El aire del deseo puro puede ser irrespirable.
Gennie Lemoine
Vuelvo a casa con los ojos rojos, la garganta áspera y los pies deshechos. Jamás hubiera imaginado encontrarme en el Ministerio de Hacienda —junto a una previsible cola de cien personas— al espectro risueño de Tristan Tzara. Carteles que ruegan no fumar por todas partes y, desmintiéndolos en una audaz jugada dadaísta, un estanco en medio del salón principal, inagotable proveedor de cigarrillos para las decenas de fumadores que aguardan, como yo, ser atendidos.
Mi casa, después de esa experiencia, es un oasis. Apenas cerrar la puerta, comienzo a desnudarme, pongo la tetera al fuego, abro el grifo de la ducha dejando que el agua corra prácticamente hirviendo (me encanta sumergirme en el vapor) y elijo como fondo musical de mi descanso una versión de Los cuentos de Hoffmann con la admirable Joan Sutherland y el inevitable Plácido Domingo. Es bueno estar en casa. Descubro con felicidad que la kentia ha decidido regalarme —tras varios meses de silencio— una hoja nueva, aunque de un verde amarillento, entristecido. Escribo en el panel de la cocina «comprar abono para plantas» y me meto en el cuarto de baño imitando los gorjeos del disco. Comienzo a enjabonarme. Tengo los pezones duros, muy sensibilizados, y decido investigar cómo reaccionan ante diferentes estímulos. Ensayo con la mano desnuda, un guante de esparto, otro de toalla y un sofisticado cepillo japonés de cerda muy suave. De pronto, y sin razón alguna, recuerdo un aceite que compré hace años en un viaje a Amsterdam: una aromática mezcla de almendras y canela que vendían los adeptos de un gurú indio, presentándolo como afrodisíaco. Dejo ansiosa la ducha y, después de envolverme en una toalla recién comprada —blanca como siempre—, revuelvo los cajones hasta dar con la botella de vidrio ambarino y tapón de plástico. Compruebo, casi mecánicamente, dos cosas: una, no tiene fecha de caducidad; dos, nunca ha sido abierta. Voy hacia la cocina y preparo un té de jazmín en la pequeña tetera de hierro negro. «Aromas orientales», pienso, mientras la coloco sobre una bandeja, junto a un tazón —también chino— de porcelana, un pote de miel, algún cubierto y un plato con apetitosas fresas frescas. Suena el timbre tres veces. Juan Carlos.
Había ideado una gratificación solitaria, pero esta visita inesperada cambia totalmente mis planes. Sin dejarme ganar por la ansiedad o el desaliento, ni cuestionarme nada, agrego a la bandeja una taza más, una cuchara, y llevo todo hasta el salón, dejándolo en el suelo. El timbre vuelve a sonar tres veces. Con el picaporte en la mano, casi a punto de abrir, me miro unos instantes en el espejo del recibidor. Estoy totalmente desnuda, con el cabello húmedo recogido sobre la cabeza y los hombros salpicados de gotas brillantes de agua. Jamás me ha visto así. Cuando abro la puerta, orgullosa de mi plenitud, me dice: «¿Estás loca? Cierra enseguida, pueden vernos», y va hacia el dormitorio dejando caer parte de su ropa por el camino. Hubiera agradecido un beso apasionado, un comentario amable, algún piropo. Ni siquiera ha visto la bandeja con las tazas ni la toalla extendida sobre el suelo; menos aún el frasco con el aceite afrodisíaco.
—¡Ven pronto! —me grita desde el cuarto—. No tengo mucho tiempo.
Sí, señor. El tiempo es suyo, señor. Aunque, desgraciadamente para usted, yo tenía una idea distinta para mis próximos minutos, mucho antes de que usted entrara en escena con sus prisas y sus imposiciones.
El amo repite su llamado. No le contesto. Me tiendo en la toalla, sirvo una taza de té, agrego miel a los fresones y, de espaldas al cuarto donde el gran macho espera, comienzo a aceitarme el cuerpo lentamente, dispuesta a que enronquezca gritándome que vaya a su lado. Un manotazo brutal en la cabeza me hace soltar el frasco de aceite; todavía puedo verlo derramándose a borbotones, un poco antes de girarme y comprender qué pasa a mis espaldas. Está sobre mí, los calzoncillos y los calcetines puestos, los dientes apretados y un cinturón de cuero envolviéndole la mano, como para no dejar escapar de su puño la violencia que encierra.
