Capítulo
9
Cuando Jess regresó aquella tarde, Corrie
podría haberle dicho, con exactitud, la cantidad de pasos que había
de un extremo al otro de la comisaría. O el número de barras que
formaban la parte delantera de las celdas. O cuántos tablones había
en el suelo. O una docena de tonterías más... así como la vida
completa de su ayudante.
En caso de que Jess se lo hubiera
preguntado. Cosa que no hizo.
Lo único que hizo fue pasear y gruñirle a
Cyril.
—¿Qué haces tú aquí?
Su alivio se esfumó. De Tontín a Gruñón;
¿cómo lo había podido soportar Blancanieves?
El ayudante cogió una bocanada de aire, una
señal realmente mala, según había descubierto ella, y se
lanzó.
—Bueno la cosa es así. Cuando abrí la puerta
esta tarde, estaba aquí sentada esta señora que me dijo que se era
la señorita Corrinne Webb; ella no dijo lo de señorita, pero he
deducido que no está casada porque no lleva anillo y, que se
suponía que tenía que quedarse aquí, cosa que usted no me había
dicho, pero como era muy agradable dejé que se quedara. Y luego me
dijo que usted se había ido a Covington, lo cual sí que me había
dicho que iba a hacer, pero no cuándo debía esperar su regreso, y
que volvería por la tarde, pero no cuándo exactamente; y la verdad
señor, es que debería usted avisarme, y no sólo hoy, sino cada vez
que vaya...
Corrie se levantó de un salto y agarró a
Jess del brazo.
—Sí, bueno, ya ha vuelto, Cyril, y yo tengo
que hablar con él. Ahora.
Arrastrando a Jess, lo metió rápidamente en
su despacho y cerró la puerta. Cuando lo soltó, se apoyó en ella y
soltó el aire bruscamente.
—¿No hay nada que consiga que el ayudante
Dumber se calle? ¿O al menos que de vez en cuando dé la versión más
corta?
Aparecieron los hoyuelos y a ella se le
relajaron un poco los nervios.
—¿Quieres decir que piensas que Cyril divaga
un poco?
—¿Divagar? ¡Ja! —Se cruzó de brazos.
Jess extendió las manos hacia la
estufa.
—Tienes razón; Cyril sería capaz de
confundir a Walt Withman haciendo un discurso sobre Lincoln.
—¿Te refieres a Walt Withman, el poeta? —Las
clases de literatura nunca habían sido su fuerte, pero ese nombre
hizo resonar un eco distante.
—Sí, ese Withman. —La miró por encima del
hombro—. Le vi en Filadelfia. ¿Tú también le has visto? No se me
hubiera ocurrido que Texas formara parte de la ruta habitual.
—No, nunca tuve la oportunidad.
Las botas de Jess chapotearon cuando se
movió y Corrie se dio cuenta de que estaba empapado. No era nada
sorprendente, teniendo en cuenta que llevaba todo el día lloviendo
sin parar. Pero él no había pronunciado ni una palabra de
queja.
—¡Eh, jefe! Tienes que quitarte esa ropa
mojada. —Fue una observación inocente, pero el fuego en los ojos de
Jess la impregnó de un significado que ella no pudo negar y evocó
el recuerdo de sus sueños recientes.
Jess, desnudo, excitado y listo. Ella —¡ay
Dios!— exactamente igual.
El corazón se sacudió contra el rígido
corsé.
Luchó por mantener la cordura mientras la
mirada de él reavivaba más recuerdos... de sus besos. Jess besaba
mejor de lo que parecía. Sus besos eran mejores que su obra maestra
culinaria: Mero en hojaldre con salsa de tres vinos. Y ese plato
casi la hacía caer de rodillas por su exquisitez.
Nadie la había advertido nunca de que los
hombres —realmente ese hombre en particular— podían hacer que se
olvidara de todas las grandes salsas y los grandes platos que había
preparado. Era capaz de hacerla olvidar el mejor soufflé de
chocolate del mundo.
