas viejas metas. Encajaba bien teniendo en cuenta que él no sabía nada de la otra vida de Rafiq, de la familia. Apenas se acordaba de la suya.

Había muchas cosas que no podía recordar: su cumpleaños, su edad, cuál solía ser su nombre. No le molestaba no recordar, aunque a veces deseaba saber dónde había crecido para poder evitarlo. Ese pequeño detalle tenía la habilidad de ponerlo de nervios cuando se veía forzado a visitar América por una razón u otra. ¿Qué pasaba si tenía una madre que creía que estaba muerto? Era su horror secreto llegar a contemplar a una madre eufórica al verlo. Porque quién quiera que hubiera sido su niño robado, estaba definitivamente muerto, y Caleb quería que siguiera estando así.

La botella, de algún modo vacía de nuevo, descansaba en su mano, todavía fría al tacto. Se levantó tan discretamente como se había sentado y silenciosamente se movió a través de la cocina. Enjuagó la botella, escuchando el suave glup-glup del agua cayendo por el desagüe. Tomó una suave toalla y limpió cualquier evidencia de su presencia. No era el olvido lo que a Caleb no le gustaba, era el recuerdo.

Necesitaba una ducha y muchas más cervezas. Echaría de menos la cerveza cuando fuera tiempo de volver al seco y exánime Pakistán, era una excelente ayuda en el proceso de olvidar. Solo esperaba que el bar en este pedazo de mierda de ciudad estuviera todavía abierto.

Una vez en su habitación, Caleb se quitó la ropa y caminó hacia el baño para darse una ducha. Ajustando la temperatura del agua, dejó que el cuarto se empañara antes de entrar finalmente dentro para poner la cara bajo los chorros. El agua lavó su desnudez, escaldándole ligeramente, pero le dio la bienvenida al leve dolor. Nunca lo admitiría, pero de vez en cuando, necesitaba sentir dolor tanto como necesitaba repartirlo.

Una vez más, imaginó a la chica, boca abajo en el colchón, marcas entrecruzando la parte de atrás de su cuerpo, desde el hombro hasta el tobillo. Era perversa la forma en que esta imagen en particular le afectaba. Le excitaba en lugar de enfermarle. Era irónico.

Incapaz de luchar contra ello, pensó en el pasado y en Rafiq.

* * *

 

Vladek no había sido siempre rico y poderoso. Hacía tiempo, el sórdido ruso había sido un mercenario y un traficante de cualquier cosa que pudiera ser vendida: drogas, armas, gente, no importaba. Viajaba a través de Rusia, India, Polonia, Ucrania, Turquía, África, Mongolia, Afganistán, y, un fatídico día, Pakistán.

Muhammad Rafiq era un hombre joven entonces, un capitán del Ejército Pakistaní bajo la dirección de un entusiasta General de Brigada. La guerra contra Saddam Hussein apodada por los americanos como Tormenta del Desierto estaba en pleno desarrollo y Rafiq había sido llamado para asistir a las fuerzas de la coalición en el terreno.

Rafiq, cuyo padre había fallecido, prefirió permanecer cerca de su hogar hasta que pudiera dejar las cosas arregladas para su madre y su hermana, pero no pudo ser. El General de Brigada estaba ansioso por ascender y no había un rango más elevado que la guerra. La ausencia de Rafiq era inevitable y finalmente desastrosa, ya que fue durante su ausencia de dos años que Vladek puso los ojos en la hermana de Rafiq, A’noud. Para cuando Rafiq volvió con la feliz noticia de que había ganado el rango de Teniente Coronel, su madre había sido ya asesinada seis meses antes y su hermana estaba desaparecida.

Asumiendo la responsabilidad, Rafiq dedicó cuantos recursos estaban a su disposición para descubrir la identidad del asesino de su madre. Siguió cada pista, persiguió cada rumor tratando de averiguar si su hermana continuaba con vida.

Le llevó a Rafiq tres años oír el nombre de Vladek Rostrovich. Después de matar a la madre de Rafiq, se había llevado a A’noud, pero aparentemente se había cansado de ella después de un corto tiempo. La había retirado a un burdel, establecido por él en Teherán.

Rafiq fue a Teherán, pero como su madre, A’noud había muerto tiempo antes de que él llegara a rescatarla. Con su esperanza de encontrarla con vida dispersa como cenizas en el viento, su fervor por la venganza solo creció. Iba a quemar el burdel hasta los cimientos, matar a cada cliente y dejar al propietario para el final. Si luego le llevaban a un consejo de guerra y lo condenaban a muerte, era un riesgo que estaba dispuesto a asumir.

