VI
SE lo dijo Carl una semana después.
¿Qué hizo ella durante aquella semana?
Vegetar.
Ir por casa de su hermana todos los días, como buscando un desquite a su inquietud en la superficialidad de Betty.
Sí. Sería muy superficial, pero hacía feliz a su marido. ¿Y ella?
También daba grandes paseos en auto. Se iba, a veces, después de comer y recorría toda la ciudad, e iba a terminar en aquel lugar. Aquel lugar donde se rompió la cuerda que sostenía toda la esperanza de su vida futura.
¿Qué era ella, en realidad?
Un mueble. Un objeto bonito que no servía ni siquiera para retener a Andrews, su marido.
No se le ocurrió pensar que era Andrews quien tenía la culpa. Andrews, que no supo creer en ella, que atropelló en unos segundos toda su esperanza para el futuro en común.
¿Y si fuese a ver a un médico?
¿Y si le explicase lo que le ocurría?
No.
Se moriría de vergüenza.
—Señorita Iris…, la llaman desde Boston. Me parece que es el señor.
Quedó anonadada.
¿Andrews?
Cerca de tres semanas sin saber de él, y de repente…, aquella llamada telefónica a las once de la noche.
—Páseme aquí la comunicación.
Tenía un deje amargo en la voz. Como si toda su desesperación se condensara en el matiz apagado de aquella voz.
Carl giró, desapareció y, al rato, ella asió el auricular.
—Diga… Sí.
—Hola.
—Hola.
—Estoy en Boston.
Estuvo a punto de gritarle que ya lo sabía.
—Tengo aquí para una semana más —y después, tras una breve pausa—: ¿No podrías venir?
¿Ir?
¿A qué?
¿Por qué la necesitaba, si ella era… como una pelota absurda?
—¿Me oyes, Iris?
—Sí.
—¿No vienes?
—Pues…
—Me gustaría tenerte aquí —y como si penetrara en sus pensamientos—: No pude llamarte antes. Temo molestarte… Pienso que quizá aquí, en otro ambiente…, en otro lugar opuesto…
Que no mencionara aquello.
Ella ya no era un ser vivo para el amor. Era un objeto.
—Iris…
—Si, te oigo.
—¿No quieres?
¿Había anhelo en la voz masculina?
Lo había.
Pero Iris no se dio cuenta.
—Me gustaría tenerte aquí, conmigo. Sería… como una luna de miel que no hemos tenido cuando nos casamos. Hasta ahora —añadió apresurado— no tuve mucho tiempo para dedicarte, pero, a la sazón, mis asuntos de trámite han terminado y solo tengo que esperar órdenes.
—¿No puedes… venir tú?
—No.
—Pensaré en ir.
—¿Solo lo pensarás? Ya sé que… no te complace mucho. Pero si no luchamos los dos por desterrar el fantasma…
¿Por qué hablaba de aquello, si el fantasma estaba como metido en su sangre?
—Te espero mañana, Iris. Puedes tomar el avión de las doce de la mañana. O bien el de las nueve. Digo el de las doce para que no madrugues tanto.
—Está bien.
—Si lo haces forzada…
Claro que lo hacía forzada. Ya no le daba miedo, pero sí pena, verse con él para ofrecerle tan poco.
Quisiera ser una mujer como las demás. Luchaba consigo misma para serlo, sin conseguirlo. ¿Cumplir con sus deberes de esposa como un autómata era suficiente? No lo era, y ella lo sabía, y Andrews estaba demostrando que no lo ignoraba.
—Hasta mañana, Andrews.
—Te espero.
Colgó.
Quedó tensa en el diván.
¿Qué hora sería?
Eran las once y media.
A las doce de la noche había un avión para Boston… ¿Y si saliera en él? ¿Y si le diera una sorpresa?
* * *
Escribía sentada en el avión.
No hacía frío.
Pero ella tenía en el respaldo del asiento el visón que le regaló su hermana poco antes de casarse.
Sobre las rodillas, el papel, y entre los dedos, el bolígrafo de oro, obsequio de Kim como regalo de boda.
«Kim querida:
No sé qué decirte. Estoy a bordo del avión que me lleva a Boston. Hace días que no te escribo.
En realidad…, ¡tengo tan poco que decir! Nunca, ni en mi edad adolescente, cuando no se definían nuestros sentimientos debido a la poca edad, tuve tan poco que decir.
Me siento, como el que dice, volando sobre una nube grisácea, que puede estallar en tormenta de un momento a otro. Me pregunto, y la muda interrogante me aterra, cuándo llegará el día, y presiento que está próximo, en que Andrews me pregunte qué me ocurre. Ya lo sabe; pero… ¿podrá un hombre como Andrews resignarse? Temo que no, y eso es lo que me desquicia y me inquieta desesperadamente.
No pienses que recuerdo aquello con odio. Ya pasó a la Historia. Soy lo bastante humana para darme cuenta de que fue un incidente grave, pero que, dada la situación, ya no debiera existir en mi mente. Estos son los resultados, las reminiscencias que nunca se disipan.
¿Tengo yo la culpa?
Te aseguro que no.
Nadie lucha tanto como yo para ser una esposa fiel para Andrews. ¿Es suficiente mi fidelidad? Claro que no.
Tendría que ser una esposa amante, y se me nota en seguida mi esfuerzo para conseguir lo que no consigo.
Ya sé que te parecerá absurdo lo que voy a decirte. June supo que Andrews estaba en Boston. ¿Por qué no lo supe yo?
Me roen los celos. Son tan fieros, que a veces temo delatarme. Ya sé que June adoró a su marido y que Andrews respeta a su cuñada como si fuese su hermana. Pero me duele, me arranca la entrañas, me parece a mí, el pensamiento de que Andrews tenga una mujer en quien confiar más que en mí.
Me pidió que fuese mañana, y voy esta misma noche en mi loco y desquiciado afán de ser complaciente. Estoy como muerta para la vida amorosa. Soy para él como un objeto sin sentido.
¿Qué podría hacer para evitarlo?
¿Visitar un médico? ¿Explicarle todo cuanto me ocurrió?
Tengo sueño, Kim. De repente quisiera cerrar los ojos y no pensar. Vaciar mi corazón de tanta inquietud y pensar obstinadamente que soy tan feliz como lo fui durante mi noviazgo con Andrews.
Ya te escribiré a mi regreso, Kim. Nunca estuve tan inquieta como ahora. Mi vida material es algo sin sentido, pero yo, terca, apasionadamente enamorada de mi marido, trato por todos los medios de hacerle feliz.
¿Es suficiente mi propósito?
Hay algo dentro de mí, como una llaga que no se cierra jamás. No puedo pasarme la vida reprochando a Andrews aquel incidente. Sé lo humano que es, y se comporta como es en realidad. No se le pueden pedir peras al olmo, como no se le puede pedir a Andrews que esté toda la vida purgando una pasajera crueldad.
Te escribiré a mi regreso Ahora se me cierran los ojos y nada más anhelo que dormir un rato.
Un abrazo, Kim. Escríbeme».