CAPÍTULO 6

NEGOCIE, NEGOCIE, NEGOCIE

Mark, de catorce años, pertenece a un ejército de adolescentes que suscribe la filosofía de que: «¿Por qué sacar un notable cuando basta con sacar un simple aprobado (aunque podrías aspirar a un sobresaliente)?».

Sus padres, sin embargo, piensan de una forma muy distinta. Conociendo las aptitudes de Mark, esperan que saque un sobresaliente, y se lo dicen a su hijo constantemente. Le riñen, le recriminan, le sueltan sermones, y le castigan a no salir de casa, mientras él, a su vez, intenta ignorarlos, discute y les va dando largas.

Los tres están inmersos en un tira y afloja sin fin que repercute negativamente sobre la atmósfera familiar. La hora de la cena se ha convertido en una molesta revisión de los progresos de Mark en el colegio, clase a clase. Mark se resiente de tanto interrogatorio y se refugia en un silencio sepulcral. Cuando le retiran privilegios, se encoge de hombros y se encierra en sí mismo o en su habitación.

Sus padres están preocupados y frustrados. Lo han probado todo —razonar con Mark, hablar con los profesores del niño, ceñirse a las consecuencias—, pero los resultados siempre son temporales. Después de una leve mejoría, Mark vuelve al aprobado.

Las notas mediocres que saca Mark no se deben al desinterés de sus padres, sino al hecho de que las metas y las expectativas del niño difieren de las de aquéllos. Sencillamente, sacar un sobresaliente no le parece tan importante a Mark, que está en una edad en la que cree que debe hacer valer sus propias metas y expectativas, no las de sus padres. Percibe las expectativas de sus padres como un ataque contra su independencia y su integridad.

Cuando le avisan de que, si sigue sacando meros aprobados, no entrará en la Universidad, él contesta: «¿Y qué?» o «Es mi problema». Cuando sus padres le riñen por sacar una mala nota en un examen, sonríe sarcásticamente y contesta: «No debo de ser demasiado listo». Incluso cuando sus padres le elogian por sacar una buena nota, él reacciona negativamente.

Como otros muchos chicos de catorce años, Mark está en plena crisis de adolescencia. Está ejercitando los músculos de la independencia, y lo hace desafiando a la pretensión de sus padres de imponerle sus expectativas. En el caso de Mark, el caballo de batalla son las notas. Con otros adolescentes pueden ser los amigos, la forma de vestir, el pelo o la música. Por muy duro que sea para los padres, Mark se está comportando de una forma normal para la etapa de desarrollo que está atravesando.

A esta edad se intensifica el deseo de afirmar la propia autonomía. Las normas y expectativas paren— tales se perciben como desafíos al yo independiente. Incluso aunque Mark quisiera sacar buenas notas, es posible que deliberadamente dejara de apretar tanto, porque sabe que el éxito en el colegio es importante para sus padres y que puede utilizar el argumento de la media de la clase como arma en su lucha por la independencia. Cuanto más importancia den los padres a un asunto determinado, más poder tendrá el adolescente para desafiarlos.

Si los padres no les dan tanta importancia a los resultados académicos, el adolescente utilizará alguna otra cosa para llevarles la contraria y reafirmar su independencia: el aspecto, la religión, el estado físico, el deporte u otros intereses. Por lo tanto, ¿cómo puede compaginar un padre las metas y expectativas que tiene pensando en su hijo con el respeto al individualismo y al desarrollo del niño?

Es importante que los padres asuman que tienen derecho a fijar unos criterios mínimos, y que los hijos tienen derecho a negociar esos criterios. En el caso de Mark, los padres han cerrado las puertas a cualquier posibilidad de negociar, puesto que han establecido las notas máximas como criterio mínimo. Mark sabe que sacar un notable en vez del habitual aprobado no satisfará a sus padres. Entonces, ¿para qué intentarlo?

Si sus padres fueran capaces de admitir: «Mark, estamos tan preocupados por tus estudios porque te queremos y nos importa tu futuro, pero lo que te estamos pidiendo no funciona y nos está amargando la vida a todos», probablemente el niño estaría dispuesto a escucharles. Si añadieran: «¿Cómo podríamos llegar a un acuerdo en lo referente a las notas para que todos estuviéramos satisfechos?», probablemente el niño sería el primero en proponer una media de notable si sus padres dejaban de exigirle un sobresaliente.

Si esta propuesta no saliera de Mark, los padres podrían decirle: «No vamos a seguir riñéndote, porque creemos que las notas que saques son responsabilidad tuya, pero nosotros tenemos la responsabilidad de fijarte unos criterios mínimos. Sabemos que tú podrías sacar un sobresaliente, pero también sabemos que a ti te basta con un aprobado, ¿cómo crees que podríamos negociar esto?».