Pero entonces oyó un sonido, tan indescriptiblemente horrible que había dado voz a su propio sufrimiento. Siguió el chillido hasta una puerta que lo cambiaría todo: acurrucado en sangre y suciedad, la oscuridad rodeando su pequeña, temblorosa y enfadada figura, estaba un chico que necesitaba desesperadamente un médico. Un chico al que el propietario llamaba kéleb, «perro».

Dolido, disgustado y de luto por su hermana, Rafiq reconoció la mirada en los ojos del kéleb. Eran ojos que sabían la angustia de estar indescriptiblemente dañado. Esperaban una muerte que podría no llegar demasiado pronto. Rafiq ofreció comprar al chico al propietario, quien le advirtió que estaba cerca de la muerte y que no le ofrecería una devolución. Rafiq aceptó las condiciones y cuidadosamente envolvió al herido y lloroso perro en lino, de forma que lo pudiera llevar al hospital.

Kéleb había sido increíblemente desconfiado al principio, nada convencido de que Rafiq no deseara hacerle las mismas cosas que los demás. Atacó a Rafiq repetidamente, golpeando, arañando y dando patadas salvajemente sin preocuparse por cómo se lesionaba a sí mismo en el proceso. Rafiq lo había sentido por él, pero también era impaciente y poco dispuesto a sufrir los repetidos ataques de un adolescente iracundo. Solía forzarle a calmarse, hasta que pudiera hacerle razonar.

No fue hasta que Rafiq le ofreció una muestra de algo que ansiaba, que Kéleb se transformó en algo mayor que su miedo. Bajo una capa de oscuridad, había aprendido a matar por primera vez. Fue demasiado fácil, demasiado rápido. Mientras Rafiq montaba guardia en la puerta, Kéleb disparó y mató al hombre que lo había atormentado la mayor parte de su vida. Se había quedado de pie junto al cuerpo, admirando el gran agujero que una vez fue la cara de Narweh. En la mano sostenía la Magnum calibre 44 que Rafiq le había prestado para la favorable ocasión.

El arma se la había dado un oficial americano como muestra de gratitud porque Rafiq le había salvado la vida. Rafiq dijo que era el arma de «Harry el Sucio», pero Kéleb no conocía a ese hombre. Solo conocía la maldita cosa que le había tirado hacía atrás al suelo. Se había perdido el espectáculo de ver la cara de Narweh explotando, solo pudiendo apreciar el daño después. Quién quiera que fuera Harry el Sucio, admiraba su armamento.

Luego, esa tarde, Rafiq había renunciado a la propiedad del arma de Harry el Sucio, en favor de Kéleb y le había confiado la historia de cómo había llegado a encontrarle aquel día en Teherán. Rafiq habló sobre su madre y su hermana, de la futilidad de su búsqueda de Vladek, pero, sobre todo, de su pasión por la venganza.

Cuando terminó, una alianza estaba formada, un pacto tan sólido, que hacía todo lo demás irrelevante. Esa noche, después de que el chico confesara no tener recuerdos de ningún nombre excepto perro, Rafiq rebautizó al chico como Caleb, «el leal discípulo».

* * *

 

Caleb parpadeó; el agua se había vuelto fría contra su piel. Salió de la ducha, sintiéndose como si hubiera sido inútil. Habían pasado doce años desde esa noche en Teherán. Doce años. Cinco, desde que se había cuestionado por última vez por qué estaba haciendo una cosa u otra.

Al principio, cuando había sido un hombre joven a la sombra de un poderoso oficial militar pakistaní, las especulaciones acerca de su relación y el pasado de Caleb habían proliferado. Las lecciones de la vida llegaban por caminos inesperados, aunque, ahora, como un hombre, sabía que algunas habían sido inevitables. Como el día en que Rafiq le había enseñado a mitigar los rumores haciendo que la voz más alta se callara, permanentemente. Había sido más duro que matar a Narweh, pero más fácil de lo que había pensado que sería. Los hombres que habían dicho semejantes cosas no eran buenos hombres y eso los hacía más fáciles de matar. Pero a pesar de ello, los susurros en voz baja, las sonrisas condescendientes y las miradas especulativas le decían que todavía había algunos que dudaban de sus motivos y autenticidad en su mundo.

