XI

Fue una lucha titánica de todos para una sola persona, debido al interés personal que en ello ponía Juan.

Ni se acordó al día siguiente de la cita que tenía en el despacho de los abogados. Cuando lo recordó fue porque Mila le llamó por teléfono.

Someramente le contó los orígenes de Marta y las razones que creía él impulsaron a la chica a fumar y después a todo lo demás.

Tranquilizó a Mila y le rogó que no pasaran por la clínica. Del caso se ocupaba él.

Y se ocupó.

No fue fácil!

Marta luchaba contra el deseo y sí misma. La terapia a seguir la usaba Juan con toda su fe. No volvió a preguntarle nada referente a su pasado. Ya saldría sólo cuando fuera menester y pudiera Marta hablar de ello sin aquel odio o aquel temor.

Decidió que se ocuparía del caso de su hija cuando dispusiera de tiempo y se pasó días enteros en la clínica ayudando a Marta.

Inyectándole vitaminas, ayudándole a superar crisis horribles, hablándole emotivo en voz baja…

No fue preciso usar terapias trasnochadas, ni dormirla en demasía.

Podía Marta estar luchando con una enfermera o un médico, pero si llegaba él rompía a llorar y cesaba de pedir la droga.

Así un día tras otro.

Un montón de días.

Supo que Mildred se había casado con un rico industrial, que Dunia se quedaba con ellos y no se le ocurrió obsesionarse por su hija, ni recurrir a la ley para solicitarla.

De momento tenía suficiente.

Tal como estuvo obsesionado con reclamar a Dunia, así estaba ahora obsesionado por curar a Marta, pero con mayor fuerza y de otro modo.

Empezó a verla en todo momento.

No acudía a su apartamento de Alberto Aguilera porque se quedaba en el palacete, en la alcoba que tenía para casos así.

Pero aquél era «su» caso y que nadie le preountara qué le impulsaba a consagrarle sus días y a veces sus noches.

Marta se iba recuperando.

No a gran velocidad, poco a poco. Al mes se había entrevistado con Mila seis veces para hablar de Marta y sus amigos, los cuales al conocer las causas que empujaron a la muchacha a aquel estado, comprendieron y disculparon y le dijeron a Juan que una vez dada de alta, la admitirían en su despacho jurídico como uno más de los juristas.

Le transmitió a Marta el recado y ella lo aceptó sin aspavientos ni excesivas alegrías.

Sólo le preguntó:

—¿Crees que podrás darme algún día el alta sin temor?

—Estoy seguro. Lo estás llevando bien, Marta.

—Con sufrimiento insoportable.

—Todo en la vida, si es bueno, no se consigue con facilidad.

—¿Y si una vez me consideras curada, me dejas marchar y reincido?

—Estaré cerca de ti para que eso no ocurra.

Marta le miraba fijamente con sus grandes ojos melados.

—¿Por qué haces esto por mí? Nunca tuve un amigo como tú. Me perturba tu amistad, Juan. Me conmueve…

Juan le asía la mano y se la oprimía nervioso, con inmensa ternura.

¿Si se estaba enamorando de Marta?

El era duro para el amor y, sin embargo… aquella chica tenía algo, algo que afluía de ella subyugante, cálido y seductor.

—Intenta pensar —le aconsejaba Juan— que todo es superable. Que te sientes bien y que cada día sufres menos.

Así fue transcurriendo un mes, mes y medio, dos…

Marta ya salía por el jardín.

Daba paseos. Superaba la necesidad.

Se mezclaba por los jardines con otros enfermos. Alguna vez comía con Juan y Roberto en el comedor de los médicos.

Juan había enviado a recoqer sus cosas y Marta se vestía con cierta oculta coquetería. Revivía, se formaba otra persona en ella.

* * *

Fue un día cualquiera al atardecer.

Juan ya la dejaba sola con otros enfermos en cura o bien con los médicos y las enfermeras. Todo el mundo la apreciaba.

Se había hecho más normal, no ocultaba bajo el fondo de sus ojos aquel recelo o aquel temor.

Era inteligente y demostraba su inteligencia conversando con los demás. Realmente como médico Juan pensaba que lo había superado todo, aunque entendía que jamás lo tendría bien superado entretanto no ahuyentara del alma aquel recuerdo y aquel pasado que era lo que envenenaba el recuerdo ingrato.

Por eso decidió invitarla con él a cenar.

Por eso y porque deseaba estar con ella a solas en un lugar neutral y que Marta se fuera viendo a sí misma en ese mundo congénere al que pertenecía.

Así que la invitó y Marta le miró desconcertada.

—¿Ya puedo? —preguntó.

—No lo sé. Pero sí entiendo que es hora de que salgas de aquí y te veas en un lugar lleno de gente distinta como tú, como yo… Para darte por curada quizás debas pasar bastantes meses más, pero ante todo has de salir, sea conmigo, sea con cualquier otro médico o con la misma Mila y tus compañeros de profesión. Pero salir. No puedes quedar encerrada aquí todo ese tiempo que necesitas para recuperarte del todo.

