Dolores Curran

NORMAS PARA PADRES HARTOS DE DISCUTIR

Discutir forma parte del rol de ser hijo. Pero para los padres puede ser muy pesado e improductivo. Saber responder adecuadamente a un niño que tiene ganas de discutir no es nada fácil. Discutir con los hijos tal vez sea inevitable, pero no tiene por qué ser agotador.En este libro lleno de sabiduría, y a la vez divertido, no sólo encontrará las palabras adecuadas, sino también la actitud adecuada.Dolores Curran lleva muchos años investigando sobre las respuestas eficaces que utilizan los padres cuando sus hijos inician una discusión. Y ahora quiere compartirlas con usted.

La edición original de esta obra ha sido publicada en Estados Unidos por Jane Jordan Browne, Chicago, Illinois, con el título

TIRED OF ARGUING WITH YOUR KIDS

Traducción Ana Pérez

© Diseño de la cubierta

© Célia Valles

Copyright © 1999 by Sorin Books y para la edición española Copyright

© 2002 Ediciones Mèdici Plató, 26 — 08006 Barcelona www.ediciones-medici.es

ISBN 84-89778-64-7

Depósito legal B. 29.107-2002 Printed in Spain

AGRADECIMIENTOS

Agradezco la contribución de los siguientes colegas que leyeron el manuscrito inicial con cariño pero también con perspicacia y objetividad. Gracias a ellos el libro es mucho mejor que antes de contemplar sus ideas y sugerencias.

Joan Comeau, Ph.D., fundador y director de Family Information Services, Minedpolis, MN.

George Doub, M.Diy., fundador y director de Family Wellness Association, San José, CA.

Linda Johnston, Ph.D. Cand., directora ejecutiva de Practical Parent Education, Dallas, TX.

Jim McGinnis, Ph.D., y Kathy McGinnis, MA, cofundadores y directores de The Institute for Peace and Justice, San Luis, MO.

Marge Petersen, M.A., directora del Child Development Center, Metropolitan State College, Denver, CO.

DEDICATORIA

Dedico este libro a los padres y educadores de padres que han compartido sus historias, su sabiduría y su sentido del humor conmigo y con los lectores. Ellos son nuestros verdaderos sabios. Gracias por su deseo de transmitir los conocimientos adquiridos, especialmente el mensaje que los padres ansían aprender: «Aligerad el peso y disfrutad del viaje».

INTRODUCCIÓN

«No es justo», gimoteó mi hijo pequeño con un tono de superioridad que me resultaba muy familiar.

Yo estaba agotada, con el cansancio típico de las madres a las cinco de la tarde, y le respondí con desánimo: «Seguramente tienes razón».

Él se quedó confuso. ¿Por qué no había picado el anzuelo —defendiéndome, discutiendo y dándole explicaciones— como solía hacer cuando su vida necesitaba un poco más de animación? Me miró extrañado y me preguntó: «¿Te pasa algo, mamá?».

«Estoy demasiado cansada para discutir.»

«Ah, bueno», contestó. Y se fue a realizar la tarea que le había encargado, que debía de ser algo tan pesado como recoger sus calcetines o sus soldaditos de plomo.

La idea de que podía negarme a discutir con mi hijo sin por ello perder autoridad fue una verdadera revelación para mí. Ingenuamente, creí haber descubierto el secreto de una educación exenta de peleas. Cuando mi hijo recurriera a la clásica provocación del: «No es justo», lo único que tenía que decirle era: «Seguramente tienes razón», y así zanjaría todas las discusiones.

Obviamente, estaba equivocada. A la hora de enfrentarse a los padres, los niños son muy creativos y persistentes. La siguiente vez que utilicé aquella técnica, mi hijo puso los brazos en jarras y me contestó desafiante: «Pues si no es justo, entonces, no debería hacerlo».

Estuve a punto de perder la paciencia, pero me resistí a la tentación de convertir aquello en la enésima repetición de su pasatiempo favorito discutir con mamá—. Le dije en tono de resignación: «Sé cómo te sientes. ¿Verdad que es un fastidio tener que hacer cosas que no son justas?».

