11

Lucas en el umbral. La miraba cegador con sus ojos negros, profundos y penetrantes.

—Esta vez —dijo— soy yo quien viene a pedirte perdón.

—Pasa.

Lucas cruzó el umbral y cerró tras de sí. Se quedó, como ella en otra ocasión, pegado a la madera. Parecía tenso, y sus ojos resbalaban cálidamente por el bello cuerpo que ceñía mal la bata de felpa.

Marcela se dio cuenta de su situación algo embarazosa y dijo atropelladamente:

—Iré a vestirme en un segundo.

—No importa, Marcela. Ya importan pocas cosas.

—Me pregunto —dijo la joven con un raro acento de voz— si tus retraimientos no se deben a cuanto sabes referente a mí y a David. Me refiero... a la intimidad que hemos tenido.

Lucas esbozó una sonrisa indefinible.

—Eso es para mí tan tabú, que ni siquiera lo pienso. No se me pasa por la mente. Nunca mido a la mujer por sus experiencias anteriores, sino por las que vive conmigo —avanzó a paso corto y se aplastó en un butacón. Marcela continuaba de pie, mirándole—. Lo que no soporto es la idea de que tengas un mal concepto de mí, ni quiero jugar con tus sentimientos —meneó la cabeza pensativo— No sé cuándo fue. ¡Un día! Siempre hay un día para que uno reflexione y se vea a sí mismo. Ese día me di cuenta de lo que me acercaba a ti. De cuanto llevaba yo dentro de emotivo. Dicen que el hombre no se conoce hasta que ama. Puede que por eso te aconsejara hacer frente a tu situación pasiva junto tu novio. Puede que, sin saberlo fuera yo muy egoísta Nunca me pregunté esas cosas Siempre tuve en mi mente seguir viviendo sin amor firme. Me bastaban los amores volantes, espontáneos. Ésos que se sienten durante media hora y se olvidan después.

—Me vas a decir algo importante, ¿verdad, Lucas?

—Pienso que sí. No soy capaz de mantener esta situación, Y quizá al saber cosas mías te des cuenta de lo imposible que es todo. Verás, Marcela, si tú fueras otra chica... Y no lo digo ni por tu nombre ni por tu dinero. A mí me tiene sin cuidado tu posición social y económica. Soy muy capaz de mantener a mi mujer, si la tuviese. Muy capaz, por supuesto, de hacerla feliz, y me parece que el dinero no es tan necesario, si se tiene el que se precisa. Quiero decir que poseer una fortuna resulta agobiante. Y que a mí nunca me inquietó esa situación.

Hablaba bajo, como si reflexionase en voz alta.

Marcela había ido escurriéndose hasta la moqueta y se tapó las piernas y los pies con la bata de felpa. Por la abertura de arriba se veía el principio de los senos. La toalla enrollada en la cabeza le daba un aspecto oriental.

Pero Lucas no pensaba ya en la silueta femenina insinuante, emotiva. Pensaba en sí mismo, en que estaba allí porque una fuerza superior le empujaba.

No se soportaba a sí mismo sabiendo que Marcela lo estaba juzgando mal.

—No podía jugar con tus sentimientos —repitió—. Soy hombre de experiencia, pese a mi juventud. Empecé muy joven a conocer a las mujeres, y las supe diferenciar. Llevarte a ti a un terreno impudoroso no me conformaba. Las situaciones equívocas... me lastimaron siempre. Además, la amistad y la confianza son frenos que marcan, que contienen las pasiones. Después de ser amigo, convertirse en un amante sin futuro no era mi papel contigo. Puedo no ser honesto a veces con ciertas personas, pero conmigo mismo y ante un caso como el que nos ocupa evidentemente no puedo dejar de serlo. Evité esta explicación Marcela. Las explicaciones a veces distorsionan más la amistad. Prefería no hablar de mí. No tenía nada bueno que decir. No referente a mi persona como ser humano. De ése doy fe, respondo. Me considero leal y honrado. Pero hay cosas que uno no quiere decir nunca de sí mismo.

Hacía pausas.

A veces, largas. Marcela se mantenía sentada en el suelo sin interrumpirle.

—El hecho de que yo diga «no me casaré jamás», no es escupir al cielo. Ni decir, soberbio, ese refrán tan vuestro: «De esta agua no beberé». No se trata de eso. Se trata de que yo admiro demasiado la familia, el matrimonio, los hijos... Todo eso forma un núcleo importante. Es definitivo —meneó la cabeza pesaroso—. No es por ahí, Marcela. Es algo más complicado. Más terrible.

Marcela se había ido levantando y se sentó junto a él.

Automáticamente, Lucas alzó el brazo y lo pasó sobre los hombros femeninos.

La toalla que cubría la cabeza de Marcela se escurrió. Sus cabellos estaban casi secos, pero Lucas sentía en su cara cierta humedad al atraerla hacia sí y apoyar su mejilla en la cabeza de Marcela.

—Me gusta tenerte así, Marcela. Es como una necesidad. Por eso cuando llegué a casa me olvidé de todo. No soy capaz de soportar tu mirada censora. Pienso que la verdad es siempre importante y define la calidad íntegra de la persona...

Él se levantó de repente.

Marcela se quedó escurrida en el sillón.

