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Lo que aprendemos de pequeños
Me gusta escribir.
Llevo años escribiendo en forma de pequeños relatos. Me gusta la palabra relato desde que vi la película Memorias de África. Siempre que escucho esta palabra, me traslado mentalmente a la escena donde Denys Hatton le regalaba una pluma a la baronesa Blixen, y ella la cogía dubitativa, sin tener muy claro si algún día sería capaz de atreverse a escribir.
Llevo años escribiendo. Siempre me ha gustado hacerlo. Lo hago en cualquier momento y en cualquier lugar. Siempre llevo encima un lápiz y una libreta. Esto no quiere decir que escriba bien, pero si no escribo mis ideas, entonces no paran de rebotar en mi cabeza.
No tengo el ego del escritor, por eso nunca necesité que nadie leyera lo que escribo. Es más, jamás se lo enseñé a nadie. Para mí era más que suficiente que mis pensamientos sobre las cosas más cotidianas estuvieran registrados, pasados a papel. Desde contar cómo les había ido a mis hijos el primer día de colé, hasta qué pensaba acerca de las historias que oía a mi alrededor. De ahí nacían muchas historias para futuros guiones. Conservo miles de papeles sin un principio ni un final definido, anotaciones que algún día completaré.
Pero este asunto que tenemos entre manos tú y yo es distinto. No se trata de un relato ni de un guión. Este asunto no ha parado de darme vueltas en la cabeza. Siempre supe que si no lo escribía, si no te lo contaba, entonces permanecería enfadada conmigo durante mucho tiempo.
Ahora sé —no porque sea más lista que nadie, sino más bien por mi edad— que lo que escuchamos de pequeños, lo que sentimos de pequeños, nos marcará en la vida adulta. ¡Qué curioso! Cuando eres niño, los años duran una eternidad. Teníamos la sensación de que de verano a verano pasaban como siete años de adulto. Aquel primer verano con aires de libertad. Aquel verano en el que conociste a alguien, y tus padres te dejaron llegar un poco más tarde, entre otras cosas, porque ellos también estaban de vacaciones, ¡si no, a buenas horas!
Pues aquel verano, aquella experiencia, la cuentas cuando eres adulta como si hubiera durado siete meses, aunque en realidad solo fueron dos semanas. Las vivencias, las experiencias de lo vivido, dejan huellas diferentes en cada edad y cada persona. Debemos saber que el tiempo, las horas, cuando eres niño, no duran lo mismo que cuando eres adulto. Es importante tener esto en cuenta, porque esas horas —mejor, esas vivencias—, cuando somos niños, son las que definirán nuestra personalidad.
Sabiendo esto, ya no tenemos excusas: estamos obligados a darles a los niños lo mejor de nosotros. Y no hablo de dinero ni de regalos materiales, que quede claro. Lamentablemente, hay quien lo confunde. Existe una frase que decimos los adultos que no me gusta nada, precisamente porque cuando alguien la pronuncia, me hace ver que no nos tomamos en serio a los niños. Esa frase es: «¡Mira qué felices son!; no se enteran de nada».
Esto no es cierto. Los niños lo perciben todo, se dan cuenta de todo. Incluso los bebés saben cuándo hay un buen ambiente en casa. Y eso queda grabado en lo más profundo de nuestro ser.
Y ahora que somos adultos y sabemos todo esto, deberíamos evitar a los niños sufrimientos futuros e innecesarios, ¿no te parece?
Soy una persona feliz; lo digo de verdad. No me refiero a que vaya cazando mariposas todo el día, sino a que vivo y dejo vivir lo más alegremente que puedo. Esto es importante y debemos aprenderlo desde pequeños. Siempre ha habido en mí un instinto de protección hacia las personas más débiles, hacia toda esa gente que cuando sufren alguna injusticia compruebas que no se defienden, o no saben hacerlo, o no pueden… Supongo que ser la sexta de siete hermanos —y la primera chica— debió fortalecerme.
Además, estaba mi hermana pequeña. Recuerdo con claridad la frase que mi madre me repetía hasta la saciedad: «¡Cuídala!, que es la más pequeña y tú eres la mayor». Con tan solo dos años, me convertí en la mayor de las chicas de mi casa.