Vaciló durante uno o dos segundos y entonces me dijo sin demasiada convicción: «Pues no pienso hacerlo». Yo le sonreí. Él se apartó diciendo: «No puedes obligarme». Yo volví a sonreír y mientras se daba la vuelta para irse le contesté: «Cuando hayas terminado, me avisas», y esa vez fui yo la que salió de la habitación.

Aquello funcionó unas cuantas veces hasta que mi hijo decidió plantarme cara y negarse a hacer lo que le mandaba. Animada por las anteriores victorias, yo no estaba dispuesta a ceder fácilmente. Esperé a que llegase la hora de la merienda, de ver la televisión, de jugar o de cualquier cosa que le gustase a mi hijo y le dije: «Nada de tareas, nada de diversión».

Él captó la idea. Cuando se dio cuenta de que yo no estaba dispuesta a discutir y que iba a ceñirme a las consecuencias enunciadas, su comportamiento cambió. «No es justo» dejó de funcionar. Es difícil discutir con alguien que está de acuerdo contigo.

Aquella situación se produjo hace muchos años con el primero de mis tres hijos, pero sigo convencida de que el 80 por ciento o más de las discusiones que tenemos con los niños en realidad no tienen ningún sentido. Y lo que es peor, son agotadoras e improductivas. Si los padres disponemos de, pongamos por caso, cien unidades diarias de energía para tratar con nuestros hijos, y las malgastamos en cuestiones que no son realmente un problema y que no merecen ninguna respuesta por nuestra parte, no es de extrañar que estemos hartos, impacientes y desencantados con nuestros hijos tan a menudo.

También estoy convencida de que los padres se dan cuenta de la futilidad de la mayoría de las discusiones que tienen con sus hijos, pero no conocen las palabras adecuadas para inducir un cambio. De eso trata este libro. Durante varios años he estado recogiendo respuestas eficaces de los padres a las preguntas, quejas, acusaciones y discusiones típicas de los niños. Ojalá pudiera decir que estas respuestas son fruto de mi sabiduría e ingenio, pero lo cierto es que la mayoría de ellas provienen de padres que se negaron a que su vida familiar estuviera dominada por discusiones constantes, algo que en muchas familias se ha convertido en la forma habitual de «comunicarse». Los padres necesitamos compartir nuestras experiencias y nuestros conocimientos. Me hubiera gustado disponer de algunas de estas respuestas creativas hace veinte años, cuando discutía con un niño de cinco años sobre si el pastel de carne estaba bueno o era repugnante. Entonces discutía. Hoy, simplemente le daría la razón, sonreiría y se lo serviría. Mi principal fuente de información fueron los padres «veteranos», padres cuyos hijos ya habían crecido y se habían ido de casa. Estos padres habían aprendido a ver los conflictos en perspectiva. Habían descubierto que se pueden ignorar las discusiones sin por ello perder el respeto y el control. Y además, estaban dispuestos a compartir tanto sus técnicas como sus fracasos, loable disposición.

En uno de mis seminarios sobre educación, una madre expresó una frustración que me resultaba muy familiar. «Discutimos sobre las mismas cosas un día tras otro. Que si la habitación está o no está ordenada. Que cuánto tiempo es exactamente “un momento”. Que si yo no tengo la culpa. Estoy harta de tener las mismas discusiones, pero siempre se vuelven a repetir.» Los demás padres asintieron con la cabeza.

Una abuela, que asistía al seminario con su hijo y su nuera, recibió un codazo de este último: «Diles cómo lo solucionaste tú, mamá».

Los dos se rieron y ella nos lo explicó. «Yo me sentía igual que tú y un día me harté y les dije a los niños que, a partir de entonces, la discusión sobre el orden de las habitaciones pasaría a llamarse Discusión A. La de quién se sienta en el asiento elevador del coche sería la Discusión B, y así sucesivamente. Dije que así nos ahorraríamos palabras y energía diciendo simplemente Discusión M en lugar de repetir las mismas palabras cada vez que surgía un problema. Se convirtió en una especie de juego, y lo cierto es que funcionó.»

