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La vida había sido muy generosa con James Vantor III.
Hombre joven y apuesto, muy rico y con un gran porvenir en la abogacía, podía disfrutar de todo lo mejor que una persona puede desear. Su vocación había sido siempre el Derecho y hacia esa carrera encaminó sus pasos cuando ingresó en la Universidad de Harvard. Desde pequeño fue consciente de que, como hijo único, heredaría el gran imperio familiar, por lo que también tuvo siempre que sacar tiempo para atender a sus múltiples negocios. Ahora repartía su jornada laboral entre un despacho de abogados, creado por un tío suyo y considerado como uno de los mejores de Boston, y su trabajo en la empresa de su padre. Ambas actividades le gustaban y se dedicaba a ellas con profesionalidad, aunque con una arrogancia y dureza implacables. James Vantor llevaba una vida de auténtico privilegiado. Todo lo que le rodeaba podía comprarlo, y de hecho así lo hacía cada vez que le convenía. Esta facilidad para conseguir lo que quería había hecho crecer en él una personalidad férrea y orgullosa, mostrando desdén hacia los demás y un intenso escepticismo hacia la vida. Para sus padres él era el centro del universo. Los dos le adoraban y le habían mimado desde que nació.
Le habían dado una educación de acuerdo con sus ideas y con el L medio en el que se desenvolvían, y estaban orgullosos de recoger ahora los frutos de su dedicación. James Vantor III había resultado ser un producto perfecto de su sociedad: un tiburón de las finanzas, altivo con los que él consideraba inferiores, materialista y bastante cínico con las mujeres. Lidia, después de conocer a varios "ejemplares de esta especie", como los llamaba de broma, iba preparada para enfrentarse con el gran jefe cuando acudió al magnífico edificio que ocupaban las Industrias Vantor. Tuvo que pasar varios controles hasta llegar a la planta reservada exclusivamente al señor Vantor.
Mostrando una encantadora sonrisa, se presentó a la secretaria. Recibiéndola con una fría cortesía, la atractiva empleada, vestida con un impecable traje de chaqueta, la acompañó, sin decir palabra, hasta el despacho de su jefe. Cuando la secretaria abrió la puerta y Lidia fue introducida en la gran estancia, no le sorprendió la grandiosidad y riqueza con que estaba decorada la habitación, ya que había visto varios despachos muy parecidos a ése en los últimos meses.
La mesa de trabajo estaba situada delante de un enorme ventanal, a través del cual se contemplaba toda la ciudad. Altas librerías de nogal, completamente llenas de libros, marcos de fotos y trofeos, decoraban casi todas las paredes. En las que quedaban libres, se habían colgado valiosos cuadros debidamente iluminados por unas luces indirectas que destacaban las figuras más sobresalientes de las pinturas. En un rincón de la habitación había también un tresillo tapizado con una tela color hueso, y una mesa baja de madera y cristal. Las alfombras, sin duda de gran valor, daban calidez a la habitación. El despacho era muy grande, pero Lidia lo encontró muy acogedor para sus dimensiones.
Mientras contemplaba uno de los cuadros, una voz desde atrás la sacó de su ensimismamiento.
— Cuando termine de inspeccionar mi despacho, ¿tendría la bondad de decirme qué desea de mí?
Lidia notó un ligero aire sarcástico en su tono, y enderezando los hombros se volvió con una sonrisa malévola en sus labios. Su sorpresa al hallarse frente a un hombre joven y guapo fue enorme.
Había supuesto que el dueño de esas industrias sería una persona mayor, no uno como el que estaba viendo.
La perplejidad de James también fue manifiesta. Cuando ella entró, él se encontraba en la habitación de al lado consultando unas carpetas de los archivos, por lo que al volver a su despacho, sólo había tenido la oportunidad de verla de espaldas mientras Lidia contemplaba todo lo que la rodeaba. Ahora que la veía de cerca, no daba crédito a sus ojos. "Esta mujer es toda una belleza" — pensó— .
Era más: no recordaba haber conocido a ninguna otra tan bella ni con aquella especie de aura en forma de pureza que parecía envolverla. No hubiera sabido describir la sensación que ella le causó, pero estaba claro que esa chica le había impresionado.
