7

Lucas no esperaba verla allí.

A veces una vecina, modelo de profesión, pasaba a su casa. O llamaba a su puerta con cualquier pretexto.

Pero Marcela...

—¿Ocurre algo, Marcela?

—Eso te pregunto.

Y entró.

Lucas parecía rígido junto a la puerta, una puerta que, ya dentro Marcela, cerró con seco golpe.

—Lucas, ¿qué nos pasa a los dos?

—No sé, Marcela; a mí, nada —mintió lo de todos los días—. Tú dirás lo que te pasa a ti, si lo sabes.

—Desde que vivimos en el mismo edificio, con una sola planta por medio, estamos más separados. En el hospital somos los mismos; pero aquí, en mi casa...

Él se giró y se adentró en el salón que hacía de sala de estar, de lectura y de comedor.

Como el de ella.

Sólo que el de Lucas era más frío, más austero, más como era él.

¿Por qué le interesaba tanto a ella la forma de ser cambiante de Lucas?

Es que en seis meses las cosas habían cambiado mucho. En varios sentidos, además.

Lucas era menos parlanchín, cortaba las conversaciones intimistas en cualquier instante, se apreciaba en él cierta lejanía anímica que molestaba. Y es que Marcela se había habituado a tenerlo como amigo, como confidente, como compañero.

Se quedó erguida mirándole, escrutándole. Evidentemente era muy atractiva. Su silueta se recortaba entre el pequeño vestíbulo y el salón, apoyándose contra el marco que separaba ambas piezas.

Su pantalón rojo de fina pana, su camisa holgada, blanca, donde los túrgidos y menudos senos se erguían algo palpitantes. Su cuello largo y sus cabellos rubios naturales, sedosos y bastante largos. Morena de piel, de tomar el sol, los melados ojos tenían un brillo raro. Lucas pensaba que era muy femenina y muy mujer, pese a su poca edad.

Y pensaba muchas cosas más que no iba a decir. Había situaciones difíciles, y Lucas tenía una idea clara de que la suya lo era en cuanto a Marcela.

Aunque bien entendía que, para ella, él empezaba a ser un tipo enigmático y lejano.

—No te quedes ahí, Marcela —dijo pasivo—. Será mejor que te sientes.

—Te has ido de mi apartamento de una forma brusca, como si la amistad que nos une, para ti no tuviera ninguna importancia —avanzó hasta dejarse caer en un sillón, aferrándose a los brazos de éste con ambas manos—. Para mí, es importante tu amistad, Lucas. Sumamente importante.

—También es peligrosa —dijo Lucas, sentándose enfrente de ella—. Al fin y al cabo, somos un hombre y una mujer. Los dos jóvenes, los dos sanos... los dos apasionados, aunque no queramos reconocerlo.

—Yo siempre te vi como un amigo entrañable —dijo Marcela, desconcertada—. Es más, desde el día que te conocí, sentí hacia ti un gran afecto. Conozco a mucha gente, muchos médicos del hospital, muchos otros chicos. Pero nunca sentí hacia ellos confianza alguna. Nunca se me ocurrió contarles mis preocupaciones, o mis inquietudes, o mis intimidades.

—Bueno, será que exageramos un poco las cosas —adujo Lucas con lentitud, mirando obstinado los dedos que cruzaba entre sus dos piernas abiertas, apoyando los antebrazos en los muslos—. Yo no me siento incómodo a tu lado, Marcela. Sólo que a veces te miro y me siento algo menguado Son cosas de hombres. Las mujeres sois más tranquilas más sosegadas No porque un hombre sea atractivo os gusta ya, ni lo deseáis ni cosas así. Los hombres... —se pasó la mano por el pelo con impaciencia— en esas cuestiones somos diferentes.

De repente se levantaba.

—Lucas —se asombró Marcela—, ¿me estás diciendo que a mi lado te sientes incómodo?

—No, no es eso —seguía erguido, de espaldas a ella—. Tal vez es que la confianza entre dos personas de distinto sexo, tarde o temprano termina, o se afianza en un plano sentimental.

Marcela se levantó de un salto.

Se precipitó hacia Lucas y se le puso delante.

—Lucas, ¿es que tú me deseas, me amas, o te gusto, o qué te pasa?

El sonrió haciendo un esfuerzo.

—Eres muy bonita —dijo, ya apacible— y calas... Yo no quiero... no quiero sufrir por amor, por deseo. Por nada de esas cosas que hacen la vida difícil. Me lo he propuesto.

—¿Te has propuesto qué?

—No sufrir.

—¿Tanto te ha dañado una mujer?

—No, no. Nunca. Jamás he pensado en el futuro amoroso en serio —se separó de ella y se sentó de nuevo en el sillón que momentos antes había dejado bruscamente—. Es mejor que te marches, Marcela. Te lo ruego. Es tarde y... y...

* * *

Marcela no se iba.

Pensaba que estaba desconociendo a Lucas en aquella faceta. Y pensaba también que le inquietaba cuanto veladamente estaba diciendo.

¿Qué significaba aquello?

¿Que Lucas se había enamorado de ella?

Se turbó tanto que hubo de asirse al marco de la puerta y se quedó allí, apoyada de forma deslavazada, como desconcertada al máximo.

—Lucas —dijo quedamente—, ¿qué cosa te ha pasado a ti en la vida para que sientas y pienses así?