Siempre me sentí con esa obligación. Las cosas que nos dicen las madres calan. Para bien o para mal, pero calan… Es muy importante que esto lo tengan en cuenta todas las madres.
Recuerdo que con solo once o doce años, tenía una compañera de clase que realmente me caía muy, pero que muy mal. Era de esas empollonas que no ayudaba ni a Dios. Aunque el examen fuera tipo test, aunque la tuvieras sentada justo al lado y a la profesora de espaldas y sorda, se las arreglaba para tener una especie de tortícolis, justo hacia el lado contrario de donde tú absurdamente intentabas llamar su atención, espiando una respuesta que te pudiera salvar del suspenso. ¡Jo, total, si solo tenía que contestar a/b/c! Pero no había forma. No te ayudaba jamás.
La tenía al lado y la hubiera abofeteado cientos de veces. No en vano las peleas con mis hermanos me servían de entrenamiento. No soy violenta, aunque esto es lo que sentía en aquel momento. ¡Lo siento!
Todos los días al salir al recreo, a la hora del almuerzo, bajaban unas niñas que estaban internas en el colegio. Eran distintas a todas las demás, parecían de otro planeta, y todos, absolutamente todos los días, le quitaban el bocadillo a la empollona. Ella cada mañana seguía la misma rutina: primero, asomaba la cabeza por la puerta; después, miraba a un lado y a otro; y por último, salía al patio. Pero… siempre se llevaba la misma sorpresa desagradable: la estaban esperando sus enemigas para amenazarla y arrebatarle el bocadillo sin mucho esfuerzo. Como cada día a la misma hora, lloraba desesperada y además sola, porque tener amigas no se le daba muy bien. Sacar buenas notas sí, pero hacer amigas no era su especialidad.
Durante muchos días estuve presenciando esta situación tan lamentable. Este abuso de poder que ejercían las internas sobre la empollona me sacaba de mis casillas. ¿Por qué esta niña no se defendía? No podía entenderlo. Todos los días salía aterrorizada al patio y siempre se quedaba sin almuerzo, con el hambre que se tiene a esas horas. Recuerdo que pensé: «Esta chica debe de ser tonta. ¡A buenas horas me iban a quitar esas niñatas mi rico bocadillo!».
Me daba una pena terrible. Pensé que tal vez no sabía defenderse, o a lo mejor no tenía una hermana pequeña por lo que su madre no le había enseñado que había que proteger a los pequeños. A los que no se sabían defender.
Un día, harta ya de ver cómo le quitaban el bocadillo a la pobre niña, decidí seguir a estas pájaras. Efectivamente, una vez más se encaminaban hacia la empollona para quitarle nuevamente el bocata. Y ya no pude aguantarme más, así que me acerqué y les dije: «¿No pensaréis quitarle otra vez el bocadillo, verdad?». A lo que me contestaron: «¿Y tú quién eres para ponerte tan chulita?». La verdad es que me temblaban las piernas; era la primera vez que hablaba con ellas. Todas las alumnas sabíamos que estaban allí porque eran niñas conflictivas. Además eran mayores que el resto de las niñas. Pero yo tenía muy claro que no iba a consentir que la volvieran a molestar.
Les dije que era mi amiga y que nunca más les iba a dar ni el bocadillo ni nada. Que si querían pegarse con alguien, tendría que ser conmigo.
Me miraron de arriba a abajo y me llamaron boñiga de mierda. Les contesté que boñiga y mierda eran lo mismo. A diferencia de lo que me temía, se marcharon riéndose. Pero lo curioso de este asunto es que nunca más volvieron a molestar a la chica empollona. Nunca supe el porqué, puesto que no llegamos a pegarnos. Supongo que se dieron cuenta de que la cosa iba realmente en serio.