—¿Te burlas de mí, hija de puta? ¿Todavía no me conoces? ¡Cuándo te pido algo, quiero que corras, me oyes, que–co–rras a hacerlo! ¿No ves que he dejado mi trabajo por venir a verte? ¡Imbécil! ¿Quién carajo te crees que eres?
Aunque quisiera, no podría responderle. Me tiene cogida por el cuello con el brazo izquierdo, mientras con la mano que parece vendada por el cinturón de cuero tapa mi boca para que no grite. Estoy unida a él; sintiendo, junto al terror de no reconocerlo, cómo su miembro crece, se endurece contra la blandura de mi muslo y, finalmente, escapa desbordado por la amplia pernera de sus calzoncillos. Lo temo, lo odio, estoy rabiosa y excitada; mis sentimientos surgen todos a la vez, fundiéndose con el desconcierto.
Sin cambiar las manos de lugar, comienza a abrirse paso entre mis piernas presionando hábilmente con las suyas. Me hace perder el equilibrio. Caigo hacia atrás, desarbolada. Me suelta el cuello para poder cogerme de la cintura, y yo quedo con las piernas tan abiertas, tan descolocadas, que tengo que aferrarme a su torso clavándole las uñas. Cierra la mano sobre mi cara con tal fuerza que me duelen los dientes, y la hebilla del cinturón, que continúa rodeándole la mano, se clava en mi mandíbula. Suelto los brazos, relajando los hombros en un gesto guiñolesco; intento desmayarme, escapar de su cerco quebrándome hacia atrás con las piernas laxas. El pene —un aparato autónomo, un instrumento de un material distinto al de su cuerpo, inalterable en su rigidez y en su deseo— aprovecha mi momentánea distracción y se clava de un golpe en la vagina desprotegida, casi ajena. El dolor me la devuelve sin demora, colocándola otra vez entre mis piernas. Como no puedo gritar, abro los ojos. Necesito dejar escapar por cualquier sitio este sufrimiento enorme que El me ha metido dentro. Mi mirada se encuentra frente a un espejo opaco, neblinoso, que la refleja menos de un segundo. Es el espejo de sus ojos huyendo, desorientados y vacíos, sin sentimiento alguno. Su miembro se ha convertido en un inocente instrumento de tortura, indiferente a los daños que produce, ajeno a la mano que lo empuña. Es una apisonadora sobre un campo de hormigas, una máquina execrable, pero la rotación precisa, acompasada, rítmicamente exacta de sus caderas, me va moldeando el alma hasta sus límites, convirtiéndome golpe a golpe en una esclava devota, en su pupila. Siento las mejillas mojadas y un sabor amargo, muy salado, filtrándose en mi boca a través de sus dedos apretados y su furia, del cinturón de cuero que aún lleva en la mano. Conozco su ambición y su rudeza; sé que no cejará en el empeño de quebrar mis resistencias, que no se detendrá hasta ver todo su aparato dentro de mi pequeña vulva. Estoy laxa, débil, absolutamente entregada. Mis pies no tocan el suelo. El empieza a caminar hacia la cama, conmigo colgando de su verga como una vela de lienzo a la deriva. A cada paso, su pene penetra un poco más, me duele y satisface. Alguien canta Une poupée aux yeux d’émail. Busco desesperadamente su boca. Nuestras lenguas se encuentran en el aire, intercambian saliva, se disputan el privilegio de hurgar en el otro, se rechazan. Me tira sobre la cama, poniéndose de pie sobre mí con las piernas abiertas. Sus tobillos aprietan mi costado. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho y sus muslos en tensión parecen a punto de explotar.