El respeto llegaba con un precio muy alto en el mundo criminal, incluso mayor en Oriente Medio, y especialmente para un occidental como Caleb. No podía haber un camino a medias, Rafiq se lo recordaría; era o todo, o nada. Si Caleb buscaba cualquier posibilidad de encontrar a Vladek, tendría que aventurarse en su mundo. Así comenzó su viaje dentro del mundo de entrenar esclavas sexuales.

Tiró la toalla a un lado, caminando desde la parte más alejada de su dormitorio, pasando de largo su cama hasta las grandes ventanas. Descorrió la cortina a un lado, mirando fijamente al exterior. Estrellas, un horizonte oscuro; el velo negro de la noche y una luna poco dispuesta a mostrarse.

El viaje no había sido fácil. Era más sencillo matar hombres culpables que vender a mujeres inocentes. Era un aprendizaje de insensibilización y resolución, y elegir un camino que prometía la anulación del alma. A pesar de todo eso, Caleb había seguido adelante.

Las entrenaba con la ayuda de Rafiq al principio, luego por sí solo. Y con cada esclava que sacaba a subasta, adquiría reconocimiento en el sórdido mundo de la venta de sexo. Con cada acaudalado, pudiente y deshonesto hombre de negocios que presumía de las destrezas de Caleb, adquiría una mejor posición entre la élite de los bajos fondos. Con cada éxito, profundizaba más en la oscuridad y estaba más cerca, esperaba, de encontrar a Vladek.

Pero los años pasaban, y Vladek había permanecido evasivo. Mientras tanto, Caleb se había encontrado más envuelto en el mundo que quería destruir. Con cada acto, viajaba hacia el centro, hasta que un día, cuando miró atrás, encontró que ya no podía ver el camino por el que había venido. Había querido salir. Había pasado tanto tiempo, años sin una palabra de Vladek Rostrovich, de dónde había ido o qué había ocurrido con él. El apetito de venganza de Rafiq aparentemente nunca había menguado, pero había veces que Caleb se preguntaba si eso también se había convertido en poco más que un hábito. Había empezado a formular su plan para dejar que Rafiq supiera toda la confusión que había en su interior.

Como el destino quiso, fue en esos mismos días, siete años después de que Rafiq le hubiera sacado de aquel burdel, que alguien reconoció al trigésimo sexto hombre más rico del mundo, Demitri Balk, como el antiguo gánster Vladek Rostrovich.

En siete años, Vladek había crecido en fortuna, privilegios y poder. Había usado la fortuna adquirida de sus actividades clandestinas para pagar sus ambiciosos negocios legales. Ahora poseía la mayoría del acero y una gran cantidad de tierras ricas en petróleo en Rusia, minas de diamantes en África y suficientes valores en grandes compañías europeas como para hacer al mundo olvidar sus, menos que humildes, comienzos. Estaba fuertemente protegido y era ampliamente desconfiado.

Si Caleb había tenido alguna oportunidad de abandonar la vida que había creado, se evaporó en aquel momento. Él y Rafiq fueron de nuevo una única mente, con un único objetivo. Harían cualquier sacrificio que fuera necesario para alcanzar su meta. Caleb había ido lejos, ahora estaba resuelto a llevarlo a cabo. Le debía a Rafiq al menos eso, si no más. Pero después de doce años de espera, no era solo venganza lo que mantenía a Caleb adentrándose en la oscuridad. Era la estúpida esperanza de que hubiera verdaderamente alguna metafórica luz esperándolo al final.

Dejó que la cortina cayera de vuelta a su lugar, la vista le era indiferente mientras sus pensamientos habían vuelto a la chica secuestrada en la habitación al otro lado del amplio salón, y al final del corredor. Su papel era más importante que el que ella pudiera imaginar jamás. También le debía algo, algún día. Pero por ahora, la necesitaba. Vladek no era un hombre al que fuera fácil llegar, especialmente enmascarado como Demitri Balk, billonario. Le había llevado cinco años volver a sus raíces, volver al mercado de las esclavas.

Caleb estiró la cabeza, estremeciéndose mientras un músculo de su cuello se contraía y giró de nuevo a su posición tensa. Fue hacia el armario. Después de doce años de planificación, maniobras e infiltración, el momento que Rafiq y Caleb habían estado esperando, finalmente se aproximaba. El cuatro meses tendría lugar la  Bahía de Zahra' en Pakistán.

La primera fase del plan estaba completa. Tal como iba, todavía no estaba seguro de la virginidad de la chica, pero lo averiguaría. Sería un pequeño contratiempo si llevaba a una esclava sin «flor» a una subasta de flores, pero Rafiq mantenía que su nacionalidad, junto con su belleza, tal como Caleb la había descrito, aseguraría su estatus como la esclava más deseada de la subasta.