Si sus besos tenían ese poder, ¿cómo sería
hacer el amor con él?
El rubor la cubrió de la cabeza a los pies
haciéndola apartar la mirada.
Es tu socio Webb.
Piensa en él como en tu socio. Como en Paul.
Pero Paul era gay y estaba claro que Jess no
lo era.
Volvió a mirarlo y encontró aquella
intensidad que derretía.
Oh no. Nada de gay.
Aunque no es que Paul no fuera a agradecerlo...
Jess tosió y se pasó una mano por el
pelo.
—Se está haciendo tarde. Tenemos que
irnos.
¿Irse? ¡Ah! A su
casa... para dormir.
Corrie tragó saliva. Como decía Sparrow,
"¡Ay Dios!"
Contuvo el impulso de tirar del corsé —¿o
era de quitarse el corsé?—, y se caló el destartalado sombrero en
la cabeza. Puede que la lluvia fría le enfriara el calor de las
venas. Si es que antes no empezaba a salirle vapor de la
ropa.
Jess abrió la puerta trasera de su casa,
revisando las ventanas de sus vecinos para ver si había algún
testigo, y le hizo señas a Corrie para que entrara. Con esa noche
de perros dudaba de que hubiera alguien mirando, pero no se había
pasado todo el día preocupado por cómo proteger a Corrie para
arriesgarse ahora.
Habían salido por separado de la comisaría
para encontrarse en el callejón, donde Corrie se había mantenido
escondida sin hacer ruido. Ahora rompió ese silencio con una
sentida maldición, mientras estaba de pie en su vestíbulo, con la
funda de almohada que contenía sus pertenencias, chorreando en el
suelo. Su destrozado sombrero no proporcionaba ninguna protección,
al contrario, dirigía la humedad hacia su cuello. Miró a su
alrededor con los ojos borrosos a causa del cansancio.
Su patito tenía el mismo aspecto que una
rata mojada.
—Vamos, déjame coger esto —dijo él,
quitándole la funda de almohada.
Incluso con el peso añadido por la lluvia,
era un bulto lastimosamente pequeño. Le puso en las manos el plato
tapado que contenía la cena que le había preparado el ama de
llaves, y le indicó que lo precediera.
—Espero que tengas calefacción central, jefe
—dijo ella por encima del chapoteo de sus pasos—. Estoy
he—he—helada.
—¿Dónde has visto tú calefacción central?
Los Astor están pensando en ponerla en su próxima casa, pero yo no
lo he visto personalmente —La funda de la almohada chorreó contra
su pierna y se estremeció—. Parece una buena idea.
—Confía en mi, es maravillosa —Subió las
escaleras al segundo piso y pasó una mano por la pared como si
buscara algo... no, esperando que estuviera allí. Dejó de hacerlo
cuando él la alcanzó y lo miró con expresión culpable, como si la
hubiera pillado robando el cepillo de la colecta.
—¿Q... —Se aclaró la garganta—. ¿Qué
habitación?
El indicó la última puerta del pasillo
débilmente iluminado.
—Aquélla.
A los pocos minutos ya había encendido un
crepitante fuego en la chimenea y el plato con la cena descansaba
en una mesita cercana. Acercó una silla con una sonrisa, e hizo su
mejor imitación del comandante Payne.
—La cena está servida, mademoiselle.
—¿Y tú que vas a comer?
—Yo ya he cenado.
—¡Ah! —Corrie se quitó el sombrero
destrozado antes de tomar asiento. Respondió al intento de bromear
de él con una sonrisa de cansancio—. Gracias.
—Ahora te voy a dejar sola. Ha sido un día
largo para los dos. —Quitó la servilleta que cubría el plato y
empujó el tenedor hacia ella—. Come.
—Eso haré —Cogió el cubierto y lo agitó en
dirección a la puerta—. No tienes que vigilarme. Estaré bien.
