CAPÍTULO 48
Los acontecimientos que siguieron fueron más rápidos de lo esperado. Apenas terminaban de desayunar cuando se presentaron los enviados de la Santa Inquisición. Katrina explicó lo sucedido la noche anterior y, tras ello, pidieron ver a la víctima, a quien permanecieron interrogando durante casi una hora.
Cuando salieron, sus rostros no podían ocultar su satisfacción. Hacía meses que no tenían un caso como aquel. Sería un ejemplo para la ciudad; porque, sin duda, Osorio era culpable. Tenían el testimonio de su esposa y de los criados, y se harían cargo de él inmediatamente.
El antiguo fiscal de don Fernando y doña Isabel, perplejo, vio como era conducido a las mazmorras de la Inquisición. Solamente cuando se cerró la puerta tras él pudo reaccionar; gritó enfurecido y aporreó la puerta, pero ya era tarde. De sobra sabía que cuando alguien entraba en la Casa Santa, el único modo de salir de allí era para ir al cadalso o al destierro. Pero no. Él era don Alfonso Osorio, y cuando todo se aclarase, les haría pagar por esa humillación.
A medida que las horas pasaban, su ánimo menguaba. Y cuando el sol dio paso a la luna, su cuerpo comenzó a temblar. La celda era húmeda y sin ventana; la oscuridad, total. Su respiración se tornó entrecortada y casi agónica cuando escuchó como algo se deslizaba a sus pies. ¡Ratas! ¡Dios! Odiaba las ratas. Su cuerpo se cubrió de sudor y un escalofrío le recorrió la espalda.
El sonido de la llave en la cerradura lo sobresaltó. La tenue luz de la tea le hizo cubrirse los ojos.
—Ya era hora. ¡Sacadme de aquí! ¡Quiero ver a vuestro superior! —exclamó.
El guardián no abrió la boca y lo empujó. Osorio se revolvió indignado.
—¡Esto ha sido un atropello! ¡Y exigiré responsabilidades!
Lo único que obtuvo fue ser llevado ante un reducido tribunal, de tan solo dos sacerdotes, donde le fueron leídos los cargos de los que se le acusaba: pecado nefando, blasfemia y adoración al diablo.
Osorio sacudió la cabeza con énfasis.
—¡Eso es mentira! ¡Soy un buen cristiano! —gritó.
—Los hechos demuestran lo contrario —refutó uno de los jueces.
—¿Qué hechos? Yo no he hecho nada contrario a la ley de Dios. Soy un fiel cristiano. Doy limosna a los pobres, a la Iglesia; no falto a los oficios religiosos… Vos lo sabéis, padre Donoso. Y jamás he practicado la sodomía. ¡Jamás! Esto, sin duda, es obra de alguien que me quiere mal y me tiene ojeriza. Decidme quién me acusa y seguro podré rebatir su falsedad.
—La señora Clara Osorio, vuestra propia esposa.
El rostro de Alfonso se encendió. La muy zorra se estaba vengando. Pero no se saldría con la suya. Él era un hombre importante. Su consejo había sido escuchado por reyes, por nobles de la más alta alcurnia, incluso por esos sacerdotes que ahora pretendían deshacerse de él o, en el peor de los casos, llevarlo a la pira.
—¿Y os fiais de una nueva cristiana? ¡Cielo santo! Lleva sangre judía en las venas. La mentira está arraigada en su naturaleza.
El otro sacerdote, que hasta ahora había permanecido callado, dijo:
—En ese caso, decidme: ¿por qué la apadrinasteis?
Osorio se revolvió el cabello con gesto impaciente.
—Padre Ambrosio, me engañó. Toda su familia lo hizo. ¿Es que no lo veis? ¡Por el amor de Dios! Soy un hombre influyente, respetado; nunca me he visto envuelto en nada turbio. Mis negocios, al igual que mi vida, han sido claros.
—No seáis tan modesto, Osorio. Son bien conocidas de toda la ciudad vuestras correrías en los burdeles, en casas de juegos y a saber qué más.
—¡Bah! Menudencias, padre. ¿O acaso soy el único? Si buscáis, hallaréis a miles como yo. La acusación es pura falacia. Mi esposa acaba de heredar de su padre, que en gloria esté. Está claro como el agua que lo que pretende es quedarse con todo. La avaricia la ha llevado a acusar a un inocente.
—¿También mienten los criados? —preguntó Donoso.
—El dinero suelta muchas lenguas.
—Ningún cristiano devoto falta a uno de los mandamientos. ¿O vais a decirme también que corre sangre marrana por sus venas? Osorio, deberéis aportar pruebas más contundentes.
—¿Y cuáles aportan ellos, decidme? ¿Su palabra? ¡Pues a mí no me basta! Mi abogado opinará lo mismo que yo y no encontrará nada que pueda condenarme.
