CAPÍTULO 55

No entendía por qué ponían su inocencia en tela de juicio. Era un hombre notable de Toledo, él no había hecho nada. No sería de justicia ser condenado por un acto que le era ajeno.

—Señor Albalat, los hechos están en vuestra contra —le dijo el inquisidor Lucas Montesdeoca.

—¿Qué hechos? Es una palabra contra la otra.

Los ojos grises, sin vida, del inquisidor lo fulminaron.

—¿Decís que el señor Mendoza, hombre del rey, miente?

—Nada más lejos de mi intención. Solamente digo que se me está imputando un acto que no he cometido. Padre, siempre me he comportado como un súbdito leal a la Corona. Todas mis acciones han sido para favorecerla.

—¿Olvidáis que llevo en la Santa Inquisición desde mucho antes de que nacierais? Sé todo de vos. Y cuando digo todo, es todo.

Albalat sacó el pañuelo de la manga y se secó el copioso sudor que le cubría la frente.

—En ese caso, estaréis al tanto de que soy un buen ciudadano. Nunca he faltado a los servicios del domingo de mi parroquia. He dado sumas sustanciosas para el arreglo de la iglesia y también para que la obra hacia los pobres pueda sustentarse. Preguntad a los notables y os dirán que soy un hombre honrado y que se compromete con las causas del reino.

—Y si sacáis algo para vuestro provecho…

—Favor con favor se paga, ¿no es cierto? Pero ello no significa que sea un traidor. Tenéis que creerme. Yo no he puesto en aviso a nadie. Me limité a seguir las órdenes de Mendoza. Fui a esa posada, no saqué nada en claro y así se lo comuniqué a Mendoza, para que actuase como creyese más oportuno. Además, ¿por qué, según vos, siendo un hombre ambicioso, pondría en peligro mi vida? Yo no conocía a esa gente.

—Tengo entendido que la posadera estuvo en vuestro despacho —le recordó el inquisidor.

—Acompañó a la hilandera para sellar el contrato. Una transacción que no hice yo; fue mi padre quien alquiló la tienda. Os aseguro que si hubiese sabido quién era ella, la habría denunciado sin dudar.

Montesdeoca alzó las cejas.

—¿Me estáis diciendo que ignorabais el origen de la cortesana del rey?

—¡Cómo iba a saberlo! Ellos se fueron hace veinticinco años y esa muchacha no se parece en nada a su madre. ¿Cómo iba a suponer que alguien de cabellos dorados, ojos como la hierba fresca y asidua a la iglesia era una perra judía? Y si mi padre la hubiese reconocido, lo hubiese dicho. Nos engañó, como a todos —replicó Albalat.

—Es posible —musitó el sacerdote.

—¿Por qué os es tan difícil de creer? Vuestras acusaciones carecen de toda lógica. ¿Qué sacaría yo poniéndome en contra de la Corona? —se exasperó Albalat.

—Lo que unos pocos saben…

El detenido soltó una risa cargada de escepticismo.

—¡No seáis iluso, padre! Eso son cuentos de niños.

—En ese caso, decidme la razón por la que comprasteis la casa de Efraím.

Albalat se removió inquieto.

—Por supuesto, no lo hicimos para ayudar a un amigo, pues, desde el momento que no aceptó la verdadera fe, se convirtió en nuestro enemigo. Pero ya sabéis cómo van estas cosas. Al principio, como todos los de mi antigua comunidad, creíamos en esa leyenda de que estaban en posesión del objeto, y vimos la oportunidad de poder encontrarlo. Lo cierto es que removimos aquella casa de arriba abajo y nos quedamos con las manos vacías, os lo aseguro. Todo era un puro cuento. Y por eso mismo, es absurdo que ahora me acuséis de haber ayudado a esa hilandera para favorecerme personalmente. No existe motivo alguno para que me acuséis. Soy libre de pecado.

—No hablemos de pecados, amigo Albalat. Nadie se salva de cometerlos; está arraigado en nuestra alma desde el momento de venir al mundo. Por esa causa, nosotros, hombres de Dios, estamos obligados a purificarla. Y vos, como converso, sois más débil ante las tentaciones.

Albalat volvió a enjugarse el sudor con gesto atemorizado.

—Mi fe es inquebrantable. Jamás cometería actos de herejía. ¡Jamás!