Si el niño se niega a negociar, los padres le pueden decir: «Bueno. Tal vez cuando seas un poco mayor estarás preparado para negociar, pero por ahora parece ser que somos nosotros quienes tenemos que fijar las pautas. Esperamos una media de notable. Si bajas de esta media, te limitaremos las diversiones extraescolares de las que disfrutas hasta el próximo trimestre».

Si los padres dejan de reñir a Mark y se ciñen a las consecuencias, el niño enseguida se dará cuenta de que él, y no sus padres, es el responsable de sus calificaciones. De todos modos, para que ocurra esto, los padres deberán ceñirse a las consecuencias estipuladas.

Repito la norma: los padres tiene el derecho y la obligación de fijar unos criterios mínimos, pero a menudo estos criterios son demasiado altos, sobre todo con los primogénitos. Yo, por ejemplo, fijé unos criterios excesivamente altos para mi hijo mayor, pero enseguida me di cuenta de que el perfeccionismo que le estaba pidiendo era contraproducente para su autoimagen y para la armonía familiar. Cuando, gracias a la experiencia, bajé el listón, las discusiones y los conflictos disminuyeron de forma considerable.

El perfeccionismo de los padres puede ser una verdadera cruz en una familia. Cuando esperamos que en casa todo esté en orden, que los niños hagan sus tareas domésticas a la perfección y que las cosas ocurran exactamente como esperamos, estamos buscando el conflicto. Necesitamos entender mejor cómo se desarrollan los niños. A menudo los niños no pueden alcanzar los niveles de perfección que les exigimos. Sus habilidades motoras finas y gruesas no están lo suficientemente desarrolladas como para que se abrochen de forma correcta los botones de la camisa o escriban con una letra tan legible como desearíamos.

Además, sus criterios de corrección también difieren de los que tenemos los adultos. ¿Hay algún padre que, después de llamarle la atención a su hijo diciéndole: «Te dije que ordenaras tu habitación», no haya recibido la respuesta llena de indignación: «Pero... ¡si ya la he ordenado!»? ¿Qué significa «ordenado»? Dudo que padres e hijos se pongan de acuerdo alguna vez.

Hay una frase graciosa que contiene una gran verdad y puede ser de gran ayuda para los padres perfeccionistas: «Una buena forma de colmar nuestras expectativas es bajar el listón».

Si queremos poner fin a las constantes discusiones sobre la cuestión de ordenar la habitación, debemos aprender a negociar con nuestros hijos. Con mis hijos, yo fijé unos criterios mínimos: «Si no hay ropas por el suelo ni platos sucios, ni restos de comida, no me importará que no esté hecha la cama, que haya ropa encima de la silla, o juguetes y papeles por el suelo». Aceptaron mi propuesta, aunque yo tuve que morderme le lengua para guardar silencio en varias ocasiones.

Su habitación, después de todo, es su habitación. Y tienen derecho a tenerla como una pocilga, si quieren. Cuando esté lo bastante desordenada o cuando busquen algo y.-no haya forma de encontrarlo, no tendrán más remedio que ordenarla.

Personalmente, me di cuenta de que el nivel de exigencia que tengo para el resto de la casa es más alto que el que tengo para mi despacho porque es mío, y como lo tenga o lo deje de tener es algo que solamente me incumbe a mí. Reconozco que tengo el despacho desordenado. Un observador ajeno vería las pilas de papeles esparcidas entre el archivador, la mesa y el ordenador y las calificaría de caóticas.

Pero yo sé dónde tengo cada cosa, y no quiero perder tiempo nivelando y organizando las pilas de manuscritos, cartas y artículos. Si necesito consultar determinada carta o cualquier otra información, me dirijo directamente al montón donde está y la busco. Garantizado: ninguna otra persona la encontraría, pero tampoco tiene por qué hacerlo.

Me dolería mucho que alguien de mi familia entrara en mi despacho y me dijera: «¿Has visto esta habitación? Es un desastre. Fíjate en estos montones de papeles. Quiero que ordenes todo esto inmediatamente o esta noche te quedarás sin llamadas telefónicas».

Podemos reducir las discusiones aprendiendo a negociar con nuestros hijos sobre los criterios o niveles de exigencia. Hasta el niño más pequeño puede negociar si le damos una oportunidad.

Podemos preguntarle: «¿Qué juguetes quieres recoger y qué dos juguetes quieres dejar fuera?» o «.Qué dos programas de televisión quieres ver al volver del colegio?» o «¿Prefieres jugar un rato primero y después hacer los deberes, o primero hacer los deberes y después ver la tele?» o «¿Qué prefieres limpiar, la cocina o el lavabo?» o «¿Prefieres pelar las patatas o cortas las zanahorias?» o «¿A qué hora te parece que deberías volver a casa esta noche?».

