Capítulo 1

 

Rosie nunca había estado en una incineración. Cuando su padre había muerto ocho años antes se había celebrado un entierro. Muchos amigos, y era sorprendente que los tuviera teniendo en cuenta que se había pasado la mayor parte de su vida viendo el sol salir y ponerse desde el fondo de una botella de whisky, habían acudido a mostrar sus respetos. Los amigos de ella habían acudido también a ofrecerle el apoyo moral que, con dieciocho años, había necesitado. Recordaba que un primo lejano, que había resultado vivir a tres manzanas en una casa de dos habitaciones de protección oficial parecida a la de ellos, se había presentado allí y le había expresado su pesar por no haber tenido más relación con ellos.

A pesar de su amor por la botella, su padre había sido un alcohólico jovial y el número de personas que habían acudido aquel intensamente caluroso día de verano había sido prueba de ello.

Pero esto...

Había llegado tarde. Hacía mucho frío y una serie de pequeños contratiempos habían hecho el viaje mucho más largo y arduo de lo que debería haber sido: hielo en la carretera, hora punta en el metro, problemas de cobertura al aproximarse a Earl’s Court. No había ayudado que hubiera decidido llegar tarde para poder quedarse al fondo de la capilla y desaparecer antes de que terminara la misa. Había contado con desaparecer entre la multitud.

En ese momento, rondando por el fondo de la capilla, sintió que le golpeaba el corazón contra el pecho al ver la escasez de personas que habían acudido a la incineración de Amanda di Capua, Wheeler de soltera. Después de haber hecho el esfuerzo de ir, ahora estaba desesperada por marcharse, pero sus temblorosas piernas actuaban por cuenta propia y la empujaron hacia delante para acercarla al grupo situado al frente. Mantuvo la mirada fija en el rechoncho hombre de mediana edad que se dirigía a ellos con un tono de voz nítido y sensato.

Por supuesto, él estaría allí: Angelo di Capua. ¿Por qué fingir que no lo había visto? En cuanto había entrado en la capilla sus ojos se habían movido en su dirección. Fue fácil verlo, pero ¿no lo había sido siempre? Tres años no era demasiado tiempo para que hubiera enterrado el recuerdo de lo alto, impactante y guapísimo que era. En una habitación abarrotada siempre había tenido la habilidad de destacar. Así era él.

La espantosa e insoportable tensión nerviosa que había empezado a invadirla una semana atrás, al recibir esa llamada telefónica informándola de la muerte de Amanda y decidir que asistiría al funeral porque Mandy había sido su mejor amiga durante un tiempo, estaba arremolinándose en su interior creando un imparable torbellino de náuseas.

Se obligó a respirar y se arrebujó en su grueso abrigo.

Ojalá la hubiera acompañado Jack, pero él no había querido formar parte de eso. Su rencor hacia la que una vez había sido su amiga era más intenso aún que el suyo.

La misa terminó mientras aún estaba perdida en sus pensamientos y sintió que palidecía cuando el pequeño grupo de personas comenzó a darse la vuelta. Vio que no podía recordar nada del oficio religioso. El ataúd había desaparecido detrás de la cortina y, en unos minutos, otro grupo de dolientes llegarían para sustituirlos.

Seguro que Angelo se acercaría a hablar con ella. Incluso él tenía una mínina educación, así que se vio obligada a sonreír y acercarse como si le alegrara entremezclarse con toda esa gente.

Angelo se encontraba entre ellos. El guapísimo y atractivo Angelo. ¿Cómo se estaría tomando la muerte de su joven esposa? ¿Y la habría visto a ella? Se preguntó si aún estaría a tiempo de huir de allí, pero ya era demasiado tarde: una joven se acercaba con la mano extendida y presentándose como Lizzy Valance.

–Te llamé, ¿te acuerdas? –se secó los ojos con un pañuelo que se guardó en el escote de su vestido negro que apenas podía contener los pechos más grandes que Rosie había visto en su vida.

–Sí, claro...

–Saqué tu nombre de la agenda de Mandy, aunque me habría puesto en contacto contigo de todos modos porque siempre hablaba de ti.