Ojalá se me hubiese ocurrido aquello a mí cuando mis tres hijos eran pequeños y se montaban unas discusiones tremendas sobre quién había sido el último en realizar determinada tarea. Yo procuraba tener paciencia y razonar hasta que no podía más y explotaba, sin darme cuenta de que para ellos el motivo de la discusión no era tan importante como el hecho de discutir en sí mismo. Si ahora volviera a tener a mis hijos, les daría la razón, los ignoraría y sonreiría más —y me defendería menos, les daría menos explicaciones y mediaría menos.

Ya no intentaría hacer de juez, como hice una vez cuando se empezaron a pelear mientras jugaban, preguntándoles pacientemente: «A ver, ¿quién ha empezado? ¿Qué ha pasado? ¿Quién tenía la pelota primero? ¿Por qué se la has quitado? ¿Eso le has dicho? Ya sabes que en esta familia eso está prohibido».

Con el tiempo, a medida que maduraba en edad y como madre, aprendí a dejar que los conflictos de mis hijos fuesen solamente suyos, reconociendo que los niños necesitan aprender a convivir con los demás sin que los padres hagan de árbitros. Si querían pelearse, sencillamente les pedía que lo hicieran donde yo no les oyera. Si la cosa se caldeaba demasiado, les decía: «Si no podéis jugar juntos, no podéis jugar juntos», y los separaba durante un rato explicándoles: «A lo mejor dentro de una hora os lleváis mejor porque entonces seréis un poco mayores».

Como muchos padres jóvenes, creía que estaba completamente sola en mi tarea de sobrellevar los típicos ataques, contraataques, quejas, comentarios y preguntas de mis hijos. Creía que los buenos padres no tienen que soportar la frustrante pérdida de energía que conlleva todo esto, y que, si conseguía encontrar la varita mágica, mis hijos no discutirían conmigo, sino que sonreirían y acatarían siempre mis deseos y mi autoridad.

Falso. Los niños discuten. Es así de simple. Los niños buenos discuten con los buenos padres. Hasta se podría aducir que discutir forma parte del rol de ser hijo, una responsabilidad socializadora de las familias occidentales de hoy en día. Actualmente, la obediencia sumisa se percibe como una debilidad más que como una virtud. Lejos quedan los días en que a los niños buenos se les veía, pero no se les oía. Y a pocos les gustaría que volvieran esos días.

Pero, cuando en la sabiduría popular se instaló la idea de que hay que escuchar y hablar con los niños en vez de silenciarlos, nos pasamos al otro extremo, creyendo que debíamos escuchar y negociar todas y cada una de las cuestiones cada vez que nuestros hijos nos desafiaban. De modo que hoy hasta las peticiones más sencillas se convierten en casos judiciales y los padres acaban hartos hasta el punto de considerar que tienen que soportar a sus hijos en lugar de disfrutar de ellos.

Los niños no se proponen frustrarnos deliberadamente. Sin embargo, sí nos ponen a prueba, y lo hacen porque tienen muy poco poder. La gente sin poder suele recurrir a la manipulación como única forma de salirse con la suya, así que los niños manipulan a sus padres mediante continuas discusiones, quejas, retahílas de «¿por qué?» y conductas no verbales irritantes.

Cuando los padres se dan cuenta de que sus hijos están intentando manipularles, se sienten más seguros a la hora de responder que cuando creen que les están desafiando. De modo que cuando el nivel de frustración empieza a aumentar, los padres sensatos se preguntan: «¿Se trata realmente de un problema o me está intentando manipular y yo estoy mordiendo el anzuelo?».

Durante los últimos veinte años he dado clases de educación familiar y he impartido seminarios a cientos de padres. Oigo las mismas quejas una y otra vez. Cuando yo u otra persona del grupo ofrece una respuesta rápida a las clásicas discusiones de los niños, los padres se quedan encantados. «Lo probaré» —exclaman, apuntando la idea o la respuesta.

