VIII
Le franqueó la entrada una doncella uniformada. Atravesó el hall sin mirar a parte alguna. Indudablemente vio el lujo que lo rodeaba, pero no quiso reparar en él. Iba a aquel palacio a decidir su vida y no le interesaban los detalles que rodeaban esta decisión. Que Ellis Adams era millonaria, ya lo sabía. Que él necesitaba aquellos millones lo ignoraban todos menos él; que estaba dispuesto a lograr su objetivo como fuera, tampoco lo sabía nadie, pero él, sí, él sabía que tenía que fingir un amor que tal vez no sintiera nunca. No se consideraba responsable por ello. Cinco años antes, él era un hombre honrado y generoso. Después de aquellos años de encierro, no podría volver a serlo jamás.
—Pase usted —le invitó la doncella.
Pasó. Se encontró ante una pieza lujosamente decorada, cubierta el suelo de gruesas alfombras, las paredes decoradas con ricos tapices. Sillones y sillas forrados da terciopelo rojo. Una chimenea ardiendo al fondo, y junto a ella un diván, tres sillones y una mesa de centro. No miró detenidamente cuanto le rodeaba, ¿para qué? Nada le interesaba, excepto el dinero de Ellis. Nigel creyó que amaba a Annie por su dinero. No era cierto. Entonces él era aún honrado y amaba de veras, porque tenía corazón y deseaba formar un hogar propio del que siempre había carecido. En cambio ahora era distinto. No le interesaba el hogar, sino el dinero de la dueña de aquel hogar, Y era Ellis lo bastante sentimental como para amarlo. Mayor suerte no podía esperar en la vida.
Se abrió la puerta cuando llegaba aquí en sus pensamientos, y apareció Ellis. Delgada, elegante, finamente vestida, personal y atractiva. Sí, hubo de reconocer que lo era. No bella, pero sí poseyendo un encanto extraño que atraía. No sería desagradable poseer a Ellis Adams… Por el contrario, sería grato, y… hasta inquietante.
—Buenas noches, Albert.
—Hola, Ellis.
—¿No se sienta? ¿Qué quiere tomar?
—No se preocupe. Vengo solo a verla.
—Tome asiento.
No lo hizo. Esperó que ella se adelantara. Pero Ellis se dirigió a un mueble, lo abrió y sacó una botella y dos copas. Las colocó sobre la chimenea y removió las rojizas llamas con unas pinzas dé hierro. A las rojas llamas sus facciones tomaron un colorido distinto. Los ojos parecían grises, y los cabellos azulados. Y el perfil irregular, fue para Al una súbita tentación. Era la primera vez que veía a Ellis como mujer.
—Ellis —susurró sin poderse contener—. Ya sabe a lo que he venido.
—Sí.
—¿Qué piensa usted?
—Tratémonos de tú.
—Sí, será mejor. Si lo sabes… no me hagas repetirlo.
—No lo has dicho nunca.
—¿Y necesito decirlo?
—Voy… a servirte una copa.
No contestó. De pronto sintió un ardiente deseo de besarla. La atrajo hacia sí y la cerró contra su pecho.
—Ellis…
—Suéltame —pidió ella con un hilo de voz.
—¿Me amas?
—Suéltame.
—Di, ¿me amas? Tú sabes… lo que siento. Lo sabes, ¿no?
—No siempre te comprendo.
La tenía tan cerca que fue sumamente fácil cerrarle la boca con la suya. Lo hizo así y la sintió temblar en sus brazos. En aquel instante no pensó en el dinero de ella, ni en la venganza que con aquel dinero podía llevar a cabo. Ni siquiera en su pasado tenebroso. Solo pensó en la mujer y en el temblor incitante que agitaba a la mujer. Y pensó asimismo en que sería grato, inquietante, turbador, poseer para sí solo a Ellis Adame, la muchacha que deseaban tantos hombres opulentos de Boston.
Sus labios abiertos sobre los de ella la mantuvieron inmóvil, agitada. Y de pronto, Ellis suspiró y alzó los brazos.
—Ellis…
—No sé quién eres ni lo que esperas, ni de dónde vienes. Pero te quiero, Al. Te quiero. Te quise desde el primer momento que te vi. Y tanto como yo busqué… —hablaba con un hilo de voz sobre la misma boca de Al, que la apretaba intensamente contra sí— y no hallé jamás hasta que te conocí.