–¿En serio? –por el rabillo del ojo pudo ver a Angelo hablando con el vicario mientras miraba el reloj a escondidas. No parecía un esposo afligido, aunque... ¿qué sabía ella? Hacía mucho tiempo que no los veía y no tenía ni idea de cómo los había tratado la vida. Era vagamente consciente de lo que decía Lizzy mientras recordaba los buenos tiempos que Mandy y ella habían pasado, aunque esos momentos habían sido más escasos y más espaciados al final por el alcoholismo de Mandy.

No quería saberlo. No quería saber nada sobre las aflicciones y los problemas de su examiga. La época de compadecerse de Amanda había pasado hacía mucho tiempo.

–¿Cómo murió? –interrumpió a Lizzy bruscamente–. Has dicho algo sobre un accidente. ¿Hubo alguien más implicado?

Fuera cual fuera la conversación que Angelo había estado teniendo con el sacerdote había terminado y él estaba girándose hacia ella. Rosie se centró en la pequeña y curvilínea morena con ese impresionante busto y se obligó a mantener la compostura, aunque tuvo que juntar las manos y apretarlas con fuerza para evitar que le temblaran.

–Gracias a Dios, no, pero había estado bebiendo. Es terrible. No dejaba de decirle que tenía que buscar ayuda, pero nunca quiso admitir que tenía un problema y era tan divertida cuando... bueno, ya sabes...

–Perdona, tengo que irme.

–Pero todos vamos a ir al pub que hay junto a su casa.

–Lo siento –podía sentir que Angelo caminaba hacia ella librándose de las cerca de veinte personas que lo rodeaban. Las ganas de salir corriendo eran tan acuciantes que pensó que se iba a desmayar.

No debería haber ido. La vida era dura y en ella no había sitio para la nostalgia. Jack, Amanda y ella tal vez habían empezado su historia juntos, pero estaba claro que no había terminado así y debería dejar las cosas como estaban.

Había sabido que vería a Angelo. ¿Cómo había podido pensar que eso no le afectaría? Le había entregado su corazón por completo y él lo había tomado y lo había roto para después largarse con su mejor amiga. ¿De verdad había pensado que sería capaz de olvidar todo eso lo suficiente como para enfrentarse a él de nuevo?

Lizzy se había marchado y la había dejado sola, un objetivo perfecto para el hombre que se dirigía hacia ella.

–Rosie Tom. Vaya, vaya, vaya, eres la última persona que me esperaba ver aquí. No, tal vez debería decir: eres la última persona bienvenida aquí.

Por supuesto que la había visto. En cuanto había concluido la breve misa y él se había girado, había visto a Rosie y, al instante, había sentido que cada músculo de su cuerpo, cada poro y terminación nerviosa se sacudía con un intenso dolor junto al peso del odio y cierta atracción que lo enfurecía casi tanto como el hecho de verla.

En la capilla se la veía radiante e impresionante. Alta y esbelta como un junco, con ese peculiar tono de vibrante castaño rojizo que siempre llamaba la atención. Era pálida, con una piel satinada, cremosa y perfecta y unos ojos de color cereza.

Poseía la belleza de una mujer creada para hacer que los hombres perdieran la cabeza. Angelo frunció los labios con desagrado al intentar detener las compuertas al pasado que estaban empezando a abrirse.

–Esto es un lugar público –dijo Rosie con frialdad–. Puede que no me quieras aquí, pero tengo todo el derecho a presentar mis respetos.

–No me hagas reír. Amanda y tú acabasteis siendo enemigas juradas. Además, ¿cómo te has enterado de lo de su muerte?

Se había cortado el pelo. La última vez que la había visto lo llevaba largo y le caía por la espalda. Ahora estaba ondulado, pero en un estilo más corto que le llegaba a los hombros. Tenía un aspecto tan elegante y llamativo como siempre.

–Me llamó su amiga Lizzy.

–Y al momento pensaste en enterrar el hacha de guerra y venir aquí corriendo para derramar unas cuantas lágrimas de cocodrilo. ¡Por favor, déjalo!