No soy una persona violenta, para nada, más bien todo lo contrario, pero como dije antes, criarse con seis hermanos te da una cierta ventaja con respecto a los demás niños de tu edad. Es habitual que un niño se acobarde si jamás ha entrado en pelea con otros niños. Yo, en cambio, sí tuve muchas peleas con mis cinco hermanos y mi hermana. Por eso no me achantaba fácilmente. Si quieres sobrevivir a cinco hermanos y a una hermana, y no ser siempre el blanco de sus travesuras, solo hay una solución: ¡al ataque! Solo así consigues ser respetada. Aunque después, cuando por fin maduras, comprendes que esto no es así. Lo curioso de esto es que en casa las movidas se producían a diario, de manera que siempre tenía hermano para elegir. No obstante, fuera de casa mis hermanos eran sagrados. Hermanos que pocos minutos antes yo misma quería haber colgado de la lámpara, ahora los defendería hasta la muerte. Por eso creo que si alguien abusa de un niño, un abuelito o de quien no se pueda defender, tengo que salir en su ayuda. No lo puedo soportar. Por lo visto, esto me ocurría desde bien pequeña, pero como yo me veía mayor…
Ahora que soy adulta, veo que seguimos cometiendo injusticias y sigo oyendo un sinfín de estupideces, solo que ahora, debido a mi edad, las oigo la mayoría de las veces provenientes de los propios progenitores. Pero como somos adultos, entonces nos permitimos el lujo de cometer abusos con propios y extraños.
Lo que ocurrió aquel día en el patio de mi colegio me enseñó que algunos podemos cambiar la realidad de otros. Que no todos sabemos hacer las mismas cosas. Que todos podemos ser incapacitados en muchas cosas o en determinadas situaciones. Yo, por ejemplo, lo era en Matemáticas; ella, la empollona, en Relaciones Humanas.
Por eso, todos necesitamos ayuda en muchos momentos de nuestra vida. Son nuestros padres los que tienen que enseñarnos que esto es así. Pero para poder hacerlo, todos tenemos que haber vivido la experiencia de la protección de nuestros padres desde pequeños. Tener la certeza de que ellos jamás habrían sido capaces de causarnos ningún dolor injusto e innecesario.
Esto es lo que tenemos que enseñar a las futuras madres: que todos nos necesitamos y que cada uno de nosotros ocupa un lugar muy importante dentro del conjunto.
Cuando pienso en los niños a los que, lamentablemente, nadie les enseñó esto, intento ser positiva, imaginar que van a tener la suerte de contar con alguien a su lado que enriquezca lo máximo posible su vida. Siempre me viene a la cabeza el niño que aparece en la película Love actually. Su madre muere, pero su padrastro hace todo lo que está en su mano para que él sufra lo menos posible esta pérdida. Las escenas protagonizadas por el niño y su padrastro son extremadamente sensibles. Hasta cuando intenta ayudarle con lo que el niño cree que es el amor de su vida, la pregunta que le hace es: «¿Él o ella se ha fijado en ti?». Me parece impresionante; esto sí que es ayudar de verdad. Ni siquiera cuestiona la preferencia sexual de un niño de diez años. Cuando un padre (o padrastro, o cualquier adulto) hace una pregunta de esta forma a un niño de diez años, le está dejando claro que cualquier asunto que le preocupe, sea del calibre que sea, será tomado en serio. Que el padre (o padrastro, o adulto) permanecerá siempre a su lado para ayudarle.
No se ve a la madre del niño en la película. Solo se hace referencia a ella, pero queda muy claro que era una verdadera madre.
¿Te imaginas que todos los niños abandonados, a pesar de tener progenitores, tuvieran la suerte de tener un maestro, un tutor, con la calidad emocional de este padrastro de la película?
Hace tiempo conocí a una pareja separada. Ella no llevaba bien el asunto de las visitas del padre y la familia de éste. En raras ocasiones permitía que la abuela paterna fuese a recoger a su nieto. Por cierto, aprovecho para decir que no está nada bien boicotear a los abuelos. Al cabo de un tiempo, ocurrió lo peor: la madre del niño murió. Y por si ésta fuera poca tragedia para el niño, se encontró que tenía que irse a vivir con un padre y una familia casi desconocida.
No sé cómo le fue a este niño. Sí sé que también hay que estar preparados para estas cosas. Si su madre lo hubiera pensado alguna vez, ¿no crees que se lo hubiera puesto más fácil a su hijo? Solo espero, de todo corazón, que esta abuela que tanto sufría para poder verlo antes no se lo haya puesto difícil a los que antes poco ayudaron. El niño no lo merece. Ningún niño merece tener que vivir estas situaciones.