Él, que tenía la cabeza algo caída sobre el pecho, la alzó con presteza. Sus negros ojos tenían en el fondo una gran melancolía.

—Por amor, a mí no me ha pasado nada —murmuró—. Nunca. Te lo juro, además. Siempre he procurado no complicarme la vida en ese sentido. He tenido chicas con las cuales he salido y me he acostado. Sería del género tonto suponer que no lo hiciera. Además empecé muy joven a conocer el camino de eso que llaman amor. No lo he sentido, pero sí que lo he hecho. He procurado siempre poner el cuerpo y el cerebro, pero no el sentimiento. Huyo de los sufrimientos, de las inquietudes... de todo lo que pueda convertirse para mí en una preocupación sentimental.

Marcela había ido avanzando hasta caer de nuevo sentada enfrente de él.

Encendió un cigarrillo y fumó aprisa.

—¿Por qué, Lucas? Tendrás un motivo, ¿no? Nunca se huye de algo sin un motivo. Y si no has amado, tampoco puedes saber lo que significa el sufrimiento.

Él meneó la cabeza.

No se parecía en nada al carismático doctor que se movía por los pasillos, los despachos o los quirófanos del hospital. Se diría que en aquel instante era un tipo desarmado, desarbolado, sin saber bien qué responder.

—Un sufrimiento por amor a una mujer será como otro sufrimiento cualquiera. Yo conozco el sufrimiento de la soledad, de muchas otras cosas.

—¿Tú me amas a mí, Lucas?

La pregunta era directa.

Lucas replicó sinceramente:

—No lo sé. Antes, cuando me contabas tus cosas, me agradaba. Te orientaba, si podía. Éramos grandes amigos. Ahora lo seguimos siendo, pero es diferente, y lo peor es que me confunde analizar la diferencia. Pienso que he nacido noble y que me gusta seguir siendo noble. No te puedo mentir.

—Pero silencias lo que te aflige.

No era fácil expresarse.

Tampoco sabía si deseaba a Marcela o si la amaba. Pero sí sabía que tenía miedo de amarla y desearla demasiado.

—Lucas, ¿qué cosa te aflige tanto? ¿Mi proximidad? ¿Te perturba esa proximidad? ¿Esa soledad que, al fin y al cabo, entre tanta gente, nos rodea?

—No. No es eso. Son cosas que ni yo mismo entiendo. Pienso que no te amo, Marcela, pero sí que te aprecio mucho. Nos entendemos bien como amigos, pero ya te digo que tengo la convicción de que la amistad entre sexos diferentes, un día u otro se convierte en algo más profundo.

—Y es eso lo que no deseas —dijo ella sin preguntar.

—Algo así.

—¿Y por qué?

La miró de frente.

—¿Es que te interesa a ti?

Marcela sacudió la cabeza nerviosamente.

Miró al fondo del piso.

—No lo sé, Lucas. No lo sé. Me pregunto ahora si dejé mi casa, a mi novio, por ti. Y te juro que no lo sé. Sé, en cambio, que me agrada en extremo nuestra intimidad afectiva, saber que estás aquí, que te tengo siempre cerca. Que puedo conversar contigo libremente sin medir las palabras Que te lo puedo contar todo sin temor a ser mal interpretada Si eso es amor entonces será que estoy enamorada de ti. Pero no me hago a esa idea. No soy capaz de verme en tus brazos, ya ves.

—Entonces no me amas —dijo él, como si de súbito le regalaran algo importante.

Marcela fijó en él su mirada melada y desconcertada.

—¿Eso te alegra?

—Me tranquiliza.

—No te entiendo en absoluto, Lucas. Otro hombre se sentiría halagado de ser amado.

—Por una chica como tú, que jamás será suya, no, Marcela.

—¿Y eso qué significa?

—Ya te lo he dicho. No pienso casarme nunca, ni vivir amancebado, ni tener una compañera fija.

¿Y por qué? Eres joven. No creo que hayas cumplido los veintisiete. Tienes una carrera brillante, un porvenir seguro. Eres emotivo y sensible. Eres, además, un compañero ideal, honrado y honesto, cabal. Reflexivo y realista. ¿A qué fin esa decisión tomada de antemano, cuando ignoras de la vida lo que ésta te puede deparar en cuanto a tu futuro sentimental? Antes te entendía bien; ahora nada ¿Por qué Lucas? ¿Te has propuesto desconcertarme?

—En modo alguno.

—Pues te aseguro que me estás desconcertando.

¿Y si se lo dijera?

Quizá así creciese la amistad y se desterrase para siempre un posible idilio. Pero no se sentía con fuerzas ni con agallas.

Además, si fuera otra persona, quizá la cortejara, quizá la poseyera, quizá... tuviera con ella un romance más o menos corto.

Pero con Marcela...

La estimaba demasiado.

La veía sensible, emotiva, afectuosa, llena de valores morales.

Sacudió la cabeza, como si con la sacudida ahuyentara el deseo de ser sincero, de desnudarse el alma, de contarle su pesadilla.

Se levantó.

—Bueno, es muy tarde, Marcela. Es mejor que te marches.

Y la asió por un codo.

Intentaba levantarla.

—Vamos, Marcela. Y no me mires así. No merece la pena. No he dicho ninguna barbaridad. Olvidemos este pequeño lío de palabras, y mañana será otro día.

La levantó y sin soltarle el brazo la acompañó hasta la puerta.