VIII

A media noche, después de la cena fría, pudo encontrarse con Donna en una esquina. Acababa de separarse de Boby Corbett. Este se alejó un rato quizá para saludar a alguien.

Nelson esperaba este instante.

Había bailado con todas sus amigas, les había dicho cosas como era su costumbre. Siempre sin comprometerse a nada. Tenía veintiocho años y, como su tío, jamás se le ocurrió la idea de casarse. Por mucho que dijera, por mucho que reflexionara en alta voz o intimamente, aquel deseo no pasó fielmente aún por su imaginación. Ni siquiera ante Donna, a quien creía defender porque era la hija del marido de su madre y porque la consideraba casi desamparada.

—¿Bailamos, Donna?

Ella se volvió rápidamente.

—Sí. sí —dijo bajo—. Sí, Nel.

La enlazó por la cintura. Instintivamente la oprimió contra sí.

Ella alzó un poco la cabeza.

—Nelson..., estoy angustiada.

—¿Boby?

—Dice que para la semana que viene anunciará nuestro compromiso en una fiesta que se celebrará en el club.

—Tendrás que ver a tu padre y decirle...

—No.

—¿Qué dices?

—Papá no me escuchará. Quise rebelarme, decirle... Es inutil.

—Habrá una razón para que tu padre apoye esa boda.

—Es su socio.

De la sorpresa, Nelson dejó de bailar sin soltar su pareja.

—Baila —pidió Donna quedamente—. Notarán que vamos hablando de eso.

—¿Quién puede notarlo?

—Papá. No mires, porque él nos está observando.

—También Boby está esperando que termine esta pieza para tomarte otra vez. Escucha, Donna. Te he conocido esta mañana. No sé por qué me erijo en hermano tuyo. Hay una cosa que deseo que sepas. Mi madre está en contra de los planes de tu padre con respecto a ti.

Donna levantó vivamente la cabeza.

—Eso no es posible.

—Puedes creerme. Mañana hablaremos de esto. No te quedes en la mitad del prado. Coge el caballo y lánzate senda abajo hasta las minas. Para entonces, a la hora que tú vayas, sabré algo de esa sociedad que acabas de mencionar. Tengo entendido que tu padre era el dueño de casi todas las joyerías importantes de Birmingham. El hecho de que Corbett sea su socio me inquieta muchísimo.

La pieza terminaba.

—Nel...

No la soltaba.

—¡Oh, sí! —la soltó—. Perdona. Me retiraré temprano. Es posible que ya no pueda hablar contigo esta noche. Mañana te espero en las minas.

—Sí.

—No digas a nada que no. Es decir, a los planes del futuro. Mañana sabré en qué condiciones está la fortuna personal de tu padre. ¿No te pertenece a ti esa fortuna?

—Apenas. Mamá era pobre.

—Ya. Para casarse, tu padre no fue interesado. Eligió dos mujeres sin fortuna. Lo raro es —la empujaba suavemente lejos de sí con el fin de disimular— que para ti elija un millonario cuyos millones para todos nos resultan dudosos en cuanto a su procedencia.

—Te... veré mañana.

—Sí.

Se alejó entre los bailarines.

Vio cómo Donna emparejaba con Boby.

Miró a Boby detenidamente con mucho disimulo. Era alto y delgado. Tenía los cabellos más bien largos, el semblante macilento de quien vive constantemente una aventura. Los ojos caídos, el mentón cuadrado, la sonrisa estereotipada.

El hombre menos indicado para una muchachita como Donna Heyns.

Intentó alejarse de la pista, pero Ali le agarró por un brazo.

—¡Eh, rico!, no te vayas. Aún no bailamos juntos.

Lo hizo.

Ali era deliciosa, pero no su tipo.

¿Tenía él en su mente un tipo definido?

Arrugó el ceño y mojó los labios con la lengua, gesto muy suyo.

—Nelson, eres un descastado.

¿Qué decía Ali?

—Parece mentira que te hayas escondido casi toda la noche. ¿Con quién has estado?

—Con mi madre.

Ali enmudeció.

—Perdona.

—De nada, Ali.

Bailó con ella hasta que empezaron a despedirse los primeros invitados. Dejó a Ali con sus padres y cortésmente se dirigió a Gerard.

—Me marcho, Gerard. Ha sido una fiesta muy bonita.

—Gracias, Nelson. Espero que vengas más a menudo por aquí.

