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El sol comienza, poco a poco, a declinar. No es que eso importe mucho, la verdad, teniendo en cuenta que acabamos de dejar a dos amigos que no se ven desde hace años a punto de discutir por una cuestión que, en realidad, ni siquiera les afecta personalmente. Pero, en fin, por poco importantes que sean estos detalles, dan ambiente y nos sitúan en el tiempo. Así que el sol declina poco a poco, lo que don Alonso agradece, pues el calor agobiante del verano castellano le tiene sudando desde que comenzó su viaje, y la tarde se instala en el cielo con placidez. La que no es tan plácida es la conversación entre los dos amigos, al menos al principio.

— ¿Buscar el cuerpo de doña Teresa?—repite, asombrado, Gabriel Vázquez.

Luego el asombro se va trocando en enfado, en la medida en que se va dando cuenta de lo que implica la frase soltada de forma tan absurda en medio de la comida. Y su asombro y su enfado brotan como a borbotones:

— ¿Qué habéis querido decir? Buscarlo… ¿cómo? Y ¿por qué? Y ¿por qué no me habéis dicho nada?

Don Alonso extiende ambas manos, intentando encontrar tanto las palabras para explicarse como el tiempo necesario para hacerlo, y Gabriel Vázquez se levanta, incapaz de seguir sentado a una mesa que ha perdido ya todo su atractivo para él. Se levanta porque necesita dar salida física al cúmulo de sentimientos y de pensamientos que la breve frase de su amigo ha revolucionado en su interior. Se levanta porque no sabe de qué otra manera afrontar una conversación que no se esperaba.

— ¡Maldita sea! … ¿Qué tenéis que ver vos con doña Teresa?

— Nada. Ni siquiera había oído hablar de ella hasta hace apenas unas semanas. Por Dios, Gabriel, calmaos.

— ¿Qué me calme? Habéis venido hasta aquí con engaños, aprovechándoos de una amistad que yo creía sincera.

— Sé que debiera habéroslo contado antes… Sin embargo, vos sabéis que es un asunto delicado en extremo. Pensé que era mejor hablarlo cuando estuviéramos juntos, hacerlo en persona y no por carta. Por eso no os dije nada.

— ¿Quién os envía? —Gabriel Vázquez se planta ante don Alonso que sigue sentado a la mesa y su voz resuena seca, casi amenazadora—. Porque vos venís por encargo de alguien.

— No es lo que vosotros pensáis —se defiende el de Oviedo sabiendo que lo que hay detrás del enfado de su amigo es la desconfianza, propia de la época, a la intromisión de los funcionarios reales en el gobierno municipal—. No tengo ninguna misión oficial ni vengo a ejercer ningún poder en nombre de la Corona. Debéis de creerme, Gabriel. Es un encargo privado, un favor.

— Un favor… —Gabriel se lleva las manos a la cabeza. No sabe muy bien cómo reaccionar. Él estaba preparado para recibir en su casa a un viejo amigo, a disfrutar de la compañía de un antiguo compañero con el que esperaba compartir gratos recuerdos, el suave sabor de la nostalgia. Y de pronto, siente que tiene ante sí a un extraño que amenaza su autonomía—. Un favor… —repite— ¿Y quién os lo ha solicitado?

— Me envía el conde de Miranda.

Gabriel Vázquez levanta la cabeza con asombro y fija sus ojos en los de don Alonso.

— ¿El conde de Miranda?

Pues sí, el conde de Miranda. La extrañeza de Gabriel Vázquez no es porque no conozca al Conde, sino precisamente porque sabe muy bien de su relevancia: el III conde de Miranda del Castañar, Francisco de Zúñiga y Velasco, es nada menos que miembro del Consejo de Estado y Guerra de Carlos I, mayordomo mayor de la emperatriz Isabel de Portugal, virrey y capitán general de Navarra y caballero de la Orden del Toisón de Oro, entre otros muchos meritos y cargos. Y además, el responsable, como acaba de reconocer el propio interesado, de que don Alonso se encuentre en Torrijos.

— El conde de Miranda, como sabéis, era yerno de Doña Teresa —explica el de Oviedo al alcalde— y fue uno de los albaceas de su testamento.

— Lo sé —dice Gabriel Vázquez todavía con asombro—, pero no sabía que estuviese interesado en este asunto.

