11
Se despierta don Alonso, al día siguiente, más cansado aún de lo que se acostó. Los culpables han sido los sueños que le han tenido toda la noche en danza, con un Cortés que no dejaba de correr mientras él le perseguía trabajosamente, como si él estuviese en condiciones de correr, que hasta en sueños sus pulmones le traicionan y le asfixian, y como si aun corriendo pudiese alcanzar el lugar al que el Cortés se ha marchado.
Por huir de los sueños prefiere don Alonso terminar la noche sentado ante la ventana, viendo como el amanecer va iluminando la tierra. Ante sus ojos el mundo deja de ser negro, se tiñe primero de gris y melancolía y, más tarde, poco a poco, de color y esperanza. Aun así, todo hay que decirlo, las posibilidades que don Alonso contempla para encontrar la solución a su misterio son pocas y descabelladas porque las noches de sueños y los amaneceres en solitario suelen poner ideas locas hasta en las cabezas más claras. Y locas han sido, todas ellas, las ideas de don Alonso.
Pensó primero, en las horas de más oscuridad, que sería buena idea volver al monasterio y obligar al prior, con la fuerza de su carácter y la autoridad de su posición, a confesar todo lo que esconde. Más tarde, se imaginó a sí mismo escalando las tapias del convento, recorriendo pasillos desiertos, oculto entre las sombras, y rebuscando con sigilo en el despacho de fray Bernardo hasta dar con las carpetas que vio la tarde anterior y que sin duda contienen documentos importantes.
Ambas posibilidades las desechó con las primeras luces del alba, que la aurora suele traer consigo, además de la luz, la cordura, y don Alonso sabe que ni él tiene carácter para andar escalando tapias, ni es fácil que el prior se deje intimidar por la escasa autoridad que puede esgrimir en nombre del conde de Miranda.
Finalmente, y ya bajo la luz brillante de un sol que despunta tras las copas chatas de los olivos, don Alonso reconoce ante sí mismo que, aunque la solución a su misterio esté, como cree, entre las paredes del monasterio, no tiene ninguna posibilidad real de llegar a alcanzarla.
Y no se equivoca al pensar así. Es bien sabido que las instancias eclesiásticas siempre han protegido sus secretos, lo hacen ahora y lo hacían, desde luego, en el siglo XVI en que contaban además con atribuciones ilimitadas para ello. Si pusiéramos en una balanza la potestad de la Iglesia en un lado y en el otro todo aquello con lo que cuenta don Alonso, la autoridad municipal representada por Gabriel Vázquez, el dominio de la nobleza que representa el conde de Miranda, e incluso la soberanía real, dados los parentescos de doña Teresa, aun así y con todo ello, la balanza se inclinaría en favor de la Iglesia. Las órdenes de registro del poder civil, si es que existían en la época de la que estamos hablando, los mandatos judiciales e incluso las órdenes reales, de nada valían contra el entramado confuso de los fueros y derechos eclesiásticos.
La Iglesia, de proponérselo, podía eternizar cualquier asunto dejándolo vagar de una instancia a otra, parándolo ante cada nueva jerarquía, ministros generales de la orden, obispos, arzobispos y cardenales, e incluso el mismo Papa, que cada uno de ellos contaba con la autoridad necesaria para liquidar definitivamente la cuestión, no en vano podían condenar a las penas del infierno a cualquiera curioso que se desmandara.
En resumen, que podríamos decir aquello de «con la iglesia hemos topado», si no me diera algo de reparo poner en boca de mí humilde don Alonso una frase que hará famosa personaje mucho más ilustre, si bien él lo dirá por haber chocado, cuando iba de noche y sin luz, contra el muro del edificio en cuestión.
El caso es que don Alonso, desmoralizado por la idea de que por las buenas, es decir, de forma legal, es impensable conseguir lo que quiere y por las malas, al margen de proyectos descabellados alentados por una noche en vela, tampoco, piensa en iniciar la mañana con uno de sus paseos. Vano intento también, pues resulta que es miércoles, día de mercado franco en Torrijos desde tiempo inmemorial y, por tanto, mal día para andar en solitario.