Por el tono de su voz, él dudó de que
alguien la hubiera mimado demasiado, y algo lo obligó a detenerse
en la puerta y esperar a que empezara a comer. A ella se le
encorvaron los hombros con evidente agotamiento y un suspiro de
desesperación escapó entre sus labios. Dejó el tenedor. Sin saber,
aparentemente, que él no se había marchado, apoyó los codos en la
mesa y descansó la frente en las manos.
Los mechones del pelo colgaban húmedos sobre
sus hombros y caían por su espalda, donde el viento había
arrastrado el moño. La sensible y blanca piel de su nuca brillaba a
la luz de la lumbre. Se dijo que tenía que apartar la mirada. Se
dijo que debería marcharse.
Como si hubiera percibido su mirada, ella
alzó la vista con una expresión que comenzó siendo interrogativa y
terminó siendo invitadora. Se ordenó pensar en otra cosa que no
fuera en esos ojos tentadores.
—¿J—Jess? —susurró ella, con ojos cargados
de sorpresa cuando él volvió a su lado.
Suavemente, con el dedo índice, él le
recorrió la barbilla y los labios, eliminando de ellos la
humedad.
—Eres muy hermosa.
Se ordenó mantener las distancias.
Pero no pudo.
Atrayéndola a sus brazos, la besó.
Apasionadamente. Ella jadeó y abrió los ojos de golpe. Apartó la
cabeza y, por un instante, buscó la cara de él con la mirada; luego
suspiró y le devolvió el beso.
Ella sabía a lluvia. Y a necesidad.
La lengua de ella se movió junto a la suya
en una danza antigua. Él se endureció más y la presionó más contra
sí buscando el alivio de su cuerpo. Su piel, fría al principio, se
calentó entre sus brazos. Sus pechos presionaban contra su torso y
él supo que los pezones estarían turgentes y preparados para su
boca.
Deslizando una mano entre ambos, empezó a
desabotonarle la chaqueta. Corrie se apresuró a separar los brazos
de su cuello para ayudarle, luego se encogió de hombros para
quitarse el incómodo vestido, todo ello manteniendo aquel beso que
quitaba el sentido. Luego se separó para coger aire, sólo para
trasladar los labios a la barbilla y la mandíbula de él y
mordisquearle el oído mientras le soltaba los botones del
chaleco.
¿Quién era esta joven, esta mujer, que hacía
que su control dejara de existir? Cada vez que estaban en la misma
habitación era como si el propio destino los obligara a estar
juntos.
Le quitó las horquillas del pelo y separó
los mechones con los dedos mientras ella intentaba con torpeza
quitarle el cuello de la camisa. Él levantó las manos y se lo
quitó. Y luego contuvo el aliento cuando ella besó la piel que
acababa de dejar al descubierto.
Palpitando de necesidad, le desabrochó la
blusa y se la apartó de los hombros. Como a distancia, percibió una
extraña clase de piel tocada por el sol, pero sus pechos, dorados a
la luz de la lumbre, lo estaban llamando. Inclinó la cabeza y los
besó, primero uno y luego el otro, demorándose y depositando besos
hacia un pezón endurecido que asomaba por el borde del corsé.
—Cariño —murmuró llevándose un sugerente
pezón a la boca.
Ella se arqueó hacia él mientras él la
abrazaba más fuerte. El nombre de él tembló en sus labios. Le sacó
la camisa de los pantalones y sus manos, calientes e impacientes
sobre su espalda, lo obligaron a acercarse más.
Con igual impaciencia, él volvió a sus
labios al tiempo que la levantaba contra su excitación. Ella se
meció contra él, levantando una rodilla para acercarse más todavía.
Él capturó un pezón entre los dedos y lo hizo girar.
A ella se le escapó el aliento.
—¡Dios mío!
Él sintió su sonrisa en los labios y sonrió
a su vez. No estaba seguro de qué era lo que le resultaba
divertido, pero de momento estaba dispuesto a imitarla.
—Si no me lleva pronto a la cama, oficial,
le voy a tumbar directamente en el suelo —Le mordió el labio
inferior.