—¿Te importaría que uno de estos días invitara a comer a mamá? Ni que decir tiene que puedes ir tú, pero como siempre estás tan ocupado...

—Puede ir —cortó brevemente el muy distinguido Gerard Heyns.

—Gracias.

Y con la misma simplicidad se despidió de él.

*    *    *

—Tienes cada cosa, Nel. Me diste unas horas. ¿Qué hora es?

Nelson se hallaba sentado tras la mesa de su despacho de las minas. Mojó los labios con la lengua y sopló impaciente el cabello rubio oscuro que se le iba hacia la frente.

—No volverías tú si no fuera que ya sabes algo positivo, tío Karl. ¿Quieres decir todo lo que averiguaste en nuestros Bancos de Birmingham?

—¡Hum!

—Siéntate cómodo. Toma el café que acaba de traer mi secretaria. Y después, inmediatamente, habla.

—¿Por qué te interesa tanto?

—Es una injusticia. Detesto los atropellos.

—Está bien. ¿No te guía un interés más personal?

Nelson dio un puñetazo sobre la mesa.

—Es posible —gritó perdiendo la paciencia—, pero aún no me lo pregunté.

—Entonces, al grano. En efecto, existe algo raro entre Corbett y Heyns.

—¿Cómo qué?

—Dinero.

—Gerard era un hombre rico.

—¡Ji!

—¿Lo era o no lo era, tío Karl?

—Tú lo has dicho. Lo era. Pero ya no lo es. La mesa de juego, las apuestas de carreras, las mujeres, los viajecítos..., etcétera.

—No es posible que una fortuna se haya esfumado así.

—Verás. Hace cosa de cuatro años Gerard hizo un viaje al Canadá. Toronto, concretamente. Allí conoció a un tipo indeseable que se dedicaba a dar préstamos a un porcentaje fabuloso. Nuestro amigo Gerard jugó en la ruleta. Perdió una fortuna. Cobertt estaba allí. Ese hombre siempre estaba allí donde alguien lo necesitaba. Pero jamás se regalaba, ¿sabes? Se daba por algo. Algo verdaderamente importante. Era un don nadie con dinero. Heyns tuvo lo que necesitaba a cambio de un pagaré. Durante mucho tiempo Corbett se olvidó de nuestro jugador, y éste del pagaré en cuestión.

—No te detengas.

—¡Diantre!, que se enfría el café.

Nelson tamborileó con los dedos en el tablero de la mesa.

—¿Qué más?

—¿No te imaginas lo que sigue? Corbett regresó. Es decir, no regresó porque jamás estuvo aquí, hasta hace cosa de medio año. Se instaló en Birmingham. ¿A que no sabes a quién visitó primero?

—A Heyns.

—Eres un lince.

—Déjate de ironías, tío Karl. Esto es muy grave.

—Pues más te lo va a parecer cuando te diga que el socio capitalista de Heyns es ni más ni menos que Corbett.

—¿Socio capitalista?

—Claro. Primero lo fue en conjunto a una cantidad determinada, la del pagaré, con Heyns. Pero luego, como Gerard siguió gastando... el dinero salía de la caja de Corbett. ¿Resultado? O matrimonio o ruina total.

—Eso es canallesco.

—Eso creo yo, pero a Gerard Heyns siempre le tuve por un judio distinguido. El resultado ya lo sabes.

—Tiene que haber un remedio.

—Lamentaría mucho que fueses tú ese remedio. O que lo intentaras ser, porque Corbett no soltará la cuerda que tiene entre los dedos. Nadie lo admite. Pero Heyns se empeña en meterlo y la sociedad poco a poco lo va tolerando. Suponte que Boby Corbett se casa con Donna Heyns. El hecho, una vez consumado, dará a los Corbett la opción a todas las fiestas sociales. Al cabo de un año nadie se acordará de dónde proceden ni qué principio tuvo la adquisición de su fortuna.

—No lo consentiré —gritó Nelson—. Es como ofrecer una nifia a un caimán.

—No sé lo que tú puedes hacer para evitarlo, Nelson. Pero como te considero bastante original, cuando lo decidas, ya me lo dirás.

—Tío Karl...

—¿Qué te pasa a ti para que tu voz suene así de rara?

—Me voy a casar con Donna.

—¿Eeeeh?

—Eso. Lo estoy pensando. Tendré que preguntarle a ella. Tendré que saitar muchos obstáculos.

Tío Karl se alzó de hombros riendo.

—Has perdido el juicio, muchacho.