El pueblo, desde primeras horas, rebosa de gentes venidas de todas partes: Gerindote, Caudilla, Val de Santo Domingo, Noves, Alcabón, Santa Cruz de Retamar, Rielves, Barcience, Burujón, Albarreal de Tajo, Villamiel, Carmena, Escalonilla... La lista sería interminable, ya que en la comarca entera es famoso el mercado de Torrijos que puede proveer casi de todo, que ofrece cualquier producto imaginable y que hasta para el que ni compra ni vende resulta interesante porque arrastra consigo comediantes, músicos, titiriteros, contadores de cuentos y de noticias, haciendo del mercado un mundo aparte, que se ondula y crece y decrece a su propio ritmo ruidoso y alegre.
A pesar de que don Alonso no tiene nada que comprar en el mercado ni, desde luego, nada que vender, se pasea de un lado a otro tan inquieto como sus propios pensamientos. Llegará así a ver una escena que se quedará grabada en su mente y que, poco después, le dará el valor necesario para actuar de determinada manera y encontrar la solución a su misterio.
Ocurre así. Va don Alonso de un puesto a otro, empujado, más que por su voluntad por la de la gente que se aprieta a su lado. Deja atrás la parte del mercado más popular, la del ganado, que con su olor fuerte, sus excrementos y sus moscas, le resulta, a él que es de ciudad, muy desagradable, y llega, sin proponérselo, a otros puestos, los de comida, en los que se apelotonan las mujeres entre voces y risas. Hay de todo: carnes de todas las texturas y colores, sobre todo de caza, conejos, faisanes, perdices y hasta venado, que de cerdo, vaca y pollo, el que más o el que menos ya se provee en su propia casa. Hay también frutas frescas y esplendorosas, verduras recién cortadas, legumbres como no se vieron otras y, un poco más allá, otras viandas más golosas, quesadillas, roscones y frutas de sartén, requesones, conservas y manjar blanco, lectuarios, pasteles y bizcochos, bocaditos de mermelada y figurillas de azúcar, todo ello sobre las frágiles maderas llamadas de puntapié, que no en vano puede mandarse todo al suelo sin hacer demasiado esfuerzo.
También allí las moscas son casi las principales protagonistas y, junto con las moscas, los niños, que rondan entre los dulces igual de ansiosos.
De pronto, uno de los chiquillos tropieza al lado de don Alonso, cae estrepitosamente, grita, llora y se lamenta. Las mujeres olvidan por un momento los manjares que están comprando y se arraciman sobre el muchacho, lo alzan del suelo, buscan heridas y restañan lágrimas y, mientras tanto, aprovechando el barullo, otro golfillo alarga con rapidez la mano y coge al vuelo dos pasteles.
— ¡Eh! —grita el tendero que lo ha visto.
Se vuelven las mujeres e intentan cazar al niño. Una de ellas logra agarrarlo por el cuello de la camisa, pero el muchacho se retuerce, se escurre como una anguila, hace un quiebro, pasa entre las piernas de dos parroquianos que también intentan detenerle y se aleja riendo. También el que lloraba ha desaparecido, recuperado de pronto de dolores y lágrimas. Un poco más allá se reunirán los dos, el del llanto y el del robo, y sentados sobre una tapia disfrutarán de los pastelillos hurtados con tanta habilidad, ante la mirada de envidia de compañeros más apocados y con bastante menos ingenio.
Don Alonso, que ha sido testigo de todo, sonríe divertido: ha reconocido a uno de los pilluelos, al que ha escamoteado los pasteles mientras su compañero fingía caerse, y su nombre le viene a la mente en un segundo: Hernán, el chiquillo de la escoba que en la sacristía de la Colegiata le dio una versión amable de doña Teresa al día siguiente de su llegada y que, poco después, le ayudó a encontrar el camino a casa. Ese mismo día ya vio en los ojos del muchacho un destello travieso y rebelde que le llamó la atención y que casaba poco con su condición de monaguillo, de niño del coro y ayudante del sacristán.
Ahora, mientras sigue paseando por el mercado, piensa don Alonso en la astucia de Hernán, cuyo plan ha permitido, una vez más, el triunfo del David ágil y astuto representado por los niños, sobre el Goliat pesado de las reglas del mercado. Y no pensemos que la comparación es demasiado rebuscada que al fin y al cabo don Alonso se ha pasado toda una noche sintiéndose así, David contra Goliat, él contra el monasterio, el poder civil contra el religioso, con la diferencia de que don Alonso no encuentra la manera de poder hacerse con lo que busca, su propio trofeo, tan dulce como los pasteles para los muchachos.