No se muestra muy atinado el alcalde, pues por importante que sea el Conde no deja de ser familiar de doña Teresa y, por tanto, interesado de forma muy personal en la desaparición de la que fue su suegra.

Esto puede confirmarlo don Alonso que aún tiene fresca en la memoria la última entrevista que mantuvo con el Conde, y nosotros, gracias a los artificios del juego en el que estamos, podemos introducirnos en sus recuerdos y enterarnos de cómo fue la conversación.

Extraigamos por tanto de la mente de don Alonso la vívida imagen de una amplia casa, lujosa y bien amueblada, el silencio de pasillos y estancias, hasta llegar a un salón enorme presidido por un hogar tan gigantesco que por sí solo sería tan grande como un aposento de pocas pretensiones. La chimenea está apagada y ante ella, en un sillón castellano de madera maciza y respaldo recto, se sienta un hombre de muchos años y porte altivo, con barba grisácea, al estilo que ha impuesto el emperador Carlos, y ojos bondadosos. Es el conde de Miranda del Castañar.

Se saludan con afecto don Alonso y el Conde que, graciosamente, invita a su amigo a acomodarse en el sillón gemelo al que él ocupa. Allí hablarán los dos durante largo rato. Allí se enterará don Alonso de que la mujer del Conde, María, hija de doña Teresa, está sumida en la tristeza desde que supo que el cuerpo de su madre había desaparecido de su sepulcro, tan sumida en la tristeza que hace meses que no encuentra fuerzas para levantarse del lecho. Las primeras noticias de que algo irregular ocurría les llegaron al Conde y a su esposa a través de una carta enviada desde Torrijos.

— ¿Qué decía la carta?

—Vedlo vos mismo.

El Conde se levanta y busca entre los papeles de una mesa cercana. Coge don Alonso la carta y en silencio la lee:

«Perdonad esta mi osadía, señor, al dirigirme a vos de forma tan directa, pero los hechos que voy a narraros son de suma importancia, en especial para la ilustre familia de los Cárdenas, de la que vos formáis parte por matrimonio y a la que yo he servido durante tantos años...»

— ¿Quién es este señor que os escribe? —pregunta don Alonso interrumpiendo la lectura.

— Don Beltrán Gómez de Toro, un capitán que trabajó a las órdenes de mi suegro, don Gutierre de Cárdenas, y uno de sus hombres de confianza. Después de la muerte de don Gutierre, don Beltrán siguió leal a la familia. Tengo entendido que mi suegra, doña Teresa, recurrió a él en ocasiones, para determinadas tareas que se avenían bien a su carácter y a su preparación.

— ¿Por ejemplo...?

— La liberación de cristianos cautivos de los moros. Sé que tanto don Gutierre, como después de su muerte, doña Teresa, se preocuparon siempre de aquellos que seguían presos del Islam. Los dos dejaron mandas en sus testamentos para que esta tarea se siguiera haciendo. Doña Teresa encargaba estos menesteres a un tal fray Fernando de Contreras, pero dado que el buen fraile llegaba a veces a poner en peligro su propia vida por el éxito de la tarea, doña Teresa gustaba de mandarle acompañado de alguien de menos bondad y más carácter. Don Beltrán se encargó en muchas ocasiones de esto.

Asiente don Alonso y sigue leyendo:

«Habéis de saber que, aunque los años de mi servicio a vuestra familia ya han quedado lejos, gusto de pasar temporadas en mi residencia de Torrijos por los muchos recuerdos que ello me trae. Soy hombre de edad y, como tal, acostumbrado a no dar demasiada importancia a rumores y habladurías. Si escuché en esta ocasión lo que dicen por el pueblo mentes tan ociosas y lenguas tan sin trabas, es porque se refiere a vuestra señora suegra y en concreto a la ausencia de su cuerpo del sepulcro donde fue enterrada.

Aun así no hubiera vuelto a pensar en ello si no llega a ser por mi costumbre de asistir a las misas de los monjes, en la iglesia del monasterio de Santa María de Jesús, fundado por los ilustres don Gutierre y doña Teresa, vuestros suegros, y lugar donde, como bien sabéis, se encuentra su sepulcro.