Desconcertada durante unos segundos, Lidia supo reaccionar con calma.
— ¿Es usted el señor Vantor?
— Soy James Vantor III. Mi padre está de viaje, así que yo escucharé lo que tenga que decirme, señorita...
— Lidia Villena.
— ¿Es usted hispana? — preguntó sorprendido.
— Soy norteamericana, pero mi padre es cubano — aclaró ella.
— Bien, señorita Villena — comenzó diciendo él a la vez que le señalaba un sillón para que se sentara— , y... ¿en qué puedo servirla?
— Vengo a pedirle ayuda — respondió Lidia sin rodeos.
Ante el estupor de James Vantor, ella continuó:
— Soy colaboradora del padre Pablo López, el sacerdote encargado de la parroquia de Sta. María, situada en la parte norte de la ciudad, y estoy intentando recaudar fondos para las necesidades de la parroquia.
James Vantor, que no dejaba de mirarla fijamente, admirando en silencio sus bellos ojos pardos, preguntó con altivez:
— ¿Ayuda? ¿Acaso el Obispado no mantiene a las parroquias?
Estaba acostumbrada a las inquisitivas preguntas de los ricos.
Antes de soltar su dinero querían informarse de todo.
— Tiene razón, señor Vantor, — contestó Lidia con paciencia— , pero, aparte de la parroquia, el padre López, junto con un grupo de personas, han creado una especie de escuela para los más necesitados.
James le dirigió una mirada incrédula.
— Parece poco creíble lo que me cuenta, señorita Villena, puesto que todo el mundo sabe que en este país todas las personas, hasta los más pobres, tienen derecho a estar escolarizados gratuitamente — contestó con una expresión despectiva en su rostro.
— No se trata de una escuela convencional. Nos dedicamos a dar gratuitamente clases de inglés a los inmigrantes, preparamos a las chicas para el servicio doméstico y hemos creado unas becas para ampliación de estudios. Aunque procuramos arreglarnos con lo que tenemos, desgraciadamente, no siempre es posible. Ahora necesitamos más dinero para llevar adelante nuestros proyectos, por eso nos hemos decidido a pedirles a ustedes su ayuda. No pedimos una cifra — continuó Lidia con humildad— , sino lo que ustedes buenamente puedan darnos.
En los labios del joven se dibujó una mueca irónica.
— ¿Y la envían a usted para que caigamos rendidos ante su belleza y colaboremos... "mejor"? ¿Es ese su juego, señorita Villena?
— preguntó con malicia, incrédulo ante todo lo que fueran buenas obras o servicios desinteresados— . Ateniéndome a lo que ven mis ojos, desde luego, es usted el gancho perfecto — continuó mirándola descaradamente— . Apuesto lo que sea a que ningún rico incauto se le resiste ¿me equivoco? — preguntó con prepotencia— . Me imagino que, cuanto más dinero aporten más sonrisas les dedicará usted o...
puede que algo más, ¿no?
Lidia tuvo que controlarse para no abofetearlo. Con gusto lo hubiera hecho, pero sabía que si se enteraba el padre López se disgustaría muchísimo.
— Por respeto a otras personas me callo lo que pienso de usted, señor Vantor. Para mi gusto tiene usted una mente excesivamente retorcida — le espetó echando fuego por los ojos— . Le aseguro que lamento enormemente haberle conocido.
Con genio dejó el sillón en el que estaba sentada y se dirigió hacia la salida. A un paso de la puerta, una voz profunda la detuvo.
— ¡Treinta mil dólares!
"Tenía mal carácter la hispana, pero era tan hermosa que merecería la pena molestarse en domarla un poco" — pensó el joven Vantor con cinismo.
Lidia no quería ceder. Ese engreído niñato no merecía que ella perdiera su tiempo. Por otra parte... treinta mil dólares era mucho dinero, y la parroquia podría solucionar muchos de sus problemas con esa cifra. Por el padre López y todos los que trabajaban con ella, se dio la vuelta, tragándose su orgullo.