Una madre y un padre deben pensar hasta en lo impensable. Prever las consecuencias.
Está clara la diferencia entre las personas que tienen hijos y las que son verdaderos padres. Cuando se decide ser madre, no dejamos de ser mujeres, sino que añadimos algo más. No se trata de restar, sino de sumar. El currículo se amplía.
Si esto no lo sentimos de verdad, vamos a ser unas acomplejadas siempre, y los complejos producen daños colaterales por el camino.
Llevo muchos años observando el mundo de los niños, primero como niña, que lo fui (aunque mis hijos insistan en que eso fue hace muchos años); después, como tía. Lo fui con tan solo once años, y a ese primer sobrino, al que quiero con toda mi alma, le siguieron unos cuantos más —y con ellos, sus amigos—; varios años después decidí ser madre.
Ser tía a una edad tan temprana te da muchos puntos de vista, porque el jaleo es impresionante. Para cuando yo conseguía desprenderme de la adolescencia, ese primer sobrino, por poner un ejemplo, ya daba su guerra pertinente, y los que le seguían, por supuesto. Pero la empatía que tienes con ellos al ver que sus padres les riñen por cosas que tú habrías hecho igual hace tan solo unos años, te hace ver lo fácil que se nos olvida a los adultos lo que significa ser niño, estar en el período de aprendizaje.
Entonces comprendes que a los adultos se les ha olvidado que cuando eran niños y estaban jugando en el parque, no soportaban la bufanda. Entre otras cosas, porque no tenían frío… Quienes sí lo tenían eran sus padres, que llevaban más de media hora sin mover ni un músculo hablando con el resto de padres del parque. También se les ha olvidado que los niños no quieren llevar pantalones blancos al parque —por muy bonitos que sean o muy bien de precio que estuvieran en la tienda—, para después oír decir al progenitor en cuestión: «¡Ni se te ocurra ensuciarte!». U otra barbaridad más conocida: «¡No chutes el balón con esas zapatillas, que son nuevas!».
Son muchas las tonterías que los adultos somos capaces de decir a los niños.
Al parque los niños van a jugar, no a contarse chismes con sus amigos. Por lo tanto, ¡claro que chutarán la pelota!, ¡claro que pisarán los charcos —eso mola—!, ¡claro que del color blanco no quedará ni rastro! Es lo lógico; son niños. Los ancianos no pisan charcos, no juegan al balón, no patinan intentando conseguir una nueva acrobacia, porque eso ya lo hicieron cuando eran niños. Ya aprendieron qué es todo lo que deben hacer para no ensuciarse o hacerse daño.
Pero no sé qué nos pasa al llegar a esa edad en la que podemos decidir si ser padres o no. Se nos va bastante la cabeza. Creo que la recuperamos al llegar a la vejez. No solo es experiencia, sino también la certera realidad de la vida y avergonzarse en muchas ocasiones de las estupideces que hicimos por el qué dirán o pensarán… Al llegar a esa edad madura, recuperan la conciencia, como cuando eran niños. No es importante el qué dirán. Lo importante es vivir cada día como si fuera el último. El anciano que se ensucia los pantalones piensa lo mismo que el niño: «¡Ya se lavarán! Eso no puede ser tan importante».
Todos estos años de observación me han servido para darme cuenta de que los niños sufren. Los ancianos también, aunque esto lo dejaré para otro momento. Seguiré centrándome en el tema principal de este libro: los niños.
He aprendido que no es lo mismo poseer un gran cargo, que ser un gran encargado. Que no es lo mismo aceptar una responsabilidad, que estar capacitado para llevarla a cabo. Que no es lo mismo ser alguien que ejerce de profesor, que ser un maestro. Que no es lo mismo ser progenitora, que ser madre. Y que no es ni parecido ser padre convencido, que progenitor elegido en la ruleta de la demanda del momento.