El último día veintinueve, jueves, día del Santísimo, a quien doña Teresa tanto honraba, me hallaba orando en dicha iglesia cuando vinieron a asaltarme algunos indicios preocupantes y a los que en verdad no hubiera prestado atención, o ni siquiera habría reparado en ellos, a no ser por los rumores a los que antes he aludido.

Pues bien, señor, sin dilatarlo más os diré que la tapa del sepulcro de la honradísima señora doña Teresa parecía no ajustar como debiera.

Acerquéme a comprobarlo y aun siendo las señales ligerísimas, pude ver que, en efecto, la tapa parecía suelta, los bordes no ajustaban y hasta se diría que había sido forzada por algunos sitios.

Al punto llamé a los monjes que no quisieron creerme, pero es tanto mi espanto ante lo que los indicios apuntan que no he tenido más remedio que cometer la osadía de ponerlo en vuestro conocimiento».

De nuevo interrumpe la lectura don Alonso. El conde de Miranda del Castañar se ha sentado a su lado y parece abstraído mirando el hogar de la chimenea como si en él ardiesen llamas. Don Alonso da la vuelta a la carta y comprueba la fecha.

— De esta carta hace ya mucho tiempo.

Asiente con tristeza el Conde y suspira.

— Así es. Habéis de saber que no hice yo mucho caso de esta carta cuando la recibí. Pensé que eran chocheces de un anciano. Pero don Beltrán no solo me escribió a mí. Escribió a mi cuñado, el duque de Maqueda, hijo de doña Teresa, y a la dirección de la orden franciscana y yo no sé a cuanta gente más. Finalmente, mi cuñado, don Diego, quiso poner freno a tanto rumor y tanto comentario y mandó abrir el sepulcro. El resto ya lo sabéis. Don Beltrán y los rumores tenían razón: el cuerpo de doña Teresa ha desaparecido. Desde entonces me aseguran que las autoridades locales se esfuerzan en encontrar la solución al enigma. A pesar de ello, vos mismo lo habéis dicho, ha pasado mucho tiempo, el sepulcro sigue vacío y ahora más que nunca los rumores y las habladurías corren.

— ¿Más rumores? ¿Cuáles?

— Vos debéis ser el único que no los ha oído —sonríe el Conde—. Dicen que doña Teresa no está enterrada porque ha ascendido a los cielos, no solo en alma, sino también en cuerpo.

Don Alonso alza una ceja sorprendido.

— Habéis de saber que mi suegra era tenida por una santa, no solo en Torrijos, sino en muchos otros lugares —intenta explicar el Conde—. Y no seré yo el que lo niegue. Me constan sus muchas buenas acciones, su enorme piedad...

— ¿Queréis decir...?

Le interrumpe el Conde. Sus ojos bondadosos están llenos de preocupación.

— Yo no quiero decir nada, don Alonso, porque nada sé, excepto que este asunto está destrozando la salud frágil de mi esposa. Por eso os he llamado. Ayudadnos. Buscad la explicación de lo sucedido y mi gratitud y la de mi esposa no tendrán precio.

Estas últimas palabras no solo resuenan en la mente de don Alonso desde que fueron pronunciadas, sino también en la estancia donde él y Gabriel Vázquez charlan. Don Alonso ha contado a su amigo toda la escena y Gabriel Vázquez ha escuchado en silencio, sentado otra vez a la mesa que había abandonado tan solo un rato antes.

— Siempre creí —dice pensativo el alcalde— que el principal interesado en este asunto tendría que ser el hijo de doña Teresa, don Diego, el duque de Maqueda, y no su yerno.

Nada sabe don Alonso del hijo de doña Teresa y así lo dice. Gabriel Vázquez, en cambio, sí que lo conoce y, a juzgar por su cara, no es algo que le agrade demasiado.

— Es un hombre altivo como el diablo —le cuenta a su amigo—. Todavía recuerdo cuando llegó aquí, acompañado de numerosas personas. Entre todos pusieron patas arriba el convento de Santa María, que el pobre prior ya no sabía cómo tratarlos, y teníais que haber visto la cara del Duque cuando al fin se abrió el sepulcro y se comprobó que el rumor era cierto y que el cuerpo de su madre había desaparecido.

Y ahora es Gabriel Vázquez el que desgrana ante don Alonso sus recuerdos, que los tiene bien frescos en la memoria pues no hace tanto que el duque don Diego llegó a Torrijos dispuesto a poner del revés el pueblo.