—No tengo dinero. Soy un paria. Si tú no me ayudas, tal vez hoy estuviese… sabe Dios dónde.
—Eso no importa. Yo solo pido que me ames. Que vivas para mí, que me…
—Cállate, Ellis.
—Me callo. Me basta con tenerte así, junto a mí. Solo eso me basta, Al. Lo comprendes, ¿verdad? Dirás que soy una ingenua. Lo soy, Al. En cuestiones de amor soy casi tonta.
—Me gusta esa tontería tuya.
—Te gusta. ¿Solo te gusta?
La ahogaba. No quería hablar. Aún quedaba en él un poco de honradez. Promesas, no. Tomaba lo que le daban, pero no podía sentir hasta el extremo de confesarle un amor que no sentía. Tal vez en aquel instante sentía deseo. Ella era una mujer codiciable, sabía hacerse desear, pensó, él. Él ya no tenía ni interés sobre el deseo, salvo en aquel instante transitorio, que daría luego paso a la sensatez.
* * *
Se casaron una semana después. Nadie lo supo antes, excepto Mame. Y se cansó de dar consejos.
—No lo hagas, Ellis. Si no sabes quién es.
—Le quiero. Y estuve esperando este instante y a este hombre desde que cumplí diecisiete años. Tú no sabes lo que es sentir este amor. Es cómo si una se sintiera de pronto poderosa. Como si el cielo y la tierra y todo te perteneciera.
—Pero no sabes quién es. Por lo pronto, no aporta al matrimonio más que su persona. Y tú… eres tan rica…
—Cállate, Mame. No puedes pensar eso.
—Pensarás después, y será peor y no podrás deshacer lo hecho. Eres católica. Para ti, el matrimonio no es un pasaje sin importancia.
No quiso oiría. Vivía demasiado absorbida por Al. Y este sabía hacer las cosas de forma, que cada día ella necesitaba más sus besos y su ternura.
Se casaron, sí. Cuando lo supo la alta sociedad de Boston, Ellis se hallaba en un lujoso hotel de Nueva York, en los brazos hábiles de su marido. Fue una posesión completa y turbadora. Y si hasta entonces lo había querido mucho, desde aquel instante lo quiso infinitamente más. No, podía decir que conocía la psicología de Albert más que antes de haberse casado, pero sí conocía la materia de aquel hombre que era el hombre en sí. Fue suya sin reparo alguno, y le dio toda su pasión y su ternura que era mucha, y cuando un mes después de vivir intensamente se reintegró al hogar, abrasó a Mame y le dije, bajísimo:
—Mame, soy la mujer más feliz del Universo. Tengo un marido maravilloso que solo vive para mí.
Mame no contestó. Se limitó a admitir como buenas aquellas razones.
—Al me adora.
—Es que si no te adorara no sería humano. A ti, Ellis, cuando se te conoce hay que amarte, hay que adorarte.
—Lo dices porque tú eres como una madre.
—Te conozco.
Entraba Al en aquel instante, y Mame se apresuró a salir de la alcoba. Al dejó el abrigo sobre una silla y se derrumbó en ella como un fardo.
—Estoy rendido —exclamó—. Ha sido un viaje delicioso, pero agotador por su agitación.
Corrió hacia él y se sentó en sus rodillas. Era cautivadora, y Al lo reconocía así, aunque no la amara. Había tanta ternura en ella, tanta suavidad, que había que admirarla sin remedio. Y era cautivadora para él, y él no la habría, cedido por nada del mundo. Como hombre la deseaba, como esposo la quería, pero aún seguía creyendo que si no poseyera dinero jamás la hubiera hecho su mujer.
—Al, mi vida.
Le rodeaba el cuello con el dogal de sus brazos. Era delicioso su contacto y cálida su boca, y sentía, como una promesa sentimental, el rico perfume que emanaba y que él llevaba impregnado en su persona como una llama.
—Al, jamás te oigo decir que me amas —reprochó ella de pronto sobre su boca.
—Pero te lo demuestro.
—No obstante, quisiera que me lo dijeras todos los días y a todas horas, que no puedes vivir sin mí.
—Y no puedo.
—Pero no me lo dice.
—No puedo.
Y era verdad. Ya no podía pasar sin sus besos, sin sus caricias, sin aquella espontaneidad que era como una promesa que le otorgaba a cada instante.