Rosie respiró hondo. No era capaz de mirarlo. Demasiados recuerdos. Y tampoco era que importara si lo miraba o no porque, de cualquier modo, tenía su imagen grabada en la mente con una implacable eficiencia. Ese pelo negro azabache tan corto, esos fabulosos ojos que eran de un peculiar tono verde intenso; los inolvidables y duros ángulos de su rostro que resaltaban su atractivo sexual más que disminuirlo. Un cuerpo que era esbelto y musculoso y ligeramente bronceado.

–No iba a derramar lágrimas –dijo ella en voz baja–. Pero crecimos juntas. Y ahora que he venido, creo que es hora de marcharme. Independientemente de lo que haya pasado, Angelo, lamento tu pérdida.

Angelo echó la cabeza atrás y se rio.

–¿Que lamentas mi pérdida? Más vale que salgamos, Rosie, porque puede que suelte otra carcajada y hacerlo dentro de una capilla no me parece lo más apropiado.

Antes de que ella pudiera protestar, él la agarró del brazo y la sacó de allí.

–¡Me estás haciendo daño!

–¿En serio? Pues es sorprendente, pero no me importa –ya estaban fuera, en la fría penumbra–. A ver, ¿por qué te has presentado aquí?

–Ya te lo he dicho. Sé que han pasado muchas cosas, pero Amanda y yo estudiamos juntas desde primaria y me entristeció mucho cómo acabó todo al final...

En la oscuridad, ella no podía distinguir la expresión de su cara, aunque tampoco le hizo falta. Su voz ya era lo suficientemente brusca. Había sido un gran error.

–No me lo trago. Eres una cazafortunas y si crees que puedes presentarte aquí y sacarme alguna pepita de oro, piénsatelo dos veces.

–¿Cómo te atreves?

–No empecemos otra vez, Rosie. Los dos sabemos exactamente cómo me atrevo. Debería haber sabido que no podía esperarme más de una camarera a medio vestir que me encontré hace tiempo en un bar.

Rosie se enfureció. Levantó la mano y le golpeó la mejilla haciéndole echar la cabeza hacia atrás. Antes de que pudiera apartarse, Angelo ya estaba agarrándole la muñeca y atrayéndola hacia sí hasta hacerle inhalar ese característico aroma masculino que siempre le había parecido tan embriagador.

–Si fuera tú, no lo intentaría otra vez.

–Lo siento –murmuró ella, horrorizada ante su falta de autocontrol e incluso más ante el modo en que su cuerpo estaba reaccionando a su proximidad. Intentó liberarse la muñeca de la banda de acero que eran sus dedos y él, con la misma rapidez con que la había agarrado, la soltó–. Es que no me gusta que me llamen cazafortunas. No estoy aquí para ver qué puedo sacarte, Angelo. Creerás que estoy loca si por un segundo has pensado que...

–Quien ha sido oportunista alguna vez, siempre lo es.

–Ya te he dicho que...

–Sí, ya me lo has dicho. Me sé todo esto muy bien, Rosie, y no pienso pasar por ello otra vez –esbozó una cínica sonrisa. Incluso después de todo ese tiempo y con suficiente odio y rencor dirigidos a la mujer que tenía delante como para hundir un barco, Angelo seguía sin poder apartar la mirada de su cara, al igual que le había costado controlar su reacción cuando había vuelto a sentir su suave cuerpo contra el suyo.

–Angelo, no he venido aquí a discutir contigo.

–Muy bien –él se encogió de hombros en un gesto que a ella le resultó exóticamente extraño y típicamente sexy.

Desde el mismo instante en que lo había mirado, se había quedado atónita. Llevaba aproximadamente un año trabajando en Londres y sirviendo copas en un exclusivo club para miembros ricachones, la mayoría de los cuales eran hombres casados que o estaban teniendo aventuras ilícitas o intentándolo. Ni siquiera en la vivienda de protección oficial donde se había criado había tenido que esquivar tantas insinuaciones.

No era exactamente con lo que había soñado cuando había dejado atrás su vida de oportunidades y esperanzas limitadas. Se había hecho ilusiones de trabajar en uno de los restaurantes de clase alta de la ciudad empezando desde abajo y subiendo poco a poco hasta poder tener su propio catering. Le encantaba cocinar y se le daba muy bien, pero todos los grandes restaurantes la habían rechazado. «¿Tienes algún título? ¿Has estudiado en alguna escuela de cocina? ¿No? Vaya... lo siento. No nos llames, te llamaremos nosotros si surge algo...».

