IX

Supo que ella lo esperaba. Bastaba verla en el portal, apoyada contra el marco de la ancha puerta, con los libros bajo el brazo para percatarse de que, por la razón que fuera, Doly le estaba aguardando. Indudablemente, Doly se estaba exponiendo a perder alguna clase, porque él tanto podía salir en la mañana como quedarse en casa. Así que cuando lo vio, como no sabía mentir, dijo espontáneamente, con aquella inocencia suya que iba siendo menos a juicio del propio Diego:

—Si no bajaras, pensaba subir y pedirte que me llevaras a la Facultad.

Diego aún se hallaba perturbado. Entendía que no se había comportado decentemente. Había dormido poco y mal, pensando en el beso que le había dado a Doly y en la forma que la había atrapado contra su cuerpo erecto.

Porque una cosa era ser amigo de la hija de los amigos de sus padres. Apreciarla mucho y que le gustara más y otra encenderse cuando la tocaba o cuando sólo la veía. Y él se encendía, no podía remediarlo.

—Yo estudio en casa y cuando me apetece, Doly —dijo todo lo manso que pudo—. Y si he madrugado es porque necesito un libro y voy a buscarlo a una librería que sólo se dedica a la venta de libros. Como paso por las facultades…

Iba perdida en pantalones de pana, un suéter de cuello alto y una zamarra encima, de ésas de piel vuelta en torno al cuello, bajaba ambos lados casi hasta las rodillas.

El cabello castaño y abundante, lo perdía bajo un gorro de lana y bajo el brazo apretaba los libros de texto.

—Vamos, pues —dijo Diego lanzando sobre ella una mirada rapidísima y pensando que quizá Doly tuviera el buen acuerdo de no mencionar lo ocurrido el día anterior—. Yo tengo prisa. He de regresar pronto porque me queda por preparar un fuerte temario.

Doly emparejó con él y se fueron ambos hacia el garaje. Ya en el auto y conduciendo Diego con firmeza, cuya firmeza sólo sentía en apariencia, dijo la joven pensativa:

—No he dormido nada, Diego. Verás, ayer noche cuando me acosté, me puse a pensar. Beltrán dice que soy inmadura y que él no suele perder el tiempo preparando a las chicas. Así que la riña de ayer fue sonada porque se fue con otra chica y me dejó plantada y eso no se lo voy a consentir. Seré inmadura, pero no soy tonta y a mí no me toma el pelo un tipo como Beltrán. He decidido dejarlo para siempre y si se acerca a mí se lo diré asimismo. Es decir, que no, que no salgo más con él, que no vuelvo a su piso y que no permito que me bese ni me toque más.

Diego no se inmutó en apariencia.

Pero pensó que lo mejor era irse a una fonda a estudiar y olvidarse de la comodidad de aquel piso de sus padres, ubicado en Puerta de Hierro en aquella preciosa urbanización, pues como él no comulgaba con el asunto del matrimonio ni era tan tímido como parecía y lo consideraban, terminaría mandando la prudencia al diablo y cometería una locura con aquella cría tan avispada para los libros y tan ingenua para la vida.

—El que no quieras seguir con Beltrán —apuntó con lentitud— me parece una buena medida. Los hombres como ese Beltrán pierden a las jóvenes como tú. Pero hay mil chicos nobles y buenos que puedes enamorarte.

—Eso es lo que me temo que no me interese, Diego. Dado lo amigos que somos, casi prefiero aprender a defenderme en la vida amorosa contigo.

—¿Qué quieres decir?

—He pasado la noche pensando en cómo me besaste. Beltrán lo hace a lo bestia y él quiere a todo trance que fume esa porquería y además intenta por todos los medios llevarme a su cuarto. Yo le quiero muchísimo o pensaba que le quería, pero ahora ya sé que ni me gustan sus besos ni tengo interés alguno en acostarme con él.

—Oh.

—En cambio, me gustó muchísimo cómo me besaste tú. ¿Quién te enseñó a besar así?

El auto tomaba la recta y ronroneaba en las pequeñas curvas que conducían al centro. Diego estaba acelerando para llevarla cuanto antes a la Facultad y que lo dejara en paz.

—Pienso —continuaba Doly muy pensativa— que eres un tímido divino. ¿Qué pasaría si me enamorara de ti, Diego?