Caleb, a medio vestir, sacó su camisa de Armani y empezó a abotonarla con hábiles dedos. Al principio no había estado de acuerdo con Rafiq, no había visto el propósito de buscar a una americana, con su moral flexible y su obstinación como marca registrada. Pero ahora, actualmente experimentando una extraña clase de fascinación, tenía que admitir que Rafiq tenía razón. La chica era de alguna manera diferente, única.

Levantó los brazos y terminó de abotonar la camisa, dejando la garganta expuesta. Buscó sus gemelos.

Cuando, no si, Vladek pujara por la chica, tendría que preguntar por su entrenador. Entonces, como fuera que el momento se revelara, ofrecería a Vladek a la chica como un regalo, una muestra de su admiración, su manera de solicitar una audiencia. Desde ahí, todo dependía de la impresión que causara. Vladek tendría que estar muy impresionado, no solo con la chica, sino con él. Lo suficientemente impresionado como para otorgarle acceso a su cerrada vida.

Conseguiría el acceso; encontraría la mejor manera de arrebatarle a Vladek todo lo que amaba y apreciaba antes de matarlo. La muerte de Vladek no sería tan rápida como la de Narweh. No habría una Magnum calibre 44 en su cara para matarlo apresuradamente. Rafiq y Caleb habían esperado doce años para saborear la venganza; se recrearían como correspondía.

Mientras tanto, esperaba que la chica se comportara como la superviviente que era. Entonces, cuando todo estuviera dicho y hecho, cada uno de ellos, Caleb, Rafiq y la chica, encontrarían una manera de seguir adelante. Solos.

Completamente vestido, tomó la llave del bolsillo de atrás de sus otros pantalones y la puso en el par actual. Luego se pasó los dedos por el pelo mientras evaluaba su reflejo. Sus pestañas eran demasiado largas, su boca demasiado gruesa, toda su cara era contraria a su incuestionable masculinidad. Era demasiado… condenadamente guapo y ese siempre había sido su problema. Si hubiera tenido algún defecto físico, aunque fuera pequeño, su vida entera habría sido diferente.

Encarando la puerta, se llevó el arma de Harry el Sucio, con él; necesitaba el frío y pesado metal para recordarle que ya no sería «guapo» nunca más. Agarró su chaqueta, poniéndosela y colocándose la funda de la pistola. Sin mirar atrás, cerró la puerta en silencio. Caminó por el pasillo, pasando por delante del antiguo sofá hacía la puerta principal.

El tenue ajuste de las luces de la casa a esa hora de la noche, era funcional y por precaución. Nadie sabía que estaban allí, excepto aquellos que habían viajado con él, pero confiaba en ellos menos que en los extraños. Aproximándose a la puerta, sus ojos se clavaron una vez más en la puerta del dormitorio de la chica.

Pasaría seis semanas con ella. Seis semanas para hacerla entender todo lo que se requería de ella. Luego, irían a Pakistán para reunirse con Rafiq. Dada su naturaleza implacable, sería menos que amable con ella si no obedecía al momento en que le diera órdenes. Vladek era incluso menos que eso. Tenía que estar lista para adaptarse, para sobrevivir.

Caleb caminó a través del vestíbulo, sus zapatos haciendo suaves susurros a través del suelo de cerámica. En el momento que abrió la puerta, la noche lo atravesó. Se paró en el umbral. De repente no estaba inquieto, ansioso o cachondo. Por un momento, no quiso irse. Pero sabía que lo necesitaba, así que lo hizo.

La noche era calurosa, pero confortable y parte de la ansiedad de Caleb empezó a sosegarse.

Las calles sucias y sin pavimentar del pueblo parecían casi totalmente desiertas. No se podía oír ningún sonido desde el interior de las pequeñas casas de hormigón o madera de los habitantes. Mientras caminaba, prestó gran atención al suave y casi imperceptible ruido sordo de sus pasos encontrándose con la tierra compacta. Contra la quietud de la noche, el sonido de los grillos frotando sus patas furiosamente, parecía un ruido atronador, pero un agradable acompañamiento a sus pasos.

Cuanto más lejos avanzaba por la carretera, menos oía los grillos y sus pasos, hasta que finalmente estuvieron completamente ahogados por la música y el ruido. El bar en aquella ciudad de mierda estaba, en efecto, abierto. La boca de Caleb se curvó hacía arriba por las comisuras.