VI
–Míster Japp, le he dicho esta mañana que pase por caja a recoger el salario de una semana.
—No lo he pedido —replicó secamente.
—Es norma de la casa Adams, míster Japp —advirtió quedamente.
Albert pareció desconcertado. Pero evitó con una sonrisa que ella lo observara.
—Creí —dijo tras una vacilación— que lo hacía usted por mí.
—Indudablemente, míster Japp, es usted muy vanidoso —apuntó mordaz.
Albert enrojeció, sintiendo la vergüenza en plena cara. Bruscamente se puso en pie y se inclinó levemente hacia adelante.
—Si no desea nada más de mí…
—Tome asiento, míster Japp. En esta oficina las visitas se marchan cuando yo lo ordeno.
Se mordió los labios. No era él hombre que soportara los mandatos de una mujer, pero había estado cinco años en la cárcel y recordaba las miserias sufridas, las humillaciones, los garrotazos recibidos en aquella prisión. Tenía la oportunidad de recuperar en parte el honor perdido. Que este se lo ofreciera una mujer… ¿Qué importaba? Debía ser así, no importaba, pero importaba, no podía remediarlo, porque era demasiado susceptible y orgulloso, y jamás había permitido en ningún momento de su vida, que descendiera el pabellón personal de su dignidad, pese a lo mucho que pretendieran pisotearlo.
Observando con indecisión, Ellis dijo:
—Tome asiento de nuevo. ¿Puedo hacerle algunas preguntas, míster Japp?
Él se sentó y metió las manos entre las rodillas. Las apretó con fuerza. Ellis lo observó con curiosidad. No todos los días se topaba una con un hombre así, muerto de hambre, con aquella inconmovible dignidad.
—Dígame, míster Japp. ¿Dónde trabajó usted antes de ahora?
Él no esperaba que escudriñaran en su vida. No estaba dispuesto a permitirlo, ni tampoco a decir que había estado preso cinco años.
—Me admitió usted —dijo ásperamente— sin hacer preguntas.
—No obstante, se las hago ahora.
—Puedo negarme a contestar.
—Indudablemente.
—Pues no contesto sobre el particular, miss Adams. Admítame o despídame. Es usted libre de hacerlo, pero yo también soy libre para contestar o callarme.
—Y opta…
—Por callarme.
—Es usted demasiado altivo para pretender una colocación.
—Lo siento.
Se puso de nuevo en pie. Esta vez estaba rígido y parecía dispuesto a desobedecer. En otro instante, Ellis lo hubiera mandado al diablo. Pero no lo hizo en aquel momento. De pronto sentía que aquel hombre por la causa que fuera, le interesaba. Y él, instintivamente, lo notó.
—Puede retirarse. Pediré informes suyos al jefe administrativo.
—Buenas tardes.
—¡Ah! —exclamó cuando ya él estaba en la puerta—. Pase por caja y recoja su salario. Es una orden.
Él la miró de forma extraña, pero no contestó. Sus grises ojos tuvieron un destello de rebeldía. Ella admiró el brillo de aquellos ojos, la dignidad que se ocultaba bajo ellos, y el cuerpo ancho y fuerte de Albert Japp.
Cuando por la tarde preguntó por el dictáfono si Albert Japp había recogido su salario, le dijeron que sí. Quedó tranquila. Y pensó en Albert durante el resto de la tarde.
Días después lo encontró en el patio cuando ella descendía de su lujoso «Cadillac».
Japp estaba solo, de pie junto a la puerta principal, con un pitillo ladeado en los labios y las manos en los bolsillos del pantalón. Parecía absorto Ellis pasó junto a él que no la vio y se perdió en el elevador. Sonrió. Albert Japp ya no vestía el mismo traje ni calzaba los zapatos retorcidos. No vestía elegantemente, pero iba decente y en su rígido rostro tan viril, se apreciaba que al fin había comido.
Aquella misma tarde pidió informes al jefe administrativo.
—Es un hombre trabajador e inteligente —le dijeron—. Puede llegar lejos si se lo propone, y parece proponérselo. ¿Desea usted informes personales?
—Por ahora no. Me gusta ver por mí misma lo que un hombre puede dar de sí. Sin pasado y sin futuro, limitándome al presente.
Un mes después el jefe administrativo enfermó.
* * *
Parecía otro hombre, no obstante, era el mismo. Estaba más moreno y los ojos le brillaban de modo extraño. Vestía correctamente y su aspecto pulido y sano inspiraba confianza. Ellis se preguntó una vez más de dónde había salido aquel hombre y por qué ella lo encontró como un suicida en mitad de la calle, y por qué más tarde se presentó en los Astilleros pidiendo trabajo. No tenía amigos. No hablaba con los compañeros. No cortejaba a las mecanógrafas… ¿Qué clase de hombre era aquel?