Quizá alentado por esta idea, don Alonso cambia de rumbo. Ha seguido con la vista la huida de los muchachos y los ha visto escurrirse por una estrecha calle lateral, entre dos carros. Apresurado, esquivando a la gente, va tras sus pasos. Pronto, en cuanto abandona la calle principal llena a rebosar de puestos y viandantes, se ve perdido en el laberinto de callejas del Torrijos que menos conoce. Vaga, descorazonado, de aquí para allá, esperando, contra toda esperanza, dar con los niños. O al menos, que los niños den con él, como ya hizo una vez Hernán el día aquel que se perdió. No tiene tanta suerte en esta ocasión y, después de un rato de caminar sin rumbo, se encuentra a sí mismo, malhumorado, sudoroso y cansado, deseando hallarse en casa.
¿Qué idea estúpida le ha hecho ir en busca del esquivo Hernán? ¿Para qué quiere encontrar al pilluelo de la escoba? No pretende regañarlo por su comportamiento ya que, en el fondo de su alma, considera que con su ingenio se ha ganado el derecho a comerse los pasteles robados. Esta idea se fija un momento en sus pensamientos y don Alonso la repasa, la considera despacio al son de su andar desganado: ¿Se ha ganado el derecho…? ¿Es que puede uno ganarse el derecho a cometer acciones ilegales? ¿No lleva esto a la idea, todavía no formulada en este tiempo, de que el fin justifica los medios?
Cuando el de Oviedo llega a la casa de Gabriel Vázquez, cansado y sudoroso como es habitual en él, parece haber decidido en su interior una línea de acción. O al menos esa impresión da por el brillo de sus ojos.
— Isabel, ¿recordáis al chico que el otro día me acompañó hasta casa? —le pregunta a la muchacha que, como siempre, ha salido presurosa a recibirle.
— ¿Hernán? Sí, es uno de los clerizones de la iglesia.
— Necesito hablar con él. ¿Cómo podría encontrarle?
— Estará en el colegio, supongo… Puedo mandar a alguno de los criados a por él, si así lo deseáis.
Asiente don Alonso aunque duda de que encuentren en el colegio al muchacho, pues él bien sabe que anda trasteando por el mercado. Isabel, por su parte, encantada de poder ser útil, corre presurosa a dar la orden pertinente a los sirvientes, asegurándose de que si no encuentran al muchacho lo busquen donde sea y vayan dejando recado de que en la casa del alcalde se le requiere con urgencia.
— ¿Qué ocurre, Isabel? —pregunta Gabriel Vázquez al escuchar las órdenes dadas por su hija.
— Nada, padre. Es don Alonso. Quiere hablar con el pequeño Hernán, el clerizón que le acompañó el otro día a casa.
— ¿Para qué necesita al muchacho?
— Eso no lo sé, padre.
Gabriel Vázquez, algo desconfiado, murmura entre dientes:
— Qué idea se le habrá metido ahora en la cabeza…
Y es que Gabriel Vázquez, en los pocos días que lleva su amigo en Torrijos, ya ha tenido oportunidad de darse cuenta de que tiene unas reacciones que a él le resultan bastante inesperadas, así que no nos extrañemos del comentario.
Tal vez por eso, dejando a su hija, se apresura a buscar a su invitado que, sentado en el comedor, pensativo, contempla sin probarlas las delicias del enorme desayuno que, como otras veces, ha puesto ante sí la regordeta criada de costumbre. Lo que le ha dejado tan meditabundo es que la criada, en esta ocasión, le ha servido con bastante brusquedad e incluso se ha permitido opinar sobre el asunto que el de Oviedo se trae entre manos:
— ¡Andar por ahí buscando a la Señora como si la Señora fuera una moneda de vellón que se ha perdido!— le ha soltado la mujer a bocajarro—. ¡Ponerla en boca de todos!
— En boca de todos ya estaba antes de que yo llegara —se ha defendido don Alonso.
— ¡No así! Antes se decía que Dios la había llamado a su lado, que es lo que la Señora merecía, y nada más.
— ¿Y ya no se dice eso?
