II
Diego recogió la mesa, llevó todo lo sucio al fregadero, se tomó el café que tenía preparado, apagó la luz de la cocina y se fue al salón a estudiar.
No era un salón grande, pero sí bastante bien decorado. Tenía cómodos sofás a ambos lados de un ángulo, una mesita en medio y dos a los lados del sofá, de modo que allí reposaba un cenicero y una lámpara.
Encendió una de ellas y abrió el grueso libro al tiempo de encender la pipa. Así, si se le apagaba, sentiría sabor a tabaco y no tendría que pasarse horas de la noche encendiendo cigarrillos. La pipa siempre duraba más. Y él fumaba menos.
Al día siguiente la mujer que venía a limpiar la casa de los Martín, se pasaba una o dos horas en la suya y le daba un repaso.
Los Martín eran estupendos, un matrimonio muy amigo de sus padres. Cuándo su padre les dijo que Leo Martín les proponía comprar un piso en la misma urbanización de Puerta de Hierro donde él compraba a su vez, todos dudaron. El mismo padre dijo que no en un principio. Pero al fin Leo convenció a su amigo de toda la vida y a su padre nunca le pesó y él entendía a la sazón que había sido una idea estupenda haber aceptado la proposición de Leo Martín.
Sus padres no dejaban Ávila con frecuencia dado su calidad de comerciantes de ferretería, pero de vez en cuando lo hacían y no necesitaban ir a un hotel. Y cuando él decidió estudiar o, mejor dicho, preparar las oposiciones, aquel piso le vino de perilla.
Un colegio mayor estaba siempre lleno de gritos y compartir el piso con amigos era una lata y depender de una patrona, no digamos.
Oyó el timbrazo y lanzó un respingo.
Se había olvidado de Doly.
Se levantó dejando el libro abierto sobre la mesa y dirigiéndose a la puerta, se prometió que averiguaría quién era aquel Beltrán Sagunto.
Doly era la clásica chica educada en colegio de monjas, siempre junto a las faldas de su madre y los pantalones de su padre y de súbito trasplantada a la Facultad de Químicas. ¡Casi nada!
Con diecisiete años inocentes metida en aquel fragor…
Abrió la puerta y entró Doly cargada con su libro de texto.
—Se han puesto a ver la televisión —explicaba— y no me concentro. Así que me dije, me voy con Diego. Porque tú nunca ves la tele.
—No pierdo el tiempo con eso. Son bodrios insoportables. Vente al salón. Si piensas estudiar mucho, igual hago café.
—No, no. Con dos horas tengo suficiente.
—Pues siéntate, Doly.
La miraba con los párpados algo entornados. No es que Diego fuera un hipócrita y no mirara de frente, claro que no. Pero sí que era muy tímido y su modo de ser introvertido, chocaba con la forma de ser extrovertida de Doly.
Además…
Bueno, eso era mejor olvidarlo.
No estaba él ni preparado para cortejar ni sabía hacerlo con una chica como Doly, ni podía distraerse enamorándose.
Pero es que Doly era demasiado linda, demasiado femenina, demasiado inocente y uno…, uno no era de hierro.
Quizá por ser tímido era más imaginativo y pensaba cosas atroces cuando tenía a Doly delante… Había que controlarse, dominarse, enterrar sus pensamientos. Porque él para pensar no era nada tímido. Para decir lo que pensaba sí, pero… el pensamiento no se controla siempre y él lo tenía francamente descontrolado.
—Mi padre dice que no debo fumar —le explicaba Doly ajena a los pensamientos de su vecino—, pero a mí me gusta —encendía un cigarrillo—. Aprendí con las compañeras de la Facultad. En el colegio de monjas nunca se me ocurrió y eso que mis amigas se metían en los retretes y fumaban…, pero yo siempre tuve miedo. El otro día, Beltrán me daba un porro, pero a eso sí que me da respingo.
—¿Un… porro?
—Ellos fuman hierbas alguna vez. Beltrán dice que es agradable.
Diego engulló saliva y apretó la pipa entre los blancos dientes.
—Estuve a punto de aceptar uno, pero luego lo pensé mejor. Beltrán dice que una debe de hacerse dura y habituarse a todo.
Diego pasó distraído una hoja del libro, pero no se detuvo a estudiar. Miraba a Doly entornando los párpados.
* * *
Su deber sería contárselo a Leo. Pero es que además no veía mucho a Leo. Se pasaba la vida en el ministerio o comiendo con amigos y compañeros. Además, según decían, escribía discursos para un ministro y a veces cuando él iba a su piso, Leo andaba encerrado en su despacho escribiendo aquellos discursos.