Lo tenía delante en aquel momento. Y lo miraba analíticamente. Para entonces, después de encontrarla todos los días en el patio durante un mes, solo, absorto e indiferente, ya sabía que aquel hombre llamado Albert Japp, la atraía como jamás hombre alguno la había atraído.
—Tome asiento, míster Japp. Le he mandado a llamar porque su jefe, como usted debe de saber ya, se encuentra enfermo y ha de ingresar en un sanatorio. La enfermedad de míster Wells es larga.
—Estoy enterado.
—Usted —dijo ella de pronto— ocupará su lugar.
Al no movió un solo músculo de su cara. Diríase que el ascenso le tenía muy sin cuidado, pero lo cierto es que no era así.
—Desde hoy subirá usted todos los días a esta misma hora y me participará todas las novedades administrativas que tengan lugar en el engranaje de los Astilleros. El Consejo se celebrará dentro de dos semanas y asistirá usted. De su comportamiento dependerá el que se le conceda en efectivo. Cuando regrese míster Wells pasará a la oficina central con los altos empleados.
—Quiere decir que me ofrece usted la oportunidad…
—Eso he querido decir. Con carácter efectivo.
—Miss Adams, usted no me conoce. ¿Por qué lo hace? Puedo ser un ladrón…
—Si bien no por ello robará usted en mi casa.
—Puedo sentir —dijo bajo, con extraño acento— una fuerte tentación. Por mis manos pasa mucho dinero…
—Superará usted esa tentación, estoy segura.
—No me conoce usted.
—Míster Japp —cortó ásperamente—. ¿Rechaza el ofrecimiento que le hago?
—¡Dios! —exclamó—, no. En modo alguno, miss Adams.
—Entonces ocúpese desde hoy de su oficina y téngame al corriente de lo que ocurra. Ahora puede retirarse.
La vio diariamente durante todo aquel mes. Su comportamiento fue correcto, inteligente. Tuvo lugar la reunión mensual de accionistas presidida por ella como accionista mayor, y se le concedió el puesto de jefe administrativo permanente, lo cual ensanchó el pecho de Albert con una satisfacción no experimentada jamás. Se trasladó de la posada a un apartamiento particular, tomó un criado a su servicio y se vistió elegantemente, volviendo a ser lo que fue cinco años antes. Dado su trabajo y el lugar donde este se hallaba enclavado, no creía fácil encontrarse con sus antiguos conocidos. Por eso tal vez, vivía más tranquilo. Le parecía que aquellos cinco años se perdían en una laguna de la cual nadie tenía conocimiento.
Empezó por recuperar la confianza en sí mismo, en creer en su valía, en considerarse persona digna con una responsabilidad elevada en su vida.
Pero jamás podría olvidar a aquellos seres que le habían condenado y buscaba, cada día en su propia mente, un arma con que luchar y llevar a cabo su venganza. Sí, Albert Japp deseaba vengarse y lo haría. Cómo, cuándo y en qué instante, lo ignoraba. Pero de lo que sí estaba seguro era de que se apropiaría de cualquier arma vengativa que se pusiera a su alcance, y empezaba a ver aquella arma…
No supo en qué momento tuvo lugar el descubrimiento, pero sí supo que no se equivocaba. No estaba enamorada de ella. No le gustaba cómo mujer, si bien… pensó en ella como arma poderosa de venganza casi desde el momento en que la conoció. Fue algo inconsciente en él, algo que lo empujaba hacia ella, a deponer su orgullo, cosa que jamás hizo, solo con el propósito de lograr la meta deseada.
Empezó por encontrarse con ella en el patio. Cambiaban un saludo y unas palabras cordiales. A veces, cuando la vela rodeada de personajes en el salón contiguo a la oficina central, ella le sonreía encantadoramente. En otras ocasiones, encontrándose solos en la oficina, cuando él le pasaba el parte diario, hablaban como dos amigos, no como jefe y subordinado. Así empezó aquella amistad que para él suponía mucho, y para ella lo suponía todo.
La atracción que Al ejercía sobre ella era intensa y ella lo sabía y no huía. Era de las mujeres aún lo bastante jóvenes y sentimentales para creer en el amor. Y empezaba a creer y no tenía reparo en admitirlo y mucho menos pensaba rechazarlo. Sabía que Al era un hombre con historia, con pesado no claro, pero jamás intentó hurgar en aquel pasado por temor a desilusionarse. Al no le hacía el amor ni discreta ni indiscretamente. Para él, Ellis Adams era una mujer rica, y él deseaba aquella riqueza. En ningún momento deseó a la mujer, pero era hombre inteligente y esperaba una oportunidad, y él la aprovecharía. ¿Escrúpulos de conciencia? Ninguno. Los había tenido cinco años antes y no le sirvieron de nada. ¿Su dignidad? Seguiría siendo la misma, pero sabía que para lograr su objetivo en la vida tendría que echar a un lado aquella dignidad.