— ¡Se dice que hay gentes que quieren sacarla del cielo! —acusa la mujer. Luego, furiosa, ha acabado de colocar platos, jarras y alimentos, y se ha marchado.
Esta pequeña conversación es lo que ha dejado a don Alonso tan pensativo ante un desayuno que no acaba de decidirse a probar. Siente incluso deseos de volver a llamar a la criada para indagar sobre lo que acaba de soltarle con tanto malhumor. ¿Es cierto que ya se habla por todo el pueblo de la misión que tiene encomendada? ¿Realmente piensan las gentes de Torrijos que lo que él pretende es sacar a doña Teresa de un cielo que, por lo que va viendo, la Señora se ha ganado con toda justicia? ¿O es solo cosa de la criada? La mujer, que se llama Juana, por mucho que el de Oviedo sea incapaz de recordar su nombre, puede estar enterada de muchos detalles, no en vano en la casa todos hablan sin demasiados tapujos delante de mozos y sirvientes, pero eso no quiere decir, reflexiona don Alonso, que lo que sabe Juana lo sepa también el resto del pueblo. ¿O sí? ¿Tan veloces corren las noticias?
Sí, tan veloces. No debería extrañarse tanto don Alonso que, con sinceridad, a veces parece demasiado ingenuo para las altas capacidades que se le suponen y ya debiera saber, a estas alturas, que los criados se enteran de todo, no en vano viven en la frontera difusa que existe entre el mundo de los señores y el de sus gentes.
Lo malo es que la opinión de los sirvientes suele pasarse por alto. Eso al menos siente Juana, con el corazón lleno, a partes iguales, de malhumor y de pena. Si quieren saber algo de doña Teresa por qué no le preguntan a los pobres y a los enfermos y a los huérfanos y a las doncellas sin dote y los presos por los musulmanes y a los desheredados de la tierra. ¿Por qué no le preguntan a ella?
Piensa Juana que don Alonso es un hombre ocioso, un forastero lejano e indiferente que ha venido a complicar las cosas con su palabrería. ¿Cómo puede dudar de la bondad de la Señora? ¿Cómo se atreve a negarle el derecho a ocupar un puesto en el cielo? Y encima proclama el caballero que solo busca la verdad. ¿Quiere saber la verdad el señor? Pues ella podría decirle verdades como puños a pesar de lo que duele. Porque duele el recuerdo, ¿qué se cree? Duele la mordida del hambre que se adueña, como si no hubieran pasado los años, del estómago, duele el frío helado que se mete otra vez en los huesos y duele, sobre todo, la falta de esperanza.
¿Ha sentido alguna vez don Alonso algo de todo eso? Ella sí y lo tiene grabado en el alma desde 1520. Recuerda el año porque fue el segundo invierno de hambre de su mundo desolado, cuando ya ni choza para refugiarse tenían y vagaban, ella, sus padres vencidos y harapientos y sus hermanos famélicos, por una tierra hostil e interminable. Morían a cada paso un poco.
¿Hace falta decir que fue la Señora la que los salvó? La Limosnera, la llamaban, pero siempre fue mucho más que eso. Porque ella, además de limosna, daba dignidad. Porque no se conformaba, porque sabía que el pan de hoy era el hambre de mañana y porque sentía, como si fuera suya, la desesperanza de quienes llamaban a su puerta. ¿Sabe don Alonso que la Señora ordenó que se parcelasen unas dehesas de su propiedad poniéndolas a disposición de todo el que estuviese dispuesto a trabajarlas? ¿Se ha molestado tan educado caballero en enterarse de que, además, ofreció simientes y dinero para comprar bueyes? ¿Imagina siquiera el señor, sentado siempre tan cómodamente en su casa, lo que supone que te den la posibilidad de empezar de nuevo? No, no lo sabe. No tiene ni idea, porque los hombre como don Alonso viven indiferentes en su mundo y no saben nada de la vida ni del hambre, el dolor, la miseria o el desconsuelo.
En fin, esta es la opinión de Juana y esto le gritaría a don Alonso si pudiera: dejad a la Señora en paz, que es patrimonio nuestro, patrimonio de los pobres. Dejadla, y nosotros la cuidaremos en nuestros corazones por toda la eternidad.