La confianza de Corrie le dio seguridad, y
riendo en silencio la levantó más fuerte contra el.
—Dejaré que aterrices encima de mí.
—Bien —Transfirió su atención al lóbulo de
la oreja y lo mordisqueó un instante antes de añadir—: a un oficial
y a un caballero.
Un caballero.
Maldición.
Jess la hizo descender hasta que sus pies
tocaron el suelo, luego le puso las manos en la cintura y la separó
de él. Cuando ella le acaricio el pecho con las manos, lo único que
deseó fue enterrarse en ella.
Pero había sido educado para ser un
caballero, y Corrie estaba bajo su techo, bajo su protección. Iba a
protegerla incluso de sí mismo.
Ella deslizó la mano hasta el botón superior
de sus pantalones, pero él le sujetó la mano y se la apartó.
El dolor cubrió la expresión de perplejidad
de sus ojos y odió lo que estaba a punto de hacer. Ni siquiera
podía quedarse y dar una explicación porque, si lo hacía, no iba a
ser capaz de apartar las manos de ella.
Con sus manos cogidas entre los dos y con la
garganta seca por el deseo, dijo:
—No podemos hacerlo, preciosa.
—No pasa nada. —Ella se mordió el labio
mientras cogía aire de forma temblorosa—. No soy virgen.
Los celos que se apoderaron de Jess ante
aquella declaración, lo cogieron por sorpresa. Nunca se involucraba
con vírgenes, y el comportamiento de Corrie en los últimos cinco
minutos no tenía nada de virginal. Pero imaginar a otro hombre
tocándola, incluso besándola, le revolvió las tripas.
Su reacción no se vio afectada por juzgar a
Corrie.
—¿Jess? —dijo ella temblando. Luego levantó
la barbilla con desafío—. Si no puedes admitir que yo no sea
virgen...
—No es eso —dijo él con demasiada
brusquedad.
Corrie retrocedió, cubriéndose el cuerpo con
la blusa y cerrando la parte delantera.
—¡Demonios, Corrie! —continuó él con tono
más suave en esa ocasión—. Ahora mismo no puedo explicarlo —Si se
entretenía más, volverían a estar el uno en brazos del otro—. Sólo
te diré que soy un caballero y lo dejaré así.
No pudo resistirse a tocarla otra vez. Solo
le pasó las yemas de los dedos por la mejilla, pero bastó para
grabarle a fuego la textura de su piel en el cerebro.
Sintió el calor de su piel subiéndole por el
brazo hasta cuando cerró la puerta de la habitación al salir y se
marchó a la suya propia.
Corrie miró la puerta cerrada mientras se
hundía en la silla. ¿Qué acababa de pasar?
Un minuto antes estaba agotada hasta la
médula y al siguiente todos los nervios de su cuerpo volvían a la
vida. Y entonces alguien, Jess, maldito fuera, le había echado un
jarro de agua fría, por así decirlo.
A pesar de su deserción cuando la cosa se
estaba poniendo realmente interesante, le creyó cuando dijo que no
le importaba que ella no fuera virgen. De modo que sino se trataba
de eso, ¿entonces qué era?
El agotamiento le empañaba la mente y la
excitación estaba siendo rápidamente sustituida por la necesidad de
dormir. La cama la llamaba desde unos pocos pasos más allá. Era
obvio que Jess no iba a volver, al menos aquella noche. Corrie se
desnudó, encontró un camisón de repuesto y avanzó lentamente hacia
la cama.
No estaba segura de si quería a Jess en su
dormitorio, o en su cama, pero estaba segura de que podría
preocuparse de eso mañana. Con esa idea en la cabeza se quedó
dormida.
Ninguna pesadilla turbó su sueño.
Nadie despertó a Corrie al amanecer haciendo
sonar una campanilla en el pasillo, de modo que se levantó a media
mañana bajo la brillante luz del sol y la promesa de la primavera
en el ambiente. La fría lluvia del día anterior había cedido el
puesto a una cálida brisa del sur. Los petirrojos saltaban por el
patio y un montón de pájaros gorjeaban entre los árboles y arbustos
que retoñaban.