* * *
Estaba aburrido. Había dejado el trabajo dos horas antes y se sentía desorientado. Ni amigos, ni compañeros… Carecía de todo, menos de dinero. Todo lo contrario de antes. Tenía amigos y jamás disponía de un millar de dólares. La vida no era halagadora.
Se vestía ante el espejo. Lo hacía con calma. Estaba mejorado, pero aún le faltaba mucho para llegar a la meta deseada. Todo había sido demasiado fácil si bien tal vez no fuera igual en el futuro.
De pronto pensó en Annie… Formaba parte de aquel pasado y este le resultaba odioso. Por tanto Annie era una sombra, algo impalpable que ya no interesaba. Nada en la vida le interesaba mucho, excepto rehabilitarla, y para ello tendría que arruinar a Nigel y a su tía…
Sacudió la cabeza. Súbitamente dejó de pensar en Annie para pensar en Ellis… Alzóse de hombros. Ellis era, como había pensado muchas veces, escandalosamente joven, carecía de experiencia sentimental, y a él le sobraba. Pero no podía lanzarse, tendría que señalarle ella el camino, y cautelosamente se lo estaba enseñando.
Terminó de hacer el nudo de la corbata. Se miró. Estaba correcto. Él no era un figurín. Era un hombre sencillo, de gustos sencillos, pero de aspiraciones excepcionales. Considerando la posición de Ellis y la suya era absurdo pensar en un matrimonio, no obstante él pensaba. Lo venía pensando desde, hacía mucho tiempo… Y lo peor de todo era que aquel pensamiento se convertía en una obsesión casi dolorosa.
Dejó la habitación y salió al rellano. Minutos después se encontraba en la calle. Lloviznaba. Subió el cuello del gabán y caló el sombrero. Se adentró en el subterráneo. Sabía en qué sala de fiestas encontrarla aquella tarde. Lo había dicho ella misma durante la jornada de trabajo. Se hallaría entre todos sus opulentos amigos, pero tal vez al verlo a él le sonreiría, y entonces él se aproximaría… No era bella Ellis Adams, si bien tenía algo que gustaba enormemente. Algo que emanaba de dentro, como una luz que invadía cuanto de apagado había en su exterior. No por eso la amaba. Él ya no amaría jamás a mujer alguna, pero sería fácil fingir… Sí, sumamente fácil.
El subterráneo se detuvo y Albert Japp se apeó en aquella estación. Era un barrio elegante. No habría encuentros desagradables. Estaba seguro que por aquellos puntos de la ciudad no se encontraría jamás con sus antiguos conocidos. Como quiera que fuese tendría que evitar aquellos encuentros.
Atravesó la suntuosa calle y penetró en una elegante sala de fiestas. No desentonaba y él lo sabía. Tenía empaque y sabía vestir con soltura.
La vio en seguida. Hablaba con un grupo de hombres. Había también alguna mujer tan elegante como ella. Sin avanzar la estuvo mirando. Ella no lo vio.
Ellis Adams era de una distinción extraordinaria. Muy delgada, sí, pero con una personalidad nada común. Morena, elegantemente vestida, alta, esbelta, era una de las mujeres más distinguidas de aquella sociedad en la que, él pugnaba por entrar. Y entraría. No era Al hombre que desistiera de sus propósitos.
Ella lo vio en aquel instante. Le sonrió. Tenía unos dientes blancos e iguales y una boca tal vez demasiado grande. Al pensó que no tenía interés alguno en besar aquella boca, no obstante la besaría. Cuándo, cómo y en qué instante, lo ignoraba, pero de lo que sí estaba seguro era de que la besaría tan pronto le viniera en gana.
Avanzó resueltamente. Sabía que sería bien recibido. Esperaba que ella lo presentara como jefe administrativo de sus Astilleros. No fue así, sin embargo. Lo presentó como amigo, simplemente, y Al no hizo objeciones. Minutos después hablaba con todos como si los conociera de toda la vida. A nadie, y menos que a nadie a Ellis, se le ocurrió pensar que Albert Japp fue un expresidario juzgado por ladrón.
—Miss Adams —le dijo él bajo inclinado hacia ella—. ¿Me permite, que la saque a bailar?
—Naturalmente, Albert…