Me he formado la opinión de que lo más devastador para una persona, lo que impide que esa persona crea en sí misma y se valore, es que ella misma se cuestione la percepción que los demás tengan de ella. Si esto ocurre desde pequeño, es decir, si un niño cree que los adultos no lo quieren —porque así se lo ha hecho saber alguien, y ese alguien es significativo en su vida—, entonces no habrá nada ni nadie que pueda cambiarle esta creencia. Al menos será muy difícil hacerle cambiar esta peligrosa percepción, si no es con la ayuda de un profesional que hile muy fino.
No sentirse queridos por los que un día decidieron traerles a este mundo es lo que más dolor y desequilibrios emocionales causa en los niños.
Cuando pensé en aquella señora de la cafetería como una indeseable por decirle a su hijo que su padre no lo quería, lo sentí de verdad, en lo más profundo de mi ser.
Ahora sé que carecer de cierta información hace que lleguemos a la edad adulta provocando daños a nuestros seres más queridos, pensando incluso que los protegemos de algo, o de alguien, cuando en realidad es nuestra propia ignorancia la que les causa tanto perjuicio.
Pero ¿en qué está pensando la gente de mi generación? Contamos con toda esa información de la que hace años se carecía. Sabemos que muchos niños tienen que pasar por las consultas de los psicólogos, destrozados porque les hacen sentir que no son queridos, porque se sienten como monedas de cambio.
Lo padecen nuestros hijos y ¿nosotras no lo sabemos? Dedicamos tan poco tiempo a saber qué es lo que nuestros hijos sienten… Me temo que los vemos, pero no los observamos. Me temo que los oímos, pero no los escuchamos.
¿Qué piensa una progenitora cuando le dice a su hijo que su padre no lo quiere? Sinceramente, creo —quiero creer— que no lo ha meditado, que no sabe las consecuencias que puede acarrear decir eso —o algo parecido— a su hijo. Y sé que esto lo podemos cambiar con solo meditarlo un poco.
Pero, ¡ojo!, no son las progenitoras las únicas que cometen este tremendo error. También lo hacen muchos progenitores. Evidentemente, me parece horrible y devastador para el niño, aunque si es un hombre quien lo hace, entonces se encarga la sociedad de sancionarlo, ya nos avergonzamos de ello. Por culpa de aquellos hombres que actuaron muy mal y por los que aún continúan haciéndolo, ahora hay hombres igual de capacitados que las mujeres y, sin embargo, son alejados de sus hijos. Esto es un grave error de la sociedad. Que las mujeres pensemos que los hombres no son aptos para amar, criar, cuidar, educar… es la misma barbaridad que los hombres piensen que las mujeres no son aptas para conducir, estudiar, fundar empresas…
Y siempre vuelvo a lo mismo: ¡ay, esos complejos! Esos miedos a que la otra persona esté igualmente capacitada y no podamos destacar en lo que nos creemos indispensables. ¡Qué miedo me dan los complejos que se esconden bajo la palabra género!
Pero ¿qué ocurre cuando es una mujer la que dice que ella es mejor y está más capacitada para atender a su hijo, que su pareja no es capaz? Incluso a algunas mujeres se les ha permitido mentir en este sentido.
Lo malo del asunto es que nos hemos acostumbrado a todo esto. La sociedad se ha familiarizado con esta situación. No podemos pensar que ocurre porque una pareja se lleve mal o se separe. Nada tiene que ver. Puede que sea el detonante, pero no el origen. El origen es precisamente el que debemos desterrar, el que no deben heredar las nuevas generaciones.
Me explico. Hemos crecido creyendo que las madres son las dueñas de los hijos y que los padres no saben nada de niños. Que no tienen capacidad para amar a sus hijos; los niños son cosas de mujeres… Y lo que es peor, que los niños no quieren a sus padres igual que a sus madres. Así nos lo contaron nuestras abuelas, pero, tengamos en cuenta que ya estamos en el siglo XXI Las circunstancias de nuestras madres y abuelas nada tienen que ver con las nuestras. Ellas sí tenían verdaderos motivos para creer y sentir eso.
Es verdad que no queremos del mismo modo a un padre que a una madre. A cada uno lo hemos necesitado de manera distinta, amado de manera diferente, pero los dos son igualmente necesarios.