—¿Eh? ¿Qué dices, mujer?

—Pues eso, ni más ni menos. Es la primera vez que siento esto aquí.

Y llevaba una mano al corazón.

—Mira, toca, toca, casi me hace ruido de tanto palpitar recordando el beso que me diste. ¿Dónde aprendiste, Diego? Me he pasado la noche como te digo, sintiendo esas palpitaciones en las sienes y no he podido pegar ojo.

—Mira —dijo apresurado—. Ahí está la Facultad.

Doly no descendía.

Vuelta hacia él, lo miraba sin parpadear.

—¿Tú no me quieres a mí, Diego?

—¿Eh?

—Digo si no estarás enamorado de mí.

—Claro que no. Tú y yo somos muy amigos. Nuestros padres crecieron juntos… Lo de ayer fue un juego estúpido.

—Pues a mí me gusta tu estupidez.

—Baja —dijo Diego sofocado— y olvida el asunto.

Pero si bien Doly obedeció, no olvidó el asunto, porque a la tarde, bien temprano, cuando aún no había empezado a oscurecer, ya se hallaba atravesando el rellano y tocando en la puerta del piso de Diego.

*  *  *

Diego oyó el timbrazo largo y corto y supo que tenía a Doly al otro lado de la puerta. Aquel día, él no se hallaba en el salón, sino en su leonera, estudio y cuarto de estar, lleno de libros por todas partes, en chinelas y con los pantalones como siempre medio cayendo, una camisa de pijama a rayas y con los pelos levantados como si estuviera revolcándose en el lecho sin poder dormir y no se le ocurriera peinarse.

Había estado pasando el temario todo el día a su regreso del centro con los libros que había comprado y cuya materia necesitaba aprenderse casi de memoria. Había intentado olvidar lo ocurrido con Doly y esperaba que ella le imitase, de modo que pudiera vivir apaciguado.

Pero la tenía allí y no abrirle la puerta era una descortesía.

Así que atravesó la casa y abrió topándose con una Doly fresca como siempre, escandalosamente joven y deliciosamente ingenua.

Todo un ingrediente para intranquilizarlo.

—Hola —saludó ella alegremente—. Supongo que te habrás pasado el día estudiando y que tendrás un rato para conversar conmigo.

«¡Hum!», pensó Diego atragantado.

—Pasa —dijo únicamente—. Estoy en la leonera. Tengo mucho que estudiar y no creas que dispongo de tiempo para conversar.

—Un cable ya le puedes echar a tu amiga, ¿no crees?

—Busca donde sentarte y ponte cómoda. Pero si te entretienes fumando y lees alguna revista de esas que hay por ahí, te lo agradeceré. Yo no puedo dejar de estudiar.

Doly conocía la leonera de Diego a ciegas, pero aquel día se complació en lanzar una mirada en torno, como si pretendiera gravar en su retina cuanto se hallaba en desorden y se percató que estaba más desordenado que nunca.

Estanterías cubriendo las paredes llenas de libros, colocados de cualquier modo, puffs por el suelo, la alfombra algo encogida por las esquinas, ceniceros en el suelo y la turca que se adosaba al mueble de la estantería, en la base de aquélla, revuelta, con las mantas y los cojines convertidos en un revoltijo. La lámpara de pie aún apagada y sólo encendida una de mesa que proyectaba su luz hacia el suelo, en el cual se hallaba abierto el libro de texto, lo que indicaba que Diego había estado tendido en el suelo estudiando antes de ir a abrirle la puerta.

—Te tengo que contar cosas, Diego —murmuró como atragantada.

El futuro registrador de la propiedad la miró de soslayo. Se había medio tendido en la turca y se sentía, si no agotado, sí malhumorado por la persistencia de aquella joven que le hacía su confidente y le pedía la adiestrara en sistemas amorosos para, no cabía duda, irse luego a vivir la vida con el avispado Beltrán, lo que no dejaba de ser jocoso.

Que Doly le gustaba a rabiar, era obvio, pero que él no estaba para meterse en honduras, tampoco cabía la menor duda, y que se negaba a admitir que aquel sentimiento era sentimental amoroso, resultaba evidente.

Por todas estas razones y por muchas otras que prefería ni siquiera pensar, mantenía un hostil silencio.