Con el Duque iban secretarios y ayudantes con los permisos y papeles que vienen al caso, que se dice que hasta llevaban una bula papal pedida ex profeso para la ocasión. Le acompañaban también el corregidor, al que odia con toda cordialidad Gabriel Vázquez, el provincial de la Orden de San Francisco y dos definidores, todos ellos resueltos a poner freno de una vez a tanto rumor sobre el cuerpo de doña Teresa.

Gabriel Vázquez, como cabeza visible del pueblo de Torrijos, no tuvo más remedio que estar allí y le cuenta a don Alonso que la situación no pudo ser ni más triste ni más desagradable.

Se habían reunido todos en la iglesia del monasterio de Santa María, por orden expresa del Duque, que era el único que no acababa de aparecer.

Estaban esperándole los dos alcaldes del pueblo, uno de ellos, como hemos dicho, Gabriel Vázquez, que paseaba su inseguridad y su impaciencia de un lado a otro, desde las estatuas de mármol de los Cárdenas a las que sin querer miraba de reojo, hasta el altar mayor, sin darse cuenta de que en sus paseos preocupados daba una y otra vez la espalda, sin el más mínimo respeto, a la lamparilla encendida que indicaba la presencia del Santísimo.

Estaba allí también el prior del monasterio, fray Bernardo Montesinos, delgado, delgado, delgado, de una delgadez tan interminable que casi hacía olvidar que era humano, pero lo era, cómo no, y también se agitaba inquieto esperando la llegada del Duque.

Y el Duque llegó. Venía acompañado de fray Juan de Olmedillos, el provincial de Castilla, hombre ya viejo como lo era el propio Duque, así como de su secretario, del corregidor y de otros dos frailes, que luego se enteró Gabriel Vázquez, porque en ese momento nadie se los presentó, que eran los dos definidores de la Orden que antes hemos mencionado, fray Antonio de Pastrana y fray Juan de Marquina.

El Duque, elegante y ceñudo y sobre todo impaciente, golpeaba la palma de una de sus manos con los guantes que llevaba en la otra. Se cambiaron unas cuantas palabras y el prior mandó llamar a cuatro monjes del convento y, en el silencio profundo de la iglesia, profundo porque nadie hablaba y sobre todo porque nadie tenía ganas de hacerlo ni hubiera sabido qué decir, se procedió a retirar la tapa del sepulcro de doña Teresa.

Es una terrible escena que me cuesta imaginar porque no tiene parecido con nada que yo haya podido vivir, innecesario es decir que gracias a Dios.

Aun así, hagamos un esfuerzo, intentemos poner ante nuestros ojos la grandeza de la iglesia del monasterio, construida no hace todavía muchos años a instancias de doña Teresa y de don Gutierre. Imaginemos el enorme espacio de mármol blanco, labrado con tanta belleza, donde resuenan y se repiten los golpes que los monjes dan en la piedra del sepulcro. Imaginemos la luz tenue que se filtra por las ventanas y que es descompuesta por las vidrieras en mil colores, un rayo azulado que ilumina el altar, otro verde que tiñe de irrealidad la cara de don Diego y otro rojo, ya es casualidad, que da vida a las imágenes de piedra de los Cárdenas, que se diría que en concreto la de doña Teresa tiene una dulce carnalidad, tanta, que los monjes que se afanan a su alrededor se sienten incomodísimos y procuran no tocarla, no vaya a ser que la Señora de pronto abra los ojos y los mire de aquella forma suya, tan particular, mezcla de decisión y de humildad.

Qué pensará don Diego ante esta situación. Asiste silencioso a los trabajos, que ni el provincial ni los definidores y mucho menos el prior o Gabriel Vázquez se atreven casi a mirarle, no digamos a hablarle, y él venga a golpearse la palma de la mano izquierda con los guantes que sujeta con la derecha, como si estuviese fustigando algún pensamiento que tal vez no quisiera tener.

Se extienden por el aire, como susurros mal disimulados a pesar del ruido de la piedra, los rezos del prior y de fray Juan de Olmedillos que, con reverencia, los van desgranando por encima de la tumba que está a punto de ser violada. Y utilizo esta última palabra, fuerte donde las haya, a ciencia y conciencia, pues aunque las personas allí reunidas están haciendo lo que hacen con todo el derecho del mundo, no es en definitiva este el derecho que debe esgrimirse para la ocasión.