Así que había terminado ligera de ropa y sirviendo bebidas muy caras a empresarios con sobrepeso. Su increíble físico le había asegurado unos ingresos generosos y, ¿qué elección había tenido? Había necesitado el dinero. Y entonces una noche había mirado al otro lado de la sala y lo había visto allí: Angelo di Capua. Más de un metro noventa de puro macho alfa rodeado de seis ejecutivos bien vestidos con cara de aburridos. En aquel momento no lo supo, pero fue en ese mismo instante cuando su destino quedó sellado.

Salió del mundo de los recuerdos y se encontró a Angelo mirándola con unos ojos tan fríos como el aire que atravesaba todas sus capas de ropa.

–¿Quieres ir de amable? –le lanzó una sonrisa que hizo que un cosquilleo le recorriera la espalda–. Pues entonces vamos a jugar a ese juego. ¿A qué te has dedicado los últimos años? ¿Sigues rastreando bares en busca de hombres ricos?

–Yo nunca he hecho eso.

–Hay tantas cosas en las que no estamos de acuerdo... –pero no siempre había sido así. Antes de que todo se derrumbara, la había considerado lo mejor que le había pasado en la vida. Ahora solo pensar en ello hacía que algo muy dentro de él se retorciera de dolor.

–Hace... hace tiempo que no trabajo de camarera –le dijo Rosie, decidida a mantener la conversación lo más educada y distante posible. Sabía que lo que tenía que hacer era marcharse, alejarse, pero no podía luchar contra esa parte tan cobarde de ella que quería estar un rato más en su compañía porque, le gustara o no, seguía atrapada por él–. Es más, hace un par de años terminé la carrera de Hostelería y desde entonces estoy cocinando en uno de los mejores restaurantes de Londres. Es un trabajo complicado, me gusta mucho.

–No te imagino sin llamar la atención. Y tampoco puedo imaginarte renunciando a un lucrativo estilo de vida de generosas propinas para ganar menos.

Rosie se sonrojó.

–No me importa si te lo puedes imaginar o no. Es la verdad. Sabes que siempre quise entrar en el negocio de la gastronomía.

–Hace mucho tiempo que dejé de creer lo que creía que sabía de ti. Pero tienes razón. ¿Quién quiere perder el tiempo riñendo por una vieja historia que ahora carece de relevancia? Cambiemos de tema. ¿Has logrado cazar ya a algún pobre hombre? No me puedo creer que sigas soltera después de tanto tiempo.

Angelo no tenía ni idea de qué le había impulsado a hacer esa pregunta, pero ¿por qué luchar contra la verdad? Era algo que llevaba años preguntándose. No le gustaba ser tan curioso, y menos sobre una mujer a la que había eliminado de su vida de un modo tan radical, pero esa pregunta había circulado por su flujo sanguíneo como un virus, pernicioso y resistente al paso del tiempo.

Rosie se quedó paralizada. Podía sentir la repentina y fría humedad del sudor.

–Sigo soltera –intentó reírse, pero le salió una risa nerviosa.

Angelo la miró atentamente con la cabeza ladeada. Hacía años que no la veía y, aun así, era como si aún pudiera captar los matices de su voz, las ligeras pausas y las pequeñas dudas que siempre eran una indicación de qué pasaba por su cabeza. Así que había un hombre en su vida. Apretó los labios mientras el silencio que los envolvía era roto por las voces de la gente que esperaba para entrar en el crematorio.

–¿Y por qué será que no me lo creo? –le preguntó en voz baja–. ¿Por qué mientes, Rosie? ¿Crees que me importa lo que esté pasando en tu vida?

–Sé que no. Y no es asunto tuyo si tengo o no alguien en mi vida –se vio tentada a hablarle de Ian, a fingir que existía alguien importante en su vida, pero no fue capaz de mentir. En realidad, solo pensar en Ian le dio náuseas–. Debería irme –dijo con cierto tono de desesperación. Dio dos pasos atrás y estuvo a punto de tropezarse. Ya no estaba acostumbrada a llevar tacones.