—Negar vuestros pecados aún os perjudicará más —le recordó Ambrosio.
—Y vuestra tozudez os llevará a un ridículo espantoso cuando sea declarado inocente —replicó Osorio con gesto altivo.
—Pero en tanto que no sepamos quién tiene la razón, permaneceréis encarcelado. ¡Ah! Y mañana seréis interrogado de nuevo.
La faz del acusado se demudó, pues sabía perfectamente en qué consistían esos interrogatorios. Apabullado por los acontecimientos y el futuro que le aguardaba, no alzó la voz cuando fue conducido de nuevo a las mazmorras. Tampoco lo hizo al día siguiente, nada más amanecer, al ser trasladado a la sala de interrogatorios, que no era otra cosa que el cuarto de torturas.
Siempre se consideró con gran hombría. Había pasado a espada a decenas de hombres que lo habían ofendido. Con su inteligencia hizo suculentos negocios y por su entrepierna pasaron las mujeres más deseadas de la ciudad. Se libró de varios atolladeros con las autoridades utilizando argucias, extorsionando, asesinando. Salió herido en muchas riñas e incluso se quebró algún que otro hueso. Y a pesar de ello, ahora le invadía el pánico ante la visión de esos instrumentos —los látigos de hierro, el potro, el garrote—, pero, en especial, la del hombre sentado tras la mesa que lo miraba fijamente, con esos ojos negros inmisericordes, que le hablaban de lo que pronto iba a suceder si no se declaraba culpable. Pero no lo haría. No admitiría esa falacia. ¡Jamás!
—Por favor, señor Osorio, sentaos —le pidió el sacerdote.
Él obedeció notando como sus manos temblaban. El sacerdote continuó mirándolo con fijeza durante unos segundos que a Osorio se le hicieron eternos. Finalmente, dijo:
—¿Os declaráis culpable de la acusación de pecado nefando, blasfemia y adoración de Satanás?
—Padre Juan, esto es un absurdo. Me conocéis. La acusación no es cierta. Me han tendido una trampa. Mi esposa desea quedarse con todo lo que poseo. Como sabéis…
—Conozco vuestras alegaciones.
—Entonces, como hombre sensato que sois, convendréis en que estamos perdiendo el tiempo.
—Estoy de acuerdo. Así que confesad. Cuanto antes lo hagáis, antes terminaremos con todo esto.
Osorio soltó un bufido.
—¿Que confiese? ¡Mi honor me lo impide, pues soy inocente! —gritó. Y, fuera de sí, dio un puñetazo en la mesa. El sacerdote permaneció impasible, lo cual aún lo enfureció más—. ¿Me habéis escuchado, viejo idiota? ¡No soy culpable! ¿Acaso es tan difícil que lo entendáis, mentecato? ¡Lo que debéis hacer es soltarme! Y si no lo hacéis, ateneos a las consecuencias. ¡Tengo amigos muy poderosos!
—¿Como Satanás?
—¡No! ¿No escucháis? Soy un hombre de iglesia. Nada tengo que ver con herejías.
—Tal vez sea cierto. Pero en cuanto a lo de sodomía… Hay testigos de ello, Osorio.
—Mienten —siseó el acusado.
El cura inspiró con fuerza. A pesar del parecer popular, no le gustaba llegar al límite con los reos, prefería que confesasen desde un principio. El que Osorio se negase a ello significaba que debería pasar a la siguiente fase. Se levantó y, como si su mente hubiese traspasado la puerta, esta se abrió. Dos sacerdotes hicieron acto de presencia.
—Comenzad —ordenó.
—Pero… ¿qué vais a hacer? ¡No! ¡No podéis torturarme! ¡Soy un ciudadano honorable! —gritó el desgraciado.
—Entonces, confesad.
—Repito que no soy culpable. Esto no es necesario. ¡Cometéis un grave error! —gimió Osorio.
—Vuestra obstinación es la única responsable, señor. Ahora, ateneos a las consecuencias —replicó el sacerdote. Cruzó la puerta y, tras cerrarse, los inquisidores se hicieron cargo del acusado.
De nada sirvió revolverse, ni chillar, ni suplicar; fue desnudado y atado al potro. La primera vuelta fue dada. Osorio sintió como los huesos se tensaban.
—¿Insistís en que no habéis cometido sodomía? —le preguntó el torturador de más edad.
—¡No he hecho nada!
La consecuencia de su negativa fue otra vuelta más. El desdichado gritó despavorido.
—¿Insistís en no confesar? ¿En negar vuestras blasfemias?
—¡Lo niego!