El mundo volvía a ser nuevo otra vez y
Corrie también se sentía renovada. Pasándose los dedos por el pelo
enredado, se lo colocó detrás de las orejas y estudió la habitación
bajo la brillante luz del sol. La noche anterior, a la luz del
fuego, y casi agotada, no había revisado lo que la rodeaba. Pero
ahora tenía tiempo.
Cuando Jess la llevó por las escaleras, le
dio la sensación de que era de un sobrio estilo Victoriano con una
gran dosis de club de caballeros inglés y de cuero. Era todo lo
contrario.
El encaje cubría las ventanas, pero el
vocabulario del decorador no incluía la palabra "comedimiento".
Nada menos que tres cortinas diferentes delimitaban las ventanas,
cada una de ellas adornada con gigantescos lazos. Predominaba el
borgoña, pero la paleta del excéntrico decorador incluía todos los
colores imaginables. Jack O'Riley corriéndose una juerga no lo
hubiera hecho peor.
Un montón de adornos cubrían casi todas las
superficies y una serie de fotografías alfombraban el resto. Cogió
una de las fotos, probablemente teñidas a mano, a juzgar por el
color, con un marco de plata grabado lleno de polvo. Más de una
docena de caras le devolvieron la mirada con ojos helados, pero el
sello de ser parientes consanguíneos era evidente. Se trataba de
una familia. Recorrió cada rostro con la yema de un dedo. Todos
ellos tenían en común el mismo pelo negro, los hermosos ojos y los
mismos hoyuelos asomaban a sus mejillas. Alguno poseía la barbilla
más suave de la madre, situada en el centro de la primera fila,
otros la nariz más aquilina y la barbilla pronunciada del padre
situado a su lado.
¿Cómo sería crecer en una casa donde te
veías en los demás? ¿A la que era evidente que pertenecías? ¿En la
cual, sólo con verte, los extraños podían decirte que formabas
parte de una familia específica?
Corrie nunca se había parecido a nadie,
nunca había pertenecido a ningún sitio, nunca había formado parte
de una verdadera familia. No contaba el tiempo que vivió con su
madre antes de que esta muriera. ¿Cómo iba a hacerlo si no tenía
ningún recuerdo claro de ello? Sin contar con las pesadillas, que
en cualquier caso tampoco aclaraban demasiado.
—¿Poniéndote sentimental, Webb? —se
reprendió, volviendo a mirar la foto.
El adolescente de la última fila captó su
atención. Vestido con un uniforme gris tan nuevo que casi crujía,
Jess le devolvió la mirada. Pero era un Jess diferente. Sus ojos
eran serenos, sin la angustia que atormentaba al hombre que ella
conocía. La risa asomaba a sus labios, pero sin el toque sardónico
que a veces mostraba el Jess adulto.
Apartó la vista de la foto para meditar en
esos cambios y sorprendió su propia imagen en uno de los espejos de
la pared. Tenía gracia, pero las mismas observaciones podían
aplicarse a su propio rostro. Su mente pasó de puntillas por su
problema, pero se preguntó qué experiencia traumática había
provocado el cambio de Jess.
Volvió a mirar el retrato de familia.
Siempre había pensado que tener una familia —una familia normal y
corriente— le protegía a uno de esas cosas. Sin embargo, algo había
sucedido en la vida de Jess Garrett para transformarlo de aquel
muchacho despreocupado en el apogeo de la virilidad, en el hombre
complicado que ella empezaba a conocer.
No iba a obtener respuesta hasta que supiera
más sobre Jess. Y no estaba segura de que saber más sobre Jess
fuera una buena idea. Él la desconcertaba en más de un
sentido.