–Buena idea. Así podremos ponerle punto y final a esto de fingir que nos interesa la vida del otro –Angelo se giró bruscamente, pero no pudo moverse de allí porque se topó con el grupo que había asistido a la incineración y que en ese momento estaba dividiéndose.

Rosie suponía que irían al pub en el que habían quedado. Vio que Lizzy se despedía de ella con la mano y se preguntó qué estaría pensando la mujer: que una amiga había aparecido después de una ausencia de tres años y ahora se largaba con el marido de la difunta.

Apenas había prestado atención a nadie de los que estaban allí, pero ahora se daba cuenta de que ese hombre bajo y corpulento que los estaba mirando también había estado dentro en la primera fila. Intentó mantenerse firme, igual que Angelo que, una vez más, estaba mirando el reloj.

–Foreman.

Angelo saludó al hombre secamente antes de girarse con reticencia a hacer las presentaciones.

Al parecer, James Foreman era abogado.

–Nada del otro mundo –dijo James extendiendo la mano hacia Rosie–. Tengo un pequeño bufete cerca de Twickenham. ¡Vaya! Qué frío hace aquí fuera, ¿eh? Aunque, claro, ¿qué vamos a esperar estando a mediados de febrero? –de pronto pareció recordar que estaba en un funeral y cambió el tono–. Es una pena terrible todo esto. Una pena terrible.

–La señorita Tom tiene un poco de prisa, Foreman.

Rosie asintió.

–Sí, me temo que no podré ir al pub. He venido desde East London y tengo que ponerme en camino ya.

–¡Por supuesto, por supuesto! Pero necesito hablarles de algo a los dos –James miró a su alrededor, como si buscara un lugar apropiado para hacerlo. Rosie estaba tremendamente confundida. Lo que más quería era marcharse. Había sido un error volver a ver a Angelo. Esa parte de su vida era un capítulo que debía cerrar firmemente, pero ir allí lo había reabierto y ahora sabía que ese breve y amargo encuentro permanecería en su mente durante semanas.

–¿De qué va todo esto, Foreman? –preguntó Angelo.

–Ha sido un golpe de suerte encontrarles a los dos aquí. Por supuesto, sabía que usted estaría aquí, señor Di Capua, pero... Señorita Tom, esto me ha ahorrado mucho tiempo buscándola... aunque tampoco me habría sido difícil. Forma parte de mi trabajo.

–Al grano, Foreman.

–Se trata de un testamento.

Rosie no tenía ni idea de qué tenía eso que ver con ella. Lo que sí sabía, sin embargo, era que cuanto más tiempo pasaba allí, más frío tenía. Miró a Angelo, esas duras y hermosas líneas de su rostro.

La última conversación que habían tenido seguía grabada en su cerebro. La frialdad de sus ojos, el desprecio de su voz cuando le había dicho que no quería saber nada más de ella. Llevaban casi un año saliendo, había sido el año más maravilloso de toda su vida y no había dejado de asombrarse por el hombre tan fantástico, rico y sofisticado que había ido tras ella. Él le había dicho que en cuanto la había visto la había deseado y que era un hombre que siempre conseguía lo que quería. No había duda de que la había conseguido y ella había estado encantada por ello.

Por supuesto, en realidad las cosas no habían sido tan halagüeñas. ¿Cómo no se había dado cuenta de que, mientras se entusiasmaba con el amor de su vida, su mejor amiga había estado ocupada acumulando celos y resentimiento que algún día acabarían generando la historia de terror de la que ninguno había salido ileso?

Mientras el pasado amenazaba con abrumarla, James Foreman seguía hablando en voz baja y llevándolos hacia el aparcamiento que estaba sumido en la oscuridad.

–Espere un minuto –Rosie se detuvo en seco–. No sé qué está pasando aquí y no me importa. Tengo que volver a casa.

–¿Es que no has oído nada de lo que ha dicho Foreman?

–Amanda ha dejado testamento y no entiendo qué tiene que ver eso conmigo. Hacía tres años que no la veía. Discutimos, señor Foreman. Amanda y yo éramos amigas, pero pasó algo. He venido aquí solo porque lamentaba cómo habían terminado las cosas entre las dos.