—Torres más altas han caído; vuestro cuñado, sin ir más lejos. Cristiano desde la cuna y ya habéis visto cómo ha terminado. El diablo no hace distinciones a la hora de tentar.

—Insisto en que no tenía motivos para traicionar a nadie ni para beneficiarme.

—No está claro. Puede que descubrieseis que la leyenda era cierta y por ello os aliasteis con esa concubina del demonio.

—¡No! —gritó Albalat.

Montesdeoca inclinó el torso, apoyó las manos bajo la barbilla y lo escrutó con ojos gélidos.

—¿Por qué sois tan tozudo? Decid la verdad y os prometo que se os tratará con justicia.

—¡La estoy diciendo! No alerté a nadie. ¿Por qué tuve que ser yo? En la casa había más gente. Cualquiera de los criados pudo hacerlo —se desesperó el acusado.

—Vuestra hermana testificó que nadie había salido de la casa. ¿Acaso miente?

—Ella… está pasando por una experiencia muy dura. Acaba de perder al marido y de una forma que nadie desea. Se ha sentido muy humillada y ya sabéis cómo son las mujeres… Son seres simples, incapaces de razonar. Seguramente no estaba con sus cinco sentidos. Lo único que hace desde hace horas es llorar y guardar la cama. No podía estar al tanto de los movimientos del servicio. Lo que tendríais que hacer es interrogarlos uno a uno, al igual que lo estáis haciendo con un hombre destacado de la ciudad.

El inquisidor se levantó y caminó hacia la puerta.

—Desde luego, no hemos descartado esa posibilidad. Todo se andará. Pero lo primero es lo primero. Ahora estamos intentando discernir si nos estáis diciendo la verdad… No, no protestéis de nuevo. Conozco vuestras alegaciones y no nos convencen. Os daremos tiempo para que meditéis. Lamentablemente tengo otra urgencia que debo atender y debo dejaros. El hermano Eustaquio os acompañará a otra habitación —dijo. Abrió. Otro sacerdote, cuyo aspecto no era más tranquilizador que el de Montesdeoca, los aguardaba.

—Estáis cometiendo un grave error —susurró Albalat con un nudo en el estómago. Sabía cómo eran tratados los reos. Con todo, él no era un preso común; no se atreverían, sin tener pruebas, a tratarlo como a los demás.

Pero cuando entró en la sala, sus esperanzas se vinieron abajo. Era la sala de torturas. Y no estaba solo. Dos desgraciados estaban siendo torturados sin la menor piedad. El joven, colgado de una cuerda, pataleaba con desesperación intentando que el torturador no acercase su cuerpo a la cuna de Judas, mientras una anciana, desvanecida, estaba sentada en la silla de pinchos. Su cuerpo desnudo presentaba orificios inyectados en sangre.

—Esto es… un terrible error. No he hecho… nada —jadeó Albalat.

—En ese caso, no debéis preocuparos.

El alarido del desgraciado que fue sentado sobre el instrumento de tortura que se le introdujo en el ano le heló la sangre.

—Es la consecuencia de ir contra la naturaleza que nos dio Nuestro Señor. Por favor, sentaos —dijo el inquisidor.

Albalat obedeció, medio en trance, como si todo aquello lo estuviese viviendo otra persona; pero las manipulaciones de dos sacerdotes junto a su cuello lo devolvieron a la realidad.

—¿Qué…? ¿Qué hacéis? —jadeó al ver que iban a colocarle la horquilla.

Cerraron el aro de hierro en torno a su cuello y le colocaron la barra terminada en púas bajo la barbilla, de forma que su cuello quedó tensado hacia atrás. Un solo movimiento brusco y uno podía terminar con los pinchos incrustados en la garganta.

—No temáis. Esto será un mero trámite si os decidís a confesar la verdad —le dijo el más anciano apretando las tuercas.

Albalat intentó decir algo. Desistió. La tensión no estaba al máximo y ya notaba las puntas de las horquillas arañándole la piel.

—Os dejaré para que meditéis —dijo el padre Eustaquio.

Albalat, impotente, vio como se iba. Sus ojos desorbitados se clavaron en el otro torturador, que echaba un cubo de agua a la mujer. Esta recobró el conocimiento. Para su desgracia, pensó. El verdugo, con la maldad reflejada en sus ojos de carbón, posó la mano sobre su pecho y la empujó hacia más adentro. El aullido fue espantoso.