— ¿Cómo dice...? — preguntó un tanto incrédula.
— Que entregaré treinta mil dólares a su parroquia si me explica todo lo que hace usted.
Lidia volvió a sentarse y le relató a James Vantor III sus actividades. No le apetecía darle explicaciones a ese hombre, pero el cheque que él había firmado y que ella había guardado en su bolso, la obligaba a ello.
— Aparte de su colaboración en la parroquia, ¿a qué se dedica?
— siguió preguntando él.
— No creo que eso le importe, señor Vantor — contestó Lidia con altanería.
Estaba jugando con fuego, ya lo sabía, pero no toleraría más la prepotencia de ese hombre. Consciente de que debía callar todo lo que estaba deseando decir, no estaba muy segura de poder aguantar mucho más.
— Si se lo pregunto es porque deseo saberlo — objetó mirándola con frialdad.
— Y yo no deseo darle explicaciones acerca de mi vida privada.
He venido aquí solamente por el motivo que ya le he explicado.
Usted, muy amablemente, — añadió con acento sarcástico— ha colaborado con nosotros. Yo se lo agradezco en nombre de todos.
Mi misión termina en ese punto.
Una sonrisa burlona afloró a los labios de James Vantor.
— Es usted muy testaruda, señorita Villena, aunque debo advertirle que más lo soy yo, así que, por favor, conteste a mis preguntas si no quiere que anule el cheque que le acabo de entregar — la amenazó sin vacilar.
Al oír sus palabras, Lidia palideció. Si por ella fuera, le tiraría el cheque a la cara, pero sus amigos no merecían perder ese dinero.
Cedió de nuevo y le explicó todo lo que él quería saber.
— Es admirable que tenga usted tiempo para tantas cosas, y lo que más me sorprende es que... digamos... con su aspecto, se dedique a tratar con mendigos e indigentes — observó con sorna, como mofándose de lo que ella hacía.
— ¿Insinúa que debería dedicarme a otras cosas, señor Vantor?
— preguntó con un tono de provocación en su voz— , ¿como por ejemplo... a servir de diversión a hombres como usted y sus amigos?
— Lidia rió con insolencia— . Para eso ya hay mujeres mucho más bellas que yo, que... por dinero — recalcó a propósito— , harán todo lo que ustedes les pidan. Yo, personalmente, prefiero estar con gente más humilde, que no siempre son mendigos e indigentes, que, desde luego, son más nobles y generosos — añadió con aplomo, mirándolo con insolencia.
A James Vantor no le hicieron ninguna gracia sus palabras; no solamente por la ofensa que llevaban implícitas, sino porque esa mujer parecía estar saliendo vencedora de la lucha verbal que mantenían, y él no estaba acostumbrado a eso.
— No la veo muy agradecida que digamos — le reprochó atravesándola con ojos de un verde tormentoso— , y teniendo en cuenta el donativo que acabo de darle, ¿no cree que debería ser más simpática?
— No espere simpatía por mi parte, señor Vantor. Le agradezco, en nombre de todos los que colaboran conmigo, el dinero que nos ha dado, pero eso es todo. Ya que está claro que usted y yo no simpatizamos, si quiere seguir colaborando con la parroquia, la próxima vez vendrá a recoger el donativo otra persona o le daremos el número de cuenta que la parroquia tiene en un banco — expresó con una formalidad que lo exasperó.
— ¡No daré ni un dólar más si no es usted la que viene a recogerlo! — la amenazó él.
Lidia dio un respingo y se levantó del sillón con rabia.
— ¿Por qué sigue provocándome? Está acostumbrado a dominar a los demás, ¿verdad?, y pretende hacer lo mismo conmigo.
Pues se equivoca de persona. Yo no estoy en venta, por lo que no volverá a verme nunca más — estalló con ira.
Él también se levantó de un salto y ambos se miraron con ojos amenazadores.
— Tiene usted mucho genio, señorita Villena. Alguien tendrá que bajarle los humos — le anunció con falsa calma.
— Desde luego no será usted — aseveró Lidia dándose la vuelta y saliendo a paso ligero de la habitación.