Don Alonso, claro, de todo esto no se entera porque, por muy pensativo que se haya quedado ante el enfado de la criada, no llega a hablar con ella. Diremos en su descargo que de buena gana lo hubiera hecho si Juana no se hubiera marchado tan deprisa y tan indignada, y si, además, no hubiera irrumpido Gabriel Vázquez en la estancia, con cara preocupada y ceño fruncido.
— Me ha dicho Isabel que estáis buscando a uno de los clerizones de la iglesia.
— Así es. Necesito que me haga un pequeño favor.
Gabriel Vázquez se sienta a la mesa y aunque no tiene hambre, picotea de un plato y otro, distraído.
— ¿Os ocurre algo? —pregunta don Alonso viendo la inquietud de su amigo.
Gabriel Vázquez aparta los ojos, se remueve inquieto y suspira con desaliento. En su interior, mil sentimientos contradictorios.
— Os confieso que este asunto me está matando.
Espera don Alonso sabiendo que Gabriel Vázquez, no demasiado dado a introspecciones silenciosas, terminara explicándose. Y en efecto, el alcalde, tras juguetear un momento con el vaso que tiene en la mano, acaba por soltarlo sobre la mesa mientras se pone en pie.
— No sé si entendéis, don Alonso, la situación en que me hallo. Vuestra investigación está en boca de todo el pueblo por mucho que vos digáis que es una cuestión privada. Y yo tengo, por mi cargo, ciertas obligaciones. ¿Debería poner en conocimiento del corregidor vuestra presencia antes de que le lleguen noticias por otro lado? ¿Debería dar aviso al duque don Diego? Os juro que no sé qué hacer…
— Pero, Gabriel, lo que yo haga o deje de hacer no incumbe a ninguna instancia oficial. Por supuesto, debéis actuar como consideréis oportuno, aunque os aseguro que mis acciones no tendrán ninguna repercusión para vos.
— Ya… —dice irónico Gabriel Vázquez— ¿Y si tiene éxito vuestra investigación?
— ¿A qué os referís? ¿Qué importa si tengo éxito o no? No es algo en lo que el gobierno municipal tenga nada que ver —y tras un segundo de duda, receloso, pregunta—, ¿o sí?
Gabriel Vázquez, viendo ese destello de suspicacia en los ojos de su amigo, explota enfadado.
— Por Dios, don Alonso, claro que no. Solo me faltaba ahora que os pongáis a desconfiar de mí. No, ni yo ni ningún cargo municipal sabemos nada del asunto de doña Teresa. Ese es el problema, ¿no lo veis? ¿Cómo creéis que quedaremos todos si vos solucionáis el misterio? —Se miran los dos en silencio hasta que Gabriel Vázquez, sincero, avergonzado, vuelve a sentarse— ¡Maldita sea! Me paso el día temiendo que hagáis algo que tendría que haber hecho yo…
El de Oviedo sonríe y a pesar de que no es muy dado a mostrar sus sentimientos hay afecto en su mirada.
— Lo siento… —se disculpa ante el alcalde—. Podéis estar seguro de que no haré nada que pueda perjudicaros. Mi única obligación es con el conde de Miranda, como sabéis. Y lo que descubra, si es que llego a descubrir algo, se lo diré a él, lejos de aquí y en privado. Por lo demás, y a no ser que el Conde disponga lo contrario, el resultado de mis investigaciones os pertenece por entero. ¿Os parece bien?
No llega a saber don Alonso lo que opina el alcalde sobre su propuesta porque irrumpe en la estancia Isabel.
— Don Alonso, mirad a quién os traigo…
Detrás de ella, los ojos grandes, el gesto rebelde y el cuerpo flaco, aparece el pequeño Hernán, el chico de la escoba, como ha quedado bautizado ya para siempre en la mente de don Alonso.
— Bueno, bueno… —dice el de Oviedo—. Mirad quien está aquí, el clerizón preferido de doña Teresa…
Todos se dan cuenta de que don Alonso habla con una cierta ironía. No hacen mucho caso. Gabriel Vázquez, todavía enfurruñado, se disculpa diciendo que tiene asuntos que atender, Isabel murmura algo sobre las tareas pendientes de la casa, y el chico de la escoba y don Alonso se quedan solos en la estancia. Don Alonso, con una media sonrisa en la boca, y el pequeño Hernán, atento, algo vigilante, sin saber si debe fiarse de aquel caballero tan extraño.