Más de una vez, cuando varios padres comparten sus ideas con otros padres, estos últimos preguntan: «¿Están recopiladas en alguna parte? Son estupendas, pero no me acordaré de todas». Pues aquí están. He recopilado las formas más habituales de iniciar una discusión, y ofrezco varias respuestas para cada una de ellas. Hay distintos estilos educativos, por lo que he intentado ofrecer una variedad de respuestas que puedan adaptarse a distintos tipos de padres.

A algunos padres estas respuestas pueden parecerles frívolas o incluso crueles. Si es así, es mejor que no las usen. Si un padre utiliza respuestas que no encajan con su personalidad y su estilo educativo se sentirá incómodo.

Gran parte del éxito de una respuesta depende de la forma en que se diga. Citaré un ejemplo personal. Mi madre, que tuvo y crió a siete hijos en un período de diez años, se inventó una técnica para no responder a nuestras discusiones bizantinas. Cuando se cansaba de. contestar a nuestras estúpidas preguntas y a nuestros incesantes «Por qué» decía con una expresión radiante «tarta de fresa». Era su forma de hacernos saber que no iba a enzarzarse en una discusión. Cuando oíamos «tarta de fresa», sabíamos que era inútil seguir insistiendo.

Sin embargo, si seguíamos insistiendo y lloriqueando con: «¿Cómo que “tarta de fresa”? ¿A qué viene eso?», ella sonreía y respondía «mermelada» o «pastel de manzana». Al final nos cansábamos del juego, contrariados, acabábamos por desistir, y, al poco rato, nos habíamos olvidado completamente del asunto.

Muchos padres se sienten fatal cuando sus hijos se quedan contrariados o disgustados. Estos padres no soportan la impopularidad y dudan de su habilidad para tratar a los niños; creen que los niños deberían estar siempre contentos y satisfechos, incluso a costa de que los padres acaben completamente estresados. Estos padres viven sintiéndose culpables y se mueren un poco por dentro cada vez que sus hijos les dicen «Ya no te quiero», «Te odio» u «Ojalá no fueras mi padre».

Los lectores encontrarán varias normas en este libro. Una de ellas es que no pasa nada por ser impopular de vez en cuando. De hecho, la impopularidad es uno de los gajes del oficio de ser padres. Cuando un niño intenta que su madre se sienta culpable diciéndole «Eres mala», ésta tiene varias opciones: enfadarse, sentirse culpable, disculparse o darle la razón. Yo prefiero la de darle la razón, porque enfadarse es una pérdida de energía y disculparse o sentirse culpable, a menos que esté justificado, implica aceptar la derrota. Respondiendo: «Sí, supongo que tienes razón», el padre le transmite al niño que no piensa picar el anzuelo enzarzándose en una discusión.

Un aviso importante. No estoy, en ningún momento, sugiriendo que los padres deban atajar siempre las discusiones de sus hijos. Hay veces en las que efectivamente somos injustos, momentos en los que debemos saber escuchar, y otros en los que es preciso que demos explicaciones. Estas son las ocasiones en las que debemos dejar lo que estemos haciendo para escuchar a nuestros hijos y responderles con tacto.

Nuestra labor consiste en aprender a distinguir las discusiones importantes de las discusiones absurdas e inútiles. Cuando seamos capaces de hacerlo, podremos invertir esas valiosas unidades de energía en los sentimientos y cuestiones que son realmente importantes para los niños. Las discusiones inútiles son las que los niños inician para llamar la atención de los padres, para mitigar el aburrimiento, para eludir responsabilidades y para desafiar a la autoridad paterna. Las discusiones inútiles nunca concluyen, sino que se repiten día tras días como una parte integrante de la rutina familiar. Este libro trata sobre cómo afrontar estas frustrantes repeticiones a fin de reservar nuestra energía para aquellas cuestiones que realmente merecen nuestra atención.