La secretaria oyó el portazo y la vio andar a toda velocidad hacia el ascensor. No tenía ni idea de lo que podía haber sucedido en el despacho de su jefe, pero, teniendo en cuenta el semblante de la señorita Villena, la discusión debía haber sido bastante acalorada.
James Vantor estaba todavía colérico cuando entró su secretaria en el despacho.
— ¿Qué desea, señor Vantor?
— Averigüe todo lo que sea posible sobre la señorita Lidia Villena y sobre el padre Pablo López, párroco de la iglesia de Sta.
María, situada en la parte norte de la ciudad. Quiero el informe hoy mismo — exigió con voz grave.
James Vantor descargó su rabia golpeando la mesa con el puño. "¡Maldita hispana!, ¡cómo es posible que me haya insultado así en mi propia casa?".
Todavía estaba perplejo de que una mujer hubiera sido altiva con él, y sobre todo tratándose de una simple "cubana". Se sentía furioso ante la reacción de ella. En el fondo estaba rabioso por no haber podido ejercer ningún poder sobre ella, por no haber sido capaz de impresionarla hasta el punto de conseguir que quedara cautivada por él, como era lo habitual en su trato con las mujeres.
Era inaudito que una desconocida se hubiera atrevido a tanto. Sin embargo él, el millonario y poderoso James Vantor III, había quedado, nada más verla, completamente deslumbrado por la belleza y la personalidad de esa mujer altanera, embobado por sus facciones perfectas, por sus maravillosos ojos color miel, y totalmente fascinado por su cuerpo de diosa griega.
Disgustado consigo mismo por haberse alterado por ese motivo, se propuso olvidarla y recordar que ella era tan sólo una pobre hispana que jamás podría tener ninguna relación con la familia Vantor ni con la sociedad que él frecuentaba. Le había parecido muy guapa, igual que tantas mujeres con las que se cruzaba en la calle. Es más, en su círculo social había mujeres igual de bellas que la señorita Villena y mucho más dispuestas hacia él; no merecía la pena dedicar ni un pensamiento a esa señorita.
Por la tarde, tan pronto la secretaria le entregó los informes que él le había pedido, los leyó con atención. Lidia Villena no le había mentido, aunque había sido muy escueta en sus explicaciones.
Ahora sabía todo sobre ella. Si bien esa mujer no le importaba lo más mínimo, decidió guardar la información. Por otra parte, el padre Pablo López estaba muy bien considerado en la ciudad. Su labor como sacerdote y como educador de los más humildes era muy elogiada. Estos informes le tranquilizaron. A pesar de haber tenido un encuentro desafortunado con la señorita Villena, por lo menos no le habían estafado.
Lidia le entregó con enorme satisfacción el cheque al padre López, y éste no podía creer lo que veían sus ojos.
— ¡Treinta mil dólares? ¿No habrá querido poner otra cifra y se ha equivocado?
— No; lo dijo bien claro. Era muy consciente de la cantidad que nos estaba entregando — le aclaró Lidia sin gran entusiasmo.
— Una persona que entrega ese dinero sin conocernos debe ser muy generosa. Mañana le llamaré personalmente para darle las gracias — añadió el sacerdote, eufórico.
Usted siempre agradece los donativos con una nota. Yo creo que con eso bastará — le indicó Lidia, intentando evitar que se molestara en darle las gracias al antipático James Vantor.
— Yo agradezco todos los donativos, hija, pero muy pocas personas, por muy ricas que sean, entregan todo este dinero de golpe. Me sentiré más tranquilo si hablo personalmente con ese señor tan bondadoso.
Lidia miró al cielo y suspiró. El padre López no tenía remedio.
Afortunadamente, seguía como siempre, pensando en todo momento lo mejor de las personas. Lidia lo admiraba por eso.
También le daba risa imaginar al señor James Vantor III como una persona generosa, bondadosa o desinteresada. "Más bien todo lo contrario", pensó. De todas formas no sería ella la que desilusionara al sacerdote contándole lo que había sucedido entre James Vantor y ella; no merecía la pena hablar de ello, y menos todavía que por una persona como el señor Vantor el padre López se llevara una decepción.