Aunque, por otra parte, recuerdo que de niña una maestra me enseñó que a la hora de sumar no podíamos mezclar peras con manzanas. Por eso, el amor hacia una madre y hacia un padre es incomparable.
Cuando hablamos de amor, no debemos referirnos a la cantidad, sino a la calidad. La calidad en el amor a un niño se basa en tener de todo un poco, no en tener mucho de alguien y nada de otro.
Un niño afortunado…, es un niño amado por cuantos más mejor, (Padres, abuelos, maestros, tíos, primos, amigos, y un largo etc.] y que tiene la certeza absoluta de que eso es así. Un niño carencial es un niño que sólo es amado, en el mejor de los casos, por algunos, (uno de los padres, uno de los abuelos, una abuela, algún tío y poco más, ¡algunos ni eso!] y tiene la certeza de que esto es así, porque alguien ha decidido hacérselo creer. ¡Sea verdad o no!
No sé si te habrás dado cuenta, pero los hijos de parejas separadas tienen muchos más problemas que los hijos de padres separados. Parece que he dicho lo mismo, ¿verdad? Sin embargo, no es ni parecido.
Poco tiene que ver esto con el estado civil, pero sí con la decisión que un día tomaron en cuanto a tener hijos o ser padres. Son dos decisiones distintas, aunque la diferencia para los niños es abismal. El estado civil es cuestión de papeles, pero la paternidad y la maternidad son cuestión de amor, afecto, ternura, entrega, compromiso responsable… Eso no lo dan los papeles.
Un ejemplo de personajes muy conocidos en España:
Hay un torero y una diseñadora de moda flamenca que hace años decidieron separarse. Tienen una hija que debe ser muy feliz, porque cada vez que esa mujer habla del padre de su niña, te dan ganas de ser tú esa niña. Habla de él con respeto y admiración.
Siempre está recordando que se amaban muchísimo cuando su hija nació, pero que tenían que seguir caminos distintos. Esto, dicho con amor, lo entiende hasta un niño.
El padre, por su parte, hace exactamente lo mismo. Acude con su actual mujer —ha rehecho su vida— a las presentaciones de las nuevas colecciones creadas por la madre de su hija, y hace lo mismo, habla maravillas de ella: que es la mejor madre, la mejor diseñadora y un sinfín de halagos más.
Los dos se aseguran que esa niña crezca convencida de lo mucho que sus padres la quieren. Eso da mucha seguridad y autoestima. Está claro que para ellos su hija está por encima de todo. ¡Son padres de verdad!
Separados, sí, pero sin dejar de ser padres. Permitiéndole a esa niña valorar a su padre y a su madre. Los dos saben que la niña no les pertenece. Saben que son responsables de ella, tienen que educarla, cuidarla y amarla. Los dos son conscientes de que en el amor de unos padres a sus hijos no cabe el «Yo la quiero más». Eso lo empobrecería todo.
Yo he escuchado muchas veces a mi padre halagar a mi madre, diciéndole cosas bonitas. Es el mejor regalo que ha podido hacerme como hija.
Mis hijos serán los únicos que podrán valorar si su padre ha sido un buen padre o no. Jamás permitiría que nadie me dijera cómo ha sido mi padre para mí; eso es mío en exclusividad. Nadie en el mundo me puede quitar lo que yo sienta por mi padre. Ni mis hermanos podrían. Ni mi madre hubiera podido. Está claro que esto lo puedo decir porque ella me permitió tenerlo.
No puedo evitar sonreír a la vez que escribo, pues mi padre es muy despistado —siempre lo fue—, lo cual ha sacado de sus casillas a algunos de mis hermanos. Para mi madre ha sido algo incomprensible, no lo podía entender. Sin embargo, a otros nos resulta de lo más auténtico. Nos encanta Tenemos cien mil anécdotas sobre los despistes de mi padre, y cuando las recordamos, nos resultan entrañables y provocan nuestra risa.
Las personas somos así, de mil maneras diferentes. Por eso, lo que a tu madre le puede parecer maravilloso, a ti, no, y viceversa.
De la pareja de padres que os he hablado, simplemente os puedo decir que es maravillosa. Es maravilloso que las nuevas generaciones cuenten con este precioso ejemplo.