En la mayor parte de las flores, el estigma u órgano femenino es una pequeña borla más o menos viscosa en el extremo de un tallo frágil, que espera, paciente, la llegada del polen.

Maurice Maeterlinck, La inteligencia de las flores

Este es real. Tiene los ojos celestes y descoloridos como bolitas baratas de vidrio; sin brillo además, como las mismas bolitas cuando ya han sido demasiado trajinadas. Su pelo rizado excede la línea de los hombros, cae en guedejas abultadas sobre el pecho y la espalda. «Como Jesucristo», me digo y, al instante, asombrada del tópico, lo imagino sangrante, con la mano en el pecho, coronado de espinas, apenas cubierto por un trapo blanco semitransparente. Comienzo a excitarme. Si el mentón no fuera exagerado y el labio inferior excesivo, hasta podría hablarse de una extraña belleza, ya que la figura desgarbada, magra, seguramente sin musculatura, ni siquiera se acerca a algún canon clásico. No me ha prestado atención. Tampoco ha notado mi perfume. Yo puedo asegurar que he visto su cadera quebrada hacia adelante, su pelvis desfasada, la pronunciada ondulación en el pantalón deportivo, al costado derecho de su pierna. No lleva calzoncillos, es evidente. Nada inmoviliza ese cilíndrico badajo que acompaña distraído el movimiento del vagón, golpeando acompasadamente los límites impuestos por los pantalones; mudo, sin provocar sonidos. Me acerco a él esperando que una frenada brusca o una variación de velocidad me permitan tocarlo. Dejo la mano muerta muy cerca de su cuerpo, agudizo el olfato. Es un niño crecido: huele a leche materna, a césped, a alimentos caros. Se ha duchado antes de salir. No fuma. Escucho «permiso» —un niño educado— y apenas me muevo. Con total inconsciencia, arrastra su pelvis sobre mi costado izquierdo. Con total inconsciencia, mi mano se gira, apoyándose tan sólo unos segundos sobre su huidizo miembro.

Bésame los labios, por favor.

No hay súplica en mí, domino. No pido por favor, exijo. El delgado hombrecito parece no entender la intención de mi mandato: estira el cuello en un gesto ridículo tratando de llegar a mi boca con su lengua.

—No te equivoques. —La voz me sale entera, sin temblores—. No hablo de romance, sólo quiero sexo.

Abro un poco más las piernas y, para que no confunda el camino que le exijo tomar, recojo mi falda acampanada hasta el ombligo, dejando al aire mi pelvis desnuda, sin bragas, y la blanca, expectante, curvatura de mi vientre.

—Los labios que tienes que besar están entre mis piernas.

No creo que sirva para ninguna otra cosa. De rodillas frente a mí, hocicando con torpeza entre mis muslos, puedo imaginarle unas dimensiones que no tiene; una fortaleza que, de ser verdadera, no me permitiría coger su redonda cabeza por los lados y apretarla como lo hago contra la vulva que lame sin estilo, puerilmente, igual que si se tratara de un desabrido helado de vainilla.

Alguien comienza a bajar la escalera hacia donde estamos. Mi amante furtivo —apresurado por esconder su excitación de miradas ajenas y supuestos castigos— se desprende como puede del abrazo, corriendo con los pantalones bajados hacia uno de los dos pequeños mingitorios con azulejos color malva, apenas separados del resto del lavabo por puertas de vaivén que no llegan al suelo. Al mismo tiempo que él echa el cerrojo, entra una mujer obesa vistiendo un ridículo conjunto de chaqueta roja con pantalón a cuadros y, casi sin verme, pasa junto a mí y ocupa el segundo de los reservados. Miro detenidamente los cubos de agua, la fregona caída, los envases de lejía y detergente —todos los instrumentos de trabajo de mi amante escondido—, sin poder creer que esa mujer tan distinguida que refleja el espejo sea capaz de tamaña aventura en los retretes.

Vuelvo a escuchar el sonido del cerrojo, esta vez al abrirse. Mi galán, casi sin mostrarse, asoma por un resquicio de la puerta un trozo de su mísero instrumento, masturbándolo violentamente y sin delicadeza con la mano cubierta por un guante ordinario de plástico naranja. Supongo que, aunque yo no alcance a ver sus ojos, él me observa. Soy piadosa. Me subo nuevamente la falda y, girando sobre mis zapatos de tacón —gamuza cobriza de una firma francesa con nombre de mujer—, le muestro despaciosamente, como si de un desfile de moda se tratara, mi coño entreabierto, mis nalgas, mi ojete.

Está a mi lado. Como yo, espera ser atendido por una empleada avinagrada y lenta que en estas circunstancias encuentro casi angelical. Su lentitud me otorga el tiempo necesario para mirarlo detenidamente. Tejanos 501, un culo redondo y erguido de tamaño regular, zapatillas deportivas no demasiado limpias, una vulgar camiseta ceñida no demasiado nueva; las manos anchas y los brazos fuertes, cubiertos por un vello dorado que apenas se destaca sobre la piel bronceada. Puedo imaginar sus nalgas pálidas, tan diferenciadas del resto de su cuerpo por el recuerdo, hecho perfecto recorte de color, del bañador que ya no lleva y que, pese a la aparente transgresión de esos dos pendientes brillando en su lóbulo izquierdo, nunca se ha atrevido a quitarse bajo el sol, sobre la arena. Mi mirada se descuelga de su nuca, apenas percibida entre el cabello oscuro, mal cortado, y cae al suelo, ebria. Aunque sin asco, escapo de sus pies hediondos y, trepando nuevamente por sus piernas, busco otras parcelas más amables. La húmeda, enmarañada depresión de sus axilas; el pliegue de sus antebrazos musculados y, más abajo, el de sus muñecas, rodeadas de innumerables baratijas, cintas y colgantes; los ángulos —lampiños, dulces como caramelos— cercanos al sexo comprimido por la tela áspera; el escroto rugoso que atesora sus huevos; la hendidura, que divide las nalgas, continúa por la espalda y me regresa otra vez, aún más borracha que al principio, hasta su cuello.

Parezco reducirme. Soy un insecto apenas, deslizándose sin ser visto por la entera superficie de su piel, acariciando el glande ligeramente descubierto, empalagada por el olor dulzón y penetrante de su pelvis. No me mira, sin embargo, cuando me paseo por sus labios, los toca distraídamente con la punta de un dedo.

He llegado hasta él, se ha conmovido.

Quiero crecer de pronto. Crezco. No demasiado, tan sólo un poco más que mi pequeño y desconocido amante; lo necesario como para abrazarlo por la cintura con firmeza, apoyar mi cabeza sobre su cabeza y recorrer con mi nariz su nuca, despejándola suavemente de sus gruesos cabellos de querubín de barrio. Luego desgarro la camiseta lentamente. No, mejor no. Sólo la levanto hasta descubrir la espalda. La piel es más gruesa que en el resto de su cuerpo: puedo arañarla sin remordimientos, asirla con los dientes para que no se escape.

Repentinamente, otra mano me devuelve a mi lugar, arrancándome del sueño. Una mujer real, que no soy yo, lo está cogiendo por el cuello, lo besa en la mejilla, se acerca hasta su boca con los labios entreabiertos, buscando con la lengua, ávida, el contacto de su lengua. Oigo que la empleada me dice: «¿Qué deseaba, señora?».

Antes de darme cuenta del verdadero sentido de su pregunta, le contesto gritando, impertinente: «¿Por qué mierda no se mete en sus asuntos?».