Cruje la piedra y se lamenta, empujada por los monjes. Don Diego se acerca impaciente y mira cómo la tapa de un sepulcro que se cerró hace ya más de seis años va siendo retirada. Primero, un poco, solo un poco, luego la grieta se ensancha y, antes de que los monjes puedan levantarla del todo, don Diego ve lo que hay dentro y su rostro se oscurece. Porque no hay nada. Nada, ni féretro, ni evidentemente cuerpo. La tumba está vacía, deshabitada y muestra su desnudez, cuadrado hondo de piedra pulida, a los ojos de los monjes, del prior, de los definidores de Castilla y de su provincial, del secretario de don Diego, del corregidor y de los alcaldes, uno de ellos Gabriel Vázquez. Y sobre todo muestra su desnudez a los ojos del Duque.

El silencio es tan profundo que invaden la iglesia, llegando desde fuera, las voces y las risas de los criados, los rebuznos y relinchos de las caballerías en las que, no hace todavía tanto, llegaron todos para su macabra tarea. Son sonidos incongruentes, casi profanos, que caen como piedras en los oídos de los que rodean la tumba. El Duque levanta los ojos y mira con desagrado, o tal vez solo sea desconcierto, hacia la puerta, y uno de los monjes corre sin mucha dignidad, las faldas del hábito arremangadas, a cerrarla.

Resuena el portón de la iglesia como una sentencia, como si dijera con su lenguaje mudo de goznes y cerraduras, ahí os quedáis todos con vuestro secreto, a ver ahora qué hacéis, y como nadie sabe muy bien cuál es el siguiente paso, miran primero a la tumba vacía y luego al Duque que hasta se ha olvidado de golpearse la palma de la mano con los guantes.

— Abrid la otra —dice de pronto el Duque.

Y todos se miran asombrados, los unos a los otros y después otra vez al Duque, pues comprenden de pronto su sospecha. Si ha desaparecido el cuerpo de su madre, puede que no esté tampoco el de su padre, el del insigne don Gutierre de Cárdenas, muerto hace treinta años. El prior se persigna asustado, Gabriel Vázquez, al lado del otro alcalde, niega con la cabeza desde hace un rato, aunque nadie podría decir si lo que niega es lo que acaba de ver o lo que acaba de oír, y definidores y provincial, Dios nos ayude y nos asista, parecen asustados. En cuanto al corregidor, se diría que ni respira e incluso los demás se olvidan de que está allí. Solo el secretario se atreve a acercarse al Duque y decirle algo en voz baja, faltan las órdenes y los permisos, esto es irregular y extraño. El Duque insiste tajante:

— Abridla.

Y se abrió, claro. Esta vez sin tanta ceremonia, aunque rezos no faltaron, pues los monjes, encabezados por el prior, no dejaron de hacerlo ni un solo momento a pesar de lo duro del trabajo o precisamente por ello, que andar abriendo tumbas tampoco es plato de gusto. Sin embargo, aquella segunda vez no hubo sorpresas, don Gutierre seguía en su sepulcro, siempre fue un hombre serio, y ni qué decir tiene que todos respiraron aliviados. Puede parecer absurdo este suspiro de alivio, lo sé, pero el alma humana es así, no es lo mismo perder a una madre, por muy triste que esto sea, que perder al padre y a la madre a la vez, y obsérvese que en este caso utilizo la palabra perder en sentido literal y no figurado.

Después de esta escena que estamos contando, hubo reuniones y asambleas, conciliábulos y entrevistas: estuvo el Duque con el corregidor y el corregidor con los alcaldes; los alcaldes se reunieron con el prior del monasterio que antes había hablado con el provincial de la Orden; el provincial, por supuesto, se puso de acuerdo con los definidores que a su vez ya se habían reunido con el Duque. Y en cada una de las conversaciones solo había una idea: hay que encontrar a doña Teresa. Hay que encontrarla.

Todo esto nos lleva de nuevo a don Alonso, que ha estado escuchando la historia de boca de su amigo Gabriel Vázquez.

— Lo que no acabo de entender —dice— es que, según lo que todo el mundo me cuenta, siempre existió el rumor de que doña Teresa no estaba en su sepulcro.

— Así es —asiente Gabriel Vázquez—. Es algo que siempre se oyó decir por el pueblo.

