VII

Tampoco tenía muy claro por qué estaba allí para un asunto que ni le iba ni le venía.

Pero el caso es que estaba.

Había pasado en la clínica varias horas y se sentía cansado.

Pero no olvidó su cita con Mila… ¿qué? Ya no recordaba su apellido. Pero eso tampoco importaba demasiado.

Había comentado el caso con su amigo Roberto y éste le dijo que estaba contagiado por sus enfermos, que veía visiones y que seguramente la tal Mila y la tal Marta se reirían de él.

Puede, pero estaba entrando en la cafetería.

Es más, embebido por aquel asunto que sospechaba evidente y peliagudo, se había olvidado de Dunia y del matrimonio de su ex mujer.

El que Mildred se casara le importaba a él un rábano.

Es más, prefería que lo hiciera.

Si se había enamorado tenía todo el derecho del mundo a ser feliz.

Pero Dunia era su hija y le sacaba de quicio que su ternura la compartiera un extraño y hasta que, andando el tiempo, su hija quisiera más al marido de su mujer que a su propio padre.

Un americano auténtico pasa de eso. Pero él era español.

Apasionado y exclusivista en ciertas cosas, aunque también es cierto que pasaba de muchas otras.

Había vivido demasiado y andaba el día entero metido en problemas síquicos de sus enfermos para fijarse en detalles sin importancia.

Pero presentía que aquel que lo conducía a la cafetería no lo era tanto.

Vio a la chica abogado, llamada Mila, sola, sentada en una banqueta ante la barra fumando y sosteniendo en la mano un vaso que podría contener cualquier brebaje alcohólico.

Vestía pantalones de pana, un suéter verdoso sobre una camisa, cuyos cuellos asomaban por el redondo escote subido.

En sus rodillas tenía una pelliza de ante, forrada del mismo.

Era una chica muy linda, pero a él no le decía nada su belleza.

En cambio se había pasado la tarde pensando en Marta Fano, sus ojos melados distraídos y la mueca de sus labios sensuales, húmedos, bien dibujados que parecían contener en su rictus una amargura.

Llevaba él demasiados años luchando con enfermos síquicos, para que le pasara por alto algo tan evidente como la distracción auténtica de Marta.

Una joven de su edad, lo lógico es que estuviera contenta.

Era bonita, tremendamente joven y con el título de abogado.

Pues aquella chica no era feliz.

Eso resultaba obvio.

¿Por qué se metía él en tales asuntos?

Era su profesión.

Pero no normal hubiese sido que le pidieran ayuda como médico y no que, como médico, fuera él a ofrecerla.

Pero el caso es que estaba allí y se acercaba a Mila a paso largo.

* * *

Mila lo vio llegar y no descendió de la banqueta.

Había bastante gente en el local y eran las nueve, por lo tanto noche cerrada con algunas horas de oscuridad y las luces iluminaban el frecuentado local.

—Hola —saludó—. ¿No cree que estaríamos mejor en una mesa?

—Es posible —aceptó Mila cargando con el vaso y la pelliza y ayudada a bajar de la banqueta por él—. Por ahí encontraremos un hueco.

Al fondo había alguna mesa aislada vacía y se fueron hacia la más solitaria. Pero antes, de paso y al topar un camarero. Juan pidió que le sirvieran un whisky.

Se despojó de la pelliza y quedó dentro de un pantalón azul, camisa blanca con un pañuelo por dentro, estilo inglés, y una chaqueta de punto azul.

No era un tipo sofisticado.

Ni parecía un ejecutivo. Mila le calculó una buena madurez y un profesionalismo absoluto.

Había pensado mucho en aquella cita y había llegado a la conclusión de que quizás resultara eficiente e interesante.

Debió de consultar con Marta, pero el asunto era demasiado delicado para tratarlo a la ligera y sin saber aún qué deseaba de ella aquel médico cliente, que pasaba a ser todo lo contrario.

—Bueno —dijo Juan acomodándose y ofreciéndole un cigarrillo—, entre todo lo poco que he visto esta tarde he sacado una conclusión. Usted aprecia a Marta Fano. Los otros la toleran. ¿Me equivoco?

—No.

—¿Quién la ha metido en ese despacho?

—Yo.

—Me lo imaginaba. ¿Es pariente suya?

—No. Amiga. No tenemos la misma edad, pero cuando yo terminaba la carrera ella se peleaba con el tercer año, vivía en una fonda y andaba siempre distraída. Pensé que tenía algún problema…

—Y lo tiene —dijo afirmando.

Mila parpadeó.

—Sí, claro.

—¿Droga?

Mila casi dio un salto.

Se le quedó mirando desconcertada.

—¿Por qué lo sabe?

—Soy médico y tengo demasiados drogadictos en mi clínica… Realmente casi todos lo son. Es el mal del siglo. Se empieza por un «porro»… y se continúa con agrios. ¿Se pincha su amiga?

—Lo hizo en algunas épocas. A la sazón vive conmigo. Pensé que debía llevarla a mi casa y darle una oportunidad. No creo que se pinche, pero toma agrios y fuma. Pienso que intenta superarlo…

—¿Sabe usted que una vez metidas en el rollo es dificilísimo salir de él?

—Por supuesto.

—Bien, hay cosas y casos que claman el cielo. Y no soy ningún altruista, pero soy humano y en ocasiones estimo que debo ayudar al prójimo. Mi clínica es carísima. La monté para eso. Para los ricos… Tengo sudamericanos en ella. Pagan con dólares. No voy ahora a pretender decirle a usted o demostrarle que soy un fraile. Soy un médico y exploto a mi manera mi profesión. He empleado demasiado dinero en montar el rollo y he conseguido dividendos sustanciosos. Le digo todo esto para añadir que me saca de quicio ver a jóvenes y sobre todo mujeres, perdidas en ese vicio infernal.