En cambio, sus ojos veían a Doly perdida en un modelo de seda, con muchos vuelos, como si sintiera calor y la calefacción fuera excesiva por lo que al llegar a casa se ponía ligera y más apetecible si cabía.

Para él, Doly era una constante tentación y si luchaba contra algo era precisamente contra la tentación que suponía su vecinita, que además de ser preciosa y joven, era de lo más ingenuo que pisaba la tierra.

—Mis amigas —le contaba Doly con vocecilla lastimera—, dicen que parece que nací ayer en un mundo opuesto al que ellas viven. Beltrán quiere adiestrarme a lo bestia y yo no acepto esas situaciones, por lo cual corté con él definitivamente. Me mandó al diablo y se enfadó muchísimo, pero al momento ya estaba ligado con María Jesús, una chica que se las sabe todas y que fuma porros como él.

—Lo cual —comentó Diego distraído— te sentará como un tiro.

—Ayer, sí. Hoy, nada.

Diego se agitó.

Y la miró de tal modo que Doly se apresuró a añadir con una ingenuidad que destruyó el razonamiento de su amigo:

—Pienso que estoy enamorada de ti desde ayer.

—¡Doly!

—¿Por qué no puede ser? Yo creo en los flechazos.

—Pero —Diego se sofocó sudando y nervioso— en ti no puede existir el flechazo porque me conoces desde hace tres años y me ves todos los días y nunca has demostrado amarme, sino que me profesas una gran confianza y un gran afecto.

Doly cayó sentada en un puff de tal modo que el peso de su frágil y bonito cuerpo aplastó el puff hasta el mismo suelo.

—Eso era antes —dijo muy segura de sí misma—. Pero ahora cuando pienso en ti me perturbo.

Diego se aplastó más en la turca. Veía las piernas bien torneadas de Doly, desnudas, con la falda algo levantada, lo que le permitía a él casi apreciar la redondez de sus muslos. Estuvo a punto de salir corriendo. Porque él era un hombre y un hombre además que si bien parecía tímido, y de hecho lo era, dentro de sí no tenía absolutamente nada de tímido y sus apetencias masculinas estaban siempre al acecho.

—Te lo digo muy seriamente, Diego —añadía Doly sin que el opositor se atreviera a abrir los labios—. Yo nunca sentí esta sensación de felicidad y turbación al mismo tiempo. ¿No debo decírtelo? Tampoco estaría bien callarse una cosa así, digo yo.

Diego sintió que ya no era sudor, era casi sangre lo que empapaba su camisa de pijama.

Despechugado, barbilampiño, porque no era hombre de vello, su tórax aparecía ancho y fuerte, reluciendo en aquél una cruz sin imagen, colgada de una cadena gruesa de plata.

Respiraba con dificultad y la culpa la tenía la violenta situación a que estaba sometiéndole la chica.

¡Porque si fuera otra! Pero era Doly.

Y además, él se sentía responsable de haber llegado a aquella situación.

Doly, ajena a lo que pensaba su amigo, se levantó apoyando una mano en el suelo y se fue a sentar junto a Diego.

—Lo que más me fastidia —decía en su tentadora ingenuidad y rozando con su muslo el de Diego— es no tener más experiencia. Mis amigas se ríen de mí. Es que no tuve ocasión, Diego. Verás, Berta y María, cuando les cuento cosas de mí y lo que pienso de otras, se ríen. Ellas saben una barbaridad de hombres, besos y esas cosas. Y a mí me avergüenza no saber nada. A mi edad, y pronto cumpliré dieciocho años, ellas ya habían tenido dos o tres novios. Pero yo no he tenido más que a Beltrán y ahora me doy cuenta de que Beltrán no me va.

Hablando se había asido con las dos manos al brazo de Diego y apoyaba su cabeza en el hombro masculino cosquilleando con sus cabellos la mejilla del infeliz opositor. Infeliz no, porque Diego de infeliz no tenía nada. Pero…

—Mira, Doly, yo creo que lo más bello de una mujer es su ingenuidad.

—Pero a una chica ingenua la puede enseñar cualquier hombre y yo sé que tú no me engañarás y como encima me gustas…. Diego —metía la cara bajo la de su amigo—. Bésame como ayer…