La siguiente vuelta quebró sus piernas. Un aullido espeluznante abandonó su garganta y también su voluntad se le escapó. Llorando como un niño, bramó:
—¡Confieso! ¡Sí! ¡Soy culpable de todo! ¡De todo!
Los inquisidores se miraron con gesto de frustración. El gran Alfonso Osorio había cantado nada más empezar, privándoles de la oportunidad de aplicarle más tormentos. A pesar de ello, les reconfortó saber que el espectáculo en el Campo del Brasero sería uno de los recordados durante generaciones pues, por un lado, hacía muchos años que no se ajusticiaba a un hombre de su alcurnia, y por otro, era evidente que, tras admitir sus pecados, el juicio sería rápido y la condena, que no era otra que la hoguera, justa.
Como vaticinaron, el juicio, en esta ocasión público debido a la notoriedad del reo, no dio ninguna opción a Osorio. Uno tras otro, sus criados, antaño fieles, declararon contra él. Su esposa, mirándolo con odio, como no podía ser menos, relató las barbaridades a las que tuvo que someterse desde que se convirtió en su esposa y otras más nacidas de su imaginación, o de la mente de su hermano.
El público, que abarrotaba la sala, asistía embobado a los acontecimientos. Osorio era un hombre conocido por todos y el hecho de que ahora estuviese siendo juzgado por la Inquisición era celebrado por la mayoría y reprobado por muy pocos. Lo cierto era que el sentimiento que más reinaba en ese momento era el de satisfacción por la futura condena de un ser considerado mayormente despreciable.
Aun viéndose perdido y terriblemente atormentado por el dolor de sus piernas rotas, Osorio se dijo a sí mismo que no sería el único perjudicado.
—Respetable tribunal, sé que ya de nada servirá negar mis pecados, pero he de decir que el tormento fue el que me obligó a admitir lo que nunca hice. Como también que mi esposa y mi cuñado son los artífices de mi perdición. Siempre han sido ambiciosos. No es de extrañar, pues son judíos conversos, y todos sabemos que no son de fiar. Por haber sido los causantes de muchos males de los cristianos, nuestros queridos reyes don Fernando y doña Isabel optaron por expulsarlos. Los Albalat optaron por quedarse y abrazar la fe cristiana. ¿Pero en verdad lo hicieron?
Clara y su hermano lo miraron iracundos.
—¡Esto es inaceptable! ¿A quién se está juzgando, a un hereje o a unos nobles ciudadanos de fe inquebrantable? —protestó Miguel.
—Cierto. El reo no debe escudarse en otros para defenderse —convino el inquisidor general.
—No me escudo en nadie, solo hablo de la verdad. Para seguir manteniendo sus posesiones y no ser exiliado, don Miguel de Albalat urdió el asesinato de su propio hermano.
El rostro de Miguel se tornó cenizo y el miedo lo recorrió de arriba abajo, pero se sobrepuso lo suficiente para decir:
—¿Lo veis? ¡El demonio ha tomado posesión de él! ¿Cómo, si no, diría algo tan atroz? Yo amaba a mi hermano y lloré su muerte durante meses; y aún la lloro.
—Lo sé de buena tinta —ratificó Utrecht—, porque vino a contarme que había descubierto a su hermano practicando los ritos de Moisés ya siendo cristiano y, para evitar el escarnio de la familia, decidió él mismo quitarlo de en medio.
—Satanás habla por su boca. ¡Está poseído! ¡Hay que hacerlo arder en la hoguera para que el mal libere su alma! —gritó Miguel.
Los jueces asintieron. El inquisidor general alzó la mano y, dirigiéndose al reo, le ordenó:
—Levantaos para escuchar la sentencia. ¡Ah! Olvidaba que no podéis. Os dispenso de ello. Alfonso Osorio, por vuestros pecados de sodomía, blasfemia y herejía, os condenamos a morir en la hoguera mañana a las nueve.
—¡No! ¡Soy inocente! ¡Inocente! —bramó Osorio.
En el rostro de Pierre se dibujó una gran sonrisa. Jamás habría esperado que su venganza hubiese sido tan fácil y, aun así, no se sentía del todo satisfecho. Habría sido más satisfactorio ser la mano ejecutora. En cualquier caso, lo que durante tantos años le había estado reconcomiendo por dentro había dejado de existir. Ahora se sentía liviano.
Clara, por el contrario, sentía como su corazón latía desbocado. Conocía a Miguel, cada una de sus reacciones, y cuando su marido lo acusó de la muerte de su querido hermano pequeño, había podido leer el pavor en su rostro.
—Juré proteger a la familia y lo he hecho. Ese bastardo no volverá a molestarte —dijo Albalat entre dientes.
Ella rompió a llorar. No por sentirse libre de un marido que siempre aborreció, sino por estar ante el asesino de su propio hermano.