–Sé lo de la pelea, querida.

–¿Lo sabe? ¿Cómo?

–Su amiga...

–Examiga.

–Su examiga era una joven muy vulnerable y confundida. Vino a verme cuando... eh... estaba pasando por ciertas dificultades.

–¿Dificultades? ¿Qué dificultades? –Rosie se rio amargamente. Mandy había jugado bien sus cartas y había conseguido exactamente lo que había querido: Angelo di Capua. «Todo vale en el amor y en la guerra», había dicho una vez cuando tenían quince años. Y Rosie había podido comprobar lo mucho que su supuesta amiga se había ceñido a ese lema.

–No me corresponde hablar de ello en este momento. Miren, ¿por qué no tomamos algo en un restaurante que conozco no muy lejos de aquí? A estas horas debería estar tranquilo y les ahorraría el incordio de tener que ir a mi despacho por la mañana. Mi coche está en el aparcamiento, así que podríamos ir ahora mismo. Señor Di Capua, ¿tal vez su chófer podría ir a recogerlo en una hora aproximadamente?

Rosie oyó a Angelo chasquear la lengua con impaciencia antes de encogerse de hombros, hacer una breve llamada telefónica y subir al asiento del copiloto dejando que ella se sentara atrás. Se sintió como si no tuviera más elección que rendirse ante el desarrollo de los acontecimientos. El corto trayecto se realizó en silencio y veinte minutos después ya estaban en un restaurante que, tal como había dicho James Foreman, estaba prácticamente vacío.

–Me cuesta creer que Amanda haya dejado testamento –dijo Angelo en cuanto se sentaron–. No tenía a nadie en su vida. Al menos, nadie que importara.

–Pues le sorprendería –murmuró James Foreman mirándolos a los dos.

–¿A qué dificultades se refería antes? –preguntó Rosie. A su lado, la mano de Angelo sobre la mesa le suscitó recuerdos de cómo habían sido las cosas entre ellos en el pasado.

–Su amiga era una joven muy emocional que arrastraba cargas a las que le costaba enfrentarse. Vino a verme por una propiedad. Creo que usted sabe de qué propiedad hablo, señor Di Capua: una casita de campo en Cornualles –se giró hacia Rosie con una cálida sonrisa–. Entiendo los problemas que tuvieron. A lo largo de los años entablé una fuerte relación con su amiga. Era un alma necesitada y me convertí en una especie de figura paternal para ella. Mi esposa y yo la invitamos a cenar a casa en muchas ocasiones e hicimos todo lo que pudimos por aconsejarla sobre...

–¿Vamos a llegar al fondo del asunto en algún momento, Foreman?

–El fondo del asunto es que la casita de campo era la posesión más preciada de su esposa, señor Di Capua. Allí encontraba refugio.

–¿Refugio de qué? –intervino Rosie. Miró a Angelo y vio que se estaba enfureciendo.

–No estamos aquí para hablar de mi matrimonio –contestó mirándola con una frialdad que la dejó atónita–. Entonces resulta que iba mucho a la casa de campo.

–Y le pertenecía en su totalidad junto con los acres que la rodean. Recordará, señor, que poco después de que se casaran ella insistió en que se la diera para poder sentirse segura allí y saber que nadie se la podría arrebatar jamás.

–Lo recuerdo –contestó Angelo secamente–. Accedí porque yo tenía en propiedad la casa situada al lado. Así podía tenerla vigilada.

–¿Vigilada? ¿Y por qué ibas a querer tenerla vigilada, Angelo?

–Porque sí –la miró de nuevo y, una vez más, sintió esa caótica y abrasadora emoción que superaba todo lo que había sentido en los últimos años porque, por lo que podía recordar, llevaba años completamente muerto por dentro–. Amanda tenía problemas con el alcohol. Le gustaba la casita porque quería paz y tranquilidad. Por otro lado, con su gusto por la botella, no podía dejar que se quedara allí sin algún tipo de supervisión. Ella no sabía que la casa de al lado era mía. Siempre me aseguré de tener a alguien por allí para ver cómo se encontraba.