—Me hace ilusión salir contigo, Juan —le dijo con sinceridad espontánea—. Te he cobrado afecto. Me he sentido persona desde que te conozco. Creo que todo te lo debo a ti.

—Pues ve a ponerte algo para salir esta noche. Aquí somos médico y paciente e intento que seamos un hombre y una mujer lejos de este palacete.

—¿Sabes que me hace ilusión?

Y se fue presurosa.

Allí estaba Juan en el porche esperándola.

También a él le hacía ilusión salir con ella. Pensó fugazmente en su hija, en Mildred viviendo con Dunia y su nuevo esposo en Miami…

Ni por un momento volvió a acuciarle a él la necesidad de reclamar a Dunia. Es más, se carteaba con Mildred y la misma Dunia con la mayor naturalidad del mundo. Sabía que eran felices y pensaba que él desearía también detenerse, formalizar algo, cubrir parte de aquella morbosa e intolerable soledad… en que vivía.

¿Marta?

Bueno, no había analizado sus sentimientos, pero pensaba que desde un principio le llamó la atención la sensibilidad de Marta, sus ojos canela, su juventud preciosa, su línea anatómica armoniosa.

Sacudió la cabeza. Tenía a Marta junto a sí.

Aún apretaba el frío y Marta vestía un modelo muy femenino, de esos que parecen monos con línea algo sofisticada, pero acentuando su condición de mujer. Encima llevaba un chaquetón de pieles. Sobre los altos zapatos parecía más alta y el cabello lo dejaba caer lacio formando una raya en medio y acariciando sus mejillas.

Una sombra en los párpados, una pincelada en los labios húmedos y nada más. Estaba francamente atractiva porque además había un brillo intenso en su mirada y no se apreciaba en aquella expresión la ausencia de antes. Los melados ojos tenían vida, la boca distendíase en una tibia sonrisa… Sus ademanes no eran nerviosos ni excitados.

Una chica serena.

¿Curada?

Bueno, eso habría que verlo en el transcurso de los días dándole graduales pausas de libertad.

—Estás guapísima, Marta. ¿Sabes? Me parece que me estoy enamorando de ti.

Marta se colgó del brazo masculino con las dos manos y tiró de él hacia el auto diciendo:

—Ya no me asusta hablar de amor, Juan. Y no me disgustaría que te enamoraras de mí.

—¿Qué dices?

—Me has cuidado demasiado. Me has dado una vida nueva. Me has limpiado por dentro.

El, impulsivo, sin poderse contener, antes de empujarla hacia el auto, en aquella noche fría, pero serena y apacible, la besó en los labios con un fugaz arranque íntimo y necesario.

Marta se le quedó mirando cuando se apartó de él.

Y le miraba de tal modo que Juan no tuvo más remedio que besarla de nuevo, esta vez fuerte, muy fuerte.

—Juan, ¿qué nos pasa?

Les pasaba eso.

Que se gustaban, que se querían, que se deseaban.

—Juan —suspiró ella cuando él la empujaba hacia el interior del vehículo—, ¿por qué?

—No lo sé, Marta. No me lo preguntes, ¿quieres?

—Me ha entrado algo por aquí…

Y llevaba los dedos al pecho.

—A mí aquí —dijo Juan poniendo un dedo en la frente— Aquí me bullen deseos y sentimientos, Marta.

Dicho lo cual daba la vuelta al auto y se sentaba ante el volante.

—Juan, jamás me ocurrió.

—Pero tampoco te asusta el amor, Marta, ni el contacto con un hombre. Has olvidado… a tu cuñado.

Notó que se estremecía, pero su voz resultó bastante serena:

—Pertenece al pasado. Ha sido odioso y pasarán años antes de que lo olvide. Pero… es más llevadero el recuerdo.

—¿Cuándo empezaste a fumar, Marta?

—Hace mucho tiempo. Primero fueron «porros»… Después agrios. Hubo una temporada que me pinché heroína y eso sí que me destruía. Fue en el último año de carrera —su voz era apacible, entretanto el auto corría hacia el centro de Madrid—. Comprendí que de seguir así, nunca terminaría y lo dejé. Fue algo tremendo tener que dejar aquello. Pasé noches sacudida por los sollozos y las histerias, pero entendía que si me dejaba vencer por la ansiedad, jamás podría llegar al punto que me había propuesto.

—Ser abogado.

—Si, sí —juntaba las manos y las oprimía nerviosa una con otra—. En aquellos momentos fue mucho peor que todo lo que sufrí en tu clínica y lo hice sola. Por eso al prestarme ayuda, acepté. Quería curarme. Aún siento necesidades, pero no me hacen sufrir…

—Sin embargo, tu mente aún está en ello. En volver.

—Volver, no. No quiero volver. Lo que necesito es confianza, en mí misma y en alguien que la tenga en mí.

—La tengo yo.

Y sus dedos se deslizaron hacia las dos manos entrelazadas.

Marta, instintivamente, alzó una de las manos y apretó entre las dos la de Juan.

—Gracias, Juan. Gracias.