Me duelen los hombros y el cuello, y un áspero escozor en la vagina manda sus señales de socorro a todo el cuerpo; sin embargo comienzo a sentarme, buscando su verga con los labios entreabiertos. El, finalmente compasivo, la acerca a mi boca quebrando las rodillas, adelantando la pelvis en un vaivén obsceno de bailarín de feria. El glande está húmedo, brillante, enrojecido; su perfil me parece perfecto. Lo dibujo cautamente con la lengua —no quiero que se escape— mientras mi olfato va por otro lado, entretenido en la torpe persecución de ese extraño animal desconocido que ha dejado a su paso un rastro acre, dulzón y pegajoso entre los pliegues y el vello de su pubis. Mis manos, cerradas alrededor del sexo de mi hombre, no logran ocultar sus dimensiones. Lo muerdo suavemente mientras miro su cara, lejos de mi cara. Está tensa, los ojos semicerrados, la frente contraída. Es un león furioso, un caballo herido, un perro en celo, un hermoso gorila.
—¡Escúpeme! —le pido.
Saca la lengua, se humedece los labios, junta saliva, se agacha sobre mí con la boca entreabierta. Es un goteo cálido, una lluvia solar. El regalo de un dios piadoso. Me pongo de pie frente a él. Ahora soy yo la que coge sus caderas y lo obliga a entrar dentro de mí sin compasiones.
—¡Venga, no te pares! ¡Métemela toda!
No estoy loca. Sé muy bien lo que hago. Estoy pidiendo que me mate. Aferrada a él, sufro con distanciado placer el dolor agudo de los desgarramientos, dejándome llevar por sus caderas, que empujan las mías hacia atrás y adelante, hacia los costados, que me atraen y repelen, me modelan y, munidas de una vara brutal, se hunden en la carne como un cuchillo al rojo en mantequilla tierna; penetrando profundo: un bisturí sonoro, un sonido afilado, un ave carroñera, un taladro en la espuma, un orgasmo deshaciendo la tensión de mi cuello, permitiéndome sentir finalmente esta ligera repugnancia por el semen que me inunda y, excedido, se desborda chorreando por mis piernas, impregnándolo todo con el perfume vegetal, ligeramente ácido, de la fiera salvaje, enceguecida, que, con la cara hacia el techo, todavía me embiste.
Me he quedado dormida mientras El estaba en el cuarto de baño, duchándose. Desde el salón llegaba la voz de la Sutherland cantando aquello de Elle a fuit, la tourterelle. Ahora me despierto con música de Prince a todo volumen. No tengo ganas de bailar y, aunque quisiera, no podría hacerlo: estoy atada a la cama, boca abajo, por los tobillos y las muñecas. Grito «¡Juan Carlos!», y El aparece a mi lado con el tazón de fresas en la mano, masticando.
—No quería despertarte. ¿Quieres una fresa?
—¿Por qué me has atado?
—¡Ah, sí! Ya verás. Es una sorpresa.
—Oye, Juan Carlos, mejor lo dejamos para otro momento. Quiero ducharme.
—La señora es muy, pero que muy egoísta. Ya ha satisfecho sus bajos instintos y ahora quiere despedir al criado lo antes posible. Pero resulta, señora, que el criado tiene más ganas de juerga.
—Como broma ya está bien. Desátame.
—No creo que estés en condiciones de dar órdenes. Mira, mejor te comes unas fresas y disfrutas de la situación.
Está desnudo. Su pene, pesado, tiene puesto un condón. Se sienta cerca de mi cabeza y me acerca una fresa a la boca. Le vuelvo la cara, pero El la coge por el mentón haciéndola girar nuevamente hacia sí.
—Quizá prefieras un fresón… o un plátano.
—Estás poniéndote vulgar.
—Mira, ¿por qué crees que me he puesto un condón? Es un lujo, no creas: el más caro de los que hay en el mercado. Te voy a hacer el culo, nena.
—Estás totalmente loco. Oye: la que está aquí soy yo, ¿te has olvidado?
—No, en absoluto. Ahora puedo confesártelo: es algo que quiero hacer desde que te conocí. El trasero es lo mejor que tienes, ¿lo sabes? Mira: esto que ves aquí, con su disfraz de lujo, se va a meter entero en el culito de la nena, ¿qué te parece? No me dirás que no está hecho a la medida de tus necesidades.