— Pero ¿por qué?

— ¿Por qué? ¿Y cómo voy a saberlo? Los rumores surgen porque sí, porque la gente habla sin pensar y dice lo primero que se le ocurre. No es la primera vez que esto pasa en la familia del Duque. Ya cuando murió su padre, don Gutierre de Cárdenas, se dijo que su alma vagaba en pena por tierras de Almería por haberse demorado la fundación de un convento de clarisas que tenía que haberse fundado allí, según había dejado dicho don Gutierre en su testamento. Pensad que don Gutierre y doña Teresa eran los señores de estas tierras y en torno a ellos giraba toda la vida de sus gentes. No es extraño que sigan hablando de ellos una vez muertos.

— Sí, aunque en esta ocasión los rumores tenían razón.

Asiente Gabriel Vázquez apesadumbrado.

— Decidme —dice don Alonso—, si de siempre existió el rumor y nadie hizo nunca demasiado caso, ¿por qué se decidió el Duque a abrir el sepulcro?

— Por culpa de don Beltrán Gómez de Toro que le volvió loco con su insistencia, lo mismo que a todo el mundo. Vos mismo me habéis contado que el conde de Miranda recibió de él varias cartas. En resumen, don Beltrán armó tanto escándalo que eso decidió al Duque a abrir el sepulcro y comprobar de una vez si el cuerpo de su madre seguía allí o no.

— ¿Conocéis vos a Beltrán Gómez de Toro?

Gabriel Vázquez, molesto, dice que sí. Es evidente que el tal don Beltrán no es santo de su devoción.

— Es un alborotador que siempre ha causado problemas en el pueblo.

Parece sorprendido don Alonso al escuchar esto:

— ¿No es un hombre muy mayor? Me han dicho que era capitán en tiempos de don Gutierre y don Gutierre murió hace ya treinta años.

— Así es, pero tened en cuenta que hay personas a las que la edad no templa el carácter —contesta Gabriel Vázquez—. Y don Beltrán es una de ellas. Incluso diría que los años no han hecho sino empeorar su temperamento. Aun peinando canas sigue siendo tan pendenciero y arrogante como cuando era joven. Todavía hay veces que, por un quítame allá esas pajas, hay que agarrarlo para evitar que se líe a mandoblazos con todo el que tiene delante. Creedme, don Beltrán no es un hombre de fiar. Él es el que ha iniciado todo esto, él es el que ha alertado a la familia y revolucionado a todo el mundo con sus cartas.

— Pero lo cierto —contesta con suavidad don Alonso— es que atina en lo que dice. No ha llegado a saberse qué ha pasado con el cuerpo de doña Teresa.

Al oír esto, suspira una vez más Gabriel Vázquez. Quizá piense que desde que desapareció doña Teresa los astros no le están siendo muy favorables. Él es de carácter sencillo y disfruta con sus tareas cotidianas de alcalde, un poco de justicia por aquí, un conflicto de intereses entre vecinos por allá, audiencias y visitas, nada complicado ni extraño. Y ahora, pobre hombre, no es difícil imaginar cómo se siente, enfrentado desde hace meses a un misterio tan profundo y sin haber podido averiguar nada, ni el cómo ni el cuándo de la desaparición del cadáver, ni, desde luego, el por qué. En ningún momento escatimó esfuerzos y, de hecho, todavía se estremece cuando piensa en todo lo que tuvo que hablar con unos y otros, interrogatorios monótonos y aburridos que no fueron nada fáciles dado el caso: «¿vio usted alguna cosa que le llamara la atención en algún día de estos últimos seis años? ¿Algo así como a alguien acarreando un féretro?». En fin, un desastre. Y lo peor de todo es que el misterio afecte a gente tan importante. En la mente de Gabriel Vázquez es como si le estuviesen mirando por encima del hombro no solo la cara insolente del Duque, que a eso ya se ha ido acostumbrando con el tiempo, sino, según acaba de enterarse por don Alonso, también la del conde de Miranda.

Suspira Gabriel Vázquez bastante desesperado, descontento con un destino del que no puede zafarse y, al levantar la mirada, se encuentra, no con los ojos del insolente Duque ni con los del conde de Miranda, sino con los de don Alonso que, quizá no es necesario decirlo, le miran con afecto.