Devolvió la foto a su sitio mientras le
gruñía el estómago. Al ver un vestido detrás de la puerta, se lo
puso y se encaminó a la cocina. Gracias a Dios Jess disponía de una
adecuada instalación de fontanería "moderna" en el interior de la
casa. Lo más probable era que un paseo hasta el retrete hubiera
echado por tierra todas sus precauciones para meterla en su casa
sin que la vieran.
Una nota encima de la mesa la informó de que
estaba en la comisaría, que volvería para el almuerzo y que se
sintiera como en su casa. Saboreó el calor que le produjo su
mensaje y empezó a preparar el desayuno. La estufa era su primer
objetivo.
Por desgracia los mandos se pusieron
difíciles.
—Vamos, ¿dónde estaría yo ahora si fuera un
pomo? —se preguntó, inspeccionando por enésima vez el artilugio
negro de hierro. Al deslizar la mano por la estufa, encontró una
llave distinta y abrió la puerta de la leña... una trampilla... o
comoquiera que lo llamaran. No era el equipo profesional del
Bistro.
Nada de mandos, solo leña. Aquello no iba a
ser fácil.
Quince minutos después tenía el fuego
encendido. Hubieran sido diez, pero se quemó los dedos y se pasó
cinco minutos buscando una inexistente pomada para las
quemaduras.
Lo siguiente, el café.
La cafetera era sencilla, pero tuvo que
apretar los dientes para verter el agua sobre los posos y poner a
hervir el artilugio. Starbucks,
perdóname.
Sin un frigorífico a la vista, dedujo que
tenía que aventurarse a bajar al sótano a buscar leche, huevos y
cualquier otra cosa que pudiera sustraer. ¿Antes de que se
inventaran las neveras no existían "cajas frías"? Tenía sentido...
aparentemente.
La realidad era peor de lo que esperaba.
El departamento de salud se pasaría aquí un
día entero, pensó mientras rebuscaba entre las estanterías con
piezas de carne, tapadas pero sin refrigerar. Al menos el tocino
curado debía ser seguro, al igual que los huevos. En ese momento
algo correteó por debajo de los estantes y lanzó un chillido.
Volvió arriba con el corazón desbocado, con un par de huevos y algo
de tocino en las manos.
Cuando entró en la cocina, la asaltó el olor
a café quemado. Se volvió a quemar los dedos al lanzar la cafetera
en el fregadero bajo el grifo que funcionaba con una bomba. Un día
sin café no iba a matarla.
El tocino no salió mejor parado que el café.
Un lado de la cocina estaba demasiado caliente y el otro no lo
estaba lo suficiente. Acabó escogiendo entre crudo y quemado.
Ricitos de Oro lo había tenido fácil.
Para cuando les tocó el turno a los huevos
revueltos, había llegado a un momentáneo acuerdo con la cocina: No
volvería a quemarlas a ella o a su comida, y ella no cogería el
hacha.
Cuando estaba levantando la sartén de los
huevos, una sonora voz femenina a su espalda preguntó:
—¿Quién es usted y qué está haciendo?
La sartén salió volando y aterrizó en el
suelo dispersando los huevos al hacerlo. Corrie apoyó el lado de la
mano en la cocina al darse la vuelta, gritó al quemarse y patinó
sobre los huevos.
Aterrizó sobre el trasero, a los pies de la
mujer, que la miró desde arriba con la cara que había visto en la
foto.
Unas rayas azul marino y verde recorrían el
traje desde el bajo de la falta hasta el alto cuello del vestido.
La espátula, momentáneamente pegada al considerable pecho de la
mujer por culpa de los huevos, se deslizó hacia el suelo mientras
ella soltaba el aire poco a poco. Un sombrero que se parecía más a
un faisán muerto pero resucitado, tembló sobre un pelo negro
levemente salpicado de plata y unos ojos azules la observaron desde
encima de una boca severa.
Oh, oh. Con todo
el aplomo que pudo reunir, Corrie sonrió y dijo:
—Hola.
El temblor del faisán empezó a parecer un
terremoto.
Corrie extendió la mano hacia la
mujer.
—Usted debe ser la madre de Jess.