* * *

—¿Qué me vas a decir, Lucas?

Su voz tensa parecía, al final, sibilante.

Lucas, de espaldas, miraba al fondo.

Los tejados, las terrazas, los edificios se perdían apiñados por la ancha calle. El ventanal, iluminado por el sol que crecía a medida que el día avanzaba, obligaba a Lucas a entrecerrar los ojos.

—Lucas, no te quedes ahí. No te veo la cara. No viéndote la cara, nunca sé lo que sientes, lo que piensas. Además, cualquier cosa que me digas no evitará que me ames y que yo te corresponda. Ni aunque fueras un criminal, evitaría ya eso, Lucas. No nos dimos cuenta. Hemos jugado con una amistad entrañable y hemos caído como dos incautos, prendidos en las mismas redes. Es humano eso, Lucas. Es lógico entre dos personas capacitadas para amar, con sensibilidad a flor de piel con emociones concentradas con las emotividades que nos unieron de modo tan afectivo. Yo no estoy nada asombrada, ¿sabes? Absolutamente nada. Pero que tú me digas que no me amas, tampoco me cabe en la cabeza.

Él se giró.

La mirada de sus ojos relucía.

—No te lo voy a decir, Marcela. Sería necio decir lo que tú sabes que sería una mentira. El amor se nota, se palpa, se aprecia sólo con una cambiante mirada. En el fondo, soy un tipo sentimental aunque siempre quise apartarme de mis raíces sentimentales y parecer un tipo real, contundente en mis apreciaciones. Quizá tenga de ambas cosas, y por esa misma razón sea tan complicado en mis cosas, en mis ideas, en mis futuros.

Avanzaba con desgana. Se apreciaba en él un dolor íntimo incontrolado.

Se dejó caer en el diván, frente a la mesa de centro, enfrente mismo del sillón donde aún estaba incrustada la joven.

—No hice el servicio militar. Me presenté voluntario con el fin de venirme después a España. No fue preciso. Por razones oficiales no se me admitió y me dieron la licencia. Pienso que el hacendado jefe de mi padre tendría algo que ver en el asunto. Nunca lo pregunté, porque no tenía una razón para indagar lo que realmente me convenía y conseguía, fuera a través de otros, fuere por lo que fuere. Sin embargo, antes de venirme a España mi padre me habló. De sus antepasados de sus abuelos de su esposa de mi madre muerta muy joven. Todo ello, en aquel momento, no me afectó demasiado. Lo consideré peligroso para un futuro. Pero sólo desde ese punto oscuro de mis propias vacilaciones.

Miraba al frente.

Hacía pausas.

Marcela se levantó y se sentó a su lado en el diván, pegándose a él.

Automáticamente, Lucas alzó el brazo y la apretó contra sí.

La sentía palpitar.

La sabía honesta, dulce, confiada.

¿Qué podía hacer?

Decir la verdad.

Después se iría.

Podía ya pedir el traslado. Se lo concederían. Se iría de sorpresa y dejaría una carta, pero antes... antes...

No lo otro, ¿para qué?

Si no iba a...

—Lucas.

Alzó la cara. Lucas bajó los ojos para mirarla.

—Yo te amo, Marcela.

—Lo sé.

—Tan segura estás.

—Sí, tan segura.

La besó. Vio los labios entreabiertos de Marcela casi pegados a los suyos. Era inefable sentir aquello, poder besarla así. Largamente, apasionadamente.

Por un instante sintió correr el sudor por su frente.

¿Y si callara?

Otro tal vez callaría.

Él no podía

Con Marcela, que estaba tan obligada a su familia, no.

—Lucas, no me digas nada. ¿Para qué? De todos modos, nadie evitará que te ame, que te desee.

—Calla, Marcela.

—¿Puedo?

—No.

Ya no era posible.

Se deslizó junto a ella.

Ni cuenta se daba.

Sus manos se perdían cálidas bajo la felpa de la bata de Marcela.

Ella se pegó a él.

—No me digas nada que pueda separarnos.

¿No era ingrato tomar todo aquello que después no sería nunca para él?

—No quiero —dijo Marcela, ahogándose, perdiéndose en su cuerpo— saber nada. ¡Nada! Todo lo que sea y como sea no me importa. No me importa, Lucas. ¿No te das cuenta?

Lucas no se la daba.

Y es que se cegaban los dos, se emocionaban, se olvidaban de que había un después.

—Amo el moreno de tu cara —le siseó Marcela, pegándose más y más a él —, tus ojos dulces y, en el fondo, enigmáticos, tu fuerza íntima, tu agresividad...

Su voz se perdía en los labios ávidos de Lucas.

Se perdía la consciencia, el tiempo.

Matías, abajo, se preguntaba por qué el doctor no bajaba, si le había dicho que lo haría sobre las doce.

Pero es que Lucas estaba allí, iluminado por el sol, su cara morena, su cuerpo de bronce.

—Marcela.

Ella respiraba quietamente.

Sus dedos resbalaban del cabello de Lucas hacia la cara, se perdían en la garganta, en el pecho.

—No, por favor, no me digas nada. Ha sido... ha sido maravilloso.

—Una frase genuina para definir algo tan bello.

—Por eso mismo.

—Bello, precioso, sí. Precioso, Marcela.

De súbito, ella se incorporó.