El tazón de fresas abandonado sobre la cama se vuelca cerca de mi cara. Empuña su verga como si fuera un arma de combate, cogiéndola con las dos manos por la base del tronco, y, balanceándola de arriba abajo, la acerca a mi boca. Yo la cierro apretando los labios, y el recuerdo infantil de una cuchara sopera rebosante de féculas humeantes se confunde con la visión desenfocada de su miembro, todavía no totalmente erecto, golpeando sobre mis labios, mis pómulos, mi cuello, mis orejas; sistemáticamente, como si en cada uno de los golpes lograra transformar, con una extraña alquimia rítmica, la mórbida carne en hueso seco. Un momento después, está detrás de mí, a horcajadas sobre mi espalda, siguiendo con la particular exploración sonora de mi cuerpo. Parte de las fresas se han convertido en un puré sanguinolento sobre las sábanas, esparciendo a mi alrededor un perfume ambiguo que encuentro similar al de la canela. Tardo en darme cuenta de que los aromas se confunden: ha abierto el frasco de aceite afrodisíaco y está rociándome la espalda. Dentro de mí hay un combate fragoroso entre mi sensualidad y las convenciones; No puedo aceptar este abuso infame, esta violación de todos mis derechos, aunque mi sexualidad, complacida en burlarse de mis principios, demuestre físicamente su estrecha complicidad con el invasor. Sólo puedo gritar. Cuando lo hago, utiliza el cinturón como lazo alrededor de mi cabeza y me amordaza. Siento el gusto amargo, sobado, del cuero en la boca, y comprendo que no tengo escapatoria, que El hará conmigo, y con mi cuerpo, lo que más le plazca.
Cuando me muestra sus dedos aceitados, anunciando que me los meterá en el culo, decido abandonar la lucha y relajarme, comenzar a concentrarme en el dolor. Procuro vencerlo imaginándolo anticipadamente. Oigo su respiración enfebrecida, sus bufidos de fiera acorralada, y no comprendo. Se diría que el amordazado es Él; Él el violado, el golpeado, el arrasado. Lo oigo mascullar a mis espaldas. Supongo insultos y frases humillantes en esos sonidos incoherentes donde apenas llego a descifrar palabras como ojete, romper, sangre, chillar, cerdo. Tiene los dedos juntos y aceitados, y empuja con violencia para introducirlos en mi ano contraído, sin importarle en absoluto el daño que pueda producirme. Al ver que la entrada es más estrecha de lo que había imaginado, me pega cachetadas en la espalda, me pellizca los muslos, gritando al mismo tiempo «¡Abre, abre, abre!», mientras yo, vencida, comienzo a facilitarle el camino para que los destrozos no sean excesivos.
—Fíjate bien… esto que se apoya suavemente en tu trasero es una polla… la cabeza de una polla… Está jugando en la entrada de tu culo… Ves, así, lentamente, te tragarás todo este pedazo por atrás, como te gusta…
Si el dolor no fuera insoportable, podría tolerar la humillación y hasta gozarla.
—¿Sabes que es muy grande, verdad? Sí, lo sabes muy bien. Es un fenómeno. Desde pequeño fui siempre el más dotado… Y el más envidiado también, por qué no decirlo… Si no hubiera tenido escrúpulos, me hubiera hecho rico sin dar golpe. Bueno, dando golpes con la polla, así, como un rematador. ¿Te imaginas? A ver, ¿quién da más…? No, no te asustes, para ti el servicio todavía es gratis. Pero, eso sí, tienes que cerrar la boca y, cuando yo te diga «ya», relajar bien el culo. Sin casi darte cuenta te la habrás tragado toda, así, como si nada…
Algo se ha roto allí detrás, estoy segura. Sólo de esta manera puedo comprender un dolor tan agudo, tan profundo, absolutamente diferente a cualquier otro dolor que haya conocido antes. No puedo hacer nada más, todo me da igual. Apoyo la cabeza sobre los restos sangrantes de las fresas y comienzo a contar sus embestidas: … quince, dieciséis, diecisiete… No puede faltar mucho. En algún momento unirá su semen a mi mierda, se asqueará de mí, me dejará escapar.
Mañana tengo que comprar abono para plantas.