—Te lo digo una y mil veces —musitó, cerrándola en sus brazos—. Una y mil veces, Ellis, querida mía. ¡Una y mil veces!
Perdía el sentido y la razón teniéndola así, pegada a su pecho.
—Ven, ven —susurró—. Ven más junto a mí. Que yo acabe de comprender que eres mía.
—Si no lo sabes aún…
—Lo sé, lo sé.
La besaba y perdía el control, y se daba cuenta de que no podía vivir sin ella. Era Ellis la mujer que el hombre necesitaba y quiere para sí solo y de la cual ya nunca se puede prescindir una vez conocida y gozada.
Mame se preguntaba por qué aquellos dos no bajaban a comer. Y es que como no se había casado nunca, ignoraba que dos no necesitan comer cuando están juntos y se necesitan uno a otro.
* * *
Nigel Howard aplastó la mano sobre el periódico y exclamó:
—Nunca fue bobo.
Cynthia miró a su esposo y luego a Annie. Los tres tomaban el café después de la comida. Nigel encendió un cigarrillo y dijo:
—Sí, nunca fue tonto. ¿Ya lo sabéis?
—¿Qué hemos de saber?
—Lo de Albert Japp. Se ha casado nada menos que con Ellis Adams, la dueña de los Astilleros Adams.
Annie rompió a llorar y Cynthia le apretó la mano.
—No debiste decirlo así —afeó a su esposo—. Yo… ya lo sabía y nada le había dicho a Annie.
—No creo que aún siga amando a ese —rezongó Nigel.
—Le amé siempre —exclamó Annie, sollozando—. Y tú tuviste la culpa de que se casara con otra.
—No seas ingenua, Annie —gritó Nigel, fríamente—. Tú eres un buen objetivo. Faltaste tú, ahora lo fue otra aún infinitamente más rica que tú. Esto te demuestra una vez más que Albert Japp solo deseaba tu dinero. —Con incisivo acento, añadió—: Me gustaría saber si Ellis Adams conoce el pasado de su esposo. Será cosa de averiguarlo.
Annie salió corriendo del salón y Cynthia miró suavemente a su esposo.
—No pretenderás decírselo tú, ¿verdad, Nigel?
—No lo sé.
—Siempre lo odiaste.
—Te equivocas.
Se puso en pie y arrugó el periódico entre sus manos.
—Nigel, creo que ya le hiciste bastante daño —repitió Cynthia, ahogadamente—. Déjalo vivir. Si se ha casado con la heredera de Bryan Adams será porque la mereció.
Nigel sonrió, desdeñoso.
—Es un gran tipo. Y las mujeres de hoy no piensan. Se limitan a vivir de las apariencias. Me gustaría que conociera lo ocurrido a Albert.
—No eres bueno, Nigel. Voy a despreciarte.
El industrial salió sin responder, siempre llevando el periódico apretado entre los crispados dedos.
* * *
—¿Ya sabe lo de Al, miss Sally?
—Me lo ha dicho Nigel esta mañana.
—¿No fue a la boda?
—No me invitó, mistress Mace —dijo miss Sally, con su habitual ingenuidad—. A decir verdad, ignoraba incluso que tenía novia. Desconocía su paradero.
—Supongo que le visitará usted.
—¡Oh, no! Al no quiere saber nada de mí. Debí defraudarlo cuando ocurrió aquello.
—Yo nunca creí que Al fuera un ladrón.
—Fueron tantas pruebas en contra…
—Ciertamente.
Se quedaron ambas calladas. Eran vecinas y se apreciaban. Hablaban de jardín a jardín. Miss Sally estaba triste, y mistress Mace parecía condolida.
—Tal vez vengan ellos a visitarla a usted.
—No, no. Conozco a Al. Cuando regresó de la cárcel vino a mí… Me pidió trabajo. Yo tenía dados amplios poderes a Nigel y este se negó a admitirlo de nuevo ni en el garaje ni en la gasolinera. Yo le ofrecí ayuda. Le insté a quedarse a vivir conmigo. Al no quiso.
—Al siempre fue muy digno.
—Pero ello no evitó que cometiera aquel robo.
—Sigue usted pensando…
—Nigel asegura que solo pudo hacerlo él. Además, tenía los billetes marcados y aparecieron en el bolsillo de Al.
—Fue todo muy extraño, miss Sally.
La tía de Al no respondió. Parecía más menguada que nunca.