Por otra parte, tampoco él tenía cara para decir tales cosas. Los días que podía ver un poco más a Leo era domingo y él dormía hasta las tantas porque el sábado era el único día que salía en la noche y se corría su juerguecita…
Porque él era de carne y hueso y tenía sus apetencias como todo ser humano.
Seguramente que Doly no se lo imaginaba haciendo el amor con una mujer, pero se equivocaba Doly. El tenía sus asuntillos ocultos y sabía bien dónde toparse con una hija de Eva que le daba gusto…
Algún sábado se iba a Ávila, pero resultaba demasiado aburrido irse a casa de sus padres, Eran buenas personas.
Chapados a la antigua y aún esperando retornar a los felices y apacibles años sesenta…
Como si eso fuese posible, pero mientras pensaran así… no sería él quien les sacara de su error.
Además, ni era erudito, ni tenía fluidez de palabra, ni le empujaba interés alguno en cambiar la forma de pensar de nadie.
Su padre y Leo eran dos carcas que aún soñaban con resucitar la dictadura y no sería él quien les dijera que de tal situación se había escapado para siempre y no retornaría jamás.
Todo aquello lo pensaba mientras miraba a su vecina. Era una jovencita de diecisiete años con seis meses por lo menos que le faltaban para cumplir la mayoría de edad. De cabellos castaños abundantes, con crenchas doradas, ojos canela, esbelta, más bien delgada, de formas armónicas. El a veces la tocaba sin querer y se ponía nervioso o hacía esfuerzos para dominar su excitación.
Cuando la conoció contaba catorce e iba adelantada un año en los estudios porque era una chica listísima, sacaba sobresalientes a porrillo y vestía uniforme de colegio caro, usaba una coleta y sus formas se perdían en el uniforme azul.
Pero fue creciendo y cuando hizo la selectividad aquel año, él se fijó en que ya no era una cría… Otro hombre también se daría cuenta, como por ejemplo, aquel Beltrán.
El Beltrán que fumaba porros y se eternizaba en una asignatura de químicas…
—No está bien fumar porros, ¿verdad, Diego?
—No —se despabiló Diego—. Claro que no, Doly.
—Oye, eso del amor… debe ser bonito, ¿no?
—Pues…
—Mira —bajaba la voz y hasta inclinaba el busto hacia adelante, con lo cual asomaban sus senos por la blusa entreabierta, poniendo nervioso a Diego—. Beltrán dice que hacer el amor entre los jóvenes es natural.
—Ah…
—¿Tú lo crees tan natural?
El lo hacía, claro, pero tenía veinticuatro años. Y además empezó a hacerlo a los quince, a escondidas, claro. Había chicas que si no les hacías el amor se enfadaban y llamaban a uno algo muy feo que él no era ni quería ser, ni sería jamás.
A la sazón y para no distraerse, salía los sábados y vivía su noche. Las chicas que conocía decían que era muy bueno haciendo el amor.
Pero las chicas que conocía él, nunca se parecerían a Doly.
—Cuando uno se enamora y se piensa casar —dijo algo confuso.
Y es que le daba cierta vergüenza que Doly le hablara de aquello. El ya sabía que Doly era una pavita sin madurez. Pero tampoco él iba a madurarla, ¿no? Sus padres la tuvieron siempre entre algodones y de repente se lo quitaban todo y la dejaban en cueros. «Lo más peligroso del mundo», pensaba Diego.
—Beltrán —seguía confidenciando Doly— vive con unos amigos en un piso y el otro día me invitaron a pasar allí la tarde.
Diego mojó los labios con la lengua.
Se había olvidado de su libro de texto.
—¿Fuiste?
—Claro.
—Ah…
—Estaban las novias de los otros dos. Pusieron música y todo eso…
Diego se preguntó qué sería «todo eso».
—Beltrán dice que me adora y me besó.
Diego se levantó nervioso.
—Oye —siseó—, se hace tarde. Charlando ni estudias tú ni estudio yo…
—Oh…, es verdad —recogía su libro y se iba perdida en los pantalones vaqueros, la camisa y el suéter de cuello redondo, con el pelo trenzado en una sola coleta muy gruesa—. Mañana seguiremos hablando. Buenas noches, Diego. Me iré a mi cuarto a estudiar. Tengo un parcial pasado mañana y debo darle duro a esto.
Ya en la puerta, Diego preguntó a media voz, sin interrogante.
—Y te gustó… el beso.
—Bueno —se alzó de hombros—, sí… Puede. No sé… Tendrá que besarme más veces para juzgar con precisión…