VIII
«KIM querida:
Estoy de vuelta en casa. Hemos llegado ayer. Me ayudó, sí, pero fue inútil. Presiento que le voy a perder. Es como si un sexto sentido me lo advirtiera. Sigo siendo para él la muñeca falsa que no le da ni una parte de felicidad. ¿Es suficiente en un matrimonio vivir juntos, comer a la misma hora, ante la misma mesa, ocupar la alcoba común y poner sobre la cama toda la ropa que él va a vestir?
Para otro hombre, quizá fuese suficiente. Para el tipo que es Andrews, no. Y me temo que un día me lo diga.
¿Sabes lo que para mí supondrá una separación? Sé que Andrews, de llegar a este extremo, suplicará que sea amistosa, y me moriré de dolor. Es duro, horrendo, querer a un hombre, desearle, ansiar estar a su lado y después… saber que no le haces feliz.
Lo más doloroso y humillante para mí es que él se da cuenta de mis ímprobos esfuerzos. Kim…, ¡si pudieras dar una escapada a Baltimore! Si quieres, puedes decirle a tu marido algo de lo que me pasa, y estoy segura de que te dará el permiso. Pienso que, cara a cara contigo, tú, como mujer casada, sabrías darme un consejo.
Hoy he sabido que voy a tener un hijo, y esto me duele aún más, porque Andrews no lo sospecha siquiera. Pensará, y con razón, que es un ser llegado a este mundo sin pena ni gloria. Causando más dolor que placer.
No tengo a quién decírselo.
Si se lo digo a Betty, se pondrá a hacer chaquetitas ahora mismo, y me cubrirá con ellas y su entusiasmo casi infantil.
A June no puedo decírselo.
Sé que Andrews va a verla con frecuencia.
¿Pensaré mal, Kim?
Seguro. Estoy segura de que pienso una monstruosidad, pero no soy capaz de evitarlo».
* * *
«Hace muchos días que dejé la carta a medias.
En aquel momento, cuando te escribía, sentí los pasos de Andrews, y entonces guardé todo el recado de escribir en el cajón de mi secreter. Él no sospecha siquiera que participe a alguien mi tremenda tragedia.
Entró, como siempre, sin prisas. ¡Es tan distinto al hombre precipitado que yo conocí, al que quiso besarme nada más conocerme!
Me miró desde el umbral.
—¿No has salido? —preguntó.
—No. Aún no.
—Son las once de la mañana.
—Ya.
—Vengo del campo de golf. Voy a cambiarme. ¿Tendré un traje a mano?
—El…, el que quieras.
—Qué día más frío, pero qué luz más nítida luce en el firmamento —después, atravesando la estancia y yendo hacia mí, que sacaba su ropa del armario—: Estamos invitados esta noche a casa de Betty. Dan una fiesta no sé por qué.
—Será el aniversario de Dean. Siempre la dan por este tiempo.
—Iremos, ¿no?
Se perdía en el baño, con el batín colgado del brazo.
Yo tenía la camisa y el pantalón gris en mis manos, y fui tras él. El baño es ancho y espacioso. Por eso, entré y me puse a colgar las dos prendas junto al lavabo.
De repente sentí que me tomaba por la espalda y me apretaba contra sí, metiendo la cabeza en mi garganta.
—Quizá tenga yo la culpa, Iris.
No quería que lo dijese siquiera.
La tenía yo toda. O no lo comprendía, o no era capaz de dar a Andrews lo que su temperamento necesitaba. No estaba en mí. Estaba en el fantasma que se levantaba, invisible, entre los dos.
—Calla —dije.
Y te aseguro, Kim querida, que alcé mi mano, en la postura incómoda que estaba, y enredé mis dedos en su cabello.
Sentí una ternura viva, Kim. No era pasión. Era algo más íntimo, y más puro, y más conmovedor, porque me besó largamente en la garganta, susurrando:
—Chiquilla sensible, que no sabe vivir feliz junto a su marido.
—Lo deseas —gemí.
—¿Y no sabes?
—No puedo. Pero te aseguro…, te aseguro…
Me volvió en sus brazos.
Buscó mis ojos.
Nunca, jamás, me sentí tan cerca de él. Por eso, haciendo ese esfuerzo que hacemos las mujeres cuando amamos entrañablemente a un hombre, alcé nuevamente los brazos, y le crucé el cuello y me eché un poco hacia atrás.
Lo dije.
Tenía que decírselo.
—Voy…, voy… a tener un hijo.
Primero me miró; después, lanzó como una sorda exclamación, y luego, Kim, ¡oh, Kim!, creí que enloquecía.
—¿Un hijo? ¿De los dos, Iris?
Se rio. En mi boca. La besaba con ansiedad. Nunca estuvimos solos y tanto tiempo abrazados.
Te aseguro que cuando salí de allí sentí la sensación de que era una mujer feliz y había hecho feliz a Andrews.
Al reunirse conmigo en la salita, empezó a hablarme del hijo que íbamos a tener. ¡Qué ternura la suya! ¡Qué entusiasmo!
Cuando se fue, tras de besarme en los labios largamente, recé con las dos manos juntas. Que aquel hijo no se malograra; que seguramente sería la verdad de ambos. Tal vez yo cambiara después de tener el niño.
A la noche fuimos a la fiesta que ofrecía Betty. ¡Tanta gente! Betty no sabía hacer fiestas discretas. Cuando las hace, se entera todo el mundo y acuden a ellas sus múltiples amigos.
No bailé con nadie. Andrews me dijo al oído:
—No te muevas de aquí. Contempla cómo todos se divierten. Pudiera ocurrir que el hijo se malograra.
Empezó a cuidarme como si fuera un juguete delicadísimo. Creo que fue aquel mes el más hermoso de mi vida.
Ni un reproche vi en su mirada, ni una queja en su voz. Vivía pendiente de mí, loco de alegría siempre, pese a la nube que enturbiaba nuestra intimidad, pues yo seguía igual, aunque con su más exquisita y delicada consideración.
He dejado esta carta en suspenso un montón de veces. Pasaron días y días. Llevo tres meses de embarazo y lo sabe toda la familia.
Betty, como ya sospeché, está todo el día cortando patrones para las camisitas del futuro sobrino. Jack se ríe de mi palidez. Del entusiasmo de Andrews».