Si un adolescente contesta a las 2 de la madrugada, podemos sonreírle y decirle: «Ya veo que no eres lo bastante mayor para tomar este tipo de decisiones (algo que los niños de esta edad odian en su fuero interno), así que te fijaré yo la hora del toque de queda». La próxima vez será más fácil que el hijo proponga una hora razonable o que esté dispuesto a negociar. Tal vez él querría quedarse hasta las 12, mientras que a sus padres les gustaría que estuviera de vuelta a las 11, por lo que las 11.30 podría ser una solución intermedia razonable.

Los padres que saben negociar con sus hijos se dan cuenta de que a la larga sus hijos se van a ir de casa y van a tomar todas las decisiones que afecten a su vida diaria: la hora de levantarse por la mañana, la hora de acostarse, en qué gastar el dinero, en qué trabajar, qué hacer en vacaciones, cada cuánto poner la lavadora o limpiar la casa. Si a un joven no se le permite tener voz y voto en las decisiones que se toman en casa de sus padres, se encontrará en desventaja cuando se independice.

Jim y Kathy McGinnis, cofundadores de Parenting for Peace and Justice Network (Red de padres por la paz y la justicia), son firmes partidarios de las reuniones familiares, una práctica consistente en que todos los miembros de la familia tienen voz y voto a la hora de exponer y resolver las cuestiones que afectan a la vida familiar. Me explicaron que una vez su hijo Tom anotó «Televisión por cable» en la orden del día y expuso «Veintisiete razones por las que nuestra familia debería tener televisión por cable».

«... Nos expuso todos los valores que le habíamos estado transmitiendo durante todo el tiempo en lo referente a la televisión, el estilo de vida, el espíritu familiar y la justicia. Había ideado la forma de instalar la televisión por cable sin tener que incurrir en ningún gasto extra (sólo dedicando parte de la paga semanal de los niños y unos 20 ˆ mensuales que ahorraríamos los adultos si no teníamos que pagar la entrada del teatro cuando nos quedáramos en casa viendo una película con los niños). No veríamos más la tele que antes (tenemos un límite de siete horas semanales), pero probablemente veríamos mejor tele (buenas películas, en vez de los violentos programas de mayor audiencia que tanto atraían a nuestros tres hijos). Nos expuso sus veintisiete razones, luego se sentó y nos miró.

»¡Nos quedamos tan sorprendidos que casi no teníamos palabras! Todos estuvimos de acuerdo en darle una oportunidad a la televisión por cable, a pesar de que el día antes le habíamos dicho a Tom que estaba perdiendo el tiempo anotando la televisión por cable en el orden del día, ya que sólo hacía seis meses que habíamos desestimado esa propuesta. Sintonizó genuina— mente con todos nuestros valores y vio la forma de incorporarlos en su propuesta. Más que ningún otro acontecimiento aislado, aquello nos convenció de la importancia de las reuniones familiares como una forma de compartir nuestras creencias y valores con nuestros hijos.»

Para muchos padres, negociar con sus hijos implica perder parte del poder que ejercen sobre estos últimos, pero, de hecho, en eso consiste precisamente la paternidad —ir renunciando gradualmente al poder total sobre un lactante completamente indefenso hasta acabar dejando volar a un adulto joven para que trace su propio camino—. Para conseguir esto, hemos de empezar renunciando a parte de nuestro poder y nuestra responsabilidad conforme nuestros hijos vayan creciendo, y seguir fomentando su independencia a medida que van madurando. Permitir que nuestros hijos tengan voz y voto en las decisiones simples que les afectan es una buena forma de evitar muchas discusiones potenciales.

Una madre expuso una gran idea para cortar de raíz las discusiones inútiles sobre gustos y aversiones alimentarios. Invita a cada niño a que anote tres alimentos que no soporta y cuelga las listas en la puerta de la nevera. Los días en que toca comer algún alimento que aparece en la lista de un niño, éste no está obligado a probarlo ni a comérselo, y se le permite que se prepare un bocadillo. Esto concede al niño cierto poder en lo que se refiere a las cuestiones alimentarias y reduce las discusiones, porque, cuando un niño hace ascos a algo, la madre se limita a decirle: «¿Por qué no lo incluyes en tu lista el próximo mes?».

Uno de mis hijos atravesó una etapa en la qUe rechazaba automáticamente todo lo que le poma en el plato a la hora de la cena. Disfrutaba viéndome enfadada y depuró bastante la técnica de cruzarse de brazos mirarme fijamente a los ojos y decir: «No me gusta».