—Confiesa, mujer. Di que has traicionado la ley de Dios para adorar a Alá —le exigió el inquisidor.

La acusada musitó algo ininteligible.

—¿Cómo dices?

—Sí…

El cura hinchó el pecho con satisfacción. Alzó la mano y su testaferro sacó a la mujer de la silla.

—¿Lo ves? Siempre es mejor decir la verdad desde un principio. Nos hubiésemos ahorrado tantas molestias desagradables. Llevadla a la mazmorra —dijo. Se dirigió al otro reo y le preguntó—: ¿Confiesas tú también?

El muchacho negó con la cabeza. El cura movió la suya en señal de desaprobación. El torturador lo bajó y trasladó su cuerpo destrozado al potro. Fue atado y la rueda giró. Albalat pudo oír claramente cómo el hueso crujía. El alarido también quebró la fortaleza de Albalat. Alzó la mano para llamar la atención del inquisidor. Este acudió.

—¿Queréis confesar?

Albalat musitó una afirmación. El sacerdote salió de la sala de torturas y en apenas unos minutos llegó acompañado de Montesdeoca y Mendoza. Le quitaron la horquilla.

—Me contenta que no tengamos que ir más allá para haceros proclamar la verdad —dijo este.

—Hablad —le exigió Mendoza.

—Confieso que mi primera intención fue esconder la situación de Catalina, pero no para apoderarme de su secreto. Desde el momento que la vi quedé prendado y pensé que si le ofrecía mi protección conseguiría cumplir mi deseo. Pero no fue posible pues, como he dicho cientos de veces, ignoro dónde está.

—¿Volvemos a las andadas? —masculló Mendoza.

—Confieso que soy culpable del pecado de lujuria. No de traición. ¡Lo juro por Jesucristo! Si tuviese idea de dónde pudiese esconderse, os lo diría —exclamó Albalat.

Mendoza, finalmente, llegó a la conclusión de que decía la verdad. Para un hombre como él, acostumbrado a las comodidades, a que nadie se interpusiese en su camino y mucho menos a sufrir daños físicos, el mero hecho de haber estado en la horquilla bajo amenaza de torturas terribles bastaba para que no se arriesgase a mentir. Cruzó las manos tras la espalda y comenzó a caminar. Sin alzar la mirada, dijo:

—Sabemos que no ha salido de la ciudad, por lo que está oculta en algún lado. ¿Se os ocurre adónde puede haber ido?

—Que yo sepa, únicamente se relacionaba con esa posadera y, en cuanto a sus familiares, es imposible que la hayan acogido. No queda ninguno en Toledo. Todos se fueron cuando la expulsión.

—Y cada uno de ellos se llevó la llave de su casa consigo, por si alguna vez regresaban. ¡Ilusos! —comentó Montesdeoca.

Mendoza alzó la cabeza. Su expresión dejó en suspenso a los otros.

—Eso es. Puede que esté en la antigua casa de su abuelo.

—Suponiendo que esté vacía —puntualizó el inquisidor.

—Lo está —le comunicó Albalat.

—¿Cómo lo sabéis?

—Porque es mía. La he alquilado, pero no la habitarán hasta la semana que viene. Ahora recuerdo que me preguntó si podía cambiar el taller por la casa.

—¿Y por qué razón ha preferido ocultarse en lugar de irse bien lejos cuando tenía ocasión? —se extrañó el sacerdote.

—Puede que para recuperar el objeto. Yo no lo encontré, pero puede que ella sepa el escondrijo —sugirió Albalat.

—Una idea excelente. Al final, habéis sido de gran ayuda.

—Os dije que siempre estoy dispuesto a servir a la Corona —dijo Albalat, aliviado.

—Lamentablemente, en esta ocasión ha sido demasiado tarde. Llevadlo a la celda.

Los ojos de Albalat casi se salieron de las órbitas.

—No me miréis así. Comprended que sabéis demasiado y en este asunto, cuantos menos estén inmiscuidos, mejor. No queremos competencia ni nadie que se vaya de la lengua. Además, es hora de que paguéis todas las tropelías que habéis cometido a lo largo de vuestra vida. Tarde o temprano, como dice la Biblia, el castigo llega.

—¡No hablaré! ¡Lo prometo!

—Desde luego que no lo haréis; no si pasáis el resto de vuestros días solo en una mazmorra. ¡Lleváoslo de aquí!