–No me puedo creer que empezara a beber. Siempre estuvo muy segura de que no quería pasar por eso.

–¿Es esa una forma rebuscada de preguntarme si fui yo el que la incitó a beber?

–¡Por supuesto que no!

–Porque no tienes derecho a recibir ningún tipo de explicación por mi parte. Hace tres años rompiste todo vínculo y perdiste el derecho a opinar.

Rosie se sonrojó. Olvidó que tenían público. Solo era consciente de Angelo y de cómo la miraba con esa profunda y oscura hostilidad.

–Olvidas que ni siquiera quiero estar aquí. ¿Por qué iba a querer? ¿Por qué iba a querer pasar más tiempo del necesario en tu compañía?

James Foreman carraspeó y Angelo dejó de mirarla.

–La casita. Al grano de una vez.

–Le ha dejado la casita de campo a usted, señorita Tom.

–¡No sea ridículo! –gritó Angelo antes de que Rosie tuviera tiempo de asimilar lo que le habían dicho. Plantó las manos en la mesa y se inclinó hacia delante en un gesto intimidatorio haciendo que el abogado se echara atrás con una sonrisa de disculpa.

–Todo está en regla, señor Di Capua. Amanda le dejó la casa a su amiga.

–¿Y por qué iba a hacer algo así? –preguntó Rosie perpleja.

–Antes de que empieces a hacerte ilusiones –le dijo Angelo apretando los dientes y mirándola fijamente–, por encima de mi cadáver cruzarás el umbral de esa puerta –se sentó de nuevo para mirar al abogado, que estaba manteniendo el tipo al no dejarse apabullar por el furioso Angelo. Cualquier otro hombre ya habría salido corriendo.

–Me temo que no hay nada que pueda hacer para evitar que la señorita Tom acepte lo que se le ha dejado en testamento –dijo James Foreman con el mismo tono de disculpa y, mirando a Rosie con amabilidad, añadió–: Pasara lo que pasara entre las dos, querida, ella se arrepentía.

–No se me ocurriría aceptar nada que Amanda me haya dejado, señor Foreman.

–¡Vaya, aleluya! –exclamó Angelo alzando los brazos en un gesto de pura satisfacción–. Por una vez estamos de acuerdo en algo. Ahora que esta payasada ha llegado a su fin, los dos podrían arreglar los papeles para asegurarse de que la señorita Tom renuncie a cualquier derecho que crea tener sobre mi propiedad. Y, ahora, si hemos terminado...

–Siempre ha querido tener un catering, ¿no es así, señorita Tom?

Rosie asintió. Estaba en estado de shock.

–¿Cómo lo sabía?

–Amanda la seguía de cerca sin que usted lo supiera, espero –Foreman se encogió de hombros–. Con Internet y las redes sociales es prácticamente imposible ser anónimo hoy en día. En cualquier caso, me imagino que querrá saber a qué viene este legado. Por supuesto, usted ha de hacer lo que le dicte el corazón, pero Amanda empezó a cultivar la tierra que rodea la casa y, si no me equivoco, hay bastante.

–¡Esta conversación no va a ninguna parte! –insistió Angelo sacudiendo la mano.

–Es mi deber explicar las circunstancias de este testamento –murmuró el abogado sin dejar de mirar a Rosie–. Amanda planificó cómo debía distribuirse la tierra y qué cultivar en ella.

–Pero ella no sabía que... No podía predecir...

–Creo que en el fondo sabía que no estaba destinada a una vida larga. También creo que estaba reuniendo el valor de contactar con usted para cederle la tierra, pero el destino se interpuso en su camino.

–Esto es demasiado –apuntó Rosie asombrada–. Tal vez... tal vez debería ir a ver la casa –al menos aunque fuera para visitar el lugar que, la que una vez había sido su gran amiga, había considerado su refugio. Tal vez, más que haber ido a la capilla, visitar esa casa sería el mejor modo de presentar sus respetos–. Sí –decidió, aunque no se atrevió a mirar a Angelo, sentado sumido en un silencio que resultaba más amenazante que cualquier palabra–. Sí, señor Foreman, creo que me gustaría mucho ver esa casa.