Al final, de dije: «Ya sé que no te gusta casi nada de lo que comemos en casa, pero sé que los huevos duros te encantan. O sea que, a partir de ahora, quiero que te pases por la cocina antes de la cena, eches un vistazo a lo que estamos preparando y, si no es de tu gusto, te peles un par de huevos. Siempre tendré varios huevos duros en la nevera».

Mi hijo pensó que era una gran idea y estuvo tres semanas cenando huevos duros. Pero, una noche comió pastel de carne al horno, algo que antes detestaba. Su hermano mayor, incapaz de ignorar lo sucedido, le comentó: «Creía que no soportabas el pastel de carne».

«Han dejado de gustarme los huevos» —respondió—. A partir de entonces comió la mayoría de platos que le servía sin rechistar.

Darle al niño a elegir entre varias opciones, aunque sean los padres quienes las establezcan, ayuda a evitar muchas discusiones. No se trata de perder autoridad, sino de compartir poder y responsabilidades, que van unidos. Aprender a negociar no es tan difícil y, cuando los padres lo ponen en práctica, se dan cuenta de lo eficaz que resulta para hacer la vida familiar más llevadera y agradable.

Además de ser inalcanzable, un nivel de exigencia demasiado alto puede ser contraproducente, al desalentar la responsabilidad compartida en el seno de la familia. A menudo pedimos a los niños que realicen determinadas tareas domésticas y después criticamos los resultados. Los padres, sobre todo las madres, se lamentan frecuentemente de que nadie les ayude, pero muchas veces sus parejas e hijos se quejan de que: «Nunca se queda satisfecha con mi forma de hacerlo». los padres sensatos elogian el esfuerza, no los resultados. Aunque los resultados no se adecúen a sus expectativas, aprenden a bajar el listón a cambio de un mayor nivel de responsabilidad compartida.

Me gusta establecer un paralelismo entre la actitud de muchas mujeres y una situación ficticia en la que un marido que tiene lumbalgia le pide a su mujer que le ordene el garaje. Ella lo hace y él entra en el garaje y empieza a inspeccionar lo que ha hecho su mujer mientras va comentando: «El martillo no va aquí. Estos cubos de basura deberían estar alineados. Y... ¿cuántas veces te tengo que decir...?». ¿Se imagina cómo debe de sentirse la mujer en ese momento y cuántas ganas tendrá de ayudar a su marido la próxima vez?

A pesar de los viejos clichés que obstruyen nuestras conciencias, no todo lo que hacemos debemos hacerlo a la perfección. Disfraces de carnaval impecablemente cosidos, fiestas de cumpleaños bien conjuntadas, suelos tan limpios que se podría comer en ellos (¿quién iba a querer hacerlo?), casas sin juguetes, libros ni otros objetos esparcidos por todas partes, jardines perfectamente cuidados, garajes inmaculados..., ¿quién dice que debamos suscribir esta descripción de vida familiar sana?

Los padres que son capaces de superar sus ansias de perfección y bajan el listón disfrutan más de sus hijos, y sus hijos disfrutan más de la vida familiar.

Discuten menos sobre el significado de la palabra «ordenado», sobre cómo se podrían haber hecho mejor las cosas, o sobre qué deben de pensar los vecinos. Al negociar conjuntamente los criterios de exigencia y las responsabilidades, pueden gastar menos energía discutiendo y pasar más tiempo disfrutando de la vida familiar.

En un capítulo anterior he mencionado que a menudo pregunto a padres cuyos hijos ya son mayores qué cambiarían si volvieran a tener a sus hijos. Una de las respuestas más predecibles es: «No me amargaría la vida por pequeñeces».

«¿Y qué entienden por “pequeñeces”?» —les pregunto—. Entonces citan las habitaciones de los niños, las batallas por la comida, el desorden, el aspecto físico, el rendimiento deportivo y todos los sobresalientes.

Como persona que ha tenido que luchar contra el perfeccionismo en sus primeros años como madre, sé lo costoso que resulta para el bienestar familiar. He aprendido que las cosas pueden estar fuera de su sitio, se pueden cometer errores, y los niños pueden ir al colegio llevando conjuntos estrafalarios que ellos han elegido sin que a sus padres se les tenga que tildar de negligentes, y que el aspecto «habitado» de una casa y un jardín no implica necesariamente el rechazo de los vecinos.

Un chico de catorce años que asistió a uno de mis seminarios lo dijo muy claro: «Teníamos una casa desordenada, pero una familia apacible. Mi mejor amigo tenía una casa como los chorros del oro, pero una familia estresada. Yo era el afortunado». La mayoría de los presentes estuvimos de acuerdo.