—¿Curan ustedes?

Juan fue sincero de nuevo:

—No siempre y si soy honrado diré que casi nunca. Se cura en principio y en ochenta por ciento se pasan un año, o más, bien y un día por cualquier contrariedad o fallo, reinciden. Tenemos muchos reintidentes… Los hay, en cambio, que nos ayudan una vez curados y nos dan pistas… Ayudamos lo que podemos. Diré también que siempre tenemos dos habitaciones vacías esperando enfermos agudos, a los cuales no cobramos porque la realidad es que no pueden pagar. Pero, mucha atención, hay que desear curarse. De nada vale llevar a mi clínica personas a la fuerza. No sirve absolutamente de nada. ¿Qué piensa su amiga de sí misma?

—No se lo he preguntado nunca.

—Y tampoco sabe los motivos que ha tenido para llegar a esto…

—No.

* * *

El camarero llegaba con el whisky y Juan lo llevó a los labios después de pagar.

Lo paladeó nervioso.

—Es decir, que la tiene en su casa, conoce el problema, pero no los motivos ni los orígenes que le llevaron a eso. Y siendo así, ¿por qué la ha metido en su casa y aquí? Sepa que el trato de sus compañeros no es el más adecuado para ayudar a Marta.

—Lo sé. Lo estoy diciendo. Espero que el asunto mejore. Marta fuma algo, pero no toma agrios. Al menos desde que está conmigo, claro que lleva dos días.

—¿Y dónde estuvo antes?

—En una fonda —replicó Mila deseosa de ayudar a su amiga y presintiendo que aquel médico podría echarle una mano, y tras una pausa añadió pensativa—. Antes vivía con una tía… Nunca he conocido a esa dama, pero ni entonces me parecía Marta feliz. Fue lo que empezó a llamarme la atención. Su expresión amarga. Y verla rodeada de un grupo sospechoso que me obligó a tomar más en cuenta su existencia. Así que cuando me la topé hace unos días, la invité a vivir conmigo, la coloqué con nosostros imponiéndola, y ahí está…

—Sin saber nada de ella… ¿Sabe usted que ningún ser humano llega a drogarse si no tiene una causa más bien sicológica que le empujó a evadirse de la realidad?

—No soy médico, pero sé eso.

—Mila —dijo con gravedad—, no me pregunte las razones que tengo, porque ni siquiera para mí están claras, pero estoy decidido a salvar a esa joven. ¿Puede usted hablarle de mis intenciones?

—Me es muy duro.

—Entonces prefiere que lo haga yo.

—Se lo agradecería.

—¿Dónde supone usted que estará ahora mismo?

—En mi apartamento. No vivo lejos.

—¿Puedo ir con usted y me facilitará una entrevista con ella?

Mila le miró desconcertada.

—Si es usted médico de ricos americanos que pagan con dólares… ¿se imagina que Marta no tiene dinero, ni yo para prestárselo?

—Sí.

—Y…

—Le he dicho oue disponemos de dos camas para personas sin recursos que deseen curarse. No es que nosotros vayamos buscando drogadictos arrepentidos. Pero si van a nosotros o los encontramos por casualidad, ofrecemos ayuda. Y la damos con todas las consecuencias y sin cobrar nada, porque los ricos enfermos por vicio la mayoría de las veces, por hastío o por tener demasiadas cosas y nada que hacer, pagan lo de los pobres. Nosotros no regalamos nada. ¿Entiende?

—Supongo que sí —se levantaba—. Vamos si gusta. Marta necesita ayuda y yo ni soy médico ni sicólogo para dársela. Pero sí soy su amiga.

Juan bebió el contenido del vaso y se puso la pelliza.

Salieron juntos.

—Tengo el auto aquí si desea…

—Vivo muy cerca. A la vuelta de la manzana en esa enorme casa de apartamentos. Espero que Marta esté en casa.

—Por el olor… se sabe si fuma en su apartamento.

—Fuma —afirmó—. Fuma, sí.

—¿Mucho?

—Eso es lo que no sé.

—Pero, dígame, Mila, ¿cómo es que apreciándola, y se nota que usted la aprecia, sabe tan poco de ella?

—Hay cosas muy delicadas que no me gusta abordar. Marta no habla de sí misma, yo no indago. Pienso únicamente que al vivir conmigo le haré un bien, y poco a poco…

—No hay poco a poco en esos asuntos cuando la droga ha intoxicado, Hay que tomar medidas drásticas… Dígame, Mila, ¿sabe Marta que usted conoce… su enfermedad, digamos así para llamarle de alguna manera?

—Claro. Eso sí. Yo le pedí que no lo hiciera. Pero temo que cualquier día deje mi casa y el despacho. En la noche debe fumar más, porque tarda en levantarse y eso que cumple con su deber en el despacho. Todo lo que puede, claro.

—Lo raro es que siendo tan joven haya terminado la carrera, pues la droga no es el mejor método para agudizar el cerebro.

—Eso ya lo pensé yo también, pero quizás y así lo creo obviamente, que Marta agudizó su afición en el último año. Soledad, indiferencia. Malas compañías… La ausencia de la tía… De ser hoy no podría terminarla y va ve usted oue se ha percatado habiendo hablado con ella menos de media hora… El trabajo que desarrolla es fácil, pero lento y distraído. Un día cualquiera el grupo decidirá despedirla y el trauma de Marta Fano puede ser mayor.

—Vamos a su casa y permítame a mí que hable con ella.

—Gracias, Juan.

—Espero que seamos amigos, Mila, y pienso que debemos tutearnos.

—Sí, pienso que sí. Los dos estamos afanados en ayudar a Marta. Tú como médico y yo como persona afectuosa y considerada.