— Vamos, pasa. No te quedes ahí.
Obedece Hernán, no porque tenga ganas, es evidente, que por su gusto estaría en cualquier otro lugar, pero como lleva toda una vida obedeciendo sin chistar a todo aquello que le dicen, por muy en contra de sus deseos que la orden vaya, se acerca despacio a don Alonso.
— No estabas tan tímido esta mañana.
— ¿Esta mañana, señor?
— Sí, esta mañana, en el mercado. Te he visto robando unos pasteles.
Hernán levanta la barbilla y sus ojos se endurecen.
— ¿Qué? ¿No dices nada?
— ¿Y qué queréis que diga, señor?
Ríe con suavidad don Alonso y se encoge de hombros. Contempla al chico de la escoba en silencio, calibrándolo. O puede que, nada más, esté decidiendo como plantear lo que tiene en el pensamiento.
— En realidad lo que yo quiero es pedirte un favor —ante el silencio del chico, don Alonso sigue hablando—. Supongo que ya sabes porque estoy aquí, en Torrijos.
— Estáis buscando a la Señora —dice Hernán con voz apenas audible.
— Eso es. Y creo que estoy sobre una pista importante. Lo que ocurre es que yo solo no puedo seguir mi investigación. ¿Querrías ayudarme?
— ¿Yo, señor? —se asombra el chico.
— Sí —asiente don Alonso—. Tu treta para conseguir los pasteles me ha dado la idea. Lo que quiero es que la repitas para mí.
— ¿Queréis robar pasteles? —se escandaliza el muchacho.
Sonríe don Alonso ante la idea.
— No exactamente —y luego, algo turbado, añade—. No quiero robar nada. Solo quiero saber…
Parece dudar don Alonso, de pronto, de sus propias decisiones, de sus más íntimos pensamientos. No nos extrañe demasiado. En fin, hasta ahora, todo era lógico y claro: don Alonso interrogaba, los demás le contestaban o le hacían partícipes de sus recuerdos y la historia avanzaba sin demasiadas concesiones, habrá que reconocerlo, a lo fantástico. Y de pronto, don Alonso sospecha de los franciscanos y a partir de aquí todo se complica y con acciones tan novelescas como el rapto de un enfermo de su cama del hospital o el registro de un convento que es, en definitiva, lo que está planeando el de Oviedo.
La idea de que la clave del misterio la tienen los monjes no es, sin embargo, tan descabellada y, desde la distancia de los quinientos años que nos separan de los hechos que estamos narrando, incluso podemos afirmar que es del todo cierta. Aun así, antes de dejar a nuestro protagonista actuar de una forma cuanto menos poco ortodoxa, quizá podríamos pasar por alto este momento de la historia y limitarnos, como han hecho otros, al impersonal «con el tiempo llegó a saberse...» que, la verdad, es como no decir nada, porque uno, si es curioso, no puede dejar de preguntarse ¿y cómo llegó a saberse?, o profundizando un poco más, ¿y por qué no se supo antes, es que a nadie le interesaba?, preguntas estas muy razonables ya que los motivos y las causas, los sentimientos, son siempre lo más interesante. Pero como la Historia, tan parca, se limita a decir: hay esto y hay lo otro, y esto fue así y aquello otro de esa manera, si queremos mantener la lógica no queda más remedio que ir rellenando los huecos como se pueda.
Eso es lo que vamos a intentar, de la mano de don Alonso, si bien es verdad que hasta el chico de la escoba parece encontrar el plan demasiado arriesgado.
El de Oviedo, al verle tan escéptico, siente que sus dudas se disipan y ríe quedamente:
— ¿No te atreves? —pregunta al muchacho— ¿Has perdido el espíritu aventurero del que el otro día hacías gala?
Y Hernán, ante el reto, entorna los ojos y alza la barbilla. Desconfía, sí, toda su vida ha dependido de la buena voluntad de unos y otros, como para no desconfiar de un hombre al que apenas conoce y de un plan que, con sinceridad, le parece una locura, pero en su alma triunfa, como ha triunfado hace unos segundos en la de don Alonso, la determinación. Qué curioso, tan distintos los dos y tan parecidos en esto: nunca cederán ante las circunstancias.